Vicisitudes y Anhelos del Pueblo Español
Cuarta parte ❦ Hacia el resurgimiento
§ V
La iniciativa privada y la acción popular
El abandono en que dentro de España yacen.– El sistema de la imposición en España.– La pasividad y los anhelos de rebeldía.– Radicales a ultranza.– Conclusión.
EL ABANDONO EN QUE DENTRO DE ESPAÑA YACEN.– Quien haya examinado, aunque sólo sea superficialmente, la vida en España, en cualquiera de sus aspectos, se habrá percatado de seguro de que apenas existe el tipo medio del hombre perspicaz, equilibrado y sutil. Por esto, sin duda, el meliorismo de que habla el sociólogo Ward, en el amplio sentido en que lo considera este ilustre tratadista, no existe en nuestra patria. El sucesivo y gradual mejoramiento de todas las condiciones del individuo, mejoramiento que va siendo más efectivo a medida que el sujeto va apoderándose del conocimiento de los recursos y de los agentes que le ofrecen la naturaleza y la sociedad, amplía considerablemente los medios y los resortes de que el individuo ha de valerse para emplearlos cuando las circunstancias se lo aconsejen. En España desperdiciamos un sin fin de fuerzas naturales y sociales y por esto los rendimientos que obtenemos son, de ordinario, mezquinos. Y así, para lograr un objetivo relativamente fácil, hemos de poner en juego un esfuerzo máximo, en tanto que en los países hermanos de raza, como Francia e Italia, con un esfuerzo medio se obtiene una mayor utilidad.
El secreto de la existencia estriba precisamente en saberse apoderar de las fuentes naturales de riqueza, tendiendo a que nos proporcionen cada vez mayor utilidad y, como es consiguiente, aumenten la riqueza del país. Los verdaderos gérmenes de prosperidad están en el aprovechamiento de las fuerzas naturales puestas al servicio de la Agricultura y de la Industria. Lo mismo cabe decir del adecuado empleo de la energía y la capacidad productora del individuo y de las agrupaciones profesionales.
Espanta sólo el pensar el abandono en que tenemos a la Agricultura y la Educación, tal vez porque no hemos recapacitado acerca del valor que revisten. Por carecer de tantas cosas, tampoco poseemos una sana tradición de gobierno; y así apenas hemos sentido de vez en cuando todo el interés que reclaman los llamados asuntos públicos. Quizá por esto, por la ignorancia que aquí tiene tanto arraigo, el pueblo no siente fe racional ni esperanza en que sus destinos puedan ser objeto de mejora. Y se comprende que sea así, porque nos han faltado los pedagogos y los políticos que hubieran podido. infundir en todas las clases sociales la confianza indispensable para que cada una de ellas desempeñara el papel que les corresponde.
EL SISTEMA DE LA IMPOSICIÓN EN ESPAÑA.– A diferencia de los países septentrionales, en las naciones latinas las agitaciones de la opinión suelen ser discontinuas y rara vez ofrecen al observador los signos de uniformidad indispensable para inducir los móviles internos que generan y a la postre determinan las corrientes sociales, que imprimen tono a cada época. Refiriéndonos a España, la experiencia pone de manifiesto que en múltiples ocasiones tan sólo se advierten los efectos del soplo calamitoso y terrible de los vientos huracanados que destruyen y aniquilan cuanto hallan a su paso.
El pueblo permanece, por desdicha, impasible de ordinario, acaso porque su sensibilidad está como embotada y por esto, sin duda, no percibe las suaves brisas que orean y Sanean el ambiente. No cabe desconocer que en España las conquistas de la civilización contemporánea se han obtenido por el procedimiento violento. Toda nuestra historia política es un tejido de imposiciones, lo cual patentiza que nuestras protestas, además de ser airadas en la forma, revelan en lo íntimo de nuestra modalidad psicológica un fermento deletéreo: el odio. Con sólo inventariar el sinnúmero de pronunciamientos y motines ocurridos durante el siglo pasado, basta para que el espectador más sencillo adquiera la convicción firmísima de que el país es hostil, en principio, a la tendencia reformista que caracteriza los tiempos actuales.
