Pedro Mata
Examen crítico de la Homeopatía, Madrid 1851, tomo I, páginas 477-526
Lección VIII
Espíritu filosófico de Samuel Hahnemann, deducido de su biografía
Resumen. Diferencia entre las lecciones anteriores y las sucesivas. - Puntos que estas van a abrazar. - 1.° Espíritu filosófico de Hahnemann, deducido de su biografía. - Donde nace, donde estudia, donde se revalida y establece. - Anda errante. - Se casa. – A pesar de tener fama, renuncia a la medicina secular y se pone a traducir. - Por qué es escéptico. - La medicina que abandona es la del siglo XVIII. - Pierde a sus hijos. - Pensamiento místico que brota de su dolor. - De aquí nace la homeopatía. - Razonamiento a priori en que funda su sistema. - Idea vaga de reforma. - Una casualidad le hace ensayar unos pocos medicamentos. – Proclamación del similia similibus. - Inconsecuencias y contradicciones. - De escéptico pasa a creyente. - Niega la nosografía y con ella los nombres de las enfermedades. - Absurdos a que esto conduce. – Es perseguido por su sistema y confeccionar las medicinas. - Empieza a practicar en un hospital de locos. - Sigue errando de pueblo en pueblo. - Publica varios opúsculos, el órgano y dos tomos de la materia médica. - Se va a Koethen; el pueblo le recibe a pedradas. - Acaba sus obras, publica el tratado de enfermedades crónicas. – Qué significa la fama de Hahnemann. - Se vuelve a casar. - Se va a París. - Su fama crece. - Muerte de Hahnemann. - Sus discípulos. – Resumen.
Señores:
Al trazaros rápida y someramente la marcha y desarrollo sucesivo de las ciencias fisiológicas, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, no ha sido nunca mi ánimo ocuparme en la crítica de cada una de las escuelas que se han ido presentando, ni entrar en la refutación particular de los prohombres más descollantes de cada escuela. Semejante tarea hubiera sido, sobre innecesaria, demasiado prolija para los fines y tiempo de mis lecciones. Y si digo innecesaria, es porque, como todos sabéis, no escasean las obras de los autores que han consagrado su sabia y elocuente pluma a un empeño de esta naturaleza. Aun cuando no poseyéramos más que el Examen de las doctrinas del inmortal Broussais, no tendríamos ya nada que desear en este género de producciones médicas.
Lo único que me ha sido dado y lícito hacer, hecho ha quedado. La simple exposición de las ideas y sistemas de cada escuela, de cada grupo de médicos reunidos por un lazo común, me ha conducido naturalmente una veces a dejar para vuestro propio criterio la consideración en que debían ser tomadas esas ideas, esos sistemas y esos médicos, otras veces a emitir en pocas palabras mi juicio particular más bien para llamaros la atención, para que ejercierais con más intención vuestro propio discernimiento que para dar a mis reflexiones el carácter de una análisis crítica completa y más o menos circunstanciada de los hombres en cuestión y sus concepciones más o menos peregrinas, más o menos paradójicas, más o menos equivocadas.
Pero desde que en ese panorama universal, por el que han ido pasando todas las escuelas filosóficas y médicas conocidas y sus prohombres o sus jefes, se ha presentado el fundador de la homeopatía, objeto principal ya que no exclusivo de mis lecciones, ya comprenderéis todos desde luego que debe ser muy diferente mi conducta. La escuela de Hahnemann exige de mí toda la crítica de que me siento capaz. He venido aquí con el objeto de examinarla bajo todos sus aspectos, y por lo tanto no deben satisfacerme las alusiones, epigramas y reflexiones, ya graves, ya irónicas hechas al paso, con que de vez en cuando he entretenido vuestra atención en lo que hasta aquí llevo explicado.
Mis lecciones anteriores no han sido más que una importante y necesaria introducción al examen crítico de la doctrina hahnemaniana. Yo necesitaba una reseña histórico-filosófica para daros una idea de lo que ha sido y es hoy día la medicina secular, para daros a conocer el origen de todas las ideas y principios que gozan hoy día de alguna vida; para poneros en fin de manifiesto cual es el lugar que en el orden cronológico debe darse a una concepción juzgada ya por todos nuestros contemporáneos, cual es la sinrazón con que nos la presentan como nueva y original, y cuales son por último las fuentes claras, o turbias, donde ha bebido Samuel Hahnemann y sus sectarios para crear su extravagante sistema.
Desde hoy, señores, ya no marcharemos por la senda del pasado; ya hemos salido de la historia; ya estamos en el terreno de la actualidad. Desde hoy iremos recorriendo los campos del presente, con la vista siempre fija en el porvenir.
Y no es precisamente porque Hahnemann no pertenezca ya a la historia. Os he manifestado en mi lección anterior que la concepción de Hahnemann data de a fines del siglo XVIII y ha sido anterior a la escuela de Broussais, a la anatómico-patológica de Laennec; a la empírica de los hipocratistas de nuestros días, a la ecléctica y demás que en su lugar hemos analizado. La homeopatía es más añeja que todas estas escuelas, y lo que es peor, está mucho más desacreditada que la más desacreditada de todas ellas. Los hombres que la han introducido en España han vendido al público por una creación añosa, un cadáver galvanizado por un ser vivo.
Si me ocupo de Hahnemann y en su doctrina como una cosa actual, es porque actuales son sus adeptos y en especial los que en España, los que en Madrid no perdonan medio alguno para esparcir su adopción, más que entre los profesores y los alumnos de medicina, entre los clientes poderosos en influencia y riqueza.
Dejando ya a un lado esta cuestión, prescindiendo de si la homeopatía es una concepción juzgada o por juzgar, pasemos a examinarla detenidamente, y empecemos como debe empezarse todo examen crítico, como debe empezarle todo filósofo.
Examinemos primero el espíritu filosófico de Samuel Hahnemann.
Veamos luego cual ha sido el método adoptado tanto por el fundador de la homeopatía, como por sus secuaces, para la investigación de la verdad de sus principios.
Por último, analicemos cada uno de estos principios y el sistema que constituyen.
Señores: A fructibus eorum cognoscetis eos, dice el Salvador del mundo en el Evangelio; «los conoceréis por sus obras.» Loquere ut te videam, decía el desdichado maestro de Nerón, nuestro compatriota Séneca «habla para que te conozca», le stile c'est l'homme, dijo muchos siglos después el Aristóteles, el Plinio, mejor diremos, del siglo XVIII. «El estilo es el hombre.»
Estas tres fórmulas, señores, envuelven el mismo fondo, el mismo pensamiento y la misma verdad. Los hechos, la palabra y la pluma han sido y serán siempre el legítimo, el más fiel reflejo de la individualidad humana. El pensamiento y el corazón del hombre se revelan al exterior por aquellos medios, y siquiera pugne por disfrazarlos la hipocresía u otro arte todavía más desabonado, el hombre observador conoce a su semejante por su palabra, por su pluma y por sus hechos.
Cuando el famoso Tayllerand dijo que la palabra había sido dada al hombre para ocultar su pensamiento, no dijo más que un chiste diplomático con el que escarneció de la manera más sacrílega la intención del Ser Supremo, y puso de manifiesto y en toda su horrible desnudez la inmoralidad escéptica que corroía sus áridas y congeladas entrañas.
¿Y sabéis por qué los hechos, por qué la pluma, por qué la palabra revela las individualidades humanas, abriendo muy o menudo de par en par las puertas de sus más recónditos secretos? Porque son resultados del temperamento, de la constitución, de las idiosincrasias, de todos los elementos en fin que forman en cada hombre su organización fisiológica, esa organización que le dieron los autores de sus días, al engendrarle; esa organización con que salta del claustro materno a la cuna, y que llevará de una manera necesaria hasta el sepulcro sin más modificaciones que las accidentales, que las debidas a las influencias exteriores que pugnan para ponerle en armonía con las leyes generales del mundo físico y moral.
Si alguna duda os queda de esta verdad, ved las biografías de todos los hombres históricos, y aun cuando la pluma que las haya trazado, no haya fijado su atención en los caracteres frenológicos de esas notabilidades, sus hechos, sus palabras y sus escritos os los revelarán sobradamente, no por medio de configuraciones exteriores del cráneo, que tanto se prestan al error y a la superchería, sino por medio de otros signos no objetivos en este sentido, sino por medio de la índole y tendencias de todas las actividades del hombre, cuya fuere la biografía.
Mientras os abandono la averiguación de esta verdad por semejante medio, la verificación de mi propósito por el estudio de otras biografías, seguidme por un momento en la que voy a daros del médico alemán, cuyo espíritu filosófico me he propuesto analizar en la lección de esta noche. Y no extrañéis que empiece este trabajo analítico por una biografía. Una biografía es también una análisis, y una de las análisis más metódicas, puesto que se empieza por el principio y se acaba por el fin; puesto que los hechos se suceden con su natural cronología, puesto que de unos hechos se pasa a otros, siguiendo siempre el desarrollo del espíritu individual y la razón de la constancia o versatilidad de los actos de la individualidad biografiada. Una biografía tiene además la ventaja de presentarnos al hombre bajo todos los aspectos de su actividad o manifestación exterior, y el sentido de todos esos aspectos es siempre importantísimo porque los unos explican los otros, y de su síntesis resulta lo que resulta de los siete rayos de la luz reunidos por un prisma acromatizado, una sola luz, un carácter, un espíritu filosófico.
Para que veáis la buena fe, la probidad con que quiero proceder en este examen biográfico, voy a tomar los datos de un entusiasta admirador de la doctrina hahnemanniana y de su jefe. Aludo a León Simón.{1}
Samuel Cristian Federico Hahnemann nació el 10 de abril de 1755 en Meissen, pequeña ciudad de la Sajonia, situada en confluencia del Elba y del Meissen, patria del historiador Schlegel. Al decir de su biógrafo, dio muestras desde niño de un carácter grave y estudioso, y de un espíritu juicioso y observador. Su maestro Muller advirtió en él una inteligencia viva y pronta y un ardor inextinguible para el estudio. Confióle el cargo de repetidor y ayudante, y le dejó en absoluta libertad de escoger los libros que fueran más de su gusto. Era por los días en que se esparcían por Alemania ya las idas de los enciclopedistas, o lo que es lo mismo, la filosofía materialista y escéptica del siglo XVIII, ya la filosofía trascendental o crítica de Kant, el famoso idealista de Kenisberg. Era por los días en que la organización de la enseñanza pública había sufrido modificaciones notables, en las que se reflejaban a cada paso los principios consignados por el autor de la Nueva Eloísa en las inmortales páginas del Emilio.
Concluidos los estudios académicos o de segunda enseñanza, llegó el día de escoger una profesión. Hahnemann se trasladó a Leipsik y empezó el estudio de la medicina en 1775. Hijo de una familia escasa en recursos emprende la carrera profesional con la terrible necesidad de atender a su subsistencia con su trabajo. Hahnemann traduce en alemán obras inglesas y francesas y con esta ruda tarea hace frente a sus apremiantes necesidades. ¿Cómo conciliar el trabajo con el estudio? Robando al sueño y al descanso de cada dos noches una. El sueño quiere apoderarse de aquella organización joven ya fatigada, y el pobre estudiante tiene que apelar a la pipa para engañar con sus perfumes el sueño.
En 1777 Hahnemann pasa a Viena, prosigue allí su carrera y permanece nueve meses en la capital del Austria. Agótansele todos los recursos y se traslada a Leopoldstadt, donde el archiatro Juan Quarin le da su protección y le autoriza no solo para visitar a los enfermos del hospital de los Monjes, sino para ejercer la medicina en la ciudad.
