Filosofía en español 
Filosofía en español

Pedro Mata

Examen crítico de la Homeopatía, Madrid 1851, tomo I, páginas V-IX

Prólogo

Las novedades médicas, como todas las demás novedades, han preocupado siempre los ánimos del público. La moda, ese Proteo inagotable en metamorfosis, esa reina absoluta y tiránica del gusto favorecida por la frivolidad y la inconstancia del albedrío humano ha ejercido siempre su irresistible poder, hasta en aquellas determinaciones que más han podido afectar la bienandanza, el interés, la vida y la honra de las familias.

No hay pues, para que extrañar la boga de que está gozando hoy día entre ciertas gentes la doctrina homeopática. La misma razón que ha dado celebridad efímera a otros errores, milita a favor de la que hoy sostiene la Homeopatía.

Pero es preciso confesarlo. No recordamos ninguna época en la que el público haya tomado una parte tan activa en las intestinas luchas de la escuela. Lo común y lo natural ha sido siempre contemplar imparcial nuestras disidencias, y aguardar resignado el éxito definitivo de los debates.

Todas las doctrinas han engendrado prosélitos ardientes y entusiastas delirantes, pero dentro del perímetro científico. Estaba reservado a la homeopatía producirlos en mayor número entre los profanos, y a estos ofrecer los ejemplos más sorprendentes de la exageración y manía a que pueda dar lugar el espíritu de secta.

El resultado necesario de esta aberración social ya le estáis viendo. Por un lado la discusión ya no es científica. La prensa homeopática ha depuesto las hopalandas del profesor, para vestir el barrueco traje del payaso. La caricatura ha reemplazado el argumento, el insulto a la razón, la injuria al cargo. Las doctrinas ya no son el blanco de los tiros, lo son las personas. El móvil de los escritores ya no es el amor de la verdad; es el odio que brota del amor propio herido. Los combatientes ya no son leones que se desgarran, son víboras que se emponzoñan.

Por otro lado, ¡ay del que se tiende en el lecho del dolor! Asáltanle las dudas más horribles; su fe vacila y desfallece, y en su angustiosa ansiedad no acierta en la elección del profesor que haya de asistirle en su dolencia. Las reputaciones más acrisoladas ya no inspiran confianza, porque procaces detractores las han escarnecido. La medicina secular ha perdido su prestigio: porque noveles iconoclastas, médicos improvisados, cuando no intrusos, la han arrojado del zócalo, donde la habían colocado la tradición, la razón y la experiencia.

Si el pobre enfermo no piensa en escoger doctrina ni profesor; si solo pide socorro, venga de donde viniere, la lucha se traba no menos desgarradora entre sus deudos. La Alopatía y la Homeopatía tienen allí sus representantes encarnizados. Los presagios aterradores se cruzan; las reconvenciones recíprocas se agrian y se ensangrientan; rásganse los vínculos más estrechos, y se conturba de una manera profunda y trascendental la paz de las familias. Llega el momento crítico, el momento de decisión, y ora entre el homeópata con sus glóbulos, ora el alópata con sus recetas, los unos le reciben con la hiel del sarcasmo, los otros con el frío de la duda. ¿El enfermo se cura? La algazara de los vencedores raya en escándalo. ¿El éxito es funesto? Las risas imbéciles de los unos amargan más las lágrimas acerbas de los otros.

¿Y es esto tolerable? ¿Puede mirar impasible semejante estado el que sienta en su pecho el menor latido a favor de los que sufren? Quien tenga profundas convicciones de los errores y absurdos que constituyen la doctrina homeopática, ¿podrá contemplar por más tiempo en inacción los funestos resultados que produce, más que esa doctrina, el modo como se trata de generalizarla entre nosotros?

No por cierto. Ya es tiempo de abandonar esa inacción. Ya es tiempo de atacar, con las armas de la razón y de la lógica, una doctrina que no tiene ni pasado, ni presente, ni porvenir; una doctrina que, sobre carecer de solidez en sus principios, no tiene en su abono ni el número, ni la calidad de los profesores; una doctrina en fin que, en el insensato vértigo de su presunción y orgullo, no solo se proclama como la única veraz, sino que lleva su ridiculez hasta el extremo de creerse revelada, genuina expresión de la voluntad divina.

