Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta

 
Colección popular Fomento Social
50 cts. N.° 14

 
Los obreros mártires del Cerro
Florentino del Valle

 
 
 
Con licencia eclesiástica
Editorial Vicente Ferrer
Barcelona
1946

 
grabado
Los obreros mártires del Cerroo
Florentino del Valle

 
I. Arma secreta

Un tercer sábado de cualquier mes del año. En la plaza madrileña de la Cibeles, amplia, elegante, movida, a las once de la noche, un autobús repleto de muchachos jóvenes acaba de dar tres bocinazos cuyo sonido se esparce a ambos lados de la Castellana como acuciando a algún rezagado… Después alguien da la voz de partida y el coche enfila el Prado, hacia Poniente, para meterse decidido carretera de Toledo adelante.

Los ocupantes, apenas iniciada la marcha, turban el silencio de la noche con las notas de un himno viril, reforzado por sus potentes voces bien timbradas… Cantando se despiden de Madrid, cantando recorren el trayecto y cantando enfilan la cuesta de subida al Cerro de los Ángeles; y en un anhelo de superación por hacer llegar su saludo cordial a Cristo Rey en su estatua, sobre el punto geográfico de España, refuerzan las voces al asomarse a la explanada en la misma cumbre del Monte.

¿Plan de romería? ¿Jarana de una noche de sábado ante la risueña perspectiva de un domingo sin trabajo? Tienen algo de romeros y mucho de jóvenes en la plenitud de la vida: decisión, piedad, alegría desbordante… ¿Se llaman? Compañía de San José del Cerro.

Todos ellos son empleados y obreros, de trabajo más o menos rudo. Hoy, sábado, han terminado su jornada como todos los días; se han aseado y han cambiado el mono por una ropa más fuera del ambiente del taller; han cenado, con el apetito de siempre, lo que su apretado salario les permite; y después, despacio, han emprendido el camino hacia la Cibeles o la estación de Atocha, si el viaje es en tren, donde se han ido reuniendo cuantos aquel día sienten arrestos suficientes para ofrecer al Señor el sacrificio de una noche de descanso que sus miembros exigen, pero al que su espíritu renuncia alegremente, cantando, para no dar importancia a una acción de mérito sin regateo.

La ocupación de la noche no puede ser más sencilla: en turnos más o menos numerosos, según los asistentes, se la van repartiendo por horas íntegras de vela ante el Señor, desde las doce hasta que la aurora anuncia la llegada del domingo. Oyen entonces la Santa Misa y rematan con las últimas oraciones y los cánticos de despedida.

La proximidad de Madrid no es tentación para el desánimo. Al contrario, las luces de la ciudad, rompiendo la oscuridad de la noche en un marco amplio e irregular, señalan con persistencia los puntos necesitados del ataque que estos muchachos desencadenan valientemente, las noches cálidas de junio y las heladas de enero, manejando dos armas poderosas: la oración y la penitencia. Sin detenerse en marcar pormenores, junto a la ciudad alegre y débil en sus deberes, la aspereza del sacrificio, la fortaleza no de resistencia, sino de punto de arranque para el ataque, en el ejemplo del cumplimiento del deber cristiano.

Sobre el llano de la vida cómoda y pecadora, de los brazos libres y los pies sueltos, el monte de la oración con los brazos en cruz después de la tensión y del cansancio del manejo del martillo y del volante y la lima. Junto a la alegría desmedida de unos miembros rendidos al son del jazz, el cansancio de unos miembros que exigían merecidamente el descanso, pero que se unen a Cristo paciente implorando su perdón y misericordia.

Es el obrero de Nazaret prolongando su acción redentora entre los hombres en pleno siglo XX. Es Cristo salvando al mundo por sus miembros, los más humildes, los desheredados de la fortuna…

Cuando en las primeras horas de la mañana del domingo el autobús desanda el recorrido de la noche anterior, se cruza en su camino con las obreras que vienen a pasar el día del domingo entero en el Cerro: Meditación, Santa Misa, Comunión, Vía Crucis, Rosario, cánticos, himnos, comida preparada de víspera…, y hasta el atardecer, en que vuelven a Madrid a llevar en sus rostros la alegría sana, inconfundible del deber cumplido y la conciencia tranquila, en contraste con la alegría estridente de la diversión sin freno que alborota los nervios y hace tan difícil la vuelta al trabajo en la mañana del lunes…

Los domingos tercero y cuarto la distribución será al revés: la noche para las obreras y el domingo para los obreros. Y de ese modo nunca falta al pie del Cerro una compañía de voluntarios dispuestos a luchar con esas armas secretas contra los enemigos del mundo de las almas.

 
II. Aquélla noche

18 de julio de 1936.

Por la carretera del Cerro sube a pie un grupo de jóvenes, unos 30, de la Compañía de San José del Cerro. Vienen dispuestos a pasar en vela esta noche que presienten trascendental.

Les han querido arredrar en Madrid con las noticias de última hora. Ha tronado el cañón batiendo las paredes del cuartel de la Montaña; la ametralladora ha repiqueteado con insistencia mortal. Al abandonar la ciudad han visto muchos puños en alto, y han oído mucha algazara descompuesta en las calles y mucho grito de odio y rencor en gargantas maltratadas en un día largo en acontecimientos excitantes… Mucho pañuelo rojo al cuello y mucha chulería en el afán de armarse valentonamente con armas que muchos apenas saben manejar.

Desde que murió Calvo Sotelo, Madrid parece sumido en una ola de terror que lo anega; es una angustia la que pesa sobre la ciudad, que la oprime como losa de plomo.

Aun en aquella hora nocturna se nota, sin alivio alguno, el calor asfixiante del julio madrileño. ¡Al Cerro! A ver si allí corre alguna brisa que alivie los cuerpos… y las almas. A cerrar los oídos a los gritos descompuestos de los vendedores de periódicos de la tarde, que estruendosamente pregonan lo que estremece al leerlo en negros rótulos sensacionales.