Poco tiempo después le llama a Hermannstadt el gobernador de Transilvania, le ofrece una plaza de bibliotecario y le nombra su médico privado. Esta colocación proporciona a Samuel Hahnemann mayor esfera de conocimientos y una clientela numerosa. Fatígale, sin embargo el ejercicio de la medicina hecho a la sombra de una autorización que ofende su dignidad y humilla lo altivo de su carácter. Sale de Hermannstadt en 1779, se va a Erlangen y el 10 de agosto sostiene públicamente su tesis para revalidarse. Obtiene su título, mas no por esto se fija en parte alguna. Váse a Hettstadt, a Dessau, a Gommern; allí acepta una plaza de médico, contrae nupcias en 1785 con la hija de un farmacéutico, y al fin parece que se establece allí de un modo definitivo, ocupándose en el estudio de la química, mineralogía y haciendo publicar en Leipsik un opúsculo sobre el envenenamiento por el arsénico y los modos de combatirle. Mas en 1787, se va de Gommern a Dresde, donde encuentra mucha protección, muchos amigos y adquiere pronto una clientela numerosa. Traba estrecha amistad con el consejero áulico Adelung, con Dasdorfs y Wagner primer médico de la ciudad, y este le confía sus funciones en los hospitales, durante una larga enfermedad que le impide asistir a ellos.
El nombre de Hahnemann se da a conocer por varias publicaciones sobre ciertos puntos de química, física, patología y terapéutica, y en 1791 la sociedad económica de Leipsik y la academia de ciencias de Maguncia le llaman a su seno.
A pesar de esta que pudiera pasar por lisonjera acogida, Hahnemann, no sabe permanecer en Dresde: cuatro años después de su llegada a esta ciudad, se vuelve a Leipsik con todas las bellas esperanzas de un porvenir envidiable, si hemos de creerlo por lo que dice León Simón. Sin embargo en Leipsik Hahnemann no practica; Hahnemann renuncia al ejercicio de la medicina, vuelve a ser traductor y a experimentar mayores escaseces que nunca. A la sazón estaba casado y tenía muchos hijos. Once le dio su primera mujer Enriqueta Kuchler.
¿Y por qué no ejerce Hahnemann la medicina en Leipsik como en Leopoldstadt, como en Hermannstadt, como en Hettstad, como en Dessau, como en Gommern y como en Dresde? ¿Será que el público de Leipsik no le quiere dispensar su confianza? ¿Será que le disgusta la visita, que prefiere a ella los trabajos de bufete? ¿Será que la idea de singularizarse, de hacer más ruido, presentándose como innovador, de lo cual tenía comezón la mayor parte de los discípulos de Kant, empezaba a revelarse por una tácita abjuración de la medicina de sus tiempos? Habiendo adquirido fama con su práctica, habiéndose atraído la confianza del público y tenido no solo una numerosa clientela, sino cargos respetables ¿por qué prefiere la ruda ocupación de traductor para dar pan a su familia? ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que ha ocurrido en esa cabeza?
Señores, no es en la cabeza de Hahnemann donde debéis buscar la razón de este extraño comportamiento, según su biógrafo; ¡es en la conciencia!… Del fondo de su corazón se levanta un grito desgarrador que es a un tiempo remordimiento y fastidio. Hahnemann ha perdido la fe en la medicina; ya no cree en la eficacia de sus recursos. Desde aquel momento el arte de curar es para Samuel Hahnemann un arte vano y estéril en sus promesas y en sus resultados, y a impulsos de semejante escepticismo abandona la visita que le proporcionaba su subsistencia.
Este rasgo, señores, es muy característico por más de un concepto, sobre todo por lo antilógico. ¿Un hombre que ejerce la medicina, que logra con ella fama, que tiene mucha clientela, sin duda por las numerosas curaciones que haría, o a lo menos por los enfermos que, asistidos por él, se curarían, cómo pudo adquirir la convicción de que esa medicina era inútil y engañosa? ¿En qué hechos pudo fundarse un escepticismo que brotó de una manera tan brusca? ¿Sentiría Hahnemann con más amargura sus derrotas, aunque menos frecuentes que sus triunfos, como sienten los artistas y oradores con más viveza un silbido que todos los aplausos? ¿Durante esos trece años que ejerció la medicina, qué es lo que vio? ¿Qué es lo que observó? ¿La esterilidad del arte? Pues entonces ¿por qué le siguió ejerciendo? ¿Por qué engañaba al público? ¿Por qué tomaba dinero por lo que él creía una farsa, un engaño? ¿Si vio la eficacia de la ciencia, por qué la abandonó, por qué perdió su confianza en ella? El dilema, señores, es terrible. Si os abalanzáis al primer extremo, Hahnemann sería el hombre más inmoral: si al segundo; la lógica del fundador de la homeopatía sería la del loco.
El biógrafo de Samuel Hahnemann en su entusiasmo explica esta singular e incomprensible defección, dándola como obra de la Divina Providencia. Dios llamó a Samuel Hahnemann, como había llamado a Abraham para jefe del pueblo electo. Este era el primer paso de una gran reforma, que todavía no se había manifestado en el pensamiento del escéptico.
La negación de Hahnemann no es la duda de Sócrates, no es la aplicación de la reflexión a la conciencia que produjo, por un lado a Platón, y por otro a Aristóteles. No es el escepticismo absoluto, pero hipotético y momentáneo de Descartes, reemplazado inmediatamente por el cogito, ergo sum y la serie de afirmaciones que nacen de esta primera verdad de la conciencia. No es tampoco el escepticismo de Bacon, borrado apenas nace, con la proclamación del método experimental dirigido por el raciocinio. No es por último la crítica de Kant, cuyo cálculo y límites de las facultades intelectuales no tendían más que a derribar el dogmatismo, a señalar al espíritu humano su verdadero destino y a enriquecerle de conocimientos reales en el campo de la experiencia.
La negación de Samuel Hahnemann es absoluta, es permanente, incondicional; es una muerte sin resurrección; es un escepticismo verdaderamente negativo; es una negación que reduce a la nada todas las conquistas de veinte y cinco siglos. No es una suposición dialéctica para marchar por otra vía más acertada por el campo de la verdad; es una afirmación seca y terminante de que no se sabe nada en medicina, de que todo es puro engaño, de que todo es una decepción, una brillante mentira.
Preguntad en estos momentos de tinieblas, de caos, de aniquilamiento de ciencia, qué es lo que puede sustituirse a esa medicina renegada de esa manera. Hahnemann os dirá que no lo sabe. Después de haber negado como el más exagerado escéptico, no le resta nada que creer; después de haber derribado no tiene nada que reedificar: abandona la ciencia y se vuelve a traducir, se consagra al estudio de la química y se sumerge en la indigencia; terrible sacrificio, que no tiene ejemplar sino entre aquellos infelices visionarios y alucinados, que se condenan a sí mismos a morir de hambre, porque todo es arsénico para ellos.
¿Y cuál era señores, esa medicina profesada hasta la sazón por Samuel Hahnemann, y renegada al fin, después de muchos años de práctica, con una resolución tan terminante? Puesto que esta resolución se llevó a cabo en 1790, no era la medicina humorista de Andral, Gavarret y Magendie; no era la empírica metódica de Renouard, ni la estadística de Luis, ni la hipocrática de Cayol, ni la orgánica de Rostan, ni la anatómico patológica de Laënnec, ni el contraestimulismo de Razori, ni la doctrina de Broussais, puesto que todas esas escuelas son posteriores a la de Samuel Hahnemann. La homeopatía es mucho más vieja que todo eso. La medicina profesada por Hahnemann por espacio de trece años, con éxito brillante, al decir de su biógrafo, prescindo si era todo lo contrario la medicina que, después de trece años de triunfos, abandonó Samuel Hahnemann por ineficaz y engañosa, era la medicina del siglo XVIII con todos los resabios del siglo XVII. Era la medicina que se enseñaba en Leipsik y en Viena donde Hahnemann estudió. Era la medicina de Sydhenam, de Hoffmann, de Boherave, de Brown, de Gaulius, de Stoll, de Querin, de Cullen, de Haen. Era la medicina de los Hildebrando, de los Huffeland, de los Marcus; era en fin la medicina anárquica, hipotética y repleta de entidades patológicas contra la cual se levantó, a principios del siglo en que vivimos, el fundador de la doctrina fisiológica desde el hospital de Val de Grace. Con esta medicina que León Simón se guarda muy bien de exponer, pero que se deduce lógicamente de algunos opúsculos de Samuel Hahnemann y sobre todo de su primera práctica y de los tiempos en que estudió, se había formado este médico su reputación, justa o usurpada, durante los trece años que pudo practicar. No olvidéis señores esta circunstancia; fijad mucho vuestra consideración en este hecho. Cuanto repiten hoy nuestros flamantes innovadores en boca de Hahnemann se dirigía a la medicina del siglo XVIII; la medicina que Hahnemann abandonó fue la de sus días, no la de los nuestros; porque no pudo abandonar una cosa venidera. Repetir hoy las declamaciones de Hahnemann, lanzarlas contra el siglo XIX, como él las lanzaba al XVIII, es dar la más flagrante muestra de una completa ignorancia de los tiempos en que se vive; es no haber pensado siquiera una vez que la ciencia tenga historia. Pero dejemos las reflexiones y sigamos la biografía de Hahnemann.
La escasez de recursos que de nuevo acosaba al trasfuga, no era sobrellevada con paciencia por su esposa y por sus hijos. Enriqueta Kuchler que no era escéptica, como su marido, que era positivista, como suelen serlo por instinto las mujeres y en especial las madres de familia, no comprendía la conducta inconsecuente de su esposo y levantaba borrascas domésticas que llenaban de amargura el corazón del renegado.
Los hijos de Hahnemann caen enfermos de gravedad; algunos de ellos perecen y el insigne escéptico, destrozado por el dolor, acaba de negar la eficacia de la medicina de sus tiempos. Pero al influjo de este dolor vivísimo, el de Hahnemann experimenta una trasformación, una metamorfosis profunda; de absoluto pasa a relativo; se convierte en fe, en esperanza, en convicción, no de la verdad de la medicina de sus antepasados y coetáneos, sino en la de una medicina que todavía no ha descubierto, que todavía no entrevé, ni en las contingencias de lo posible, engendradas por la imaginación más delirante.
«¿Será posible, exclama Hahnemann, anegado en llanto y penetrado de dolor, que la Providencia haya abandonado al hombre, a su criatura sin recurso alguno contra la multitud de enfermedades que incesantemente le asedian?» Y como se hizo esta pregunta dramática en esos momentos terribles, en los que un padre tierno ve expirar a los pedazos de su alma, sin poderlos de las garras de la muerte; como tuvo esa idea mística, no ya de negación absoluta, sino de duda, sino de creencia aunque vaga e indeterminada, en esos momentos solemnes en los que, como dice su biógrafo con más movimiento oratorio que exactitud, toda plegaria es oída y toda pregunta contestada, Hahnemann se contestó a sí mismo diciendo: «No, no posible. Hay un Dios que es la bondad, que es la misma sabiduría; debe por lo tanto haber algún medio creado por Dios para curar las enfermedades con certeza; debe existir algún medio que no se oculte en las abstracciones sin fin y en las hipótesis engendradas por la sola fantasía.» Pensar de otro modo sería una blasfemia y antes que blasfemar, Hahnemann renunciaría a todos los sistemas del mundo.{2}
Este arranque del alma fue una revelación, dice el biógrafo, y este es el origen de la homeopatía, añade el mismo con una candidez admirable.{3} Tenedlo pues entendido, señores; la homeopatía es hija de la revelación; es una verdad revelada, es de origen divino. Desdeñará por lo mismo los problemas de la filosofía; porque la filosofía no alcanza las verdades reveladas. Como la revelación, que nada omite en lo concerniente a nuestro destino moral y excluye toda especulación puramente científica, la homeopatía no resolverá más que lo necesario, no dará más que el hecho, abandonará el cómo a las disputas de los filósofos, destruirá la inquietud, no la curiosidad, anunciará la resolución y prescindirá del problema.