No se concibe la torpeza que supone el desaprovechamiento de un grandísimo contingente de iniciativas y de esfuerzos individuales, que, aunados, representarían elementos poderosos, porque rendirían toda la utilidad que su valor intrínseco representa. Las sociedades modernas han multiplicado sus recursos de una manera enorme, sobre todo cuando se educa al pueblo procurando que al influjo de las ideas nuevas surjan esos núcleos de paladines, entusiastas y fervorosos, que los repiten al propagarles ante el gran público en los mítines y las asambleas de distinta índole, así como en las asociaciones obreras, las entidades profesionales y todas las agrupaciones que revisten cierto carácter de comunismo por la semejanza de las aspiraciones que existen entre los afiliados a ellas.
No significa esto que las concepciones filosóficas, los principios éticos, las normas jurídicas, &c., se conviertan inmediatamente en realidad. Nada de esto. Lo único que puede considerarse como eficaz de la labor que realizan los adalides, los cruzados del ideal, es despertar la curiosidad y promover el interés, en su más genuina acepción, entre la masa amorfa de los indiferentes y cautivar la atención de las gentes más avisadas, que lentamente van a engrosar las filas de los combatientes, afiliándose en los partidos de la extrema izquierda.
El proceso de constitución de las grandes fuerzas del socialismo en Alemania, los países Escandinavos, Bélgica, Holanda, Inglaterra, Francia, Austria, Hungría, &c., obedece pura y exclusivamente al esfuerzo tenaz y constante de los portavoces, de los leaders de la democracia, que llevan a cabo su labor con empeño tal, que acaso no tenga equivalente en la evolución de las doctrinas y de los hechos sociales. La tarea más ímproba en el momento presente estriba en la organización, ya que en definitiva es la que presta energías a los organismos de la sociedad al infundirles vida y darles cohesión.
La diferenciación social de que habla el insigne filósofo alemán G. Simmel, sólo surge cuando los núcleos, al vigorizarse, se convierten en falanges y la eficiencia y la potencialidad constructiva exigen que todos los componentes del complicado organismo de la sociedad se ensamblen perfectamente unos con otros. Si alguno de ellos no cumple la función que le compete, trastorna por completo el dinamismo de la colectividad entera.
Es obvio que para que las luchas sean fecundas y no se malogren los intentos de tantos y tantos intelectuales que labran día tras día, en la soledad del gabinete de estudio, el nuevo estadio social, precisa que las muchedumbres vayan habituándose a ejercitar sus derechos. La vida jurídica reclama un aprendizaje complicado y difícil, y éste no cabe improvisarle porque ha menester del factor tiempo con el cual hay que contar en toda obra humana.
LA PASIVIDAD Y LOS ANHELOS DE REBELDÍA.– Ha de reputarse como incontrovertible que de todos los defectos que los psicólogos asignan al carácter, el que ejerce mayor influjo negativo, al desviar y entorpecer el desenvolvimiento de la personalidad, es la desidia, tan arraigada en la idiosincrasia de nuestro pueblo. Se ha dicho en todos los tonos, que los hábitos llegan a constituir una segunda naturaleza en el individuo que no posee vigor físico ni energías psicológicas bastantes para inhibirse y reobrar ante, determinados estímulos, externos por lo general. La pereza puede ser considerada como un epifenómeno de la inercia mental, en gran parte debida a la depauperación orgánica, puramente somática en sus orígenes. A medida que se profundiza en la investigación de los fenómenos psicofisiológicos, van descubriéndose un sinnúmero de enigmas, en cuanto concierne a la descendencia. Los estudios de Lombroso, Orchansky, Durkheim, Morselli, Gonnard, Sollima, Münsterberg, Sommer, Altavilla, Nicéforo y otros, han puesto en evidencia, de manera elocuente, que no permite abrigar dudas, la enorme importancia de la herencia morbosa y de todos los factores cósmicos y sociales que intervienen en el génesis y evolución del psiquismo individual y colectivo.
