Filosofía en español 
Filosofía en español

Pedro Mata

Examen crítico de la Homeopatía, Madrid 1851, tomo I, páginas 11-45

Lección primera

Desdén de los médicos respecto de la homeopatía: resultados de este desdén

Resumen. Introducción. Desdén de los médicos respecto de la homeopatía: resultados de este desdén. - Por qué los catedráticos de la Facultad de Medicina de Madrid han combatido la homeopatía. - Por qué la combato en el Ateneo. - Antecedentes relativos a mis lecciones. - Discordancias entre los homeópatas españoles: pruebas prácticas de la guerra cruda que se hacen. - Por qué no seguí en la prensa la discusión con ellos. - Mis lecciones son continuación de mis artículos publicados en la Facultad. - Plan de mis lecciones. - Afirmaciones de los homeópatas: sus principios fundamentales. - Refutación de sus afirmaciones por la historia de la medicina. - Cómo dividiré la historia: tres edades iguales a las de los cronólogos. - Periodos de la primera edad: mitológico, natural, antropológico, hipocrático-aristotélico, alejandriaco, de los compiladores, o hipocrático-galénico. - Periodos de la segunda edad, arábigo, escolástico. - Períodos de la tercera edad, de fusión, reformador, anárquico. - Examen del espíritu filosófico de Samuel Hahnemann. - Método de los homeópatas para descubrir la verdad. - Refutación 1.º del dinamismo vital y de los miasmas crónicos; 2.º de la experimentación pura; 3.º de la ley de los semejantes; 4.º de la acción de las dosis infinitesimales. - Epílogo.

Señores:

Voy a justificar los títulos de respeto y gratitud que son debidos a la medicina secular. Voy a abogar por esa medicina venerable, que, salida de los templos orientales para sufrir su primera depuración en los asclepiones y gimnasios de la Grecia, se echó instintivamente en brazos de la filosofía, pidiéndole una antorcha que iluminase los oscurísimos problemas de la fisiología humana. Voy finalmente a manifestar que esa medicina tradicional, contra la que levantan su hacha revolucionaria y destructora los homeópatas, se ha ido sucesivamente perfeccionando, bajo el influjo de las concepciones filosóficas que se han sustituido en el discurso de los siglos, y que no solo ha marchado, siendo siempre la inseparable compañera de la civilización del mundo, sino que más de una vez le ha cabido la inmarcesible gloria de ser su precursora.

La medicina de los siglos es un monumento imperecedero. Cuanto más ilustradas sean las naciones; cuanto más extensas se hagan las conquistas del entendimiento humano, mayores y en mayor número serán también las ovaciones que reciba de los pueblos el templo de Esculapio. Cuando los antiguos dieron a la medicina un origen divino, significaron que era una institución, si no eterna, tan duradera al menos como la especie para cuyo alivio ha sido creada.

Lanzar contra la medicina secular un anatema; presentarla a los ojos de los profanos como una farsa que ha engañado hasta aquí a los hombres de todos los países y de todas las generaciones; desconocer las conquistas sucesivas de veinte y cinco siglos; negar todos los resultados de una práctica cada vez más ilustrada con los auxilios de la razón y la experiencia; repudiar con la más loca sinrazón todos los principios de la medicina de los siglos, porque una siempre en el fondo, varia en sus formas, ha ido presentando las necesarias metamorfosis de sus escuelas, no es solamente dejar atrás en orgullosas pretensiones y en ridícula manía a los Tésalos y Paracelsos; es también tirar la historia, cerrar los ojos a esos torrentes de luz que cada siglo arroja desde su ocaso sobre el oriente del siglo que le sucede; desconocer de todo punto que la ciencia es un ser de sucesivo desarrollo, un ser que tiene edades, que en cada edad se perfecciona, y que a pesar de sus innumerables metamorfosis es siempre el mismo individuo moral, cada vez más aproximado a la verdad, punto final de su destino.

Cuando Colón se lanzó atrevido al Nuevo-Mundo, partió del antiguo y con todos los elementos del mundo antiguo. Porque Colón descubrió la América, ¿dejó de ser una verdad el antiguo continente? ¿Quién no hubiera pedido para el Almirante de Isabel la Católica una casa de Orates con más razón de lo que lo hicieron los envidiosos de su gloria, si hubiera pretendido borrar los mapas de Europa, Asia y África, si hubiera afirmado con resuelta seguridad que la geografía empezaba en la primera costa americana saludada por las carabelas españolas?

Los Colones del mundo médico son como los del mundo físico. Sin el continente antiguo no van al nuevo, y sería también una locura pretender que se hacen descubrimientos sin el auxilio de los terrenos conocidos.

Hija legítima y forzosa de la medicina secular la homeopatía, es más que una hija ingrata cuando repudia a su madre; es lo que fuera la mujer impúdica que blasonara de no tener padres, ni pila bautismal: es una renegada funesta que engendra el cisma, y en el vértigo insensato de su entusiasmo, en lo general y absoluto de sus anatemas, no advierte la cuitada que está abriendo en el corazón de la fe pública un ancho foso de escepticismo, donde pueden quedar sepultadas al fin de la jornada las huestes de ambas banderas.

He aquí, entre otros males que la homeopatía está causando en España, el que tal vez reclama con más urgencia un dique poderoso que se oponga a su invasora irrupción. La fe en la ciencia es una necesidad tanto para el enfermo como para el profesor que le asiste: porque la ciencia es también a su manera una religión. Aunque no sirviera más que de consuelo para el enfermo desahuciado, sería una crueldad arrebatarle esa fe. ¿Sin la flor de la esperanza, qué es la vida del que sufre?

Estoy profundamente convencido, señores, de que estas lecciones van a poder considerarse como el precursor de un hecho general y decisivo, del cual hemos de ser todos testigos dentro de pocos años. La boga de la homeopatía entre nosotros es una llamarada fugaz que se alimenta de las hojas secas desprendidas del árbol de la credulidad pública, y arremolinadas en torno por el viento de la moda. Algunas notabilidades médicas, muy pocas, cuya reputación se ha hecho con los principios, con la práctica de la medicina secular, cuya reputación acaso sufra un inevitable descalabro con los principios y la práctica de la medicina homeopática, han sostenido, sostienen y sostendrán todavía por algún tiempo el calor de esa llamarada pasajera. Pero esa llamarada pasará como han pasado tantas otras, y entonces ni habrá familia que se confíe a un médico homeópata, ni profesor que no se lastime de que le tengan por partidario de la doctrina hanemaniana.

No disputemos sobre el valor de la profecía; dejémosla al exclusivo cargo del tiempo: él resolverá completamente la cuestión.

Entretanto discutamos sobre la solidez de los principios en que se funda esa doctrina, siquiera para cegar esas brechas, que la indiscreta conducta de nuestros adversarios va abriendo en la fe del público. Manifestémosle que, si la medicina homeopática, que si el sistema de Hahnemann se desploma por la falsedad de sus cimientos, no ha de ser esta caída para el público más que la repetición de otros hechos de igual índole, un desencanto más, un nuevo motivo para no dejarse arrebatar de un entusiasmo peligroso, que al fin y al cabo no redunda sino en perjuicio de la salud y del bolsillo de los crédulos.

Cuantos tengamos fe en la ciencia que hemos cultivado, cuantos estemos revestidos del respetable carácter que nos ha dado la toga profesional, cuantos tengamos a nuestro cargo la enseñanza de la juventud dedicada al cultivo de las ciencias fisiológicas, no podemos desprendernos del imprescriptible deber que nos impone nuestra posición científica; somos los primeros a quienes incumbe salir a la defensa de las doctrinas que sentamos en la cátedra, porque a la altura a que ha llegado el predicamento de la secta hanemaniana, nuestro silencio no sería interpretado como el desdén que nos merece una teoría compuesta de fútiles elementos, sino como una prueba de hecho de la impotencia en que nos tendrían, por una parte la solidez de los principios homeopáticos, y por otra las evidentes y numerosas curaciones obtenidas por la práctica cimentada en esos principios.