Desde este momento supremo el escéptico se ha transformado en místico. Ha vuelto la espalda al mundo y se ha dirigido a Dios, para pedirle una nueva doctrina médica. Es como un gentil disoluto que convertido a la religión de Jesucristo, abandona todo su patrimonio a los monjes y se va a orar a las tebaidas y a mortificarse en vida con los rigores del más extremado ascetismo.
La nueva concepción de Hahnemann por lo tanto no nace de su cerebro; nace de su corazón. No es una idea, es un sentimiento, una pasión más bien. No es un pensamiento, es un dolor. Los delirios de Hahnemann serán excusables, porque serán hijos del sufrimiento; no tendrán su asiento en su cabeza, porque, en la anatomía de las musas, el dolor tiene su asiento en el corazón.
Hahnemann se empapa cada día más de este espíritu místico. La idea de que hay, de que debe haber un medio seguro para curar todas las enfermedades, no revelado todavía por Dios a ningún médico, no le abandona. Ved lo que dice a Huffeland en su carta sobre la necesidad de una reforma y encontraréis párrafos enteros que formarían buenos pasajes de un sermón sobre la divina Providencia en relación con las enfermedades físicas del hombre.
Admira a la verdad, señores, que lanzado Hahnemann por esta vía mística y empeñado en escudriñar los designios del Altísimo, no tropezase inmediatamente con aquellos versículos del Génesis, dirigidos a Adán y Eva, después de haber dado oídos a los funestos consejos de la serpiente, callidior cunctis animalibus terrae; admira repito que no tuviese presente lo que dijo Dios a Eva multiplicabo erumnas tuas… in dolore paries filios… y lo que dijo Dios a Adán acto continuo. In sudores vultus lui vesceris pane, donec revertaris in terram de qua sumptus es, quia pulvis es et in pulverem reverteris. ¿Cómo recordó también aquella terrible queja del pobre Job: Homo, natus de muliere, breve vivens tempore, repletur multus miseriis?
Hahnemann se olvidó completamente en aquel instante de que la muerte es también una ley del mundo vivo, una ley tan poderosa y tan absoluta que hasta ahora no la ha podido eludir ningún ser de la creación. Echó en olvido que todos los seres organizados, desde la planta más rudimentaria hasta la sensitiva, desde el zoófito hasta el hombre de organización más acabada, deben pagar un tributo más tarde o más temprano a la inexorable reina de los sepulcros; que cada ser lleva consigo la razón de su concepción, existencia y fin necesario; que la muerte de los hombres, como la de todos los seres es una condición del mundo; y que esa misma vida en unos seres necesita para realizarse conforme los designios del Criador, de la muerte de otros seres; que la materia está destinada a un círculo, a un movimiento continuo, para el que no bastaría la vida, para el que, como esta, es necesaria la muerte.
A estas consideraciones, tristes y desgarradoras es verdad, pero fundadas en la evidencia de los hechos, hubiera podido añadir Hahnemann que no solo exigen las leyes de la naturaleza la muerte de los seres por mera decrepitud, sino que en el juego incesante de las grandes e inevitables influencias naturales, que en los grandes acontecimientos del globo en que vivimos, y que en los extravíos de la inteligencia y voluntad humanos, las que como consecuencia forzosa de su limitado poder, no saben siempre guarecerse de las causas que pueden alterar, o destruir su existencia individual, no han de perecer todos los seres vivos, cuando hayan alcanzado el término fatal de su carrera; sino que han de efectuarlo de una manera al parecer casual o contingente en todas las edades de la vida. Las enfermedades son fenómenos tan naturales, tan necesarios como la muerte, como la vida misma y es la más ilusoria de las utopías, es el ensueño más fantástico pensar y desear que haya de llegar un día en que desaparezcan los males de la especie humana, o que se encuentre un remedio universal, una medicina tan poderosa y tan absoluta que no cuente sino triunfos.
El género humano ha sido, es y será siempre tributario de la muerte. Todos los años viene el ángel de las alas negras a reclamar el número de sus víctimas señalado por la naturaleza a poca diferencia siempre igual, y poco le importa que esas víctimas se las den de un modo o de otro, con tal que no se las rehúsen. De vez en cuando, no contento con el tributo anual, exige una contribución extraordinaria y es una peste, un cólera, o cualquier otra calamidad epidémica, cuando no social, la encargada de entregarle ese mayor número de víctimas.
Con estas sencillas reflexiones, que todo el mundo tiene que hacerse, que todo el mundo se está haciendo, sin más filosofía que el sentido común, que el simple espíritu de observación de lo que delante de nosotros y todos los días pasa, Hahnemann se hubiera explicado el porqué de las enfermedades del hombre; el porqué de su muerte, y no hubiera sospechado que se reservaba Dios para revelárselo nada menos que a un hombre de Meissen el secreto de una medicina poderosa y superior a todos los casos o dolencias de la especie. Para que Dios revelara esta medicina, tendría que reformar todo el código de la naturaleza.
Mas el bueno de Samuel Hahnemann prefirió tomar como alta y sublime filosofía la idea vulgar e infecunda por lo vaga, que no falta jamás en la cabeza maciza del más estúpido gañán. Idos a los campos, preguntad a los aldeanos y pastores, que no tienen más filosofía que la tradición de sus hogares y el catecismo católico: qué piensan de las plantas. Uno no habrá que no os diga que todas tienen alguna virtud para curar, pero que no la sabemos. Esta idea vulgar, señores, envuelve el mismo espíritu filosófico que el pensamiento de Hahnemann, mitad idea, mitad deseo.
Como sea; acariciada por Hahnemann la idea de que debe existir algún medio, algún secreto para curar con certeza nuestros males, se consagra a buscar ese secreto y a resolver ese problema. «¿Por qué no se ha encontrado este medio, se pregunta, en los veinte siglos que llevamos de mundo médico? Porque está demasiado cerca de nosotros, porque es demasiado fácil, porque para encontrarle no es necesario llegar a él ni con brillantes sofismas, ni con hipótesis seductoras. Pues bien; yo voy a buscar alrededor de mí mismo, en mí mismo, porque aquí debe estar ese medio, en el cual nadie ha dado, por lo mismo que es tan sencillo.»{4}
Señores, es imposible acumular en tan pocas palabras tanto delirio, tanto ultraje a la razón humana, tanto insulto a los sabios y talentos privilegiados, tanta presunción y vanidad.
¡Tan cerca de nosotros ese medio y nadie le ve, todos son topos para él, menos el lince de Meissen! ¡Es tan fácil encontrarle y de cuantos se han dedicado exprofeso a su investigación ninguno le ha hallado, excepto el hurón de Sajonia! ¡No le ven, ni le hallan, porque es sencillo! ¡No dan con él, porque no necesita de hipótesis seductoras, ni de sofismas brillantes! ¿Es esto formalidad o ironía? ¿Son afirmaciones filosóficas o epigramas? Esto señores no es de un filósofo: esto es de un poeta cómico; esto es Aristófanes o Moliere, que se está burlando de los reformadores presuntuosos e ignorantes.
Pero notadlo bien: una cosa tan fácil, esa medicina que está tan cerca, que no necesita de hipótesis ni sofismas, que basta abrir los ojos y verla, tampoco la ve, tampoco la encuentra, tampoco la descubre el favorecido del cielo; ese que se declara luego el único posesor de este secreto, apresurándose a revelarle antes que muera, para que la humanidad no se quede privada de este inmenso beneficio.{5} ¿Queréis saber cómo descubre la cosa fácil, sencilla y cercana? Seguidle en sus revelaciones a su amigo Huffeland, en ese mismo opúsculo, del que hemos extractado ya dos pasajes.
«Yo debo ver como obran los medicamentos en el cuerpo del hombre, cuando goza de perfecta salud. Los cambios que sobrevengan no han de suceder en vano; deben significar forzosamente algo, porque de lo contrario ¿a qué se presentarían? Acaso es esta la única lengua con la que puedan explicar al observador el objeto final de su existencia».{6}
Ya podéis ir comprendiendo si es lógico el bueno de Samuel Hahnemann. Ya podéis contemplar con asombro qué bien maneja la dialéctica el inspirado del Altísimo. Ya podéis ir conociendo si el edificio homeopático se levantará derecho y sólido con este razonamiento puro, destituido de todo hecho anterior que le sirva de cimiento. Ved si es una buena base para una reforma médica triunfadora de todos los males un pensamiento místico hipotético.
¿Creeréis que una vez concebida esta idea a priori, la puso en práctica el insigne reformador, que fue tomando acto continuo varias sustancias medicinales y que se las administró, o hizo tomar a otros para observar los cambios que debían sobrevenir y significar algo, conduciéndole este método experimental a descubrir lo que realmente significaban los hechos? No señores; nada de esto. La idea se quedó todavía en incubación; estuvo germinando profundamente en la cabeza de Hahnemann y aguardando una casualidad que le diese forma exterior o apreciable por los sentidos.
¿Por qué no puso en práctica esa idea su autor? ¿Se le había olvidado que había sustancias activas, capaces de producir fenómenos notables en nuestra economía? ¿No tenía fe en su idea? ¿Le detenía acaso aún su escepticismo? ¿No quiso experimentar en sí? ¿No halló quien quisiese exponerse a sus experimentos? He aquí una serie de preguntas que son inevitables, después de saber que Hahnemann había concebido su profundo pensamiento y permanecía en inacción.
Hahnemann no hizo nada, señores, porque no sabía qué hacer, o porque en homeopatía todo es providencial, todo ha de llevar el sello de la revelación divina. La Providencia había inspirado a Samuel Hahnemann la renuncia a la práctica de la medicina antigua y la traducción de obras médicas, (acerca de las que debiera haber sentido igualmente sus escrúpulos) porque por medio de la traducción se había de descubrir la gran verdad de la concepción hahnemaniana. Avaro el cielo en revelaciones hasta para el mismo escogido, no se las hacia todas de un golpe, se las hacía por partes; primero le reveló que había una medicina cierta, sencilla, fácil y cercana; luego cómo debía descubrirla; por último la sustancia por donde debía empezar el grande descubrimiento.
Llega en efecto un día en el que, traduciendo nada menos que la materia médica de Cullen, llama la atención del traductor la multitud de hipótesis inventadas para explicar la acción de la quina; ve que hay quien piensa que este febrífugo produce calentura, y esto le decide a poner en práctica su concepción indeterminada; toma fuertes dosis de quina por espacio de muchos días; las hace tomar a otras personas y todos sienten síntomas de un estado febril, como no podía menos de ser, poseyendo la quina una acción irritante; nuestro reformador no titubea en tomar aquellos síntomas por una intermitente provocada por la quina, y acto continuo deduce que la quina cura las calenturas intermitentes, porque es capaz de producir en el hombre sano perturbaciones artificiales enteramente semejantes a las que la quina puede hacer desaparecer. De la quina pasa al mercurio, a la belladona, a la digital, a la coca de levante… se le figura que los resultados son análogos, que cada una de estas sustancias enérgicas produce un conjunto de síntomas semejante a los que ofrecen las enfermedades contra las que se administran aquellas, y ya no duda ni un momento: el escéptico se entusiasma y pasa de un salto a la creencia, a la fe médica más decidida que ha podido tener la conciencia humana. Ya está descubierta la nueva, la verdadera terapéutica; ¡ya está revelado el gran principio, la verdadera medicina! Gloria in excelsis Deo! pax hominibus in terra. El feto sale de sus membranas; el pollo rompe la cáscara y nace la homeopatía!!!… ¡Ya murió Napoleón!
