[ Sobre los libros de texto propuestos por el Ministerio ]
Nos ha llamado mucho la atención el decreto publicado ayer en la Gaceta por el Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras públicas, en que se dispone la continuación para el curso próximo a empezar, de la lista de los libros de texto que sirvió para el anterior, y que se adicione con las que propongan las comisiones como dignas de ser destinadas a la enseñanza pública.
La enormidad de esta lista dará a los extranjeros una altísima idea de nuestra ilustración y de la asombrosa fecundidad de nuestra actual literatura: lo que no podrán comprender, sin embargo, es la igualdad de mérito en tanta muchedumbre de producciones: porque deben suponer que son todas iguales y todas excelentes; y si no ¿para qué se admiten? ¿Es probable que el gobierno proponga lo muy bueno al lado de lo que no lo es tanto? Si hay una o dos obras de texto que reúnan todas las cualidades necesarias para merecer esta designación, ¿para qué se proponen otras que carecen de algunas de ellas? Sin salir de la gramática castellana nos hallamos con cuatro textos distintos. Dos de ellos están generalmente reconocidos por excelentes: la gramática de la Academia y la de Salvá. ¿Son iguales a estas las otras dos? Si lo son es menester confesar que es muy injusta la opinión general.
Si todas las obras propuestas fueran originales españolas, comprenderíamos conveniencia de dar este estímulo a los ingenios nacionales; pero si se admiten las extranjeras traducidas, ¿cómo es que se dejan a un lado las que toda Europa admira como obras maestras de erudición, lógica, sabiduría y buen gusto? Para los cursos de retórica y poética se propone la retórica de Hugo Blair, en que no se habla una palabra de la poética, y no se hace mención de la enseñanza de las bellas letras por Rollin. Para la historia se admite a Michelet; y nada se dice del sublime discurso sobre la historia universal de Bossuet.
Todavía es más notable el catálogo de los libros destinados a los cursos de filosofía. Aquí vemos tres nombres extranjeros: Borrell, Servant Beauvais y Tissot. ¿Es posible que se prefieran estos nombres a los de Locke, Degerando, Reid, Dugald Stewart, Whately y Port Royal? ¿No se estudian estas obras en las principales universidades de Europa? ¿No pertenecen a escuelas ilustres, consolidadas y ricas en comentadores y discípulos? ¿En qué colegio célebre de Francia se estudia la filosofía por alguno de los tres citados en la lista? ¿No saben sus autores que existe una escuela de Edimburgo, introducida en Francia por el célebre Royer Collard, el más sensato, el más profundo de los filósofos que ha producido aquella nación en estos últimos años? ¿No ha llegado a su noticia el compendio de aquellas admirables doctrinas, traducido al francés, con un excelente discurso preliminar por Jouffroy? Se dirá que no se ha presentado traducción española al gobierno: ¿Inferiremos de aquí que la elección de libros para una asignatura tan importante como la de la filosofía, queda abandonada a la especulación tipográfica?
Cuando la enseñanza pública está exclusivamente sometida a la autoridad, la autoridad es la que enseña; sus opiniones son las que se trasmiten a la juventud, y la autoridad sola es responsable de lo que esta aprenda, y de las verdades o errores en que se impregne. Considérense los estragos que está haciendo en Europa la torcida dirección dada a los estudios filosóficos; lo que ha producido en Francia el materialismo, y lo que el abuso de la ontología ha producido en Alemania. En uno y otro país, se ha venido a parar, por caminos opuestos, al mismo extremo; a la negación del espíritu, al desenfreno de las más atrevidas hipótesis; al sacudimiento del yugo de toda autoridad. ¿No hay bastante elocuencia en estos escarmientos? ¿No debía pensarse seriamente en preservar a nuestra juventud de esa inundación de sofismas que han trastornado la sociedad? Y si en el catálogo mismo se mencionan libros españoles que pueden servir para obtener estos resultados, como son los de los señores Arbolí, Monlau, y Rey y Heredia, ¿por qué se da entrada a tres extranjeros que ni aun gozan de la buena opinión de sus compatriotas?
Hablamos con esta franqueza, porque ya que con tanta sinceridad y ahincó vemos entrar al gobierno en el camino de las reformas, desearíamos que aplicase todo su esmero a la de la educación pública, en que vemos cifrada la ventura y la gloria de nuestro país.
El gobierno ha sometido toda la enseñanza científica y literaria a su jurisdicción exclusiva: todo establecimiento particular ha de sujetarse a los métodos, a las doctrinas, a los libros que designe la autoridad. No es esta ocasión de examinar la conveniencia de esta medida, ni de averiguar si pueden aplicarse a nuestro país las razones en que se apoya en Francia un partido respetable para reclamar la emancipación del yugo universitario. Pero una vez adoptada esta legislación, resulta de ella para el gobierno la obligación indispensable de dar a los métodos, a las doctrinas y a los libros que señala, todas las garantías del mayor grado posible de acierto. De lo contrario, se seguiría que un establecimiento particular se declararía con razón oprimido, si pudiendo aventajarse a lo prescrito por la ley, esta lo privase de adquirir unas mejoras puestas a su alcance. Ahora bien: sujeto a tan grave deber y cargado con tan seria responsabilidad, el gobierno no debiera, en nuestro sentir, abandonar al arbitrio de los catedráticos los textos de sus lecciones, aun circunscribiéndolo a un número determinado. En materia de tan graves consecuencias todo lo que no es lo mejor posible, es malo; y lo mejor posible, en el asunto de que nos ocupamos, no es un problema de muy ardua resolución. Abundan en España y fuera de ella excelentes obras clásicas sancionadas por la opinión púdica; algunas de ellas como superiores en alto grado a todas las de su género. Estas son las que deben guiar los estudios: estas las que deben prescribirse uniformemente a todas las casas de enseñanza. ¿Por qué se ha de dar por competidor a lo que no es bueno, lo que no es tanto? ¿Por qué ha de aprender el joven que va a cierta universidad mejores doctrinas que el que se matricula en otra?
De todos modos, la lista necesita grandes correcciones. Vemos en ella obras tan sucintas y breves, que apenas pueden dar una idea vaga de su asunto; otras plagadas de galicismos y escritas con ese descuido tan común hoy día en los autores de pane lucrando, y pudiéramos indicar alguna que otra en cuyo examen nos hemos cansado de anotar errores crasos y extrañas distracciones. De la ilustración y experiencia del señor ministro actual de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, debemos aguardar que aplique todo su celo a la reforma que tantos preciosos intereses están a viva voz reclamando.