Hasta la sazón la homeopatía no ha sido combatida formalmente, no solo en España, ni aún en el extranjero. Los primeros ataques serios que la doctrina de Hahnemann ha sufrido en Francia, acaso se limitan todos a escritos, como el opúsculo de Renard, titulado Cartas filosóficas e históricas sobre la medicina del siglo XIX, y aun no hay más que un párrafo consagrado a la refutación de Samuel Hahnemann.

Ha sido siempre y en todas las naciones considerada la homeopatía con tal desdén, que ningún sabio se ha dignado cortar su pluma para la refutación de esa doctrina. A todos les ha hecho el efecto de un conjunto de delirios y fantásticos engendros, parto legítimo y deplorable de una imaginación hipocondriaca y todos han creído que la indiferencia, que el silencio, que el desprecio espontáneo, unánime y universal, serían mas elocuentes y destructores de esa doctrina que los más robustos argumentos contra sus bases.

De esta misma opinión han participado los médicos de la península, entre los cuales hace años que es conocida la doctrina homeopática, como lo son todos los hechos y teorías que aparecen en el horizonte científico. Fuera de algunos escritos, más propios de una polémica periodística que de un verdadero trabajo filosófico, no había en España ninguna producción que pudiera calificarse de examen crítico o de refutación completa de la medicina sajona. Los mismos periódicos científicos, que de vez en cuando se han ocupado en censurar los culpables medios de que se han valido los hombres, que en estos últimos años han procurado hacer prevalecer esa doctrina sobre la tradicional o secular, nunca han entrado en materia de una manera metódica y completa; siempre la parte epigramática y sarcástica ha absorbido el razonamiento filosófico; siempre ha abultado más la sátira que la razón; siempre el desdén ha sobrepujado a la importancia.

A beneficio de esta indiscreta táctica, de ese silencio sistemático, los homeópatas, tanto en España como en el extranjero, han podido explotar la credulidad del público, siempre pronto a recibir con entusiasmo las novedades, tanto más, cuanto más se prestan a la maravilla y al misterio, y se han ido formando clientela y partidarios, no solo entre las gentes que discurren poco, más aptas para creer que para reflexionar, sino también entre ciertos hombres pensadores y acostumbrados a la gimnasia intelectual. Al silencio de los demás médicos, los homeópatas han opuesto su procaz locuacidad; a los epigramas con que se ha tratado de ridiculizarlos, ellos han opuesto las aseveraciones más rotundas y las promesas más audaces; a los sarcasmos con que han sido recibidos por los hombres de la ciencia, ellos han contestado con intrigas para introducirse en los palacios, para dominar a los príncipes y sus ministros; para hacer ruido con cátedras y clínicas, cuya instalación tal vez nadie desea menos que los mismos homeópatas.{1}

Con el fin de atajar estos funestos resultados, para ilustrar a la juventud escolar, que, falta aún del debido criterio, no podía juzgar por sí de la bondad de las doctrinas antagonistas, y a fuer de leal y franca no sabía resolverse a creer que los homeópatas la engañaran con las resueltas y terminantes afirmaciones que solo da la locura o la profunda convicción de la verdad, se lanzaron sucesivamente a la palestra en la facultad de medicina los distinguidos catedráticos y mis apreciables compañeros Asuero, Frau, Corral y Gutiérrez, desde cuyo momento puede vanagloriarse España de haber sido la primera en rebatir con sana lógica, depurada filosofía y acrisolada ciencia el mayor de los absurdos que ha podido concebir un médico hipocondriaco.

Emulo de la gloria que han adquirido tan justamente aquellos profesores, aunque con menos títulos a ella, también ha querido el que tiene la honra de dirigiros la palabra, contribuir por su parte a esta cruzada científica. En la facultad de medicina ya no era necesario ningún esfuerzo más. Los ánimos vacilantes, las creencias ambiguas, las voluntades dudosas de los alumnos que habían escuchado a los homeópatas, que habían leído sus escritos, se fijaron sólidamente y formaron una convicción decidida; no fue ya para ellos problemático el descrédito que merecía la vieja doctrina de Hahnemann, desde el momento que hubieron oído la autorizada voz de sus maestros y que pudieron convencerse de la futilidad de una doctrina tan presuntuosa como estéril. En la escuela de medicina entre los alumnos, lo mismo que entre los médicos de convicciones, no hay que temer la deserción que ya empezaba. La voz de la razón los ha clavado en su sitio.

Pero fuera de la escuela, señores, hay otra parte del público, alucinada también por los homeópatas, a los cuales considera como dotados de recursos superiores para combatir los males del linaje humano, como posesores de un envidiable talismán o panacea que todo puede curarlo, como representantes, en fin, del último término de progreso médico, de lo que tiene la medicina no solo más nuevo, más flamante, sino también más experimentado y más sólido. La cruzada antihomeopática debía extenderse igualmente hasta esa parte del público. En España como fuera de ella los homeópatas han tenido la habilidad de hacer tomar al vulgo o los profanos una parte muy activa en el triunfo de sus ideas. Personas curadas en sus dolencias por profesores no homeópatas, más de veinte veces en el discurso de sus días, habían recibido este beneficio sin ocurrirles jamás la oficiosidad ridícula de dar una certificación de esos hechos, ni ocupar la atención pública con ellos por medio de los periódicos. Los homeópatas han sabido modificar estas modestas costumbres; han sabido convertir a sus enfermos en escribanos y articulistas de periódicos, y les han inspirado el sacro fuego del proselitismo con éxito afortunado. Para cada profesor que propaga la homeopatía con el fervor de un apóstol, hay un centenar de profanos que la predican con frenético ardimiento, que invaden las alcobas con inexplicable audacia, que prometen la salud y la eternidad a los moribundos, con la seguridad del maniaco, y se sienten inagotables en recursos y salidas para declinar toda responsabilidad en los casos, en que la muerte se ríe a carcajada tendida de sus galanas promesas, de sus risueños vaticinios, de sus locas esperanzas.

Este público que, con pocas excepciones, no ha asistido a las lecciones dadas por mis dignos compañeros en la facultad de medicina, suele acudir a los salones del Ateneo. Esta respetable corporación está compuesta de lo más florido e influyente que hay en la corte en materia de juicios sobre las novedades de todo género. Era por lo mismo natural pensar que, examinándose la doctrina homeopática en este recinto, gran parte de ese público había de querer escuchar la palabra de un profesor, que se presentase a ponerle de manifiesto los hechos y los principios; y como la razón es siempre poderosa, como la voz de la verdad siempre encuentra eco en la conciencia, por lo menos de las personas imparciales, era fundado esperar que desde el salón del Ateneo sufriría el error y la farsa homeopática mella profunda en su prestigio. Recibida la convicción por cada uno de los oyentes, cada uno de estos se esparciría por alguno de los cuatro vientos de la corte, y se constituirla foco propagador de la verdad, contraveneno del error, que tan rápido ha cundido entre las gentes, y en especial entre las familias más distinguidas.

He aquí, señores, por qué me veis sentado en esta cátedra; he aquí por que vengo a examinar con severa crítica la doctrina homeopática en el salón del Ateneo.

Y puesto que ya sabéis cual es el objeto de mi presencia en esta clase, permitidme que, antes de entrar en la exposición del plan de mis lecciones, o lo que es lo mismo, de mi programa, os ponga de manifiesto ciertos antecedentes que, en mi concepto, tienen íntima y trascendental relación con la cuestión que va a ocuparnos.