Postrémonos, señores, traspasados de admiración, llenos de asombro, delante de un golpe de lógica tan convincente. Admiremos la perspicacia, la penetración del genio que renueva las asignaturas de Paracelso, deduciendo la virtud curativa de las sustancias, no ya de la semejanza que puede tener su forma o figura con la de los órganos enfermos, como lo hacían los partidarios de las ciencias ocultas, sino de la semejanza de los fenómenos producidos por esa sustancia, con los que son efecto de las causas morbosas. La forma del absurdo es diferente, la idea, el fondo igual, la lógica idéntica.
Notadlo bien, señores, porque esto es importante por más de un título. De unos cuantos hechos, acerca de cuyo valor no digo todavía nada, porque esto llegará en su día, se deduce una consecuencia general, universal, absoluta. Por haber creído Hahnemann que unas cuantas sustancias producían síntomas en el hombre sano parecidos a los de ciertas enfermedades, sentó rotundamente, sin aguardar ni más experimentos, ni a purificar los pocos que habían hecho de todo error, que esa relación es la expresión de una ley terapéutica nueva, desconocida hasta entonces, a la que están sometidos todos los medicamentos, todas las sustancias de alguna actividad. Si esto lógica, señores, confieso francamente que no entiendo lo que es lógica y que son inútiles cuantas reglas se han dictado para establecer la debida dependencia y enlace entre las premisas y las consecuencias.
Hay más: ved como se transforma el espíritu filosófico del fundador de esa doctrina. Su concepción nace de una pura idea más mística que otra cosa, de una pura intuición mental, a priori, sin ninguna verdad, sin ningún hecho anterior que sirva de base, como no sea el dolor, la aflicción ocasionada por la pérdida de sus hijos. Los sentidos, la observación, la experiencia no le dan esa idea, no le sirven para nada. Pero la idea germina, quiere salir al exterior. Hahnemann piensa apelar a los sentidos exclusivos para realizarla: una casualidad le hace ensayar su pensamiento; toma sustancias y examina lo que sobreviene. Desde aquel instante niega su razón, apaga su raciocinio, aniquila su alma: para él ya no hay más que sentidos; estas son las fuentes de su verdad; lo que él vea, las semejanzas que advierta entre los efectos de las sustancias los síntomas de las enfermedades revelarán una relación esencial, necesaria y esta relación será una ley terapéutica absoluta. Ya le tenéis trasformado de idealista, de racionalista puro en puro y exagerado sensualista.
¿Y esta es la cosa tan sencilla, la cosa tan fácil, el secreto tan cercano que nadie había visto, la cosa que no necesita hipótesis seductoras, ni brillantes sofismas para revelarse?
Pues, ¿qué más hipótesis que esa cosa, cuyo origen es puramente hipotético, y cuya verificación es puramente sensual? ¿Qué hizo sino una pura hipótesis Hahnemann, cuando empezó a decirse «Dios no ha podido abandonar a la criatura sin recurso contra sus males –esto es una blasfemia– debe haber pues una medicina cierta –luego es posible hallarla– para el efecto voy a observar qué hacen los medicamentos en el hombre sano –lo que resulte significará algo– eso que signifiquen revelará el objeto de su existencia?» Hasta aquí Hahnemann no discurre sino a priori; no tiene ningún hecho para pensar así; es todo pura sospecha, pura suposición. Todo esto no es más que un encadenamiento de ideas basadas en un pensamiento místico, que puede no ser verdadero: todo se funda en que Dios no ha podido abandonar a la criatura sin recurso contra sus males. Negadle la verdad de este aserto moral, puramente moral; decidle que Dios ha querido que el hombre muera y sufra en expiación de su pecado original, y el razonamiento de Hahnemann se queda sin base, por lo menos es problemático. La gran reforma pues de Samuel Hahnemann nace de una hipótesis moral. No es la hipótesis seductora que digamos, pero no por esto deja de ser una hipótesis.
¿Y qué es sino un sofisma, una serie de sofismas ese ridículo sorites de Hahnemann, con que de la bondad de Dios viene a parar a la experimentación pura? ¿Qué es sino un sofisma decir, tal medicamento produce tales efectos en el hombre sano, luego debe producirlos iguales en el hombre enfermo? ¿Qué es sino un sofisma decir, los efectos producidos por un medicamento significan algo; luego significan el objeto de su existencia; luego este objeto es su virtud curativa? ¿Qué es sino un sofisma decir, este medicamento produce síntomas parecidos a los de tal enfermedad, luego debe ser remedio contra esta enfermedad? ¿Qué es sino un sofisma decir, este fenómeno, según mis sentidos, se parece a otro, luego los dos reconocen la misma causa, son de la misma naturaleza? ¿Qué es sino un sofisma decir, tales y tales medicamentos producen síntomas parecidos a los de tales enfermedades y los curan; luego los curan por esa relación que hay entre unos y otros síntomas; luego es una ley terapéutica general por la que las sustancias medicinales curan las enfermedades que ellas son capaces de producir? No son sofismas brillantes es cierto; es demasiado rudo el salto que da la ilación; es demasiado grosera la hilaza de la trama dialéctica para que brille; mas no por eso dejan de ser sofismas y torpísimos sofismas.
Y sin embargo, señores, a pesar de la absoluta falta de lógica que se advierte, con solo mencionar esas afirmaciones, en la filosofía de Hahnemann, el autor de esos sofismas los toma como una revelación de la divinidad, profanando, blasfemando esta divinidad; los toma como una base indestructible, y su cándido y entusiasta admirador y biógrafo no titubea en afirmar que ya ha estallado una revolución completa en la medicina, que la verdadera medicina no se ha descubierto hasta esa inspiración misteriosa de Hahnemann.
Pero hay todavía más, señores, y no llevéis a mal que fije tanto en estas ideas, porque esto es muy importante. La falta de lógica, la ausencia de espíritu filosófico es más notable todavía, cuando uno examina la razón de esa nueva fe y examina la razón del anterior escepticismo. ¿Dónde está la lógica de ese médico y de cuantos le han imitado en esto, que, a pesar de tener los hechos de una práctica de largos años, de un ejercicio que le ha dado mucha clientela y reputación, reniega de la medicina con que se ha hecho esa reputación y adquirido esa clientela, desconfía de ella, no cree en su eficacia, y se deja caer en el más completo escepticismo acerca de sus verdades? ¿Dónde está la lógica de ese médico, y de cuantos le han imitado en comportamiento, que después de algunos años de escepticismo, a pesar de los hechos que pudo haber observado, abre de nuevo y de par en par las puertas de su fe, no a otros hechos, no a otra práctica, no a otras observaciones, porque no tiene nada de esto todavía, sino a un puro pensamiento, a un razonamiento moral, místico y a una docena de tanteos que, bien o mal interpretados, no pasan de ser particulares, de los cuales por lo mismo no puede seguirse ninguna generalidad exacta?
¿Tanto escepticismo para lo que tiene tradición, experimentos, observaciones, práctica, sanción secular, realización constante, y tanta fe, tanta credulidad para lo que no tiene todavía más que una existencia hipotética, meramente intelectual, destituida de toda base objetiva ¿qué significa, qué puede significar, señores, si ya no es una negación completa de filosofía, una falta evidente de lógica, una carencia absoluta y flagrante de sentido común y de criterio?
Pero sigamos que todavía no hemos agotado los rasgos de esta naturaleza. Vamos a ver como vino Hahnemann en posesión de los demás principios de su doctrina, qué espíritu filosófico le guio.
De su razón, de un acto mental, de una idea que brotó de sus sufrimientos morales, nació el pensamiento de que, aplicando sustancias al hombre sano, los efectos de estas sustancias revelarían el destino de las mismas, su virtud curativa, su causa final, como hubiera dicho Platón y su discípulo Aristóteles. Llevado a la práctica este pensamiento a impulsos de una casualidad, toma Hahnemann por efectos semejantes a los síntomas de ciertas enfermedades, los resultados de aquellas sustancias, sin tener más guía para este juicio que los sentidos, y lleva el uso de estos a tanta exageración, a tanto extremo, que no solo deja atrás al filósofo de Estagira, a Locke, a Condillac, sino a los mismos partidarios más acérrimos de la sensación maquinal. Los mismos nominalistas de la edad media, Roscelino, Abelardo y Occam no se atrevieron a negar lo que ha negado Hahnemann en sus estudios sobre el similia similibus.
«Puesto que los medicamentos curan en virtud del poder que tienen de producir en el hombre sano fenómenos análogos a los síntomas de las enfermedades que combaten, es para mí evidente, se dice Hahnemann, que es menester renunciar a todas las discusiones ontológicas sobre la enfermedad, que basta considerar cada enfermedad como un grupo de síntomas y sensaciones para destruirla sin resistencia, y que debemos mirar como un error, como entes imaginarios, esas formas morbosas de las nosologías, esos retratos formados con fragmentos sueltos que llevan por nombre pleuresía, pulmonía, anasarca, apoplejía, gastritis, hipocondría, histérico, &c. &c.; tanto más cuanto que cada enfermedad debe mirarse como un caso nuevo que no se ha presentado nunca, ni volverá a presentarse ni en el mismo individuo, ni en los demás.»
Aquí vemos a Samuel Hahnemann levantarse contra los nombres de las enfermedades y su gran razón está en que no hay un ser real y objetivo que sea una pulmonía, una gastritis, &c., que ninguno de los síntomas de semejante estado morboso es la pulmonía ni otra enfermedad. Para el fundador de la homeopatía no hay más que síntomas y grupos de síntomas; darles nombre es ontología. Un verdadero homeópata, un verdadero médico hahnemaniano no debe decir jamás «tal enfermo tiene una pulmonía, una hidropesía, un histérico, una intermitente, un tifus &c.: debe limitarse a decir, tal enfermo presenta tal síntoma, tal otro, tal otro, y tal otro» hasta que haya apurado toda la serie de síntomas del estado particular morboso que esté llamado a combatir; serie que no es breve, según la exposición de Samuel Hahnemann, y que no podrá retener ningún homeópata, como no posea la memoria de Artajerjes, que recordaba el nombre de cada uno de sus soldados, a pesar de que pasaba su ejército de un millón; o no tenga por la punta de los dedos ni manual de mnemotecnia. Un verdadero partidario del grande observador de Sajonia debe expresar la enfermedad que un sujeto padezca, enumerando uno por uno los mil y pico de síntomas que caracterizan cada caso y según el orden de su aparición sucesiva, sin descuidar ningún pormenor de cada síntoma, porque esto es muy esencial; debe contestar, por ejemplo, al que le pregunte ¿qué tiene este enfermo? como lo hace Hahnemann, tal enfermo tiene dolor en todo el cerebro, como si se lo rasgasen; a mediodía, desgarro lancinante en la frente con fuertes, pero inútiles esfuerzos para estornudar; al cabo de siete días de la invasión del mal, vivos y desgarradores tiramientos en la piel del lado derecho de la frente encima de la ceja; dolor de cabeza durante la noche; mal de ojos después de haber bebido un vaso de vino; dolor en los senos frontales como si lo produjese el aire penetrando en ellos; prurito frecuente en un pequeño espacio del cuero cabelludo; sensación como si los pelos se levantasen encima de la raíz de la oreja izquierda; estrechamiento en la nariz; sensación como si los ojos se metieran en el cráneo por una fuerza invisible; hambre insaciable; repugnancia del pescado que antes gustaba mucho; en un pequeño punto de la parte superior del vientre, a la derecha, encima del ombligo, dolor lancinante sordo, causado como por una úlcera interna; acumulación de gases por la mañana en la cama, emisión de viento en otras horas o escopeteo continuo por la región del ano, como si dos fuerzas enemigas se estuvieran haciendo fuego graneado; tristeza insoportable; por la mañana ganas de reír como un loco; por la noche, taciturnidad por espacio de unos días como si fuera un cartujo; locuacidad por la noche para resarcirse del silencio diurno; deseos inmoderados de andar a pescozones con el primero que llega; irresistible pujo de lanzarse al anochecer en pos de los murciélagos que revolotean por las manzanas de la carrera de san Gerónimo… ¿Os reis, señores? ¿Creéis que exagero el cuadro, valiéndome del ridículo para demostrar la sinrazón de los homeópatas y en especial de su maestro en punto a la exposición de los males? Pues tened entendido que esto no es más que una copia pálida de lo que encontraréis en cada página de su famosa obra de las enfermedades crónicas. Mucho más reiríais; muchas más extravagancias encontraríais, si en vez de daros una idea del modo de describir las enfermedades, según Hahnemann, os leyese su propio texto.