La pereza, cuando por una serie de concausas de distinta índole deviene en consuetudinaria y como consubstancial, destruye en germen las cualidades y enerva, malogra la individualidad, reduciéndola a la impotencia completa, total. La más somera observación demuestra con datos los grandes estragos que ocasiona la falta de entusiasmo en España. En nuestra época, el imperio de las circunstancias demanda una gran fuerza de acometividad para vencer los escollos que oponen las resistencias pasivas de los intereses privados a todo intento de reforma, por indispensable que sea y aun cuando lo abonen exigencias de suyo elementales para vigorizar el espíritu colectivo.
Lo de veras substantivo en las sociedades actuales estriba en que todos los organismos realicen cumplidamente sus fines. Y aquí esto ocurre muy pocas veces. La mayoría de las instituciones económicas y políticas no desempeñan la función que les incumbe y para la cual fueron creadas. Y la subversión del orden de cosas en nuestro país, débese a que nadie toma en serio el desempeño del cargo que ocupa, porque no se sienten con intensidad las aficiones que presuponen en los individuos la existencia de aptitud y vocación.
La atonía psicológica del individuo da lugar a la inactividad cívica y hace imposible la obra de reconstitución en la esfera especulativa y en la social. De cuantos males aquejan a nuestro pueblo, ninguno reviste tanta transcendencia, por la gravedad que denota, como el de que los estímulos internos, los anhelos de franca rebeldía queden ahogados y no puedan exteriorizarse más que excepcionalmente y sin bríos. ¿Cómo creer en la resurrección de España, en tanto no se vivan con intensidad las ideas, que son los móviles de la concreción? Si no despiertan ningún interés en la colectividad los grandes problemas intelectuales y éticos del día, ¿cuáles serán los acicates para que el pueblo español despierte y luche?
Las conquistas de la civilización tan sólo se logran cuando se codician. He ahí la misión de cuantos quieran oficiar de propulsores, acuciar la curiosidad y acrecentar el deseo que alienta vagamente en el alma de la raza. Esta es la magna obra a realizar –noble por excelencia– que al redimir a las muchedumbres de la ignorancia, elevará su nivel moral y las hará aptas para todo género de empresas.
RADICALES A ULTRANZA.– La tónica de nuestro pueblo la halla el observador perspicaz en la falta de movilidad psicológica. El apego a la rutina, aun entre los mismos que blasonan de revolucionarios y presumen de espíritus fuertes, es notorio. No me cansaré de repetir, con el insigne escritor Antonio Zozaya, que llevamos infiltrado en la sangre el misoneísmo, el terror a lo nuevo.
La ausencia de inquietudes se transparenta en los detalles más nimios. Desde cualquier nonada, desde lo que se estima como baladí a lo más transcendental y supremo del vivir, adviértese la absoluta falta de energía ideomotora en el genio hispano. La actividad de las clases sociales, sin excepción, queda circunscrita a lo puramente cortical. De ahí que el hacer entero sea sólo mera apariencia. La vida del pueblo español es una completa ficción. Propendemos a considerar las cosas en su aspecto exterior, y al enfocar los problemas, únicamente cautivan nuestra atención los puntos de vista formales. Esta tendencia funestísima nos lleva a incurrir en errores crasísimos y difíciles de rectificar en el instante oportuno.
En la época contemporánea, la creciente complejidad del funcionalismo de las colectividades no consiente precipitaciones en la elaboración de la síntesis, que, aun llevándola a cabo tras dilatados análisis, es siempre incierta y no tiene otro valor que el de una apreciación momentánea, producto de las circunstancias ambientes modificables.
Han tratado de demostrar Valle Inclán, Ricardo León, Salaverría y otros, en algunas de sus inspiradas creaciones novelescas, que nuestro pueblo se caracteriza todavía por aquellas tendencias ambulatorias que le lanzaban a locas empresas, y que seguimos siendo intrépidos y aventureros; lo cual tan sólo es exacto en parte, ya que de la vieja tradición guerrera y conquistadora apenas actualmente nos queda el más leve asomo en nuestro carácter apocado y estadizo.