Mi instintivo amor a la verdad, mi irresistible tendencia a combatir por las buenas causas, me han conducido al salón del Ateneo a examinar con severa lógica la doctrina homeopática. A los mismos impulsos voy a dar publicidad a las lecciones que he explicado en aquel salón. Si no me atreviera a creer que de esta suerte voy a prestar un servicio no voluntario, sino obligatorio, a la ciencia y al país, me inclinaría a esta convicción la lisonjera acogida que he tenido, la numerosa y escogida concurrencia que ha favorecido constantemente mis lecciones y las inequívocas muestras de simpatías que me han dado personas de justificado criterio y nada dudosa imparcialidad, ya de palabra, ya por escrito, ya por medio de la prensa.

Las lecciones del Ateneo no llenan más que la mitad de mi objeto. Además de mi auditorio, hay el público de Madrid, hay el público de España. El error no solo rebulle en la corte; también se va propagando por las provincias, y donde quiera que esté el veneno, allí hay que llevar la triaca; donde quiera que retoñe una cabeza de la hidra, allí hay que descargar el hacha para cortarla.

Por mas que los aplausos de mi auditorio y los juicios favorables de la prensa hayan podido halagar mi amor propio, no estoy alucinado hasta el punto de creer que mis lecciones salen a luz invulnerables o al abrigo de toda crítica. Muy al contrario, para su defensa, para atenuar sus defectos, escribo estas cuatro líneas con el título de prólogo.

Cuantos tengan noticia de mis numerosas y graves ocupaciones; cuantos sepan que, muchos de los días que he explicado en el Ateneo, era por la tercera vez que me sentaba en la cátedra para tratar de una ciencia diferente; cuantos no ignoren en fin, mis costumbres, mi vida pública y privada, comprenderán fácilmente que ha sido imposible desempeñar mi tarea sin exponerme a tropezar a cada paso, tanto más cuanto que no tenía preparado de antemano ni los materiales más indispensables para sostener el pabellón, cual lo exigía mi posición científica y el espontáneo empeño que había contraído ante el público médico de España.

Añádase a todo lo dicho que había resuelto no presentarme ya en la lucha, visto el giro que iba tomando la discusión en la prensa. Si antes de hablar en el Ateneo, ya los prohombres de la homeopatía madrileña me habían hecho denostar, ¡qué no habían de hacer, cuando con la lógica en la mano, les demostrase hasta la última evidencia los errores, los sofismas y los absurdos de su antilógica doctrina! Estaba segurísimo de que ni los jefes, ni los soldados de la hueste hanemaniana, habían de responder científicamente a mis razones. Ellos, los hombres de la inteligencia privilegiada, ellos los sabios por excelencia, no saben escribir sino denuestos, no saben discutir sino con injurias, no saben refutar sino calumniando.

Pero el primer paso estaba dado y era necesario dar todos los demás. He tenido que arrostrarlo todo, por no abrir la puerta a interpretaciones que se hubieran explotado en daño mío.

Mas téngase entendido, para confusión de los detractores de oficio y de cuantos indiscretos se valgan con desdoro propio de sus armas de mal género, que yo no respondo nunca a chocarrerías ni dicterios. A este cenagoso terreno no descenderé jamás. Tengan entendido también cuantos pretendan dar torcidas interpretaciones a mi conducta respecto de la homeopatía, que yo combato sin más móvil, sin más impulso, sin más objeto que el de mis propias convicciones. Combato como el creyente por el lábaro que enarbola; combato como el filósofo por el amor de la verdad, combato como el hombre honrado fiel a la ciencia que cultiva; combato, en fin, como el profesor de conciencia que opina del mismo modo en su bufete, en su cátedra en el seno de una academia que a la cabecera del enfermo, cuando este le llama para recibir los auxilios de la ciencia. Entre mi teoría y mi práctica no hay divorcio; la una es el reflejo, el complemento de la otra.

Concluiré mis lecciones y me volveré a mi trabajo ordinario, único patrimonio que me ha regalado la fortuna, y si quiera dé fin a la jornada con la victoria, cuando en el silencio de mi hogar examine el botín que me tocare, hallaré en él a vueltas de alguna palma, mi salud quebrantada por el exceso del trabajo, la frialdad de algunas personas antes amigas, el odio de otras antes indiferentes, y la rabiosa ferocidad de los que nunca hayan podido mirarme con buenos ojos.

Yo daré las palmas a mis hijos, única riqueza que probablemente podré legarles a la hora de mi muerte, y me reservaré lodo lo demás para quemarlo en las aras de la verdad que ha sido, es y será siempre mi Dios sobre la tierra.

Madrid abril 1851.

Pedro Mata.

[ Examen crítico de la Homeopatía, Madrid 1851, tomo I, páginas V-IX. ]