¿Y qué es esto, señores? ¿qué viene a ser esa declaración de Hahnemann contra la ontología nosológica y esa sustitución ridícula que propone para huir de los entes de razón? Eso no solo es falta de filosofía, no es solo falta de lógica, sino que hasta es falta de gramática general. ¿Dónde ha visto Hahnemann que los nombres colectivos de las enfermedades hayan sido tomados por entidades reales, que hayan dejado de ser nombres, con los que se expresa una idea general, un conjunto de fenómenos morbosos, pertenecientes a un estado de enfermedad determinado?
Los nominalistas de la edad media negaban que los universales tuviesen realidad objetiva; que representasen cosas substanciales; pero no negaban la utilidad, la necesidad de los universales, de los nombres generales. La escuela de Condillac negaba que hubiese en la naturaleza otra cosa que individualidades, que hubiese clases, géneros y especies; pero decía que estos nombres se los dábamos nosotros a los objetos naturales, para clasificarlos y apreciar sus diferencias y semejanzas. Las clases, géneros y especies no existen objetivamente en la naturaleza, pero existen en el entendimiento humano como acto propio suyo. Solo estaba reservado a Samuel Hahnemann y sus sectarios llevar la negación hasta el ridículo, llevar su sensualismo estúpido hasta la exageración que venimos refutando.
En la persona enferma no hay ningún ser individual, ninguna entidad, ningún objeto, ninguna cosa independiente de la parte material y espiritual del sujeto que se llame pulmonía, tétanos, tifus, o cualquier otro nombre de la nosología; como no hay tampoco en la tierra ningún ser individual que se llame parte del mundo; como no le hay en Europa que se llame nación, país, reino, monarquía, república; como no le hay en España que se llame ciudad, villa, aldea, cortijo; como no le hay en el ejército que se llame división, brigada, regimiento, batallón, compañía; como no le hay en las montañas ninguno que se llame mineral; ni entre los vegetales ninguno que se llame planta, arbusto, árbol, hierba; ni entre los animales que se llame pájaro, reptil, fiera, testáceo, ni cuadrúpedo. Todo el mundo sabe, menos los homeópatas por lo visto, que esas palabras son abstractas, que representan ideas generales, que sirven para expresar lo que hay de común entre varios individuos y que nos valemos de ellas para determinar de un modo más breve y más rápido los grupos de particularidades que concurren en la formación de un todo complexo. Y esto lo sabemos desde que se nos enseña gramática general, y esto se hace no solo en todas las ciencias, sino en el lenguaje vulgar; es una necesidad de la condición humana, de su modo de relacionarse con los objetos que la rodean.
El autor de la homeopatía por lo tanto, al proclamar que las enfermedades no son más que síntomas, grupos de síntomas, sin nombre, y que darles nombre es darles entidad, es ontología, ha hecho más que dar otra prueba de su falta de filosofía, de su carencia de lógica, del carácter extravagante y ridículo que singulariza todos sus actos, ideas y producciones. Toda su crítica en esta parte, toda su innovación es ociosa e inmotivada, desde el momento que los nombres de las enfermedades no significan para los médicos más que un determinado grupo de síntomas enlazados entre sí por una causa común o general y la dependencia de su aparición, marcha y carácter. La palabra pulmonía, por ejemplo, no significa un ser particular, una entidad, sino un conjunto de síntomas que forman un estado morboso, diferente del estado que forman los síntomas, cuyo conjunto se denomina gastritis, histérico, hepatitis, pérdidas seminales, manía, &c. Así como la palabra motín, fiesta, procesión, feria, sarao, no representa entidades, seres particulares que lleven estos nombres, sino un conjunto de actos y circunstancias que les dan un carácter diferente, que anuncian un hecho social complexo, diverso tal vez; así tampoco los nombres de las enfermedades consignados en las nosologías no son la expresión de entidad alguna, sino la de actos fisiológicos anormales relacionados de un modo que forman un grupo determinado, un todo complexo. ¿No aceptan los homeópatas las palabras igualmente generales, sin sospechar siquiera que haya ontología, circulación, respiración, generación, digestión, nutrición, sueño, &c.? ¿Representan por ventura alguna entidad, algún ser particular expresado con este nombre? ¿No son palabras escogidas para expresar brevemente un conjunto de actos determinados relacionados entre sí?
De poco sirve que, para justificar a su maestro por tan estrambótica salida, digan los sectarios de la homeopatía, como Rapou, que eso no es rehusar la utilidad de la nosología, ni las denominaciones generales, sino negarles todo valor real como fuentes de indicación terapéutica;{7} porque el pensamiento de Hahnemann y de todos sus partidarios es demasiado claro y terminante para ser susceptible de otra interpretación. Harto saben ellos que, si entre el nombre de ciertos afectos y las indicaciones que sugieren hay estrechas relaciones, por cuanto expresan la naturaleza del mal, hay muchas y muchas enfermedades cuyo nombre no expresa semejantes relaciones; son nombres dados con el objeto ya indicado, con el de expresar por medio de una palabra un conjunto de fenómenos relacionados entre sí lo bastante y con la debida constancia para formar un todo complexo.
Pero hay más; la oposición a la nosología a los nombres de enfermedades es una consecuencia forzosa del modo como las ven los homeópatas. Ellos las miran como simples síntomas, como grupos de síntomas, de infinita variedad en el agrupamiento, puesto que ningún caso se parece al otro, puesto que cada caso es diferente en cada individuo y cada vez que se presenta, y que es inaveriguable la naturaleza del mal. Admitidas estas ideas no hay más remedio que, o abandonarlas, o modificar el modo de concebir las enfermedades y estudiar su naturaleza, o negarles nombre, negarles expresión y colocación nosológica y expresarlas cuando tengáis necesidad de afirmar de qué adolece un enfermo, con la exposición de todos sus síntomas. Otro medio os queda, si queréis nomenclatura nosográfica, y consiste en dar a cada caso un nombre diferente, puesto que diferente es cada caso, según vosotros, y puesto que en buena lógica no podéis expresar con un mismo nombre diferentes casos. Mas con este recurso en vez de huir de la nomenclatura, os perderíais en ella como por un inextricable laberinto. Os debatís en vano; tenéis el absurdo encima: puesto que aceptáis las premisas; aceptad también las consecuencias.
Como quiera que sea, a pesar de esta falta de lógica, de este absurdo evidentísimo, Hahnemann prosigue su tarea del modo más impertérrito. Para que todo sea raro y anómalo en él, quiere preparar por sí mismo las medicinas. La farmacia, que como dijimos a su tiempo, tuvo que separarse de la medicina, con lo cual no solo se progresó en la perfección de los medicamentos, sino que se aseguró la moralidad del arte y se pudo hacer efectiva la responsabilidad de los médicos por la administración de los remedios, en manos de Hahnemann vuelve muchos siglos atrás, vuelve a su infancia y con ello vuelve a perder el arte y el público las más importantes garantías. La legislación alemana prohíbe al innovador esta intrusión en el arte farmacéutico; los boticarios se levantan contra tan injustificable innovación, y el autor de ella es perseguido en cuantos pueblos se establece para ejercer la homeopatía.
León Simón, el biógrafo de Hahnemann, se queja amargamente de esta persecución, y justifica a su ídolo diciendo: ¿cómo había de confiar Hahnemann a los farmacéuticos la preparación de los medicamentos tales como él los había reformado? ¿Hubieran sabido hacerlo, hubieran querido practicarlo con toda fidelidad; ellos que estaban tanto en contra y acostumbrados a otras prácticas?
¿Pues qué, señores, dejando a un lado lo que encierra de injurioso para la respetable clase de los farmacéuticos, semejante raciocinio, tenía por ventura Samuel Hahnemann más práctica que esos dignos profesores en preparar las medicinas, siquiera él hubiese introducido en las manipulaciones las mayores novedades? ¿No podía trasmitirse ese conocimiento enseñándole? ¿Tan difícil había de ser aprenderle? ¿Se necesitaba también poseer un talento privilegiado, altas dotes intelectuales para reducir a polvo las sustancias, hacer diluciones, practicar sucusiones y dar golpecitos al frasco que contuviese el líquido, con los que había de desprenderse la virtud medicamentosa de la sustancia homeopática? ¿Quería reservarse para sí solo el bueno de Hahnemann el monopolio de los glóbulos? ¿Cómo se hubieran gobernado sus adeptos? ¿Hubieran tenido también que pedir al pontífice sus medicamentos infinitesimales? ¿Pues y el día que Dios le hubiese llamado a su santa gloria, qué hubiese sido de la insigne nueva ley terapéutica?
La legislación alemana hizo perfectamente en prohibir a Samuel Hahnemann que se preparase él mismo sus flamantes medicamentos. Toda legislación bien entendida debe hacer otro tanto, por poco que mire con algún interés, como debe, la salud pública, la moralidad del arte y la seguridad de las personas. La autorización que se concede a los médicos para manejar sustancias eminentemente venenosas, exige, por parte de la ley, todas las garantías de que esas sustancias no se administrarán jamás sino conforme a los preceptos de la ciencia, y para que la ley tenga la seguridad de que será cumplida, y en caso que no, se pueda exigir la responsabilidad al culpable, ha establecido la receta, ha sancionado la intervención del farmacéutico y ha considerado necesaria la profesión de la farmacia para completar la del médico. La ley ha querido y ha debido querer que ni el farmacéutico expenda sustancias venenosas, sin la prescripción del médico, ni que el médico las prepare y administre, sino por medio de la oficina pública y legalmente autorizada. Así y solo así es como puede evitarse que la ignorancia y sobre todo que la malicia de lugar a homicidios tan deplorables como fáciles; así y solo así es como puede exigirse la responsabilidad a los culpables, puesto que su ignorancia o su malicia deja vestigios demostrables en las fórmulas.
Un médico que no recete, que saque de su bolsillo el medicamento, tan pronto puede dar un remedio, como un veneno. ¿Y quién va a saber de fijo luego lo que haya dado? ¿Dónde está el documento que lo atestigüe? ¿Y el médico que así obre no puede abusar jamás de su terrible privilegio? ¿Tan seguro de pasiones podrá estar que jamás explote su ministerio para satisfacer una venganza, o ser el brazo de una pasión ajena que le compra para instrumento de sus odios o sus miras?