Razón de más para acudir a los pies del Señor en plan de desagravio y reparación. Además que, como un susurro acariciador, corre también de boca en boca algo de lo que pasa en Canarias y en Marruecos… No todo es aplastamiento; figuras gigantescas se perfilan en lontananza, allende los mares…

En efecto: en el Cerro corre una débil brisa que conforta. Allí los disparos suenan lejanos; los gritos, muy amortiguados. Por eso el alma se esponja un tanto y tiene ánimos que lanzan a la confianza y hacen florecer la petición en los labios, una forma menos estridente y llamativa, pero no menos eficaz, de luchar en íntima unión con los que avanzan, la canción guerrera en la garganta y la canción de muerte en el fusil. Así oran aquellos pocos, una hora y dos y ocho, sintiendo que luchan denodadamente con esta arma secreta, mientras reprimen en sus pechos ímpetus juveniles de batalla.

De mañanita la mayor parte de ellos abandona el Cerro. En la capital suena alguna campanada tímida llamando a los fieles al templo; y a poco se apaga para dar paso al alboroto callejero; vivas soeces, bocinas de camiones sin freno ni control, agitando banderas y guiones rojos… presagio de la sangre que anegará a Madrid.

Cinco de los vigilantes nocturnos del Cerro se determinaron a ser los defensores del trono oficial de Cristo en España. Cinco valientes dispuestos a todo y a quien el Señor pidió el sacrificio de renunciar a que testigos pregonaran su indudable valentía de última hora.

Sabemos de sus ansias de martirio manifestadas con ardor a sus compañeros; de una valentía demostrada en la decisión de quedarse en el Cerro a salvarle de la profanación que preveían inminente; de una muerte violenta, por las señales en sus cuerpos y por algún medroso testimonio de quien teme complicaciones, y de unos cadáveres encontrados en las inmediaciones de aquel trono que a poco vino abajo, fusilado, como ellos, como ellos gloriosamente caído.

Cayeron. Aceptaron la muerte con vibración jubilosa cuando se les presentó en forma martirial. Miraron a Cristo Rey, quien les bendecía y los llamaba hacia sí cuando aún soñaban en peleas y en avances de conquista.

Cayeron. Hecha la descarga, apagado el eco de sus potentes vivas, todo quedó en silencio. En un silencio tal, que ha sido imposible romperlo para conocer más detalles de aquellos momentos sublimes; sus cuerpos yacen en la cripta de la capilla del Cerro.

Rompamos ese silencio, si no para narrar su muerte, para prologarla; para mostrar que el fin heroico, que de ordinario exige preparación, tuvo una jornada gloriosa en su recorrido.

Rompamos el silencio y hablemos de su vida. Y comencemos consignando, para gloria del Señor y honor a su testimonio de sangre, los nombres de los cinco invictos luchadores: Justo Dorado, Blas Ciarreta, Fidel Barrio, Vicente de Pablo, Elías Requejo.

 
III. Justo Dorado

Tenía cualidades de jefe. Por sus condiciones morales y por su constitución física. El testimonio sintético de un sacerdote lo retrata así: «Descollaba entre los jóvenes, de Madrid no menos por su estatura que por su virtud». Su avanzar era decidido, rompiendo dificultades para evitar excusas al que le siguiera.

Entre sus normas de conducta para el trato con los demás, figura ésta que su pluma trazó en rasgos seguros y definitivos, porque no fue propósito vano: «Siempre imagínate siervo de todos».

Nació en Madrid el 13 de mayo de 1904. Su padre, un honrado tendero, que sabía de las preocupaciones del día para que en casa no faltase lo necesario. Su madre, una digna cristiana, que cada día se hace acompañar de sus hijos a la iglesia, y, en grupo idílico, les dirige las oraciones de la mañana y les prepara para recibir a Jesús Sacramentado cuando han llegado a edad competente. De los padres recibió sin duda aquella piedad tan sincera que le hacía trasparentar la devoción y comunicársela a cuantos le rodeaban. Tal vez sea su nota más saliente: un joven bueno a carta cabal. Tradicionalista en política y cristiano cien por cien, sin fallos ni débiles condescendencias. Y al exterior, tipo de atleta: mientras frecuentó el deporte, su puesto en el fútbol era el de defensa si convenía reforzar la puerta, y de delantero centro si urgía el ariete perforador que se impusiera al contrario. Cuando comenzó el servicio militar le eligieron al momento para cabo de gastadores.

Pero con finos modales y delicadezas que se escapan fácilmente a la edad. Si veía, por ejemplo, a algún sacerdote en la cola del Metro, cuando la República lanzó al aire la desvergüenza y el descaro, se adelantaba a sacarle billete, más que por ahorrarle el tiempo, por evitar que oyera conversaciones de mal gusto.

 
Simpatía natural

«Hombre-niño, todo bondad y simpatía» le apellida un articulista en homenaje necrológico. Era proverbial entre los jóvenes obreros del Cerro la alegre jovialidad de Justo. Alegría sana traducida en deportes organizados o improvisados, en canciones populares lanzadas al aire a pulmón lleno, en la narración chispeante de la anécdota jocosa. Dice un su amigo: «Justo Dorado enseñaba con su vida mejor que el más admirable de los libros; su sonrisa de paz iluminaba siempre su rostro tranquilo y sereno. Ni el sarcasmo ni la ira se apoderaron de su faz».