No van a versar estos antecedentes sobre cómo y cuándo se introdujo la homeopatía en España, ni sobre la acalorada polémica sostenida años atrás por los profesores antagonistas Balseiro y Rino; ni sobre los escritos del malogrado Coll, otro de los pro-hombres de la secta hanemaniana; ni sobre las discusiones de la Academia de Esculapio en los salones de San Isidro, suspendidas antes de haber hecho uso de la palabra cuantos la tenían pedida en pro y en contra, entre los últimos de los cuales estaba el que tiene ahora la honra de ocupar vuestra atención; ni sobre el reto científico que hizo a los homeópatas españoles el Instituto médico de emulación, teniendo abierto el palenque por espacio de tres días y paseándose delante de sus tiendas los mantenedores, sin que se presentara nunca ningún caballero hanemaniano a correr lanzas con ellos; ni sobre la proclamación del titulado jefe de la homeopatía española; ni sobre los medios poco envidiables de que se ha valido este personaje funesto para obtener un título, que cuando no hay protecciones de elevadas esferas, ni debilidades de relaciones sociales, solo se obtiene con quince años de estudios escolásticos, legalizados con matrículas y exámenes seguidos de aprobación; ni sobre el discurso del Sr. D. Joaquín Hysern, leído en la academia de medicina y cirugía de Castilla la Nueva al inaugurar sus sesiones del año 1848, ni sobre los folletos y artículos de periódicos científicos y políticos, escritos por los profesores Santero, Rivero, Méndez Álvaro, Martínez y otros, cuyo nombre no tengo presente en este instante, combatiendo las doctrinas del señor Hysern, consignadas en su discurso titulado Filosofía Médica Reinante; ni sobre las elocuentes y sabias lecciones pronunciadas por los dignos profesores que ya he nombrado no hace mucho; ni sobre los demás hechos, en fin, que podrán servir algún día de elementos para escribir la historia de la homeopatía en España.

Los antecedentes a que me he referido, señores, me pertenecen directamente, y en mi concepto, tienen para mi propósito más importancia que cuantos llevo mencionados. Vais a juzgarlo vosotros mismos.

En 1846, el que os dirige en este momento la palabra, publicaba un periódico de ciencias médicas titulado La Facultad, y en su número del 10 de mayo del propio año decíase lo siguiente:

«La actitud y boga que va tomando la homeopatía en la capital de España, los multiplicados hechos que refieren sus adeptos, las muchas y rebeldes enfermedades que dicen varios sujetos se han curado con los medicamentos infinitesimales, el practicar esta doctrina algunas de nuestras notabilidades, teniendo hasta clínicas diarias en sus casas, el imitar y aun desafiar a la discusión filosófica los periódicos que defienden esa doctrina con una fe y convicción que parece raya en fanatismo, nos ha hecho pensar seriamente en la homeopatía. Aceptamos pues, el reto de los homeópatas. Lejos de huir y esquivar la discusión, entraremos de lleno en el examen de su doctrina, en uno de nuestros números inmediatos, con la templanza y mesura con que deben dilucidarse las cuestiones científicas.»

Refiriéndonos al párrafo que antecede, decíamos el 24 de mayo de dicho año, después de un breve preámbulo lo que sigue:

«Los homeópatas en España no tienen sin duda por ahora mayoría; por lo mismo como toda minoría, son más activos, se mueven con más ahínco, y, a fuer de sostenedores de una doctrina que les parece moderna y aventajada, la abrazan con ardor, la publican con entusiasmo, y es de creer que la profesen igualmente con probidad de inteligencia, o lo que es lo mismo, con completa convicción de que hace bien. Todo esto da a los homeópatas cierta posición, en el vulgo o mundo profano, materia prima de todas las formas del pensamiento puesto en práctica, barro dócil a la mano de todo artífice, mina inagotable de creencias, donde explotan con más éxito de ordinario su savoir faire, como dicen los franceses, los charlatanes, que los hombres de verdadero mérito. Dales igualmente su posición en la ciencia, son escuchados por alumnos y profesores, tienen periódicos y sociedades, y si son ciertas las noticias que en estos últimos días se han publicado, van a tener cátedras y clínicas.

Una concepción, un sistema médico que se encuentre a semejante altura, no es ya lamentable patrimonio de la charlatanería. Podrá que algunos, sin fe en este sistema, le practiquen con más o menos extensión y exclusivismo, según la boga que alcance en cierta clase de clientes más productora que crítica. Sin embargo, sería cometer una injusticia notoria, y dirigir un insulto grosero, echar en cara a toda una comunidad, a toda una fracción o partido científico, los vicios meramente personales de tal o cual profesor, tanto más cuanto que achaques de esta naturaleza no son atributos de un partido determinado, son lunares que en todas las fracciones se encuentran. No seremos cierto nosotros los que así tratemos a los partidarios de las ideas de Hahnemann; nosotros los consideramos como a los partidarios de cualquier otro sistema. Amigos sinceros de la libertad del pensamiento, respetamos toda opinión, por desacertada que nos parezca, y si nos hemos de lanzar a combatirla, jamás será la posición de las personas, jamás serán estas mismas el blanco de nuestros argumentos. Los principios y no más que los principios, he aquí los únicos objetos de nuestro examen y reflexiones.

Para nosotros la homeopatía es un sistema médico, y como tal susceptible de tener en España más o menos partidarios y por más o menos tiempo, como los ha tenido y tiene en otros países, y si no nos es posible entusiasmarnos por este sistema, más que por cualquiera otro de los demás que se disputan en estos últimos tiempos el dominio de la ciencia, tampoco caeremos en la tentación de darle las calificaciones que solo engendra la intolerancia, y mucho menos trataremos de negar lo que a su tiempo se ha concedido a las doctrinas de Brown y de Broussais.

Bajo este concepto bien puede preverse cuál va a ser nuestra marcha relativamente a la homeopatía... No será a este ni a aquel homeópata, ni a este ni a aquel periódico a quien nos dirijamos. Nuestra crítica se ejercerá sobre el sistema, sobre ese cuerpo de doctrina que se trata de introducir entre nosotros, como más ventajoso para la humanidad doliente, que cualquiera de los demás sistemas médicos conocidos, a cuyo conjunto se da por un abuso de las palabras, consiguiente a la falsedad de las ideas, el nombre de alopatía.

Engañaríamos al público, si dijéramos que hemos leído todas las obras homeopáticas. La bibliografía hanemaniana es ya demasiado extensa para que pudiéramos abarcarla. Sin embargo, no por esto creemos desconocer la doctrina y nos ha parecido conducente para la regularidad de los debates, escoger a un autor, que sea en cierto modo el intérprete más fiel de dicha escuela, la síntesis más abonada de sus principios, o el prohombre más reconocido de todos sus adeptos.

A primera vista pudiera creerse que este había de ser su fundador, Hahnemann mismo. Con todo, a la distancia en que se encuentra este célebre innovador, no podíamos tomarle por el blanco de nuestra crítica, habiendo ya alguno de sus discípulos o sectarios que, continuando a su maestro, se presentan como expresión más legítima, puesto que es más moderna, de los principios homeopáticos.

León Simón nos ha parecido de elección preferible y necesaria. La obra de este filósofo creemos que está gozando, entre los iniciados, de regular aceptación; hasta recordamos que, en los debates habidos en San Isidro, se le citó en efecto como el prohombre más autorizado de la doctrina, aceptando por entero la responsabilidad de sus proposiciones.

León Simón será por lo tanto el adversario cuyos escritos sometamos al crisol de nuestra crítica imparcial, bajo la confianza de que nuestros homeópatas manifestarán si en efecto es acertada la elección, o en el caso contrario, cuál es el autor que reasume con más fidelidad los cánones de la escuela. Y si tal fuere ya la situación de los homeópatas que sintiesen en el seno de su comunidad la fuerza disgregadora y disolvente de la época, siendo cada partidario homeópata a su modo, entonces bien conocerán nuestros lectores que no nos sería posible entendernos. En el campo de la ciencia no nos acomodan los encuentros de guerrillero. Somos amigos de las batallas campales. Con los primeros los debates se eternizan, la verdad se oscurece, y es muy difícil que el principio no se pierda detrás de las personas. Con los últimos uno triunfa o es derrotado, y la ciencia gana siempre.

Tales son las ideas que hemos creído oportuno emitir antes de entrar de lleno en el debate. Tolerancia, impasibilidad, templanza en la discusión, he aquí el lema de nuestro escudo. Atacaremos principios y proposiciones; hágase otro tanto con nosotros, y no por discrepar en opinión, no por destruirnos mutuamente nuestras pruebas y argumentos, permitamos que se engendre en nuestros ánimos rencor alguno. Queden la indignación, el tirar la pluma, el hacer muecas de asco, el condenar al desprecio, y otros golpes teatrales por el estilo, sucios de puro manoseados, para aquellos que, pobres de razonamiento o escasos de recursos lógicos, apelan a esa mímica vulgar de los escritos, seguros de hacer efecto en la multitud, como los malos oradores cuando concluyen su perorata, dando vivas a los objetos predilectos de la turba que los escucha.»