Este punto es más importante de lo que a primera vista parece, señores: es de interés vital; el gobierno que autoriza esa práctica; el gobierno que tolera esos peligrosos procedimientos, no temo en decirlo aquí con toda la fuerza de mi voz, y quisiera que en este momento me oyera el señor ministro, a cuyo cargo está la salud pública y la administración de justicia, ese gobierno repito, no cumple con su deber, falta a la primera de sus obligaciones, él es el primero que destroza sus propios códigos.
Pero basta de digresiones y volvamos a nuestro objeto.
Hasta aquí, señores, no hemos visto en la biografía de Samuel Hahnemann curación ninguna homeopática: hasta aquí no hemos visto hecho alguno que pueda considerarse como base sólida de la doctrina hahnemaniana, a pesar de que ya la llevamos casi toda expuesta. No hemos visto más que razonamientos a priori, y algunos hechos aplicados a la realización de este pensamiento. Contradicción flagrante del insigne innovador que declama contra las ideas a priori y que solo quiere apelar a lo que él llama la experimentación pura, a lo que resulte del uso de los sentidos y nada más que a lo que sea puro resultado de los sentidos.
Veámosle en el terreno práctico, vamos a verle en sus primeros pasos en el ejercicio de su nueva medicina. La primera realización práctica del principio similia similibus curantur le verifica Samuel Hahnemann en Georgenthal y notadlo bien… ¡en un hospital de locos!… Era en efecto el lugar más a propósito que pudo escoger el reformador, para estudiar prácticamente la ley de los semejantes.
El enfermo a quien dicen que curó era un literato que se había vuelto loco, herido por un epigrama de Koztbue. Lo natural, lo procedente, lo lógico era que Hahnemann le hubiese curado con otro epigrama. Y a la verdad bien puede decirse que así sucedió. Hahnemann le dio globulitos y un glóbulo homeopático, como remedio de la locura, es verdaderamente un epigrama. No nos dice el biógrafo de Hahnemann que fue lo que este dio al literato, ni hace la exposición de sus síntomas, ni determina la forma de alteración mental que experimentaría, sin que esto pueda tomarse como un rasgo característico de los que no están por las formas morbosas de los nosologistas, puesto que más genérica es la voz locura, que la de manía, monomanía, demencia o estado visionario, que es lo que podría adquirir el literato mordido por el áspid de Koztbue. De manera que en caso de necesidad este primer triunfo de la homeopatía no nos serviría para nada.
Como no figuran más curaciones alcanzadas en Georgenthal, sigamos a nuestro héroe a otros puntos. De Georgenthal se traslada a Brunswick, de Brunswick a Keingslutter, a Hamburgo, a Eclemburgo, a Torgau y por último a Leipsick, por los años de 1811. ¿Ese movimiento continuo a que se entregaba el fundador de la homeopatía, dándole el aire del judío errante, era debido a las persecuciones de que se hacía objeto, como dice su biógrafo, o al éxito desdichado de su nueva medicina, como podrá pensar cualquier incrédulo?
Durante estos años de continuas emigraciones, publicó varios escritos ya empapados de sus ideas reformadoras, entre ellos los opúsculos sobre los efectos del café, la medicina de la experiencia y en especial el órgano del arte de curar titulado también de la medicina racional, título que lleva el sello de la inconsecuencia y del carácter antilógico de su autor, puesto que proclama la experimentación pura como medio de adquirir verdades y el uso exclusivo de los sentidos para apreciar los efectos de las sustancias y los fenómenos morbosos; de consiguiente quien tan empíricamente se anuncia ¿cómo da el título de racional a su sistema?
El órgano, obra aforística y dogmática, si las hay, resumen o cartilla de la doctrina hahnemaniana, fue publicado por primera vez en Dresde de 1805 a 1810, y como era el tiempo de sus emigraciones, como eran los años en los que, según su biógrafo, le acosaban los farmacéuticos y los médicos, fácilmente se deja concebir que no fue el tiempo más a propósito para recoger observaciones y casos prácticos de curaciones obtenidas en conformidad con sus nuevos principios. De todo lo que se deduce lógicamente que cuando se decidió a publicar su célebre órgano, no tenía más que unos pocos años de práctica homeopática, práctica turbulenta, ambulante, esparcida por varios pueblos y por lo mismo destituida de aquella seguridad que la verdadera observación exige para dar a los hechos médicos la significación que les compete.
A pesar de esto, a pesar de no ser su nueva práctica ni con mucho lo que pudo ser la primera fundada en otra medicina, el hombre que se hizo tan escéptico para esta, no titubea en dar a luz una obra dogmática, aforística, con tanta audacia, resolución y seguridad, como si pudiera decir a los médicos, ahí tenéis el fruto de cincuenta o cuarenta años de práctica acrisolada, como lo dijo Huffeland de su tratado de medicina práctica. No es así por cierto como se han ganado justamente la nombradía de observadores verídicos los que han podido ser llamados Hipócrates modernos.
Del propio modo confeccionó sus tomos de Materia médica pura, por lo menos los primeros, puesto que salieron en 1811. Esta obra está destinada a dejar el monumento más peregrino de las aberraciones humanas. Allí se ven sustancias que reducidas a una división infinitesimal indemostrable producen síntomas a docenas; ¿qué digo a docenas? a centenares; ¿qué digo a centenares? a millares, señores, y no es seguramente lo que acabo de afirmar una hipérbole; empleada como arma de oposición, como recurso oratorio; ahí está en manos de todos esa obra traducida al español por nuestros homeópatas y ved si no asusta el número de síntomas que es capaz de producir cada sustancia homeopática, con la particularidad que no solo se presentan esos síntomas poco tiempo después de haber tomado el hombre sano la sustancia, sino después de muchos días de su administración; siendo tanto más absurda la lógica que los admite, cuanto que el mismo engendrador de tanto delirio reconoce más de cincuenta agentes o causas naturales que están obrando incesantemente sobre nosotros y son capaces de modificar el estado de nuestro cuerpo, de sus fuerzas y de los órganos. A su debido tiempo veremos que es imposible aislar al hombre de esas influencias; de lo que resulta que los fenómenos observados como síntomas, tan pronto pueden ser efecto, según Hahnemann, de las sustancias patogenéticas, como de las causas naturales, y no estableciendo regla alguna para conocer cuando son resultado de aquellas y no de estas ¿qué puede ser una obra, por voluminosa que aparezca, consignando hechos que han debido ser mal observados, que no han podido observarse, primero porque no hay medios de reconocer su legítima causa, segundo porque ha faltado tiempo para asegurarse de la constancia de relación entre las sustancias administradas y los fenómenos sobrevenidos? Una obra de esta suerte no es una obra práctica; es una obra de utopía, de antojo y de delirio: un argumento práctico de falta completa de lógica, de ausencia absoluta de filosofía. Os lo demostraré hasta la evidencia cuando descienda a la crítica de esta obra, para descubrir en ella el método filosófico empleado en su confección.
En 1820 el duque Fernando ofreció a Samuel Hahnemann un destino en Anhalt-Koethen y el reformador le aceptó; hecho que los malévolos tomarán como una prueba de que la práctica homeopática no iba viento en popa en Leipsik. Fue tan mal recibido en Koethen el fundador de la homeopatía, que hasta el pueblo le insultó, y hubo de intervenir la autoridad, porque fue asaltada su casa y rotos los cristales de sus ventanas a pedradas. Con este recibimiento, que todo ánimo justo debe deplorar, sea cual fuere el extravío del hombre que es objeto de esas manifestaciones facciosas y tumultuarias, resolvió encerrarse y permaneció encerrado por espacio de quince años en su propia habitación.
En 1821 acabó de salir la materia médica pura; en 1823 dio segunda edición de esta obra y otra del órgano y en 1828 publicó su tratado de las enfermedades crónicas, donde, como todos sabéis, el hombre escéptico, el hombre empírico que no quiere teorías, que apela a los sentidos, a la experiencia pura para admitir verdades, atribuye todas esas enfermedades a tres miasmas y principalmente al psórico, o sarnoso, sin demostrar la existencia de esos miasmas ni con experimentos, ni con razones; todo es pura hipótesis, invención pura de su propia fantasía.
Ninguna de estas tres obras de Hahnemann es producto de la práctica o de la experiencia: todas son hijas de una idea preconcebida por su autor, para cuya aplicación no tuvo más datos que la poca práctica que le dejaron sus persecuciones o carácter inquieto, voluble y vagabundo, ya que no los pasajes que fue entresacando de los autores para hacerles sufrir a cada paso la tortura y acomodarlos a su lecho de Procusto.
Así como hizo brotar de puro pensamiento su idea de aplicar al hombre sano los medicamentos para ver qué resultados daban, y de esta observación incompleta y mezquina dedujo que los medicamentos curan por el principio contrario al de la escuela hipocrática, o sea por el similia similibus; así también de su puro razonamiento, no de una experiencia o práctica acrisolada, hizo nacer todos los demás principios de su sistema consignados en sus obras, a saber: el dinamismo vital, la experimentación pura y las dosis infinitesimales. Todo cuanto afirma de estos principios no tiene apoyo alguno en la práctica, en la clínica de los hospitales o a domicilio, ni en un razonamiento sólido lógicamente fundado en la buena práctica y en auténticas observaciones ajenas.
Para convenceros de la verdad de estos asertos no tenéis más que atender a la biografía de Hahnemann. Ved la práctica homeopática que pudo tener, desde que desertó de la medicina de sus contemporáneos, hasta que se decidió a publicar dichas obras. No olvidéis que el órgano fue publicado en los primeros años de esa práctica tan turbada por las persecuciones que sufrió el autor, donde quiera que se fijase; que la materia médica, obra, cuya índole exigía siglos para hacerla exacta expresión de la verdad, fue redactada, en lo concerniente a sus primeros tomos, también en esa época agitada, y que el resto de esta obra igualmente que el tratado de las enfermedades crónicas los escribió en su retiro de Koethen, encerrado en su bufete por espacio de quince años, donde no veía más que hipocondriacos como él, que iban a visitarle y a hacerse curar por su milagrosa medicina. Vosotros mismos diréis si las circunstancias que le rodearon, durante este tiempo, eran a propósito para observar como debe observar todo médico buen práctico; si podía seguir la historia particular de cada enfermo; si podía recoger todos los hechos necesarios para enlazar los principios con los casos y deducir con buena lógica la relación que debían representar los resultados definitivos.
Comparad las circunstancias en que se encontró Samuel Hahnemann para observar, con las que rodean a los prácticos de la medicina secular colocados al frente de los hospitales o de una clientela pública numerosa, y ved cual de esas dos prácticas ofrece más garantía para exigir de nuestra fe y convicción un homenaje. Por poco que conozcáis como se recogen los hechos para hacer una buena historia de un enfermo y las condiciones que necesita una buena observación clínica digna de figurar en los anales de la ciencia práctica, no vacilareis en afirmar que la situación de Hahnemann era la más desventajosa y que su práctica no puede destruir los resultados de la práctica de los que él llama médicos alópatas.
Sin embargo, señores, preciso es confesarlo, siquiera no haga esto la apología del criterio de las gentes. Hahnemann se hizo célebre: su nombre y su doctrina hicieron ruido; tuvo partidarios entusiastas entre los médicos y más que entre los médicos entre los profanos, contándose entre estos altos personajes y literatos, y las obras del audaz reformador fueron buscadas, aquí con el fervor del entusiasmo, allá con la avidez de la curiosidad, y muchísimos enfermos, al decir de León Simón, se abalanzaron a Koethen para ser asistidos y sanados por el único posesor de la gran ciencia.