«Aquella mañanita que atravesábamos los Pirineos camino de Lourdes, ¡cómo se expansionaba lanzando al viento sus canciones!», dice un excursionista. Canciones típicas de todos los rincones de España, como si quisiera que aquellos valles se despertasen arrullados por las variadas melodías españolas, y como si quisiera adelantarse, con su voz robusta, al saludo a la Virgen de la Gruta, y que el saludo le llegase en un juguetón aire de jota, o en una floreada asturianada, o en una grave melodía castellana…

Aquel exterior erguido, bien tallado, corpulento, lejos de asustar o imponer respeto a los niños, les juntaba a su alrededor inevitablemente en fiestas familiares o reuniones de apostolado. Siempre tenía a punto el cuentecillo que les impresionaba y les mantenía en una formalidad ejemplar. Y cuando ya la formalidad se iba agotando… ¡a jugar! ¡Él con ellos! Hasta inventó un juego para entretenerles ruidosamente. Mandaba que de uno en uno se asiesen fuertemente con las dos manos a la suya y, así agarrados, les daba unas cuantas vueltas por el aire en viajes en los que la imaginación corría mucho más que la realidad; lo llamaban viajar en avión una vuelta, dos, tres según el deseo, de viajar. Solía ser el remate de la fiesta. «¡En avión, en avión!», se oía gritar cuando Justo había comenzado la despedida.

Su hermana, hoy religiosa carmelita, tiene unos recuerdos gratísimos de su niñez debidos a la solicitud de Justo. Muy niña aún, quedó huérfana de madre y «mi hermano me atendió con el cariño con que ella lo hubiera hecho». Se preocupaba del alimento y del vestido, de las compañías y de la educación. Y eso que no tenía nada de zalamero y le gustaba poco el prodigar caricias o palabras melosas.

La simpatía trascendía, como era natural, dado su ascendiente y su buen tipo, al bello sexo. No era vanidoso; al contrario. Muchas de las cosas que extrañaban un tanto a quien no penetraba en secretos más trascendentes, se debían a haber caído en la cuenta Justo de sus cualidades físicas y del interés que despertaba su figura entre las jóvenes.

Las obreras del Cerro conocían su interior; una de ellas lo talla así: «Austero en los ayunos, fiel cumplidor de su deber y de una vida interior admirable, era querido y admirado de todas cuantas le conocían».

Ellas le conocían y le admiraban… y le admitían encantadas en su compañía en las horas de expansión del Cerro. No tenía nada de ñoño. Era el primero en entonar la canción alegre o en ponerse al frente de aquel ejército indisciplinado y, entre bromas y veras, hacerle marcar el paso y evolucionar con seriedad cómica en la gran explanada.

No era corto en el trato con ellas. Ni corto ni cobarde. Si había que reprender, se reprendía: «Niña, di a tu madre que te vista de largo», soltó ocurrente un día en el paseo a una jovencilla demasiado atrevida en el vestido. Por cierto que tampoco se calló la damita herida: «Calla, pollo, que hueles a sacristía».

 
Mens sana

El deporte y la gimnasia le gustaron siempre. Al fútbol comenzó a jugar desde muy niño. Le encantaba como juego y como espectáculo. Los recursos económicos no siempre daban para la entrada a los partidos frecuentes en la capital. Pero si no por las buenas, se conseguía la entrada por la trampa y la jugarreta al portero. Y veía el partido.

Más tarde tomó parte en multitud de equipos; su puesto era de defensa o delantero centro, muy temido por su decisión en la entrada y su musculatura recia. Llegó a figurar en el Imperio, entonces de segunda categoría.

Amaba este deporte como verdadero aficionado y por ello, cuando vino el profesionalismo, perdió para él todo su aliciente, «colgó las botas» y hasta dejó de presenciarlo.

Al abandonar el fútbol comenzó a frecuentar la Real Sociedad Gimnástica Española por exigencias del cuerpo que le pedía movimiento y ejercicio.

Amaba la Naturaleza con delirio. Para más gozarla a sus anchas, practicaba el montañismo. Si el tiempo disponible no era más amplio, de un día en la Sierra; si lograba juntar varios días, y en verano, gracias al permiso de vacaciones, era suya una quincena, se iba a la montaña sólo, arriba, donde el ambiente era sano, como su cuerpo y como su alma. De sus excursiones por la Sierra de Gredos conservaba él un arsenal de recuerdos agradables: el continuo escalar picos y crestas, mochila al hombro y bastón en mano; sus canciones sanas de puro sabor popular español; la compañía de los cabreros durante la noche, que le daban consejos para defenderse de posibles ataques de los lobos, su cena pobre y su generosa hospitalidad…

Conocía al detalle toda la cordillera que rodea a Madrid: Peñalara, Navacerrada, Guadarrama, Morcuera, lo mismo que la serranía conquense…

 
Conoció el trabajo

Y desde muy niño.

Su afición por la mecánica fue lo que movió a los padres a ponerle donde satisficiese esos instintos, que creían indicios de vocación patente. Los juguetes tenían para él el atractivo de un aparato más que desarmar y armar de nuevo, así como más tarde los relojes, el barómetro; su curiosidad le llevaba irresistiblemente a verles el interior; una vez satisfecha la curiosidad, muy formalito se ponía a armar de nuevo lo que, de ordinario, le resultaba imposible por ruptura de piezas o falsa colocación de las mismas.

Se le abrieron fácilmente las puertas de un taller donde aprendería un oficio para el mañana próximo. Ilusionado dio su consentimiento Justo; por aprender mecánica y por llevar su aportación al hogar paterno.

Ya en el taller, el pequeño e ilusionado mecánico comienza a cargar hierros pesados sobre sus hombros, o a llevarlos en la carretilla, cuando el peso es excesivo para sus débiles fuerzas… Con el arrastrar pesos y rodar carretillas, un día tras otro, en una jornada agobiadora y que no suponía ningún progreso para sus ideales mecánicos, se fueron viniendo abajo los sueños dorados de su fantasía. «¡Cuán amargo se me hacía aquel aprendizaje!… La primera ocupación, larga y penosa, fue el quitar grasa seca y fuertemente adherida a la maquinaria; y, como descanso, dar al fuelle de la fragua durante horas interminables…

»La labor, penosa de suyo, de limpiar la grasa, se aumentaba por el método: no podía usar lija, sino algodón empapado en gasolina. El calor y el humo de la carbonilla del horno me hacía sudar la gota gorda. Era morirse en verano… El cargar sobre mis hombros fatigados pesados trozos de hierro o el arrastrarlos en la carretilla era un golpe de muerte a mis sueños de mecánico… ¡Cuánto cuesta en la vida aprender un oficio por sencillo que sea! En nuestros sueños juveniles los oficios nos parecen senderos de jardines entre rosas, no comprendiendo que pueda haber con tan profusión espinas.»