La superficialidad con que juzgamos las acciones ajenas cuando pretendemos rápidamente definir la modalidad intrínseca de otros pueblos, sin examinar en serio su contextura interna, revierte hacia nosotros mismos al proponernos fijar las líneas generales de la propia substantividad en el proceso de la historia y en el presente. De ordinario no abordamos ninguna cuestión en lo que tenga de esencial. Pasamos como de soslayo, por temores reales o fingidos, sin penetrar más que en contadas ocasiones en la médula de la cuestión. Diríase que existe en los más íntimos recovecos del organismo individual y colectivo una incapacidad congénita para toda labor mental que suponga introspección, estudios del. yo, en una palabra. Y esto es a todas luces evidente, pues los acontecimientos lo prueban a quienes se preocupan de indagar en lo substancial e intimísimo del psiquismo nacional.
¿Quién puede, sin embargo, dudar de que a pesar de innúmeras flaquezas, haya en el individuo y en la colectividad gérmenes de renovación perenne? Lo que se echa de menos en los oradores y literatos que han alcanzado fama, o simplemente notoriedad, es que no se atrevan a sustentar en público aquello que dijeron en los momentos de expansión entre el coro de aduladores que cualquier figurón llama amigos incondicionales. El defecto capital estriba en que apenas nadie se siente con arrestos bastantes para posponer las conveniencias personales, las ventajas del triunfo fácil y rápido al interés supremo de la colectividad.
Ha de tenerse como principio axiomático que en tanto no lleguen a penetrar en lo más vivo de los distintos elementos que forman la sociedad española, hasta las últimas capas, aires de fronda que oreen los cerebros y se opere una transfusión de sangre nueva, es imposible aminorar la intensidad y agudeza de los males que agobian a este pobre pueblo. Dije ya en capítulos anteriores, que se forjan ilusiones cuantos confían de buena fe en una rápida transformación en el orden político, si no va acompañada de la acción pedagógica integral, llevada a cabo con asiduidad y entusiasmo. Sin una orientación genérica de carácter cívico, es poco menos inútil toda reforma parcial.
Precisa que con suma perentoriedad se emprenda una campaña, insólita por lo acometedora, que habrá de revestir los caracteres de cruzada, no en contra de tales o cuales instituciones, leyes o procedimientos, sino en favor de los postulados de la Ciencia encarnados en las doctrinas económicas y políticas y obedeciendo a una dirección amplia y comprensiva. Urge emprender por todos los medios de que dispongamos y que se nos alcancen, una sostenida y –¿por qué no decirlo?– obstinada acción de propaganda para restaurar las energías latentes en el alma popular, infundiendo confianza a los contados núcleos de luchadores aislados, dispersos, que existen aquí y allá; asimismo hay que aunar las iniciativas del sinnúmero de intelectuales y hacedores que laboran en silencio y cuyo esfuerzo se pierde en el vacío espantoso de este pueblo sumido en la inercia.
La obra más útil y de resultados, inmediatos la harán los espíritus indómitos, descontentos y arrojados, que prediquen con el ejemplo, y procuren encauzar las múltiples fuerzas sociales divergentes o contrapuestas. Un prurito malsano de crítica negativa ha esterilizado gran número de intentos plausibles que, de no haber fracasado prematuramente, hubieran podido ser elementos básicos de bienestar y fuente inagotable de progreso. La dolorosa experiencia de los desaciertos cometidos por las clases pseudodirectoras –profesorado, magistratura, clero, ejército, gobierno, &c.–, nos ha demostrado que nuestra postración actual se debe a la flojedad y la cobardía de cuantos han oficiado de rectores de la nación.
Por otra parte, ha de reconocerse que la Prensa de gran circulación y la de partido, que en otros países son factores poderosísimos para levantar el espíritu público, aquí no han acertado a ser intérpretes de las aspiraciones –de suyo vagas y proteiformes– de la opinión ni a condensar los planes de reforma de personalidades insignes como Joaquín Costa, Macías Picavea, Dorado, Maeztu, Grandmontagne, Dr. Madrazo, Eugenio Noel y otros escritores de valía, pero menos conocidos por la gran masa de lectores de periódicos.
Acierta el eminente escritor José Ferrándiz, al afirmar que hoy más que ayer cumple a todos los agitadores –que por el solo hecho de serlo han de sentirse inadaptados a este medio corrompido y abyecto– una labor hermosa, grande, provechosísima, aunque erizada de peligros y sinsabores: la de realizar un apostolado que tenga como fin el infiltrar, por la persuasión y la sugestión combinadas, las ideas redentoras de la democracia socialista, difundiendo dondequiera que hablen o escriban las ventajas y utilidad de la acción proselitista.