Y aquí dice el biógrafo de Samuel Hahnemann, aquí exclama y con él todos los partidarios del taumaturgo sajón ¿qué significa ese crédito, qué significa esa fama, qué significa ese entusiasmo del público por la nueva doctrina, qué significan esas ediciones que se suceden con tanta rapidez? ¿No están probando todos estos hechos mucho más que todos los argumentos y razones la excelencia de la doctrina homeopática? ¿No es este entusiasmo la mejor sanción de las ventajas que doctrina hahnemaniana lleva a la medicina secular?
Señores; por lo visto los partidarios de Hahnemann tienen todavía menos lógica que su maestro; son todavía más inconsecuentes que él, si es que esto sea posible. Preguntáis, ¿les diré a los homeópatas qué significan esas ovaciones? Os contestaré. Significan lo que significaba la nombradla de los templos de Cilene, de Epidauro, de Megalópolis y de Esculapio; significan lo que significaban los bosques de la Arcadia, las aguas del Esmino y la fuente de Platea; significan lo que significaba la reputación de Asclepiades de Bytinia y de Tésalo de Tralles, el de los aprendices y mancebos artesanos por alumnos; significan lo que significaba la fama de Catón el Censor, el que aplicaba la berza a todos los enfermos y pronunciaba misteriosamente palabras pitagóricas para curar las fracturas y luxaciones; significan lo que significaba la taumaturgia de Paracelso, los polvos de simpatía de la orden Rosa Cruz, la demonología de Roberto Flud, pontífice de los rosanianos; significa lo que significaba la reputación de Tourneysser y la panacea maravillosa del abogado Jorge Amwald; significan lo que han significado los amuletos, las reliquias las muelas de Sta. Polonia, las sandalias del Nazareno y otros remedios místicos por el estilo; significan lo que ha significado la nombradía de los pastores, mujercillas, curanderos y charlatanes de todos los países y de todos los tiempos; significan lo que ha significado la fama de ciertos santuarios, centro perpetuo de romerías; significan lo que han significado el purgante de Le Roi, las píldoras de Morisson, el alcanfor de Raspaill y los millares de secretos y específicos de todos los Dulcamaras que de todas partes brotan,
Como en espeso matorral los hongos;
Significan en fin la funesta credulidad del vulgo siempre dispuesto a dejarse fascinar por el primer advenedizo, que tiene bastante audacia y travesura para dar a su impostora charlatanería todo el aire de una convicción profunda y de la verdad acrisolada.
Mas si lleváis a mal que ponga en parangón o que coloque la doctrina hahnemaniana al nivel de todas las diversas formas que ha tenido de charlatenería y el engaño desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, tampoco me faltarán ejemplos de una boga, de una fama, de un entusiasmo mucho más general y más rápido que el que tomáis como argumento práctico de la excelencia de la homeopatía. Ahí está Vanhelmoncio, ahí están los iatroquímicos, los iatromatemáticos. Ahí están los stalianos, Hoffman, Haller; ahí está Brown, ahí está Broussais; ahí tenéis en fin cuantos se han presentado con una bandera enarbolada sobre el fuerte de unas cuantas verdades que han querido generalizar, y que por lo mismo no han podido dar firme y duradero apoyo a su estandarte.
Si esa aceptación de que blasonáis, que tomáis como un argumento en pro de la bondad de vuestras doctrinas, significa la verdad, la excelencia de las mismas, forzoso será que concedáis igual significación, ya que no superior, a la que han tenido a su tiempo las demás doctrinas, cuando se presentaron como nuevas, como lo más avanzado que tenía a la sazón la ciencia. Si las ediciones repetidas de las obras de Hahnemann son una prueba de hecho a favor de las doctrinas que propagan, forzoso será que tengáis como tal, por poco lógicos que os preciéis ser, la multitud de ediciones que se hicieron de las obras de Broussais, y de todos sus más famosos discípulos y tanto más, cuanto que, bajo este punto de vista, la medicina bruniana y la fisiológica alcanzaron una aceptación infinitamente superior, con muchas menos y menos autorizadas oposiciones. Si la fama, si la aceptación, si el entusiasmo, si la fe pública, si la venta de las obras prueba que una medicina, que un sistema médico es excelente, superior a los demás, sed lógicos, aceptad la consecuencia, reconoced que Brown y Broussais son mejores que Hahnemann.
Reconoced, mal que os pese, que cualquiera que sea la forma de la charlatanería y con más razón cualquiera que sea la de la nueva escuela que se levante, siempre tendrá fanáticos sectarios; porque jamás le faltarán como argumentos prácticos, como pruebas de hecho todas esas curaciones infinitas y variadas que hace por sí misma la naturaleza, a pesar del mal y de los remedios no indicados, todas esas curaciones las más comunes que todo el mundo se atribuye por falta de lógica, como pertenencia legítima de su especial modo de curar.
Argumentos de esta naturaleza no los hagáis, si sois filósofos; porque en vez de sostener vuestra mala causa, la derriban. Esta clase de argumentos por querer probar mucho, no prueba nada; son espadas de dos filos que se vuelven contra el mismo que las maneja.
Pero dejemos ya, señores, estos razonamientos, que pudieran pecar por lo prolijos, y sigamos los últimos pasos del pontífice homeopático. En 1827 había perdido a su primera esposa Enriqueta Kuchler y en 1835 contrajo segundas nupcias con la señorita Melania de Hervilly, joven francesa que había ido a Koethen a hacerse curar por Samuel Hahnemann. Y si hago figurar este hecho en esta reseña, no es por cierto como un hecho científico. Pero si un casamiento contraído a la edad de setenta y nueve años con una joven no tiene nada de científico, tampoco tiene nada de filosófico: es otro de los actos antilógicos del fundador de la Homeopatía. La lógica de semejante casamiento está muy expuesta a dar frutos sospechosos. Es una premisa que puede tener muy ilegítimas consecuencias.
Contraído este nuevo matrimonio, Samuel Hahnemann se trasladó a París con su esposa, teniendo que salir de noche, según dice su biógrafo, porque el pueblo de Koethen, que quince años atrás había apedreado al innovador de Meissen, por haber ejercido la homeopatía; se proponía apedrearle otra vez, porque le abandonaba e iba a hacer milagros en otra parte. El pueblo de Koethen, por lo visto, era tan bárbaro en su cariño como en sus odios.
Recibiéronle en París con muestras de júbilo y entusiasmo sus discípulos y adeptos, y allí ejerció la homeopatía con éxito extraordinario, al decir de su biógrafo, hasta que en 1843 pagó el tributo que sin excepción ninguna pagan todos los mortales a la naturaleza.
Muerto Hahnemann, sus discípulos han continuado su misión con entusiasmo, con una tenacidad digna de mejor causa, sin que por esto hayan logrado que les sonría la fortuna, no como lucro individual, porque bajo este punto de vista jamás les reportará la medicina secular lo que les ha prodigado la administración de los glóbulos, sino como triunfo general y duradero de la escuela. Cuarenta o cincuenta años hace que la homeopatía pugna por avanzar y no marcha, si es que marche, más que a paso de tortuga. A la manera de una compañía de la legua, o una banda de volatineros, anda vagando de nación en nación, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, y en ninguna parte se fija, porque en ninguna parte encuentra una acogida favorable permanente. Mientras que la doctrina de Broussais y otras doctrinas, nacidas después de la concepción hahnemaniana, han volado como las águilas por todas partes, han arrastrado la mayoría inmensa de escuelas, academias, corporaciones y notabilidades médicas, tanto prácticas como teóricas, dejando en la ciencia huellas profundas que jamás se borrarán, y vinculando al arte verdades prácticas que serán eternamente su gloria; la pobre y raquítica homeopatía no ha podido conquistar ninguna escuela, ninguna corporación científica notable, ninguna reputación justamente célebre, ninguno de esos hombres de reconocido talento y vasta erudición que continúan el pensamiento de su maestro, perfeccionándole y dándole un empuje mayor que el que recibió al salir del propio fundador de la doctrina. Si yo quisiera, señores, personalizar a los partidarios de la homeopatía; si yo quisiera analizarlos uno por uno, como acabo de hacerlo con el jefe de la escuela, tendríais ocasión de ver con el resplandor del sol, cuán poco satisfecho debería de estar el reformador de Meissen, de los discípulos que ha formado. Pero no quiero personalidades en mis lecciones; no quiero la humillación de nuestros adversarios; harto les queda con lo que arroja la crítica de su funesto sistema y la victoriosa lógica con que se rebate su miserable doctrina.
Mas si, para evitar personalidades, no desciendo a esta anatomía individual de los sectarios de sectarios de Hahnemann, no dejaré de llamaros la atención sobre un hecho evidente que no necesita comentarios. Echad una ojeada al catálogo de las obras médicas contemporáneas; examinad todos los nombres notables en la ciencia; ved las reputaciones europeas de todas las naciones, fijaos en cuantos médicos han descollado en algún ramo, y en seguida leed el catálogo de los médicos homeópatas de todos los países; todos os serán desconocidos: ninguno tiene nombradía; con muy raras excepciones, todos son advenedizos, reputaciones problemáticas, medianías o nulidades que se revelan por medio de la prensa, no para hacerse un nombre justamente celebrado; no para tomar merecido asiento en la república de las notabilidades; sino para poner más de manifiesto la pobreza de su lógica, lo raquítico de sus conocimientos, la miseria de su espíritu de observación y los indisputables títulos que tienen a la charlatanería, por no decir a otra cosa de naturaleza peor. Hasta los pocos, los poquísimos hombres, que con la medicina secular se habían hecho un nombre, han revelado, ya que no con su apostasía, con la veleidad de sus convicciones, que no era todo oro lo que brillaba en ellos y han hecho dudar a sus mismos admiradores si los habían adorado hasta la sazón como falsos ídolos.
En cuanto al público profano, los primeros efectos de la homeopatía han sido siempre en todas partes maravillosos, es verdad; pero no lo es menos también que siempre han sido tan efímeros como las llamaradas de la pólvora. En todas partes ha brillado la concepción de Hahnemann como una aurora boreal. En todas partes ha sido la imagen de un castillo de fuegos artificiales que entretiene por momentos a la multitud con su profusión de chispas de diferentes colores, cohetes, buscapiés y carretillas, y después de haber pintado el cielo con los pinceles del arco iris y de la aurora, sumerge a todo el mundo que le contempla en una oscuridad más lóbrega y más profunda, no quedando de ese castillo mágico y fantástico más que un destartalado armatoste, pobres andamios, o un esqueleto de palo lleno de piltrafas de papel ennegrecido y bramante alquitranado.
Y que no os alucine, señores, esa epopeya de la homeopatía que ha escrito Augusto Rapou con el título de historia, por más que os presente la doctrina hahnemaniana en todas las naciones avanzando y extendiéndose como una bandera vencedora, como un conquistador triunfante. Si queréis formaros una idea cabal de esos triunfos y del estado de la homeopatía en cada nación, tenéis un excelente medio, una piedra de toque infalible, un criterio que no os dará por resultado el error. Ved primero si entre esa multitud de médicos homeópatas que se citan en la mencionada historia halláis notabilidades médicas, esas notabilidades que conocéis por sus obras en todos los ramos del saber médico. Os he dicho ya que la inmensa mayoría, por no decir la totalidad es gente oscura, de ninguna nombradía; que podrá tener todo el mérito personal apetecible; pero que no está acreditado por los hechos; ¿de qué sirve que se nos cite una larga serie de nombres extranjeros desconocidos en la república médica? Estimes juditia, non numeres decía Séneca, y en esto tuvo tanta razón el filósofo romano, o español mejor diré, como en otros muchos de sus inmortales apotegmas.