Sobre el desgaste de las fuerzas corporales, el peligro de perder las del espíritu. Ya no estaba en su casa, en donde todo incitaba a la virtud. Ahora eran compañías peligrosas por sus palabras y sus gestos; blasfemias y cieno impuro, reniegos y amenazas; faltas de delicadeza con el nuevo aprendiz y hasta modos indignos en el mandar, en el aconsejarle, en el trato… «Al chico, al aprendiz, en muchos talleres se le trata a patadas, como si fuera un perro abandonado en medio de la nave. No nos tiene que extrañar que los jóvenes obreros que empiezan el aprendizaje en tales sitios salgan desvergonzados y perdida la educación recibida en casa o en la escuela».

Así escribía. Eran lecciones que iba aprendiendo en la amarga experiencia de una educación de abandono y menosprecio. Las lecciones se le irán grabando, no con el fin malsano de almacenar rencor que un día estalle en odio, sino para poder el día de mañana aconsejar a los pequeños, advertirles los peligros y prepararlos para el ataque. Allí comenzó a sentir la vocación al apostolado obrero; un apostolado traducido en formación religiosa, sí, pero también en ayuda material y económica y profesional. Por eso, por convicción, fue un apasionado de los Sindicatos Católicos. En ellos creía encontrar satisfechas las exigencias de la clase necesitada. Cuando el P. Feliz, S. J., requirió su ayuda en la formación de los Sindicatos se puso a ello con decisión, sin regateos, como era su norma cuando el ideal era bello y noble y le llenaba.

Por lástima de los suyos, la madre sobre todo, que sufría en sí misma la suciedad y los malos tratos del hijo, dejó Justo el taller. En noviembre de 1917 entra de meritorio en el Banco Alemán Transatlántico. Para adelantar en la preparación que le abriera puestos más remunerativos, sacrifica unas horas de la noche y asiste al Patronato Obrero de San Pedro Claver.

Se retira del trabajo muscular rudo, pero la experiencia estaba hecha, y más que en su carne queda en su alma la huella de aquellos meses de trabajo penoso. En adelante querrá más a los obreros y se convertirá en defensor y apóstol de tantos jóvenes lanzados de la escuela a ganarse la vida.

Al dejar el taller no se quejaba del trabajo. «Nací para trabajar y cumplo mi sino», comentaba y sentía y dejó escrito como frase que cerraba los labios de quienes le compadecían. No se quejaba del trabajo. Se quejaba del modo de tratarle en el mismo y de la labor inútil y agobiadora de los aprendices.

Escribía a propósito de la dificultad de implantación de la J. O. C. en España:

«Venció los obstáculos de la J. O. C. belga y hoy es bendecida por el Padre común de los fieles. Sus banderas desplegadas desfilan por las calles de la pequeña Bélgica cuando antes este “privilegio” sólo lo ostentaba el marxismo.

»En España la clase obrera está abandonada; la culpa es de unos y otros. La inercia de los católicos ha hecho que el enemigo triunfara sin esfuerzo alguno, haciendo apostatar de su fe a los trabajadores. Su envenenamiento ha sido general, debido a las ideas disolventes y ateas del marxismo y, ¿por qué no decirlo?, también por abandono nuestro.

»Mas la J. O. C. es perseguida en nuestra Patria. Antes ese camino lo recorrió la J. O. C. belga. Ella triunfó; no creo nos falten a nosotros fuerzas para llegar a la meta ansiada, aunque a algunos, en el camino, nos cojan los sayones para crucificarnos».

 
Batallador

En 1927 ingresó en el Sindicato Católico de Empleados de Oficina de Seguros y Banca. Algo más tarde, él mismo, con otros empleados, constituye el Sindicato de Empleados de Banca y Bolsa, ocupando en diversas ocasiones los cargos de Vocal, Secretario y Contador… En julio de 1928 llega a la Vicepresidencia…

Eran momentos que pedían actividad y empuje. Las fuerzas de izquierdas desarrollaban una vida extraordinaria: las masas obreras se volcaban en sus Sindicatos; y los que temían dar el paso y fluctuaban, estaban- desorientados y solos.

Obligaba el no dormirse. Hay quien vigilaba despierto. Pero había también cándidos y optimistas malsanos. Y sobre todo, había miedo de romper con la cómoda rutina de seguir sin novedad, sin estridencias, sin encuentros. Despreciando el problema y no apoyándolo, o tirando descaradamente contra él… Muchos creían imposible la Sindicación católica: era una manera tajante y fría de cortar por lo sano…

Quien así hablaba claro que ignoraba el crecimiento cada día más acelerado de la magnífica Confederación de Sindicatos Agrarios Católicos.

Comenzó con cierto vigor la sindicación obrera en España; en Madrid y en provincias, contra la incomprensión de los de dentro y los tiros de los de fuera. Los 1700 sindicatos con 273.000 asociados en menos de tres años indica que, de trabajar todos a una y con ganas, se hubieran llevado de calle la mayor parte de los que figuraban en las Casas del Pueblo… Al fin y al cabo en la Casa del Pueblo llevaban cuarenta años de bregar sin descanso.

El año 1934, con motivo de la huelga revolucionaria, el Comité Directivo de los Sindicatos Obreros Católicos, acordó contrarrestar este movimiento revolucionario, encareciendo a todos sus afiliados la asistencia a los lugares de trabajo. En el Banco Alemán, donde Justo prestaba sus servicios, por su ejemplo y su palabra, como la de los otros dirigentes de la Organización católica, acudieron al servicio todos los afiliados: los neutros e izquierdistas se abstuvieron y protestaron… Era expuesta la entrada y la salida a las horas de oficina; porque eran muchos los que espiaban y amenazaban. Algunos preferían quedarse a comer en un restaurante próximo al Banco; Justo, no. Iba a su casa tranquilamente y si a mano venía, como en varios días lo hizo, repartía o anunciaba entre los grupos expectantes, el periodiquito que sacaban y que tantos sudores le costaba a él y tantos ratos de sueño le quitaba: El Empleado.

