Filosofía en español 
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Tomo segundo

Dos advertencias previas, que pueden servir de Prólogo

Sobre varios puntos pertenecientes a mis Escritos he reconocido muy discordes, o los gustos, o los dictámenes de muchos de mis lectores; pero sobre ninguno tanto, y de tantos como el de si debo responder, o no a los Autorcillos, que me impugnan. El nombre de Autorcillos no es de invención mía. Así llaman comúnmente los Doctos de la Francia a aquellos, cuya habilidad sólo alcanza a censurar a otros Escritores: Petits Auteurs, y con razón; porque tener habilidad sólo para esto, es tenerla para poco más que nada. Con algo de lectura, una errada inteligencia de lo que se lee, y un poco de aquel entonamiento pedantesco, que llamamos aire magistral, hay las prendas necesarias para llenar un Libro de objeciones, y reparos, que encantusen a infinitos simples, mayormente cuando el intento es mantener al vulgo, ya literato, ya meramente lego, en las erradas máximas, que heredaron de sus mayores.

Digo, que sobre el punto de responder, o no a estos Petits Auteurs se me han manifestado sumamente discordes muchos de mis lectores en varias Cartas, que he recibido de ellos. Unos me persuaden, que los desprecie, otros me estimulan a que los responda. Confieso, que el primer dictamen es de hombres de distinguido talento, y más que de ordinaria erudición. Y con todo, ¿quién lo dijera? éstos son los que me hacen menos fuerza. [XXX] Diré el por qué. El motivo por que procuran inducirme al desprecio, es el conocimiento que tienen de la futilidad de las objeciones de mis contrarios. Mas si este motivo es bastante para que yo también las desestime, en ningún modo lo es para que no responda. Los hombres de perspicaz, y claro entendimiento son pocos; los que están de ahí abajo en diferentes grados de racionalidad, hacen casi el todo de nuestra especie. ¿Qué importa, pues, que los Escritos de mis contrarios no hagan alguna impresión en los primeros, si la hacen en los segundos, o por lo menos en una gran parte de ellos? Yo escribo a desterrar errores envejecidos, y nunca lograré el intento, si no salgo una, u otra vez a rebatir a los que procuran mantenerlos en la posesión del ignorante vulgo. ¿Qué importa que sean débiles las fuerzas de mis contrarios, si aún son más débiles las de aquellos que han tomado por objeto de sus invasiones?

Año, y medio ha que salió contra mí un librejo, a quien después siguió otro, producciones ambas de un Religioso muy condecorado, que vive lejos de aquí. Sólo vi el primero, y no veré jamás el segundo, porque debo discurrir que será éste como aquél. El asunto del primero es probar cinco rancias sandeces, que yo tengo impugnadas con evidencia: Primera, la infalibilidad de la Medicina: Segunda, la esfera del fuego: Tercera, la existencia del Antiperístasis: Cuarta, Simpatías, y Antipatías: Quinta, la realidad de la Piedra Filosofal. ¿Pero cómo se prueban estas cinco cosas? Con equivocaciones, alucinaciones, y confusiones, de que está atestado el librejo; que protesto con toda verdad, que hay muchos trozos en él, donde son más los yerros que los renglones. No digo cosa, de que no haya de hacer evidencia, o por mejor decir, ya la tengo hecha en [XXXI] una Carta sobre este asunto, que dejó de imprimirse en este Tomo con otras algunas, que quedaron fuera de él, por no hacer su volumen considerablemente mayor que los antecedentes; pero queriendo Dios, no tardarán mucho a parecer en otro. Yo me inclino mucho a que la Obra, de que hablo, no es del Autor, que suena, sino de otro de muy inferiores prendas, que quiso autorizar el Libro con el nombre de aquel Religioso, de que se verán las pruebas.

Con ser el librejo cual le he pintado, me han escrito de varias partes, que corre con aplauso; y si corre con aplauso, a infinitos habrá metido en la cabeza aquellas cinco sandeces. Es verdad, que por otra parte me consta, que los hombres hábiles, después de leer muy pocas hojas de él, y esas pocas con mucha nausea, le cerraron para no volver a abrirle jamás. ¿Pero qué haremos con esto? Lo dicho dicho. Los hábiles son pocos, y al contrario, infinitos los que leyendo el libro más infeliz sobre materias disputables, juzgan erudición lo que es fajina; demostración lo que es paralogismo; profundidad lo que es confusión; argumento lo que es armatoste; agudeza lo que es futilidad; luz lo que es sombra; y oro lo que es hierro. Estos, como no hay fruslería, que no los convenza, mudan de partido en vista de cualquier nuevo papelón; de modo, que si se les pregunta. ¿Quién vive? Su respuesta es : El último que escribe.

Perdonen, pues, los lectores discretos, que yo no puedo con honor abandonar tantos ignorantes, entre quienes miro muchos como conquista mía, a que sobre ellos vengan a hacer correrías los partidarios de los Errores Comunes. Pero tomaré en esto un medio. Ni los sufriré a todos, ni repeleré a todos. Esta distinción se [XXXII] hará, ya según la importancia de la materia, ya según las circunstancias extrínsecas del impugnante, porque éstas conducen infinito para imponer al vulgo, el cual por lo común regula la estimación de cada uno por la ropa que viste, y por los títulos que tiene. Algo hay de esta guerra defensiva en este Tomo. Algo habrá en el siguiente. Pero todo muy poco, respecto del volumen: una parvidad de materia en cada uno.

Otra satisfacción tengo que dar a una parte de mis lectores. Estos son aquéllos, a quienes yo había hecho esperar en este Tomo la impresión de algunas Cartas, que en respuesta les había escrito. Esta satisfacción consiste en lo que ya apunté arriba, que quedaron algunas fuera (no menos de nueve) por no abultar demasiado el Tomo. Es cuanto se me ofrece advertir por ahora.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo segundo (1745). Texto según la edición de Madrid 1773 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo segundo (nueva impresión), páginas XII-XVII.}