Después de esta importante consideración, entrad en otra. Comparad lo que dice Rapou de España sobre homeopatía con lo que entre nosotros pasa. Ved qué nombres figuran en sus páginas, ya en su número, ya en la calidad, y ved si, salvos poquísimos, merecen los que allí se mencionan que pasen, no diremos los Pirineos, ni siquiera las tapias del teatro de sus hazañas homeopáticas. ¿Qué es ese puñado de profesores, la mayor parte barbilampiños, recién salidos de la escuela, otros deshechos de los partidos, desconocidos en su propia patria, que ni en la prensa ni en la cátedra, ni en las corporaciones científicas, ni en la práctica se han hecho un nombre digno y respetable entre hombres científicos, al lado de esa multitud innumerable de profesores que han encanecido en el ejercicio del arte; que se han labrado sólida reputación con sus verdaderos triunfos, y que han dado pruebas de talento y de saber en cuantos puntos se han puesto en evidencia y cuantas veces se han presentado esas circunstancias críticas y decisivas que revelan el valor real e intrínseco de los hombres de carrera?
Ahora bien, eso que veis de España os revelará lo de las demás naciones. Para los que no conozcan a las notabilidades que de España menciona Rapou, podrán significar aquellas los gloriosos triunfos de la homeopatía; pero para nosotros que las conocemos… risum teneatis… Por el hilo sacareis el ovillo. Poco tardareis en convenceros de que la apología de Rapou es como esas colecciones de retratos litografiados que nos vienen de allende los Pirineos. Mientras uno contempla el retrato de Nicolás, del Papa, de Radeski, de Garibaldi, de Proudhom &c. &c., la imaginación se complace en creer que hay relaciones íntimas entre la estampa de esos personajes conocidos por su fama, poco desconocidos por sus facciones, y las formas que verdaderamente tienen. La ilusión es completa y el prestigio de la colección está asegurado. Mas llega el turno a un personaje compatriota y conocido de todos; es Espartero, Narváez, Argüelles, o cualquier otro español muy popular, y notamos con asombro y disgusto la falta de correspondencia entre la estampa y las verdaderas facciones del litografiado; no hay parecido; se ha trazado cualquier cosa… desde aquel momento las ilusiones se desvanecen; la colección pierde todo el prestigio; ya nos parece que nos engañan también en los demás retratos, y acabamos por reírnos de la colección y despreciarla. He aquí lo que os sucederá, señores, cuando, después de haber leído los progresos de la homeopatía en Inglaterra, Escocia, Roma, Nápoles y Sicilia, lleguéis a España: depondréis toda vuestra gravedad; disipareis todas vuestras dudas; leeréis el capítulo V, riendo de la homeopatía de Cádiz, de Badajoz, de Madrid y de Barcelona, y ya no os será posible dar la menor fe, ni mirarlo como una cosa seria a cuanto diga el insigne historiador de la homeopatía de los triunfos de esta el norte de Italia, en la Iliria, en Austria, Hungría y demás países. La peripecia es demasiado cómica para no trocarse el drama en sainete.
Creo, señores, que he conseguido mi objeto. Os he dicho que de la biografía de Hahnemann podía deducirse su espíritu filosófico, y al trazaros esta biografía, a la vista de los hechos que ha recogido León Simón, partidario y entusiasta admirador de su maestro, he podido demostraros esta verdad. Habéis visto en Samuel Hahnemann un hombre desgraciado al principio de su carrera, ajado por el trabajo, ofendido en su amor propio al dar los primeros pasos de su profesión; rodeado de todos los elementos necesarios para trastornar la sensibilidad con las aberraciones de la hipocondria, y dotado de una de esas organizaciones excéntricas, que se extraviaron bajo la influencia del escepticismo del siglo XVIII y de la filosofía crítica de Kant. Hahnemann fue uno de esos discípulos de la escuela crítica, que pretendieron trazar las reglas del espíritu humano para toda una eternidad y dictar a sus contemporáneos asombrados los prolegómenos de las ciencias que iban a venir; uno de esos innovadores presuntuosos, que, despreciando cuanto habían dicho y observado los demás, se dejaron arrebatar de la manía de engendrarlo todo de nuevo con sus propias fuerzas intelectuales, suponiéndose los posesores de la verdadera filosofía y los dominadores legítimos de todos los conocimientos humanos.
Por varios de los hechos sobre los que os he llamado la atención, habéis podido convenceros de que Hahnemann estaba destituido de toda lógica, que no tenía espíritu filosófico ninguno, que su talento no acertaba a encadenar dos principios para dar unidad a su sistema. Que abandonó la medicina secular por escéptico y que abrazó la inventada por él como un fanático; que no tuvo fe en los hechos y la tuvo ciega respecto de las ideas a priori; que empezó su reforma con un razonamiento puro y además a todas luces falso, y que sobre este razonamiento levantó todo su edificio: que después de haber empezado como exagerado idealista, cayó en el sensualismo más grosero, no admitiendo más que la acción de los sentidos para dar con la verdad. Que contra las ideas admitidas por todo el mundo por ser de sentido común, fue más extremado que Condillac y que los mismos nominalistas de la edad media, combatiendo no solo la realidad de lo que representan las palabras generales, sino el uso de estas palabras en medicina, o lo que es lo mismo, la nomenclatura patológica. Por último, que sin aguardar a que una práctica ilustrada y suficientemente extensa, ya propia, ya ajena, le diese una base sólida para su nuevo modo de ver en la ciencia de las indicaciones, se puso a escribir sus principales obras, el órgano, la materia médica, y las enfermedades crónicas, en abierta contradicción con el principio filosófico que había establecido para su similia similibus, o sea la experimentación, o lo que es lo mismo, el método a posteriori.
Si por el solo espíritu filosófico de Samuel Hahnemann, o por mejor decir, si por el solo resultado de la análisis que hemos hecho en globo de la filosofía médica de ese audaz innovador quisiéramos colocarle en alguna de las escuelas filosóficas conocidas, nos habíamos de encontrar muy apurados, porque participa de todas y no pertenece a ninguna; sin que esto pueda tomarse como una discreta combinación de lo bueno y verdadero de todas ellas; sino como una mezcla indigesta y repugnante, debida a la absoluta ausencia de la facultad intelectual, que sabe apreciar las semejanzas y diferencias de las cosas, para darles el lugar que a cada una corresponda.
Samuel Hahnemann tan pronto es escéptico, como creyente, tan pronto es idealista como materialista; tan pronto apela a la razón como fuente primitiva de verdad, tan pronto no se fía más que de los sentidos; profesa una doctrina y practica otra, y todo esto no en épocas diferentes, ni en actos sucesivos, ni en distintas faces de su vida física y científica. Lo es todo a un tiempo; en cada uno de sus actos, en cada una de sus obras, en cada página de las mismas. Es una antítesis continua, es una especie de hermafrodita intelectual que reúne en su sola individualidad los aparatos de ambos sexos, en desorden y tumulto, en anárquica confusión, siéndole por lo mismo imposible reproducirse, ni dar fruto ninguno por esa monstruosidad filosófica.
Lo único que se destaca de la biografía de Hahnemann, como carácter más terminante y más fijo, es el espíritu de independencia, el espíritu de sublevación contra toda autoridad, en lo que tampoco, señores, es lógico; porque un examen no muy profundo, no dejaría de revelar la proclamación de esa misma autoridad tan al parecer sacudida; puesto que la independencia de los pensadores, como carácter filosófico ya hemos visto que no es original en Hahnemann, no es la inspiración, la espontaneidad del genio; es el carácter general de todos los filósofos modernos, ya sigan el espíritu de Descartes, ya sigan el de Bacon; es el carácter inherente a la escuela sensualista; es el prurito de los filósofos alemanes que quieren ser como Kant o como Fichte; es la moda de los tiempos.
En mi concepto, señores, Hahnemann estuvo batallando, sin que él mismo lo advirtiese, entre su organización que le impelía a la abstracción, al idealismo exagerado y el espíritu filosófico de sus días que le hacía proclamar, como el método mejor, el espiritual o sensualista. No me es posible dar mejor explicación de sus palmarias contradicciones, de sus rasgos antitéticos, de sus tendencias antagonistas.
Y notadlo bien, señores: si solo con estudiar en su vida el espíritu filosófico de Samuel Hahnemann queda suficientemente demostrado que no fue filósofo, que no fue lógico, que no fue hombre pensador, sino un hombre de ideas confusas, inconexas y de todo punto desordenadas, hijas de una imaginación enferma, más bien que del talento amaestrado por la experiencia ¿con cuánta más claridad no ha de quedarlo, desde el momento que examinemos el método filosófico de que se ha valido el reformador sajón para adquirir lo que él llama las verdades homeopáticas? Todo lo que hemos visto hasta aquí en punto a inconsecuencias, contradicciones, absurdos y falta absoluta de lógica y filosofía resaltará con más viveza, desde luego que entremos en la análisis del método filosófico hahnemaniano.
Esto no quita sin embargo que ya empecéis, por lo que llevamos expuesto, a mirar con prevención el sistema doctrinal de un hombre, a quien acabamos de ver como destituido de espíritu filosófico, como falto de toda lógica y hasta de sentido común y buen criterio. Si yo os probara que un animal es un mulo, ¿tendría necesidad de probaros que no puede reproducirse? Si yo os probara que un árbol es un olmo, ¿tendría necesidad de probaros que no puede dar pera alguna? Pues, demostrado que Samuel Hahnemann no es pensador, no es filósofo, no es lógico; probado que su sistema ha nacido de un pensamiento místico y se ha desenvuelto con ideas siempre concebidas a priori, sin observación ni experiencia alguna, ¿tendré necesidad de probaros que la homeopatía es también un ser híbrido infecundo, un árbol que no da fruto?
Sin embargo, tenga o no esta necesidad, no quiero contentarme con esto; quiero probaros en otras lecciones, examinando los puntos que me restan, que las grandes innovaciones de Samuel Hahnemann no dan más que la esterilidad, la nada, la homeopatía; que todo se reduce, en teoría, a una fraseología tan hueca como absurda, y en práctica, a la propinación absoluta del azúcar de leche en forma de gragea, sin más virtud real, o positiva que la que pueda comunicarle la intención del crédulo o del farsante que la administre, ¿Encontráis aventurada mi proposición? Pues esperad a que llegue el momento de demostrarla; yo la dejaré tan clara como la luz del mediodía.
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{1} Exposición de la doctrina médica homeopática u órgano del arte de curar &c., traducida por León Simón. 3.ª edición de París. 1845.
{2} Carta a Huffeland sobre la urgencia de una reforma en medicina. Ob. cit. pág. 421.
{3} Cet élan de son áme lui fut comme une révélation. Il se mit á la recherche, convaincu qu'il trouverait; et telle est l'origine de l'homœopathie. Obr. cit. pág. XVIII.
{4} Ob. cit. Carta a Huffeland. pág. 422.
{5} Doctrina y tratamiento homeopático de las enfermedades crónicas, tomo 1.°, prefacio.
{6} Carta a Huffeland 423.
{7} Histoire de la doctrine homéopathique &c., par Augte Rapou tom. I, pág. 28.
[ Examen crítico de la Homeopatía, Madrid 1851, tomo I, páginas 477-526. ]