En unión de otros compañeros tomó parte en la elaboración de un contraproyecto de bases para el personal de banca, en oposición a las que presentó la Unión General de Trabajadores.

Con motivo de la cuestión tan debatida de la confesionalidad de los Sindicatos, Justo se puso al lado de los que sostenían el criterio de la catolicidad en el espíritu y en el título de las entidades.

Asistió a los diversos congresos o asambleas o reuniones que se celebraban donde fuese, en Madrid o en Asturias; mutuamente se animaban y destacaban los que habían de destacar también en el momento supremo. Creo que a pocos les hubiera sido difícil el señalar con el dedo quienes morirían víctimas de su espíritu decidido y de su valentía sin apocamiento.

Justo se lanzó a la Sindicación católica con todas sus consecuencias; con frecuencia había que dar la cara, sin temor a que su nombre figurara en listas comprometedoras.

Consecuente con su doctrina, reprende o se planta cuando las conversaciones toman un cariz peligroso, por inmoral o antirreligioso; tolerarlo nunca; lo miraba como cobarde colaboración.

Tenía la respuesta oportuna para las pegas y las conversaciones de ataque a la Religión que, cuando se juntaban varios de izquierdas y por herirle, se suscitaban.

Atajaba la blasfemia afeando al que la profería, y haciéndole callar.

Entre sus artículos publicados en El Empleado y en El Siglo Futuro aparece alguno, índice de su delicadeza de alma y finura de sentimientos. Entresacamos algunas ideas del intitulado «Tenacidad y firmeza en la lucha», en el que sabe escribir para el obrero de mentalidad ruda, aprovechando fecha tan delicada como es el mes de mayo. Dice así:

«¡Mayo! Todo joven obrero querrá ofrecer alguna flor a la Virgen. Yo también quiero ser caballero y le ofrezco la mía… Los hombres tienen sus gustos de predilección por una flor determinada… Yo me inclino, por juzgarlo del gusto de la Señora, por una flor en forma de “servicio”… En el año 18 entré a trabajar en un taller de mecánica que tenía aneja una fundición de metales. Gran nave, suelo de tierra ennegrecida por las grasas, paredes oscuras, tornos, fresadoras, taladradoras… Aquello absorbía mi atención; era para mí un mundo nuevo: suciedad, falta de higiene, falta de limpieza, ruido ensordecedor, trabajo rudo y agobiador de los aprendices… En fin, yo no acertaba a salir del atolondramiento debido a mis pocos años…

»En este ir y venir de los aprendices, noté algo desagradable por entero: el trato inhumano que recibían los pobres muchachos de sus mayores, oficiales o ayudantes mecánicos. Trabajaban los chicos, como si tuvieran ya sus miembros desarrollados, mientras los “otros” se fumaban tranquilamente su cigarro al pie de la máquina… Tal se le trata al aprendiz… No nos tiene que extrañar que salga desvergonzado y perdida la educación recibida en casa o en la escuela; verles los domingos con sus gorritos blancos y sus camisas rojas cantando indecencias y blasfemias, todo porque el ambiente de taller les ha envenenado y los ha transformado de hombres en bestias…

»Ofrezcamos a la Virgen ser uno de los soldados más fieles a la consigna de purificar el ambiente del trabajo procurando, por medio de la oración y del buen ejemplo, ser el primero en dar todo aquello que tenga obligación de hacer, procurando de favorecer por medio de servicios a todos sus compañeros de trabajo.

»Esta es la flor que yo ofrezco a María en su mes, el cual por ser el más florido del año, está dedicado a su honor.»

En el cumplimiento de su trabajo era fidelísimo.

Cuando alguno requería su ayuda para una colocación o motivos de apostolado lo exigían, habían de llevarle la comida al Banco. Su hermana era la encargada. Volvamos al detallé femenino: «Mira, hoy te llevaré la comida, pero saldré más bien tarde de casa; no quiero que me hagas lo de todos los días; todo el mundo mirándome, yo colorada y violenta clavándote los ojos, y tú sin levantar la vista, hasta que a la media hora, alguien, compadecida de mí, te llama. ¿Pero es que trabajas a destajo para estar con esa intensidad?»

Es que cumplía escrupulosamente con su trabajo. Más, con exagerada ansia de aprovechar el tiempo. Pero con miras ulteriores. Sabía que por su apostolado, por su ascendiente, por su corazón, muchas veces tenía que pedir permiso en días de trabajo, y los jefes nunca se lo negaban, porque sabían su rendimiento extraordinario, como el que más.

Por cierto que quiso la hermana algún día aprovechar ese su ascendiente entre los jefes, y trampear con él, haciendo que Justo la acompañase en plan de compras: –No, monina; ya sabes que para eso tengo señalado el sábado por la tarde.

–Pero es que yo no puedo este sábado, por compromiso…

–Pues antes he contraído yo otro más serio: el del trabajo. Déjalo para otra semana, que nada se pierde con eso…

 
Subiendo a la cumbre

Era adorador nocturno. Gustaba sacrificar esas horas de la noche, con verdadero espíritu de vasallaje, a Jesús Sacramentado. En más de una ocasión, después de pasar la noche como adorador, a la mañanita del domingo tomaba el autobús con los obreros del Cerro, y cantando se iba con ellos a pasar santamente el día y a contribuir con su ejemplo a la constancia de quien pudiera flaquear en la imposición de la rutina y el sacrificio. Eran ya los tiempos en que la situación española imponía a los reflexivos el meditar seriamente en el sacrificio por si el Señor le pedía generosamente: «Estad en vela…»

«Muchas veces –escribe un amigo suyo zamorano– me tocó el alto honor de hacer guardia en su compañía a Jesucristo Sacramentado y me llenaba de emoción verle clavados los ojos en la Hostia Santa todo el tiempo que duraba nuestra adoración. No cabe duda que allí se preparó para el martirio.»