A este franco y mesurado llamamiento se apresuró a contestar el primero el periódico titulado la Homeopatía, redactado por un joven profesor no destituido de ingenio, y cuyas producciones anima y vigoriza cierta travesura dialéctica. Obsequioso con nosotros, (le agradecemos siempre su galante deferencia) dispuesto a no abandonar ni la actitud ni el tono que reclamábamos en los debates, a fuer de hombres científicos, nuestro brioso colega tuvo a bien recusar a León Simón, diciendo, que sin dejar de reconocer en este autor grandes cualidades de filósofo y homeópata, no podía resignarse con tomarle por genuino y fiel representante de la escuela, ni como su verdadero intérprete. En lugar de León Simón no nos indicó a ningún otro, ni nacional ni extranjero; pero aceptó la última de nuestras condiciones para darnos a entender que no era esto rehuir, como pudiera creerse, el combate académico. Acto continuo la Homeopatía reasumió sus doctrinas en los siguientes cánones con el título de Dogmas fundamentales de la Homeopatía.

1.° La fuerza vital dirige y preside todas las funciones. El desempeño armónico de todas estas es lo que mejor revela la existencia de dicha fuerza, constituyendo la salud.

2.° La enfermedad es el desacuerdo, el defecto de armonía en el conjunto de fenómenos vitales, en otros términos: toda enfermedad resulta de una discordia de las funciones: estas se dan a conocer por tres órdenes de lesiones, distinguidas en lesiones de sensación, de textura y de acción.

3.° La experimentación pura es la única vía más segura e indispensable para averiguar y conocer la virtud curativa de los medicamentos.

4.° La naturaleza o esencia de los medicamentos, las relaciones que existen entre ellos, y las enfermedades no pueden determinarse sino por los cambios perceptibles que produce el descubrimiento de su acción sobre la economía, y de modo alguno por sus cualidades físicas y químicas.

5.° La ley de aplicación de los agentes terapéuticos está en la analogía y semejanza entre los afectos patogenéticos de los medicamentos y los síntomas de la enfermedad natural. De esta ley emana la administración de los medicamentos a dosis infinitesimales.

6.° Todas las enfermedades crónicas son igualmente generales, y dependen de la presencia de un miasma, siendo hasta ahora tres tan solamente los miasmas conocidos, capaces de producirlas. Estos son el psórico, el sifilítico y el sicosico.

7.° Cada enfermedad o, mejor dicho, cada enfermo es una individualidad morbosa que exige para su tratamiento medios especiales.

He aquí, señores, los principios homeopáticos que tuvo a bien formular nuestro ilustrado colega con el objeto de que sirvieran de base en el examen. Que estas proposiciones fueran la síntesis de las creencias homeopáticas españolas, no nos lo aseguraba nuestro adversario, aun cuando daba a entender que, en punto a principios, no había división entre los que profesan la doctrina hanemaniana. Pero nosotros necesitábamos algo más que esta simple manifestación de conformidad y concordancia. La Homeopatía no era el órgano exclusivo de los partidarios del similia similibus. En Madrid existía una sociedad homeopática: esta sociedad daba a luz un boletín, por medio del cual se revelaba al público. Había además en España, principalmente en Madrid, algunas notabilidades médicas que ejercían la homeopatía, y nosotros deseábamos saber si aquellas notabilidades aceptaban o no los principios que había reunido nuestro cofrade en su fórmula.

Habíamos dicho que no eran de nuestro gusto las escaramuzas, y escaramuza hubiera sido en efecto nuestra discusión con la Homeopatía, si luego hubiese manifestado el boletín de la sociedad hanemaniana, o los comunicados de otros homeópatas, que las doctrinas ortodoxas habían sufrido en el resumen de nuestro buen colega alguna metamorfosis tocada de herejía. Faltaba, pues, que los demás homeópatas manifestaran su conformidad de principios, ya sea por medio del silencio, ya mejor dedicando a esta manifestación, para mayor claridad, cuatro explícitas palabras.

Poco tardamos en ver justificada nuestra previsión. El Boletín de la Sociedad hanemaniana respondió a nuestra invitación de esta manera:

«Antes que el periódico titulado la Homeopatía, que ni en la actualidad representa ciertamente, ni podrá representar jamás, la verdadera opinión de la mayoría de los adeptos de doctrina, la sociedad hanemaniana matritense ha consignado, en la introducción de su boletín oficial, los dogmas o principios fundamentales de la homeopatía que el venerable maestro nos ha legado, y sobre esta base sostendrá las polémicas razonadas y decorosas que puedan promoverse en adelante...

Para nosotros los principios que constituyen la homeopatía son:

El dinamismo vital.

La ley de los semejantes.

La acción dinámica de los medicamentos.

Entendiendo por esto que su acción es inexplicable por las leyes de la mecánica, de la física y de la química y la naturaleza dinámica de las enfermedades. No añadiremos la experimentación pura, la acción de las dosis infinitesimales, ni el origen miasmático de las enfermedades crónicas, porque estos inmensos descubrimientos son las consecuencias obligadas de los principios anteriores. Simplificaremos más, si se quiere. La primera verdad, el principio cardinal y único de la homeopatía, el que por decirlo así, constituye la piedra angular de la doctrina es el dinamismo vital. A la exposición y defensa de estos principios consagró Hahnemann su larga y gloriosa carrera, y he aquí por qué hemos dicho antes que éramos homeópatas puros, o hanemanianos, porque para nosotros son una misma cosa la homeopatía y el hanemanismo.»

Estas pocas líneas, señores, son más que suficientes para manifestar que ya estaba fermentando entre nuestros homeópatas el germen de la desunión, y para justificar nuestros recelos, respecto de la disidencia que existía, no solo entre los redactores de la Homeopatía y los del Boletín, sino también entre unos y otros y los demás homeópatas de España.{2} He aquí por qué aceptamos la manifestación del Boletín, y por qué la agregamos, como quien dice, al expediente, esperando todavía alguna declaración más por parte de otros homeópatas, antes de entrar en la cuestión. Faltábanos saber qué partido adoptarían ciertos jefes, que todavía no habían dado el grito, y de quienes no sabíamos si más tarde tomarían el mando de las fuerzas pronunciadas.

Trascurrido bastante tiempo, ya estábamos apercibidos a entrar en materia, cuando los hombres de la Homeopatía con los visos de impacientes que les daba su confianza y lo sobrado de su brío, nos advirtieron que ya estaba su gente en campaña, y que por lo mismo no difiriéramos más la suspirada hora del combate. Unos treinta profesores de casi otras tantas poblaciones se habían declarado secuaces de los principios que, a consecuencia de nuestra invitación, tuvo a bien formular la Homeopatía.

Tal era el estado del negocio a fines de 1846, cuando tomamos nuestro partido. Habíamos empezado una serie de artículos de filosofía médica, tomando la historia de la ciencia desde los tiempos anteriores a Hipócrates, y era nuestro intento llegar por grados y con su natural sucesión a nuestros tiempos, analizando las diversas teorías que se han ido sucediendo, desde que la filosofía se constituyó en directora del entendimiento humano. Hostigábanos la Homeopatía mal avenida con la lentitud indispensable de nuestra marcha; calificaba de derrota nuestra tardanza en satisfacer sus deseos, y al despedirse de la arena periodística, con las pocas fuerzas que le dejaba la inanición de que moría, cantó un Te Deum por la victoria que se atribuyó, no habiendo empezado nosotros la polémica; y precisamente el mismo día que nos anunciaba su última voluntad y sus funerales, La Facultad había comenzado a tratar de Homeopatía.

Para llegar más pronto a los días de Hahnemann, saltamos desde los tiempos de Sócrates e Hipócrates hasta los de Paracelso, y expusimos en una serie de artículos la marcha de las ciencias médicas, hasta llegar a fines del siglo pasado, en el que apareció la concepción de Samuel Hahnemann. Íbamos a entrar en la exposición de su doctrina, cuando una grave enfermedad nos obligó a suspender toda tarea intelectual y especialmente periodística. Nuestro periódico cesó de publicarse.

