Filosofía en español 
Filosofía en español


Felices

(Véase bienaventurados).

Felicidad

Cuando atribuimos a Dios la felicidad suprema, queremos decir que Dios se conoce y se ama a sí mismo, que sabe que su ser es el mejor y más perfecto, que nada puede adquirir ni perder, por consiguiente que su felicidad no puede alterarse; pero nos es tan imposible concebir esta felicidad, como la naturaleza del mismo Dios.

En cuanto a la felicidad de las criaturas, la de los santos en el cielo consiste, según S. Agustín, en ver a Dios, en amarle, en alabarle por toda la eternidad: videbimus, amabimus, laudabimus. “Cuando Dios se digne mostrarse a nosotros, o hacérsenos visible, nos haremos semejantes a él, porque le veremos como es en sí. Todo aquel que tiene esta esperanza en él se santifica, así como él es santo en sí mismo.” Epístola 1 de S. Juan, cáp. 3, v. 2. Pero S. Pablo nos advierte que los ojos no vieron, ni los oídos oyeron, ni el corazón del hombre es capaz de comprender lo que Dios tiene preparado para los que le aman. 1ª Epist. a los Corint., cap. 2, v. 9. Esta felicidad debe por lo mismo ser el objeto de nuestros deseos y no de nuestras disertaciones. Aun cuando disputemos sobre si [72] la felicidad formal consiste en el lumen de gloria, en la visión de Dios, en el amor que a ella se sigue o en el gozo del alma conducida a este feliz estado, nada adelantaríamos.

La felicidad de los justos sobre la tierra consiste en conocer a Dios, en amarle, en experimentar sus beneficios, en someterse a su divina voluntad, en procurar complacerle y en esperar la recompensa que tiene prometida a la virtud. Los incrédulos tratan esta felicidad como una quimera, una ilusión o un fanatismo. Es verdad que no se hizo para ellos, que son incapaces de sentirla y conocerla; ¿pero es más real y sólida la que ellos desean y en pos de la cual corren siempre presurosos? No tenemos necesidad de su confesión. Nos basta comparar la serenidad, la calma y la paz del alma de un santo, con la continua agitación que experimentan sin cesar los que buscan la felicidad en este mundo; con el sentimiento que tienen en no encontrarla, con las murmuraciones que se la escapan contra la providencia, porque no les proporcionó en este mundo su soñada felicidad.

La antigua disputa entre los estoicos y los epicúreos sobre la naturaleza y causas de la felicidad, era en suma una cuestión bastante frívola: o estos filósofos no se entendían a sí mismos o se engañaban recíprocamente. Los estoicos ponían la felicidad en la virtud: ¡bellísima idea! pero como no tenían certidumbre ni esperanza de una felicidad futura, toda la felicidad del sabio solo podía consistir en el buen testimonio de su conciencia, y en la satisfacción de ser estimado de sus semejantes: débil recurso contra el dolor y las aflicciones a que está expuesto el hombre virtuoso, igualmente que los demás hombres. Por más que dijesen que el sabio era feliz en medio de los tormentos, que el dolor no es para él un mal, había quien les replicaba que mentían por vanidad y orgullo. Los epicúreos ponían la felicidad en el goce del placer, pero no satisfacían el punto en cuestión: se trataba de saber si unos [73] placeres tan frágiles como los de este mundo, siempre turbados por el temor de perderlos, y muchas veces por los remordimientos, pueden hacer al hombre verdaderamente feliz: el sentido común decide que no consiste en esto la verdadera felicidad. Jesucristo terminó la cuestión enseñándonos que la perfecta felicidad no es de este mundo, sino que se reserva para la virtud en la otra vida: llama bienaventurados a los pobres, a los afligidos y a los que padecen persecución por la justicia, porque su recompensa será grande en el reino de los cielos. S. Mat. cap. 5. v. 12.