[ La Fiesta del Libro español ]
Sumario
La Fiesta del Libro, por Mariano Viada
El Día del Libro, por Vicente Clavel
Elogio del Libro, por Vicente Gay
Mirando al futuro, por Ángel Guerra
Mi elogio del Libro, por L. C. Viada y Lluch
El libro español y el hispanoamericanismo, por Adolfo Posada
La Fiesta del Libro
Merced a los continuados esfuerzos de la Cámara Oficial del Libro de esta ciudad, inicióse en 1921, por parte del Gobierno español, la que él mismo calificara de Política del Libro, y tan nacional se juzgó esta orientación, tan indispensable para la expansión del pensamiento hispano, tan necesaria para mantener vivas y palpitantes las relaciones entre las naciones de habla española, que desde que se creó no ha habido solución de continuidad. La iniciaron, en el Gobierno nacional de 1921, los ilustres estadistas don Antonio Maura y don Francisco Cambó, y hasta el actual, que preside don Miguel Primo de Rivera, todos han ido señalando nuevos avances en esta nobilísima trayectoria.
Varias naciones americanas tienen establecida la Fiesta del Libro. En la Argentina se celebra el 15 de junio. Fruto de una iniciativa privada, tiene ya carácter oficial desde el año pasado, aunque no tiene la extensión ni la intensidad señalada por nuestro Gobierno.
También se celebra en el Perú y este año se ha creado en Panamá; tiene lugar el 28 de agosto y su objetivo principal es estimular en el niño el amor al libro, a cuyo efecto, en la semana que antecede dicha fecha, se venden los libros para niños con el 25 por 100 de descuento.
En España fue iniciador de la idea el insigne escritor, director y fundador de la Editorial Cervantes, don Vicente Clavel, actual Vicepresidente de nuestra Cámara Oficial del Libro. Hombre de vasta cultura, lleno de entusiasta amor por el libro, propuso en una de las sesiones que dicho organismo celebró en 1922, que se estableciese en España el Día del Libro.
Desde el primer momento la Cámara acogió e hizo suya tan acertada idea, y fue estudiándola, hasta que ya en sazón, el año pasado pudo presentarse al Comité Oficial del Libro, donde su Presidente, don Ricardo de Iranzo, se ofreció a llevar esta proposición, que él juzgó como una de las más hermosas iniciativas surgidas en dicha Cámara, a la aprobación del señor Ministro del Trabajo, don Antonio Aunós, para quien todo lo que represente un adelanto en la cultura de nuestro pueblo, halla el más firme apoyo.
Así se preparó y se redactó el Real decreto que, aprobado en Consejo de Ministros en enero del corriente año, fue sometido a la firma de Su Majestad el día 6 de febrero y publicado en la Gaceta el día 9.
No puede ser más atinada la Exposición que precede al Real decreto. Dice así:
SEÑOR: Es el libro español sagrario imperecedero que difunde y expresa el pensamiento, la tradición y la vida de los gloriosos pueblos hispanoamericanos y plasma o perpetúa las concepciones del genio de la raza, vigorizando sus energías espirituales y abriendo cauces de expansión al vínculo más indestructible de muchas generaciones hermanas. Y para enaltecerlo, como guardador de las esencias, de las virtudes y de la cultura hispana, dándole impulso espiritual y material, como medio también de fecundo enlace de ideas, sentimientos y creencias, propone el Comité Oficial del Libro del Ministerio del Trabajo, Comercio e Industria, que se instaure en España la fiesta anual del libro español en la perdurable fecha del natalicio de Cervantes.
Ninguna obra ha de ser más grata a este Gobierno que la de acoger tan hermosa iniciativa, que coincide con los anhelos de Vuestra Majestad y con su propósito de propulsar la cultura, rendir pleitesía a los genios de la raza, divulgar las concepciones de los escritores españoles y facilitar la expansión de la lengua y del alma hispánicas, para enaltecer la Patria y agrandar y fortificar sus prestigios insuperados.
Su parte dispositiva se desarrolla en los siguientes artículos:
Artículo 1.º El día 7 de octubre de todos los años se conmemorará la fecha del natalicio del Príncipe de las letras españolas Miguel de Cervantes Saavedra, celebrando una fiesta dedicada al libro español.
Art. 2.º En las Reales Academias y en los Paraninfos de las Universidades e Institutos del Reino se celebrarán en ese día sesiones solemnes dedicadas a ensalzar y divulgar el libro español, disertando, además de los Académicos, Catedráticos y personalidades científicas y literarias que cada corporación designe, un alumno de cada Facultad.
Art. 3.º En todas las Escuelas especiales del Estado, sin excepción alguna, incluso las militares y de la Armada, se celebrará sesión pública, dedicada al libro español y particularmente a conferencias sobre bibliografía de las especialidades correspondientes.
Art. 4.º En las Escuelas nacionales, sin excepción, se dedicará el 7 de octubre de cada año, una hora, por lo menos, a la explicación de la importancia del libro español y a la lectura, por los maestros o por los alumnos, de fragmentos de obras que son gloria de nuestro idioma o que difunden el valor del libro como instrumento de cultura, civilización y riqueza nacional.
Art. 5.º Todos los Establecimientos de enseñanza particular celebrarán el «Día del Libro» una fiesta adecuada al fin de la obra, dando cuenta de su actuación a las autoridades académicas correspondientes.