He aquí, señores, los antecedentes de que he creído deberos enterar con más de un objeto. Estando disgregados nuestros homeópatas, reinando entre ellos la anarquía de que nos acusan, y siendo cada fracción, por no decir cada pandilla, homeopática a su manera, os convenceréis de que sería inútil e inconveniente tomar a ninguno de ellos como blanco de nuestra crítica, puesto que habiéndoles consultado públicamente, ya hemos visto cuál ha sido el resultado. Y en atención a que se recusan los unos a los otros, a que los unos no reconocen a ningún jefe, y los otros no ven más que a Samuel Hahnemann, no extrañéis que prescindamos ya de toda individualidad lo mismo que de todo pandillaje, y nos fijemos solamente en el cuerpo de doctrina homeopática, ora pertenezcan los principios al fundador de esta doctrina, ora sean modificaciones de sus mas célebres sectarios. Escogiendo para el examen crítico los fundamentos de la Homeopatía, y refutando cuanto contiene de falso, de sofístico y de absurdo este sistema, contestaremos a la vez a unos y otros, y en esta contestación general quedarán con la parte que les perteneciere todas las individualidades y fracciones.

He querido también exponeros aquellos pormenores, para que os convencierais de que, además de los deberes que, como profesor y partidario de la medicina secular, me obligan a tomar parte en la campaña antihomeopática, desde que el enemigo ha invadido el territorio, tengo el compromiso personal de proseguir mi tarea comenzada en un periódico, y suspendida por una causa superior a mi voluntad y mis deseos. Lo que no pude proseguir en la Facultad, vengo a desempeñarlo en esta cátedra. Así acabarán de convencerse los que todo lo convierten en laureles fáciles para sus sienes, que en el campo de la discusión filosófica no hay para la homeopatía arcos de triunfo, ni obeliscos, ni pirámides, sino profundos fosos donde tenderse, y lápidas sepulcrales que revelen su derrota.

Es hora ya, señores, de que os hable de la marcha que me propongo seguir en mis lecciones. Traigo mi programa formulado y es preciso ya desenvolverle.

Os he dicho que mi examen crítico de la homeopatía versaría sobre el cuerpo de doctrina que encierra la escuela hanemaniana, sin tener a la vista de una manera exclusiva a ningún homeópata determinado, bien que ya podéis comprender que Samuel Hahnemann ha de aparecer muy a menudo en mis labios. He dicho también que me fijaría en los principios fundamentales de esa escuela; por lo tanto, no esperéis refutaciones de obras enteras, ni de todos los errores subalternos consignados en los libros homeopáticos.

Consultad a los homeópatas, leed sus escritos, examinad con detenida análisis los libros de Hahnemann, y os será fácil ver que toda su doctrina, que toda esa medicina presuntuosa y enfática, descubierta por el divino Sajón para redimir a la humanidad doliente de las enfermedades que la aquejan, puede reasumirse en las siguientes bases:

La homeopatía es la medicina verdadera, revelada a Samuel Hahnemann por la Divina Providencia.

La homeopatía es la expresión del progreso médico en su mayor grado de perfección.

La medicina homeopática es una medicina benéfica, suave para los enfermos, terrible para sus enfermedades.

La medicina secular es una medicina destructora, tan atrasada hoy día como en los tiempos de Hipócrates; en veinte siglos no ha adelantado nada; hoy como siempre es muy activa para el mal, impotente para el bien.

Los homeópatas curan las enfermedades de un modo agradable, rápido y seguro, y las curan radicalmente con medicamentos diferentes de los que emplean los alópatas, bárbaros en su mayor parte, con los cuales no se consigue más que alguna curación paliativa.

La anarquía más espantosa está desgarrando las entrañas carcomidas de la vieja medicina.

Los alópatas no tienen método, ni filosofía. El carácter más descollante de la medicina alopática es un materialismo grosero, diametralmente opuesto al espíritu de la época.

La homeopatía es una medicina diametralmente opuesta a la alopatía, nada tiene aquella de común con esta y está destinada a hacer una revolución completa en las ciencias fisiológicas, &c., &c.

Todas estas y otras afirmaciones análogas las menudean los homeópatas en sus escritos, pero principalmente en sus conversaciones, puestos en contacto con los profanos, con las gentes que les confían su salud. A beneficio de estas afirmaciones pronunciadas con el tono resuelto y desenfadado del que ha llegado a comprender lo que conquista la audacia, cuando se dirige a un público profano, la pobre medicina secular queda tan mal parada, que hasta las personas más juiciosas exclaman alguna vez, ¿pues qué hace el gobierno? ¿cómo no manda cerrar esas escuelas, donde se enseña oficialmente una medicina tan perniciosa?

Además de esas afirmaciones, con las cuales se ponen en relación con el público, que no puede comprender la parte científica del sistema, los homeópatas profesan los siguientes principios.

1.° El dinamismo vital la naturaleza dinámica de las enfermedades.

2.° La experimentación pura.

3.° La ley de los semejantes.

4.° Las dosis infinitesimales.

5.° El origen miasmático de todas las enfermedades crónicas.

En cuanto al dinamismo vital y naturaleza dinámica de las enfermedades, suponen que una fuerza vital, diferente de las fuerzas físicas y químicas, preside todas las funciones en estado de salud y enfermedad, consistiendo siempre la naturaleza del mal en las alteraciones que experimenta, bajo el influjo de las causas morbosas, aquella fuerza.

En cuanto a la experimentación pura, entienden por ella los ensayos hechos con diferentes sustancias enérgicas en el hombre sano, consignando los síntomas o alteraciones que sobrevienen en el sujeto sometido a esta experimentación, para buscar en seguida su analogía o semejanza con las enfermedades, y señalar de cuales son remedios específicos las sustancias ensayadas.

En cuanto a la ley de los semejantes, expresada por lo común en latín, similia similibus curantur, entienden que las enfermedades se curan con medicamentos capaces de producir el mismo número o la mayor parte de síntomas y en el mismo orden en el hombre sano.

En cuanto a las dosis infinitesimales quieren significar que la virtud de los medicamentos es tanto más activa, cuanto mayor sea el estado de división y dilución a que se den.

Por último, en cuanto al origen miasmático de las enfermedades crónicas, suponen que sea cual fuere la enfermedad crónica que se desarrolle, siempre reconoce por origen y por causa o la sarna, o la sífilis, o el vicio berrugoso.

Aquí tenéis en resumen esa decantada doctrina, aquí tenéis los principios fundamentales sobre los que descansa todo el edificio homeopático.

Cumple a mi propósito seguir a nuestros adversarios en su terreno, sin abandonar el itinerario que acabo de trazar.

Empezaré, señores, mi examen crítico, manifestando que ese conjunto de afirmaciones dirigidas a presentar a los ojos del público la doctrina homeopática como la más moderna, y la más acrisolada, sobre no reunir una sola aseveración que sea verdadera, es la prueba más convincente, o de la ignorancia en que están de la historia del arte cuantos profieren esas afirmaciones o de la poca lealtad con que proceden, al hablar de sus comprofesores y de las demás escuelas los médicos titulados homeópatas.

Para vindicar a la medicina de las torpes acusaciones que con frecuencia se le dirigen por escritores que nunca han comprendido su objeto, ni estudiado detenidamente su desarrolló; para dar a cada escuela, a cada doctrina, a cada principio y a cada idea su lugar correspondiente en el museo de la historia médica; para demostrar la sinrazón con que se consideran como estériles tantos siglos transcurridos, desde los primeros tiempos hasta los actuales; para poner de manifiesto con los hechos en la mano, que la medicina ha sido, es y será siempre una en el fondo, varia en sus formas; que ha sido, es y será siempre el reflejo exacto de la filosofía; que todo cuanto pueda decirse acerca de la discordancia de los médicos filósofos es aplicable a los filósofos de todos los demás ramos científicos; para patentizar, en fin, que todas esas aseveraciones arbitrarias no son más que huecas declamaciones y salidas propias de mentecatos y charlatanes, recorreré la historia de las ciencias médicas, desde los tiempos más remotos hasta la actualidad, y siempre en relación con la historia de la filosofía, o lo que es lo mismo, con la historia del entendimiento humano, dividiendo esa respetable masa de siglos en determinados períodos, y fundando esta división en ciertos hechos históricos descollantes, que hayan dado carácter a cada grupo de siglos.