En España –¿a qué ocultarlo?– nadie que se dé cuenta del atraso en que vegetamos más que vivimos, y tenga conciencia plena de la inferioridad de nuestra condición, y aspire a mejorarla, puede ser republicano conservador. En la situación presente, humillante, vergonzosa, el radicalismo se impone. Los términos medios no se conciben. Es, por desdicha, tarde para emplear los paliativos.
José Nakens, el más vigoroso de nuestros escritores políticos, que por su entereza recuerda al inolvidable Pi y Margall, sintetiza en cierto respecto el laicismo europeizador, que ha de ser la salvación de España.
A la juventud estudiosa y anhelante, a esos grupos de luchadores impertérritos, de voluntad de acero y garras de león, compete la ardua y generosa tarea de conquistar para España un régimen en que puedan desenvolverse todas y cada una de las manifestaciones que se asignan a los pueblos contemporáneos.
¡Sed rebeldes y combatid con denuedo a esos republicanos burgueses que no son, a la postre, más que sepulcros blanqueados! ¡Avante, siempre avante! El porvenir es de los que creen en la virtualidad de la lucha incesante y jamás se consideran llegados a la meta, porque sueñan en el ideal, que es siempre inasequible...
CONCLUSIÓN.– Perdura la miseria odiosa y nuestras desventuras se han acentuado. Continuamos en el plácido sesteo secular. El tedio enervante nos aniquila y nada nos brinda la amabilidad y el esprit que lleva en sí la corriente de modernidad que se ha infiltrado en todos los países de Europa. La cualidad que da tono en nuestra época es la tolerancia. Y los españoles no la conocemos más que a medias, si es que no la desconocemos totalmente. La mutua consideración y el afecto que tejen los lazos de la convivencia, no se ha fortalecido en los últimos lustros, a pesar de las calamidades que nos han puesto en trance de muerte como nación.
La misión a cumplir inmediatamente consiste de una parte en cultivar el pensamiento, habituándonos a discurrir sosegadamente y exponer con llaneza, sin artificios de ninguna clase y sin recurrir a la pirotecnia retoricista, los medios eficaces y seguros para vigorizar y tonificar a la opinión pública. Cuando se tiene la visión clara y límpida de lo que es el porvenir, basta con poseer un criterio firme, abierto, amplio y trabajado por la reflexión, para oponer un dique a la lenta y terrible agonía colectiva que acaba con nuestro pueblo.
Las naciones prósperas nos enseñan cuál ha de ser la misión de los hombres que en España aspiren a realizar la obra de propulsores y de filoneístas. El horizonte es dilatado y luminoso y con sólo enfocar el problema en su intrínseca realidad, elevaremos el nivel de la conciencia social; acabaremos con nuestro vivir vulgar; desterraremos lo trivial y anodino que será reemplazado por lo fuerte y vigoroso. Las bellezas del ensueño, los encantos de nuestra fantasía pletórica y los vagos vislumbres del ideal europeizador, acabarán con el pesado fardo de la rutina que nos impide avanzar, erguida la frente, por un camino más próspero. Las suicidas soñolencias, no podrán resistir el embate de la impulsión renovadora y constructiva. Nuestro pueblo se hará más sensible de alma y ágil de pensamiento, ganará en delicadeza y en complejidad, siendo así menos reacio para comprender los anhelos inefables.
Los ideales que informan la democracia contemporánea que infunde alientos a los pueblos como savia de vida, inundarán los corazones después de haber remozado los intelectos. Y entonces, sólo entonces el pueblo se desposeerá de la tristeza inherente a la existencia en los grandes centros urbanos; sabrá sentir como el pueblo. griego el encanto supremo de la contemplación de la Naturaleza, la música incomparable de las frondas acariciadas por los vientos, y tendrá la visión confortadora del concierto mágico del Universo, que afirmará en su alma la idea de compenetración colectiva para un fin bello, útil y armónico.
FIN