Y desde luego, buscaba horas predilectas para su adoración y eran éstas precisamente las que la naturaleza humana rehúye por más incómodas: de dos a cuatro de la mañanita. Eran actos de sacrificio, y era un irse habituando al mismo; muchas de las mortificaciones le saldrán ya con la facilidad del hábito contraído; pero el mérito estaba en haber llegado a lograrlo.

«En nuestra vida agitada y nerviosa –continúa el impresionista antes citado– qué poco tiempo tenemos para orar. ¡Si apenas nuestras rodillas rozan el pavimento de las iglesias! Y ¿cómo no había de ser coronado con corona de mártir un joven de nuestros días que padeció larga y dolorosa lesión en la rodilla de tanto estar postrado ante Jesús?… En las obras que requería el momento azaroso y turbulento que vivíamos, allí estaba Justo Dorado, el primero en el sacrificio, el más modesto, todo sonrisa, paz y dulzura; pero todo hechos, obras, verdadero obrero de Cristo, verdadero atleta de la fe…»

Un compañero suyo de la peregrinación a Roma, escribía a un hermano de Justo, en plan admirativo, lo que había observado un poco a hurtadillas e impresionado por el proceder de Justo peregrino: «Era un perfecto caballero y hombre de mucha mortificación. En los quince días que viajé con él, pude estudiar un poco la psicología de su hermano. Dormíamos en la misma habitación. Tanto por la mañana como por la noche rezaba sus oraciones de rodillas y con los brazos en cruz. Me acuerdo de la vigilia en Roma: duró cuatro horas y Justo estuvo todo el tiempo clavado de rodillas fervorosamente…»

«¡Se pasaba las horas muertas con los brazos en cruz!», es exclamación ponderativa de cuantos le conocieron en su vida del Cerro, sobre todo en los últimos tiempos. Iba gustando aquella postura del Redentor, tal vez porque presentía el silbo de las balas taladrando su carne y ensayaba la forma elegante de morir a lo mártir.

Una forma de mortificación muy aceptable al Señor es, sin duda, la cruz de la distribución fija y rigurosa en invierno y en verano. Se levantaba a las seis y media. Le costaba, ya que las ocupaciones o las cargas que no había podido llevar a cabo durante el día, las dejaba para después de cenar: por ejemplo, ya acostados todos los de casa, se oía el suave rasgueo de la estilográfica sobre las cuartillas redactando un artículo que urgía: cuartillas tachadas, maltratadas, con pensamientos sueltos, ideas sin lazo claro de unión, frases castigadas con la corrección…; es que le costaba la redacción, pero allí estaba clavado al servicio de una urgencia de última hora. Allí estaba hasta que la voz de su padre, solícito y preocupado con la salud de su hijo, se dejaba oír desde la alcoba próxima. Era obediente como pocos, y por dar gusto a su padre, dejó en más de una ocasión la cuartilla a medio terminar, tal vez cuando saltaban caprichosas las ideas en su mente y cuando parecía que las frases obedecían a su pluma… Quería decirse que a las cinco de la mañana había que volver a coger el hilo, en labor mucho más penosa con la modorra de la hora… pero el artículo se terminaba…

¡Cuántas veces su padre, el madrugador de la casa, le encontró recostado sobre la mesa de trabajo, vencido por un sueño necesario y más potente que sus fuerzas y que la inspiración que se burló de él durante algún tiempo…!

Cuando había trasnochado más que de ordinario, ya adivinaba él la batalla de la mañana al levantarse; mejor, la pesadez del sueño que no le permitiría despertar a la hora fijada como ordinaria. Al despedirse de las cuartillas, un recorrido por la casa en busca de los distintos relojes despertadores por ella diseminados. Y hacia las siete, el concierto iba alarmando a todos los de la casa menos a Justo; y eso que los había colocado bien cerca de sí. ¡Cómo sonreiría el Ángel de la Guarda, velando el sueño reparador de aquel joven que tanto sabía de sacrificio…!

La Santa Misa con la Comunión era distribución fija. El desayuno, que un tiempo fue para él la primera ocasión de saciar su apetito siempre a punto, se convirtió en los últimos años, en una mueca de alimento: un poco de café sorbido, de pie y al trabajo. El respeto le obligó a hacerlo con más paz y abundancia en ocasiones: cuando coincidía con su padre en la mesa. A su padre no le negaba el acompañarle durante esos momentos, y allí estaba clavado a la silla y desayunando con una paz inalterable al exterior.

Para él los ayunos no eran mera fórmula. Por la mañana en esos días, no probaba nada. A mediodía se alimentaba bien, y por la noche una jícara de chocolate con algo de pan…

Por mortificación en invierno al ir a Misa dejaba los guantes y el abrigo, que después cogería para salir al Banco. Así ofrecía al Señor aquel primer saludo de las mañanitas heladas.

Durante la reclusión obligada, por la inflamación de la pierna, regalito de reyes en la mañana del 6 de enero del 36, su libro favorito fue el P. Pro. Le absorbían la atención aquellas persecuciones de los sicarios y la habilidad del sacerdote católico para burlar sus pesquisas. Y le emocionaba sobre todo el martirio del jesuita y de los hermanos seglares. Así querría morir él, confesando a Cristo, lanzando el ¡Viva Cristo Rey! y en cruz… Anhelo logrado.

 
Así murió

Parecía que quería aprenderse de memoria aquel final tan glorioso. Pensó mucho aquellos días en el martirio. Frecuentemente lanzaba a su hermana preguntas, que parecían indagar la disposición del ánimo de la hermana frente al martirio y eran sencillamente desfogue de algo que le ocupaba con dulce ilusión entonces; era el pregusto de su triunfo:

–¿Qué martirio padecerías por Nuestro Señor Jesucristo? ¿Te gustaría morir con los brazos en cruz?