Con el fin de conseguir este resultado, uno de los más importantes, en mi concepto, ya se trate de justipreciar el valor de las doctrinas homeopáticas, ya de tener a la vista de un modo rápido, metódico y sistemático el desenvolvimiento sucesivo de la filosofía médica, seguiré la división que ha hecho el historiador Renouard, si bien es cierto que me permitiré de vez en cuando notables modificaciones, ya en la clasificación de los períodos, ya en la denominación de los mismos.

Todos sabéis que Renouard divide la historia de la medicina en tres edades: 1.ª de fundación; 2.ª de transición; 3.ª de renovación. Todos sabéis que dicho autor subdivide luego la primera edad en tres períodos. 1.° Primitivo o de instinto, cuyo origen se pierde, como suele decirse, en la noche de los tiempos, y acaba en 1184 años antes de Jesucristo, en los cuales se verificó la ruina de Troya. 2.° Sagrado o místico, que, arrancando de la ruina de Troya, acaba 500 antes de Jesucristo, en los que se dispersó la sociedad pitagórica. 3.° Filosófico que empieza en 500 años antes de nuestra era, y acaba en 320 antes de la misma, en los cuales se fundó la biblioteca de Alejandría. 4.° Anatómico, que empieza en 320 años antes de la venida del Mesías, y acaba en 200 años después de esta venida, en los que murió Galeno.

La segunda edad se subdivide en la obra de Mr. Renouard en dos períodos, el 1.° Griego, que empieza a la muerte de Galeno, y acaba en 640, en cuyo año fue incendiada la biblioteca de Alejandría. 2.° Arábigo, que empieza en 640, y acaba en 1400, o sea en el renacimiento de las letras en Europa. Por último, la edad tercera comprende también dos períodos: el 1.° Erudito, que alcanzó los siglos XV y XVI; y el segundo Reformador, en el cual están los siglos XVII y XVIII.

Yo abrazaré, a poca diferencia, esas mismas edades, y las subdividiré en esos mismos períodos, modificándolos, como ya lo he indicado, tanto en la denominación, como en la designación de los grupos seculares.

Examinaré la marcha de la medicina desde los tiempos conocidos de la India, Egipto y Grecia, hasta los de Tales de Mileto y de Pitágoras, siendo para mí todo este primer período mitológico o de misticismo gentílico.

Analizaré en seguida la filosofía de Tales, fundador de la escuela de Jonia y la de Pitágoras, fundador de la escuela de Italia o de Crotona, pasando rápidamente por la sucesiva serie de filósofos que impulsan la marcha del entendimiento humano en Grecia, desde la aparición de aquellos dos primeros jefes de la filosofía hasta Sócrates, y como parte constituyente de este período, la medicina de los asclepiones y gimnasios y la de las escuelas de Cirene, Cnido y Coos. Este período es filosófico, y como la filosofía era natural, la medicina de este período será también para mí medicina natural.

Hecho esto, entraré en el examen de Sócrates, como aspecto filosófico de sus tiempos, y acto continuo pasaré al estudio de Hipócrates, como representante de una época médica, resumen de la medicina antigua, oriental, egipciaca y griega: y síntesis de todos los progresos fisiológicos de aquellos tiempos. Y puesto que la filosofía socrática se trasformó de natural en humana, como la de los antiguos sabios se había trasformado, en Tales y Pitágoras, de mística o mitológica en natural, la medicina hipocrática, reflejo de la filosofía de Sócrates, será para mí medicina antropológica.

Analizados Sócrates é Hipócrates, enlazaré con la filosofía de Tales la de Aristóteles, y con la de Pitágoras la de Platón, dando una idea exacta aunque somera del espíritu filosófico de estos dos grandes discípulos de Sócrates, y concluida la reseña de la parte filosófica de estos siglos, buscaré la continuación de la escuela de Coos en la de Alejandría. Este período, llamado por Renouard anatómico, sin duda por los progresos que pudo hacer la anatomía bajo la protección de los Ptolomeos, yo le llamaré alejandriaco por el carácter particular de la escuela de los Herófilos y Erasístratos, o si se quiere hipocrático-aristotélico, por reflejarse en las doctrinas de esa escuela las ideas médicas de Hipócrates y las ideas filosóficas del fundador del Liceo, sintéticas todavía, pero con tendencia a la análisis, al estudio individual y por medio de los sentidos.

De la escuela de Alejandría veremos brotar alrededor del tronco hipocrático varios vástagos destinados a sucumbir, y el tronco será continuado en Roma por Galeno, quien, a pesar de su justa nombradía, no podrá mudar el carácter de la medicina de este período, porque en el fondo, por no decir también en las formas, Galeno será Hipócrates, como médico, y Aristóteles, como filósofo.

Después de haber dejado a Galeno en su tumba y a la escuela de Alejandría en la historia, echaremos una ojeada a los médicos del bajo imperio, que se encargaron de legar a la posteridad las doctrinas hipocrático-galénicas, contentándose con el modesto título de meros compiladores, sin que por esto les defraudemos su gloria, puesto que al fin depuraron las doctrinas, poniéndolas más al alcance de los prácticos, y sancionándolas con la experiencia propia y respectiva. Este período llamado griego por Renouard, podrá muy bien llevar el de los compiladores del bajo imperio, o si se quiere hipocrático-galénico.

Todos estos períodos, el mitológico, el natural, el antropológico, el hipocrático-aristotélico, el de los compiladores o hipocrático-galénico, constituirán para nosotros la edad antigua de la medicina, o lo que es lo mismo, su primera edad, de acuerdo con la primera división que hacen los cronólogos de la edad del mundo antropológico.

Revisada esta primera edad, pasaremos a la segunda. Y como hasta la aparición de Bacon y de Descartes, filósofos del siglo XVII, no hemos de encontrar ninguna escuela filosófica, verdaderamente nueva, original o típica; como siempre hemos de ver la gran figura de Platón, más aún la de Aristóteles en el campo de la filosofía, todo nuestro empeño se reducirá al estudio de los médicos. Los árabes serán los primeros que se presenten en esta línea. Los examinaremos en Bagdad, en Córdoba y en Toledo, en su principio y su fin, y este período llamado arábigo por Renouard, podrá llevar por nosotros el mismo nombre; porque esta denominación caracteriza de un modo análogo a la que hemos dado a otro período, la naturaleza de esos siglos. Pero téngase entendido que en el fondo el período es galénico-aristotélico.

De la medicina cultivada en los pueblos sometidos al poder del islamismo, pasaremos a la medicina de las naciones cristianas siguiéndola desde la invasión de los bárbaros del norte, o por mejor decir, desde la organización moral, política y científica de Carlo Magno, hasta la toma de Constantinopla por los turcos, período compuesto de los mismos siglos que el arábigo su coetáneo; pero que empezó místico, siendo su misticismo cristiano; se hizo en Salerno higiénico, en París, Montpeller y Oxford escolástico, y acabó por ser arábigo también, o por mejor decir, aristotélico-galénico por la vía de los árabes.

Estos dos períodos contemporáneos, que marcharon paralelos, desarrollándose en territorios diferentes y bajo el influjo, el arábigo de una civilización que había creado un profeta de los desiertos africanos, el escolástico de una civilización que había robustecido el lábaro de Constantino, constituirán para mí la edad media de las ciencias fisiológicas, guardando también con esto una exacta correlación con la división que han hecho los cronólogos de las edades del mundo. Los árabes y los cristianos llenan los siglos trascurridos desde la invasión del occidente y mediodía por los bárbaros del Norte, hasta la invasión del bajo imperio por los bárbaros del Oriente o los tártaros, de los cuales nació el imperio turco.

Examinada la edad media de la medicina, pasaré a la edad moderna de la misma. Dada una rápida ojeada a la filosofía del libre examen, transformación natural y progresiva de la última faz de la escolástica, hasta la aparición de los escritos del célebre Barón de Verulamio y del filósofo de la Haya, examinaré la medicina, que, enriquecida con los trabajos de los árabes, y sobre todo con los estudios de la antigüedad, traídos de Constantinopla por sus sabios fugitivos, volvió a dar a las doctrinas hipocráticas nueva vida y porvenir, a pesar de los sistemas que, engendrados por el espíritu de los siglos anteriores, pugnaron por hacer formar al arte médico parte de esas ciencias ocultas de que tanto se resienten las teorías cabalísticas de los Paracelso, Roberto Flud, Rosa-Cruz, Rosanianos y Vanhelmoncio.

Este período, llamado por Renouard erudito, porque se desarrolló en efecto un vivo deseo de conocer a los autores originales de la Grecia, pudiera calificarse más exactamente con el de transición; porque, a la verdad, también los siglos XV y XVI no sirvieron más que de paso desde la filosofía escolástica a la filosofía moderna, o bien con el de fusión, porque realmente, fundidos todos los principios fundamentales en el crisol de la crítica, se estaba esperando el momento de dar a lo fundido un molde que determinara su organización definitiva.

Nos haremos cargo de ese día de solidificación de lo fundido. Examinaremos a Descartes y a Bacon, jefes de la filosofía moderna, propagador el uno del método a priori y de la autoridad de la razón; propagador el otro del método a posteriori y de la autoridad de los sentidos. Veremos como todos los filósofos que han figurado en los tiempos más modernos, y hasta los de nuestros días, inclusos los socialistas, tienen su origen radical en las concepciones de aquellos dos grandes genios. Veremos cómo se han desarrollado las ciencias bajo el influjo de la filosofía moderna, y echada una mirada veloz sobre las transformaciones de la humanidad en sus tres grandes modos de manifestarse intelectual, moral y físico, entraremos de lleno en el examen de las escuelas médicas que desde los yatro-químicos se han sucedido rápidamente hasta fines del siglo XVIII. Como en un panorama científico, irán pasando los Silvio de la Boe, los Willis, los yatro-matemáticos Boherhaave, Sauvages, y Baglivi; los hipocratistas con su jefe Sydenhaam al frente; los hallerianos, los solidistas, a la manera de Hoffmann, los animistas a la manera de Stahl, los Cullen, los Brown, los Pinel, los Bichat, y cuantos iban desenvolviendo y perfeccionando la filosofía de los sentidos aplicada a la medicina.

También como Renouard, llamaremos reformador a este periodo, porque en efecto, el carácter más descollante de los siglos XVII y XVIII, cualquiera que sea el aspecto bajo el cual se mire, es el espíritu de reforma y la tendencia a renovar de todo punto los principios de las ciencias.

Por último, señores, entraremos en el siglo XIX. En él encontraremos sistemas del siglo anterior, destinados a sucumbir tarde o temprano como elementos incompatibles con el progreso de las ideas, y teorías fecundas, que, apoyadas en hechos bien observados, irán a modificar las creencias de las escuelas. Entre los primeros aparecerá Samuel Hahnemann con su homeopatía, engendro ya rancio del siglo XVIII y ejemplo deplorable de contradicciones y antítesis que oscurecen la divisa del siglo a que pertenece. Por encima de ese sistema relegado a los centenares de hipocondriacos y excéntricos que tanto abundan en Alemania, veremos partir el sistema de Broussais; el contraestimulismo de Rasori, el organicismo de Rostan, la anatomía patológica y especificidades de Laënnec y otras y otras concepciones más o menos subalternas que se están disputando en nuestros días los dominios de la ciencia.

Este es el período que yo llamaré anárquico, porque a la verdad, no ofrece más que el aspecto de la anarquía y de la disolución, por no haber una concepción médica que las domine o armonice todas.

Fácil os será comprender, señores, con cuanta exactitud podremos juzgar, en un trabajo de esta naturaleza, a los hombres y sus doctrinas; cuanto ha de ser el poder de la razón y de la verdad, si estas brotan naturalmente de los hechos que expongamos con la fidelidad que exigen de todo expositor científico su reputación y sus deberes. La historia hablará por nosotros; la historia abogará por la medicina secular; la historia condenará al silencio y a la humillación a esos mal aconsejados médicos, que así desgarran las entrañas de su madre, propalando indiscretamente tantos denuestos contra la medicina de la experiencia, cuantos elogios a favor de un sistema nacido a fines del siglo XVIII, y destinado a vivir, errando de pueblo en pueblo, como un miserable charlatán, cuya fama, siquiera sea deslumbradora, nunca es más que una llamarada fugaz y necesariamente pasajera.

Concluida esta reseña filosófico-histórica de las ciencias médicas, pasaré a la segunda parte de mis lecciones, y en ella analizaré sucesivamente: 1.° El espíritu filosófico de Samuel Hahnemann; 2.° el método de que él se valió y de que se han valido sus sectarios para descubrir las pretendidas verdades homeopáticas. Yo os demostraré, señores, hasta la última evidencia, que el fundador de la homeopatía no fue filósofo, no fue lógico, no fue pensador; os probaré que estaba completamente destituido de esa facultad intelectual tan necesaria a todo sabio, por la que se enlazan las ideas, los juicios y se forman los buenos razonamientos; os patentizaré por último, con los hechos en la mano, que estaba enteramente desprovisto Samuel Hahnemann de ese espíritu de observación tan esencial en quien proclama la experimentación pura, como el único criterio para llegar a la verdad, dándonos en cada una de las páginas que ha escrito la más deplorable muestra de que no conoció nunca lo que llaman los filósofos observación y experiencia.

Igualmente os probaré que Samuel Hahnemann no ha tenido método alguno en la investigación de la verdad fisiológica; que en sus máximas se decide por el método a posteriori, pero que, en su práctica, si algo tiene de metódico, es a priori. Me prometo demostraros con la claridad y evidencia de los rayos del sol, que ninguno de los principios homeopáticos es el resultado de la experiencia, que todos son concepciones a priori, puramente hipotéticas, engendros de una imaginación desarreglada y puesta constantemente en pugna, no solo con el sentido común de los filósofos, sino con el sentido común de todo el linaje humano.

Concluida esta segunda parte de mis lecciones, pasaré a la tercera, en la cual dedicaré ya directamente mi crítica a los principios fundamentales de la homeopatía. Empezaré por el dinamismo vital, y trataré esta cuestión importantísima con toda la extensión que consienta la índole de esta cátedra. Examinaré los diferentes modos de existir de la materia, las diferentes fuerzas que ejercen sobre ella acción, y las diferencias esenciales que hubiere entre los cuerpos no vivos ni organizados, y los que gozan de organización y de vida. Estudiaré la actividad de la materia inorgánica o cuando existe en el mundo mineral, cuando existe en las organizaciones vegetales; por último, cuando existe en las organizaciones animales. Tengo la esperanza, señores, de que probaré con razones poderosas y con hechos elocuentes, que la vida no puede manifestarse sin materia, ni sostenerse sin la intervención de esta materia y de las fuerzas físicas y químicas, y que es un verdadero retroceso pretender establecer entre la fisiología y las ciencias físicas y químicas el divorcio ridículo y absurdo que se deduce del modo como conciben los homeópatas el dinamismo vital. Yo les demostraré con argumentos poderosos, cimentados en los hechos, que su fisiología y su patología es una metafísica desacreditada en nuestros tiempos, porque cualquiera afirmación de esa metafísica carece de los únicos apoyos que puede tener toda certeza científica, y en especial fisiológica, a saber, los hechos bien observados, los hechos recogidos por el verdadero método baconiano, experimental por excelencia.

Todo cuanto afirman los homeópatas sobre el dinamismo vital, sobre las alteraciones primitivas de este dinamismo, sobre la naturaleza dinámica de las enfermedades, es indemostrable por la vía experimental, por la acción de los sentidos, y por lo mismo no han podido llegar a ningún conocimiento por el método a posteriori, único aplicable a las ciencias de hecho, como lo son las ciencias médicas.

Mientras se marcha por la senda de la observación y de la experiencia, todos los resultados son contrarios a la metafísica hanemaniana: ningún hecho, ninguna demostración experimental puede probar que las funciones del cuerpo humano se cumplan bien ni mal, conforme los desarreglos o armonías de la fuerza espiritual o no material que las preside. Espero, señores, demostrároslo en su día con toda la plenitud de prueba que puedan desear los ánimos más exigentes o más severos.