–A mí, sí.

–Y gritando ¡Viva Cristo Rey!, como el P. Pro, ¿verdad? ¡Qué hermoso es morir así por Cristo! ¡Cuánto me gustaría ser mártir!

Cuando algún día, ya de mañanita, como primera conversación comenzaba a hablarme del martirio, yo le interrumpía:

–¿Tú debes soñar con el martirio?

–Sí, monina, sí. ¡Qué alegría la de los mártires al derramar su sangre por Cristo! ¡Quién fuese mártir!

Desde que leyó la vida del P. Pro, ya no podíamos hablar de otra cosa. Yo a veces no le seguía la conversación, por estar más impresionada o por lo que fuera:

–¿Qué martirio padecerías hoy?

–Hoy ninguno. ¿Qué quieres que le haga? Hoy no me siento con valor; hoy tengo miedo a verme delante de esos hombres como fieras; a lo mejor reniego por cobardía y lo echo todo perder…

–Pero, ¿qué dices? ¿Miedo un lo cristiano? ¿No sabes que el Señor ayuda? ¿No piensas en lo glorioso que es…?

No sé cuanto tiempo estuvo dándome razones para animarme, y para arrancarme lo que él pretendía; que le dijese que quería morir mártir. El día que le contestaba que estaba dispuesta a cualquier muerte por Cristo, se entusiasmaba y me propinaba una serie de piropos cariñosos con más efusión que nunca.

Era un presentimiento de su final. Porque así murió; como el P. Pro. En el sitio de sus fervores y sus vigilias y sus sacrificios. Y en la forma cristianamente elegante ensayada a lo largo de sus jornadas de fervores eucarísticos: en cruz, mientras silbaban las balas que taladraron su cuerpo.

 
IV. Los otros valientes

Lo ceñido del espacio no permite más que unas frases de recuerdo sobre los otros nombres que con Dorado se han hecho gloriosos con la gloria de los héroes, de los que lo arriesgan todo por el ideal que les bulle en el alma.

 
Blas Ciarreta

Nació en Santurce. En Ontón, Santander, donde trabajó como minero, formó parte del Círculo Católico… Allí se habituó a la lucha y se formó espiritualmente. Al entrar en relaciones con la que había de ser su esposa, la pregunta que la dirigió a bocajarro y cuya respuesta había de ser la decisiva en aquel paso trascendental, fue:

–¿Vas a Misa? Porque si no, no me caso contigo.

Así, tajante, un tanto rudo, pero claro, como buen vizcaíno.

Al llegar la República, era de los que estorbaban las manipulaciones izquierdistas; por eso la Comisión gestora le despidió del Cuerpo de policía, en el que fue repuesto de nuevo por orden ministerial. Los que le seguían de cerca y le temían y le querían lejos, creyeron tenderle un lazo en el que caería en falta, prohibiéndole ir a Misa; obligándole a una seria vigilancia en las horas de su celebración. Se las arregló para cumplir con su deber de católico y de policía, burlando a sus enemigos.

Dio muestras de valor en todo momento; en no retirarse de su puesto en octubre del 34 cuando querían el campo libre las izquierdas en Santurce para obrar a sus anchas; y en Santurce se quedó a cumplir con su deber y a impedir lo que no podía consentir… Y restableció la tranquilidad; haciendo huir a quienes querían perturbarla en un momento convenido, lanzándose a la calle alborotadamente. Le temieron y le respetaron.

Hasta el 36. Entonces andaban atentando tan cobarde y vilmente contra su vida, que el mismo alcalde de Santurce le indicó que huyera lejos. Querían asesinarle en una llamada engañosa. Un buen amigo, después glorioso caído, don Rafael Olózaga, en una noche de tormenta y después de conseguir un apagón general de la luz eléctrica, le llevó en su coche a Bilbao. Algo después llegó a Madrid, llevado por don José M. Oriol, para ponerle al frente de un grupo de falangistas que tenían como comisión la defensa del Cerro.

Murió como Justo y con él. Y casi al mismo tiempo, allá en donde su mujer había quedado con sus hijos, los verdugos dieron muerte al mayor de ellos, Juan Pedro, para vengarse así de la persona del padre.

Padre e hijo se encontrarían en el cielo y al abrazarse perdonaron generosamente a los que tan ciegamente les proporcionaban una corona gloriosa…

 
Fidel Barrio

«El Albañil» se firmaba él frecuentemente en los artículos que escribía en algún periódico obrero, y en El Siglo Futuro. Tenía ese oficio, pero con categoría de oficial. Aficionado al estudio, con la base de la escuela primaria, estudió por su cuenta cuanto le permitían las horas libres de trabajo, y asistió durante dos cursos a las clases de «El Fomento de las Artes», obteniendo brillantes calificaciones.

Había nacido en el norte de la provincia de Palencia, Revilla de Santullán, en 1915. Por lo tanto en plena juventud hizo al Señor la ofrenda de su vida pujante. Desde muy joven aprendió a dar la cara por Cristo, y desde niño conoció la polémica; junto a los pozos de las minas y en el tajo de las obras, en la capital de España, a donde se trasladó hacia el año 1928. En los Círculos de la J. O. C. aportaba los datos de una experiencia bien amarga a veces. Cuantas, para evitar, no la disputa que no le acobardaba estando gracias a sus estudios y a su curiosidad nunca satisfecha, sobre el nivel de los trabajadores, pero sí la conversación baja y rastrera, a donde fácilmente descienden los que saben que pierden terreno en el campo de la disputa serena, invitaba a su madre, después de terminar la comida que ella le traía, a dar una vuelta alrededor de las obras, o bien montaba en bicicleta y recorría unos kilómetros haciendo piernas hasta que de nuevo se llegaba la hora del trabajo. Y es que la República daba alas aun a los más ignorantes para levantar la voz y creerse con derecho a exponer su parecer, con brutalidad y formas toscas y de mal género…

Pero era apóstol. Y con la inquietud de ganar almas, mantuvo correspondencia frecuente con un amigo desorientado, por ganarle para la buena causa. La guerra cortó su correspondencia, que harto necesitaba el compañero por la manera de portarse durante ella…

Una forma de apostolado, para él muy querida era la de la caridad, según sus posibilidades. Con cierta timidez, porque sabía lo menguado de los alcances del hogar, hablaba a su madre:

–Fulano está sin trabajo; si yo pudiera darle algo…

Y podía porque la caridad es generosa.