Examinado el dinamismo vital; manifestadas las contradicciones que brotan del estrambótico consorcio entre el origen dinámico, espiritual de las enfermedades agudas y el miasmático y material de las enfermedades crónicas, pasaré a hacerme cargo de la experimentación pura. Desconceptuada ya con lo que llevaré dicho a la sazón sobre los métodos filosóficos la experimentación pura de los hanemanianos, acabaré de probar su carácter antilógico, demostrando que, sobre ser imposible la práctica de esa experimentación y sus aplicaciones a la terapéutica, adolece del incalificable defecto que brota de considerar al hombre sano como regido por las mismas influencias que el hombre enfermo, defecto que no solamente salta a los ojos de todos los que se consagran al estudio y a la práctica del arte, sí que también a los de cuantas personas estén dotadas de claro entendimiento y de una dosis regular de sentido común y buen criterio.

Probados los vicios de lógica de que adolece la experimentación pura de los homeópatas, ya concebís cuán fácilmente podré patentizaros el absurdo principio llamado ley de los semejantes; ley hipotética, ley fantástica si las hay, ley opuesta a toda idea dada por los sentidos bien ejercidos o empleados. Ora sea como consecuencia lógica y necesaria de la refutación que reducirá a la nada la experimentación pura, de la cual hacen depender los homeópatas su famoso lema similia similibus curantur; ora con argumentos directos que manifiesten lo absurdo de semejante terapéutica, y los sofismas con que pretenden robustecerla, tanto Hahnemann como sus sectarios, no vacilamos en prometer que este principio fundamental de la homeopatía ha de quedar tan pulverizado y destruido como todos los demás de que hemos hablado hasta ahora.

Ya no nos quedará más que examinar el poder curativo de las famosas dosis infinitesimales. Después de haber revelado al público que los homeópatas no dan, envuelto en el misterio de que se rodean, para hacer más efecto en los ánimos de los incrédulos que se abalanzan a ellos, llenos de un entusiasmo y de una fe dignos de mejor causa, sustancia alguna desconocida de los demás médicos y del mismo vulgo profano; después de manifestar que sus medicamentos son los nuestros, disfrazados con nombres latinos, para que el público no los entienda; después de hacer saber a las familias que el sulfur, el metallum album, el hepar y otras denominaciones sonoras, simbólicas y misteriosas para el público, no son en buen castellano más que el azufre, el arsénico o ácido arsenioso, el hígado de azufre o sulfuro de potasio &c., &c., así como el origen de sus enfermedades crónicas decorado por los homeópatas con las denominaciones algo cabalísticas de psora, sífilis y sicosis, no viene a ser en suma más que lo que llaman los curanderos en los anuncios de las esquinas y periódicos, enfermedades secretas designadas con el nombre vulgar de sarna, humor gálico y berrugas; después de poner de manifiesto en fin, de qué manera preparan los homeópatas sus célebres diluciones hasta la décima o duodécima millonésima parte de grano, con sus correspondientes sucusiones o golpecitos de mano o brazo dados al frasco que encierra esas maravillosas panaceas, para que se desenvuelva en ellas la virtud patogenética y curativa, a la manera con que comunican los magos, los hechiceros y las hadas con su varilla o talismán, todas las actividades y virtudes que les convienen, a los objetos que tocan; pasaremos a demostrar lógicamente la absoluta nulidad de acción de semejantes diluciones, ya rebatiendo los sofismas en que se apoyan los homeópatas, entre los cuales descuella el confundir lo invisible con lo infinitamente pequeño, ya probando que toda acción conocida de la naturaleza, sea del orden que fuere, siempre está en proporción de la mayor cantidad, ya patentizando, en fin, la absurda idea con sus visos de herejía que supone la espirituación de la materia a proporción que se divide, y su virtud especial de obrar espiritualmente también sobre las fuerzas de la vida.

Ahí tenéis, señores, con todos los desarrollos posibles en una sola ojeada, el programa de mis lecciones. Este es el itinerario que me propongo recorrer en esta cátedra para rebatir la doctrina homeopática. Soy el primero en reconocer que no se necesitaban esas proporciones para refutar una doctrina baladí, que a fuer de engendrada en un cerebro sospechoso, basta un soplo para derribarla, según la expresión vulgar, como un castillo de naipes. Como vosotros conozco que dar a mis lecciones las proporciones que acabáis de ver, es multiplicar la importancia de la homeopatía.

Sin embargo, no perdáis de vista que mi objeto es más trascendental que combatir a los homeópatas. A proporción que me veáis avanzar en mi senda, comprenderéis los motivos que he tenido para formular este programa, y comprometerme a esta empresa.

Dos cosas me restan que decir, y concluiré, señores. Ya es hora de que no abuse más de vuestra benevolencia.

El programa que os acabo de trazar está definitivamente resuelto. Mi marcha será inflexible, venga lo que viniere en el decurso de mis lecciones. Cuanto se diga en otra parte, cuanto se pronuncie aquí mismo en otros días, no ha de modificar en nada mi itinerario. Ténganlo entendido así cuantos esperen polémicas estériles, fundadas en alusiones más o menos embozadas. Yo no haré más que desenvolver el pensamiento que he formulado en mi interior, desde que he resuelto sentarme en esta silla para examinar como filósofo la doctrina homeopática.

Quisiera, señores, poder corresponder dignamente a los favores que me habéis dispensado con tan numerosa y escogida concurrencia, con vuestras demostraciones tan honrosas para mí, y ese silencio profundo con que habéis escuchado la exposición de mi programa.

No me es posible consagrar todo mi tiempo a esta tarea. Pesan sobre mí graves y numerosas obligaciones, y cuando vengo aquí a hablaros de homeopatía, no olvidéis que mi cerebro ya se siente fatigado de trabajos intelectuales.

Inútil es protestar de la rectitud y desinterés que me han traído a esta silla. No me impulsa ningún objeto bastardo, ni plan mezquino. He visto la verdad médica desfigurada; he visto la medicina secular escarnecida; he visto la charlatanería audaz levantando la cabeza y agitándose con aire de triunfo; he visto las familias consternadas con el cisma introducido por los homeópatas, y he creído que era un deber de profesión combatir con todas mis fuerzas, en todos los terrenos aceptables, y levantar mi débil voz en defensa de la verdad, de los buenos principios filosóficos y de las conquistas legítimas que forman el patrimonio de la medicina secular.

Seguid, señores, favoreciéndome hasta el fin de mis lecciones, y de esta suerte veréis hasta que punto han sido exactas cuantas afirmaciones han salido de mis labios.

——

{1} ¿Qué significa importunar al gobierno y ocupar al consejo de instrucción pública, solicitando cátedras y clínicas homeopáticas, cuando precisamente en la escuela médica de Madrid hay un catedrático de fisiología que es homeópata, y un catedrático de clínica médica que a los ochenta años se ha hecho homeópata también? ¿Quién les prohíbe profesar la homeopatía? ¿Quién les impide, especialmente al último, tratar homeopáticamente a sus enfermos? Si tienen fe en su nueva doctrina, ¿por qué no tienen valor de practicarla donde la ley los autoriza, donde la tolerancia les da plena libertad? Que no se diga que esta tolerancia les falta. Los ensayos hechos en una clínica-quirúrgica, ensayos de resultado negativo, donde han quedado los homeópatas tan mal parados como siempre que se someten al crisol de la experiencia, son un solemne mentís al pretexto de que les falta tolerancia y libertad.

{2} Estas luchas intestinas han estallado después con más violencia. La sociedad hanemaniana presidida por el señor Núñez y el Instituto homeopático presidido por el señor Hysern, se han hecho una guerra cruda. Los últimos son acusados por los primeros de heterodoxos. El señor don Pío Hernández, director de la Homeopatía, que la ha explicado en el Instituto, y hoy la explica en el Ateneo, ha sido peor tratado que nosotros mismos por los hombres y papeluchos de la sociedad hanemaniana. Uno de los cargos que le hacen, igualmente que a los hombres del Instituto, es que no entienden la homeopatía, precisamente lo mismo que estos nos están diciendo a nosotros. Por lo visto es la frase sacramental de todo el que se ha bañado en la piscina homeopática.

[ Examen crítico de la Homeopatía, Madrid 1851, tomo I, páginas 11-45. ]