En la asistencia a la vigilia del Cerro era de los más asiduos; tenía verdadero cariño a la Obra; en su casa escondió el fichero de las Compañías cuando se desbordó el Madrid rojo.

Murió valientemente; su sangre enrojeció un devocionario, unas medallas, un rosario y un monedero que consigo llevaba al morir y que guardan hoy los suyos como preciada reliquia.

 
Vicente de Pablo

Nació al pie de Madrid, en Vicálvaro, en febrero de 1915. Era calladito. No soso; porque «tenía golpes muy buenos». Era mañoso y con atisbos de artista; los belenes, escenarios, altares en los días solemnes, de ordinario llevaban su alta dirección. Le gustaba el campo y al campo acudía las tardes domingueras libres, dejando la ciudad de la diversión en cines o bares que consumen dinero y salud.

Una lápida en las Ventas, consagra una calle a los Hermanos de Pablo. Es que Dios unió con la palma del martirio a Vicente y su hermano más pequeño, Fidel, de carácter más vivo, más ardiente, de sangre hirviente como el rojo de su boina –se decía requeté cien por cien–; contra la apatía de Vicente, que prefería no meterse para nada en política. Su lema era: católico y nada más.

Se preparó con los Santos Ejercicios para lo que Dios quisiera. ¿Que nos matan? Ya estamos preparados y es una solución magnífica; los que quedan son los que se las tienen que ver.

Y Dios quiso que la muerte fuese la del testimonio sin reservas; el de la prueba más elocuente de amor: el de la sangre y la vida.

 
Elías Requejo

El más joven de los mártires del Cerro. Nació en Irún en febrero de 1917. Entre sus devociones predilectas figuraba la de la Virgen del Pilar a la que visitó en peregrinación en su Santuario y a la que se consagró desde muy niño.

Requeté y congregante. Eran sus notas más salientes: boina roja y cinta azul; corazón ardiente y alma pura. San Luis Gonzaga fue su santo predilecto, por su castidad y por su amor al prójimo.

No le arredraba el martirio, ni le intimidaban las amenazas cuando había que cumplir religiosa o patrióticamente. En cambio volvía llorando a casa cuando comenzó a trabajar como dependiente en un comercio, por las conversaciones inmorales que oía a los compañeros de trabajo. Jamás dudó en ir a las Vigilias del Cerro, aun cuando más de una vez, a la vuelta, les esperaban mozalbetes de ideas contrarias, para aguarles la fiesta. Fue de los asiduos en la defensa de conventos e iglesias.

Tenía una madre, y ésta se oponía a veces a las decisiones valientes de su hijo, pequeño aún.

–No temas, madre, no me importa morir. Si algún día no vuelvo a la hora, es que estoy preso; pero ya volveré. Y si no, ¡no hay cosa más grande que morir por Dios!

Y como último recuerdo, un diálogo conservado en tradición oral entre los suyos.

El 18 de julio entró Fidel de Pablo en su casa. Hablaron los dos de algo que a Elías le impresionó; los ojos de la madre recogieron esta reacción de Elías. Cuando luego, al despedirse de los padres, con el presentimiento de no volverles a ver, Elías habló con su madre, al pedirle la bendición:

–Vete, hijo mío, y que sea lo que Dios quiera.

–Eso me gusta, mamá. Así quiero que me hables.

–¡Que Dios te acompañe!

La señal de la cruz y el beso de la madre pusieron fin a la escena. Y la súplica de despedida de Elías:

–No quite usted la placa del Corazón de Jesús.

Y… ¡adiós! En el cielo espera a los suyos.

FIN

Publicado por Edit. Vicente Ferrer, Valencia, 200 - Barcelona


Colección popular Fomento Social

CON LICENCIA ECLESIÁSTICA

Publicados

N.° 1.– Pío XII y la cuestión obrera, por M. B.

 »  2.– Demostración científica de la existencia de Dios, por Ignacio Puig.

 »  3.– La elevación del proletariado, por Joaquín Azpiazu.

 »  4.– Por qué está mal el mundo, por José A. de Laburu.

 »  5.– La dignidad del trabajo, por Martín Brugarola.

 »  6.– Demostración científica de la existencia del alma, por Jesús Simón.

 »  7.– Obrero y creyente ¿por qué?, por J. C.

 »  8.– Entre obreros. Hablemos del amor, por J. V.

 »  9.– La reforma social, por Alberto Martín Artajo.

 »  10.– ¿Quiénes son los Curas?, por Andrés Casellas.

 »  11.– Dom Bosco y los obreros, por Aresio González de Vega.

 »  12.– Cómo pasé del error a la verdad, por Luis Nereda.

 »  13.– Los Obispos y la cuestión obrera, por M. B.

 »  14.– Obreros mártires del Cerro, por Florentino del Valle.

 »  15.– De comunista a católico, por Enrique Matorras.

 »  16.– La felicidad en el hogar, por Ernesto Gutiérrez del Egido.

En preparación

 »  17.– Un modelo de participación en los beneficios, por José M. Gadea.

 »  18.– Los milagros de Jesucristo ante la ciencia, por Antonio Due Rojo.

 » 19-20.– Realizaciones sociales en España, por Martín Brugarola.

Enero 1946 – Es propiedad

Editorial Vicente Ferrer, calle Valencia, 200 - Barcelona

[ Versión íntegra del texto y las imágenes impresas sobre un opúsculo de papel de 32 páginas, formato 120×170mm, publicado en Barcelona, en Enero de 1946. ]