Art. 6.º En los cuarteles y en los buques y arsenales de la Armada se dedicará en dicha fecha una hora, por lo menos, a la lectura de trozos escogidos de nuestra literatura en los que se enaltezca a la patria y al libro español.
Art. 7.º En los Establecimientos de beneficencia se procurará celebrar la fiesta del libro o, cuando menos, repartir lectura entre las personas que en ellos se hallen acogidas; en la misma forma se celebrará la fiesta del libro en los Establecimientos penitenciarios.
Art. 8.º Las Bibliotecas oficiales y las de los Centros e instituciones de enseñanza deberán dar ingreso en el «Día del Libro» a nuevos volúmenes que, al ser registrados en sus catálogos respectivos, figurarán como adquiridos en celebración de esta fiesta cultural.
Art. 9.º Las entidades y corporaciones que perciban subvención del Estado, de la Provincia o del Municipio, quedan obligadas a dedicar en la misma fecha, un mínimo del 1 por 1.000 de esas subvenciones, a la compra y reparto de libros.
Art. 10. Anualmente y en conmemoración de esta fiesta deberán crear las Diputaciones provinciales una biblioteca popular, por lo menos, en el territorio de su provincia respectiva.
Los Ayuntamientos destinarán igualmente el «Día del Libro», una cantidad del medio al tres por mil, según el presupuesto y número de habitantes, fijándose la escala por Real orden, a la creación de Bibliotecas populares, o reparto de libros en sus establecimientos de enseñanza o de beneficencia y entre los niños pobres.
Art. 11. El Comité y las Cámaras Oficiales del Libro procurarán recabar de autores, editores y libreros, que establezcan un descuento especial en el precio de venta de los ejemplares que el público adquiera en el día señalado para la celebración de este festejo, debiendo recabar, asimismo, donativos de libros, folletos y periódicos, con destino a Hospitales, Hospicios, Colegios de Huérfanos, Centros de Beneficencia, Penales, &c., que se repartirán precisamente en ese día.
Art. 12. Las Cámaras Oficiales del Libro de Madrid y Barcelona concederán el «Día del Libro» un premio de mil pesetas cada una al artículo periodístico que se publique en idioma español antes de la fecha del concurso y reúna, a juicio de ellas, mayores méritos, como estímulo de amor al libro o como medio de difundir la cultura. Dichas Cámaras publicarán, con la necesaria antelación, las bases o condiciones a que habrán de sujetarse los concursantes.
Art. 13. El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes adoptará las medidas convenientes para instituir, con cargo al capítulo correspondiente de su presupuesto, un premio especial destinado a la obra de mayor interés científico, cultural o literario, que se publique cada año, coincidiendo su otorgamiento con la fecha señalada para esta fiesta de cultura.
Art. 14. Queda encargado de la ejecución de este Real decreto el Comité Oficial del Libro y su Comisión permanente, a los que se incorporará, a este fin, un representante especialmente designado por el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes.
Art. 15. La primera fiesta del libro español se celebrará el día 7 de octubre de 1926. Los jefes de los Departamentos y los de los servicios a que afecta el presente Real decreto, así como las Diputaciones provinciales y los Ayuntamientos, prevendrán todo lo necesario para que en los próximos Presupuestos se tengan en cuenta las obligaciones que se derivan del cumplimiento de lo preceptuado a fin de que la primera fiesta anual del libro revista toda la brillantez que su importancia requiere.
Una sola objeción cabe hacer a estas disposiciones. En el espíritu de los ponentes que redactaron estas bases, al hablar de premiar la obra mejor editada, durante el año, se referían al editor, no al autor; ya que hasta la fecha poca recompensa han recibido nuestros editores por su labor que tanto realza la cultura española, como lo demostraron en la Feria Internacional del Libro, celebrada por primera vez en Florencia el año 1922.
No han cesado en estos últimos meses las acertadas disposiciones del Gobierno para que España entera celebre este día. Por lo que toca a nuestra ciudad, se cumplirá con largueza lo preceptuado en dicho Real decreto.
Pero no fue este, no debe terminar aquí, el alcance de esta soberana disposición. Así como el idioma español es patrimonio de veinte naciones que al entonar sus ruegos cada día en el dulce idioma de Cervantes, entonan también un canto de amor a la nación progenitora, así también el libro español debe ser patrimonio de toda nuestra raza. Y lo mismo deben ser considerados españoles o hispanos, los libros que se escriben en las orillas del Plata, como los que se editan sobre el mar Pacífico, o en las rientes ciudades que bordean el mar Antillano.
Son las Cámaras del Libro las llamadas a realizar este ideal; reunidas en su seno impresores y papeleros, grabadores y libreros, autores y editores, por fuerza, si la voluntad es una, han de hallar la fórmula, ya sea por medio de sindicaciones, o por acumulaciones de capital o de otro modo, que la ciencia económica moderna señala, que permita reunir en un solo y apretado haz editorial la producción literaria de todas las naciones de española habla, para lograr así la máxima difusión que permita enaltecer y avalorar, cual se merecen, los frutos de nuestra intelectualidad de aquende y allende los mares. Y para esto, es necesario que, levantando los corazones, fijen su vista, como decía el creador de estas Cámaras, su maestro y su alma, don Gustavo Gili, en el libro únicamente, tomándolo como exponente de cuanto noble, cuanto sapiente, cuanto elevado, produce la fuerte y viril mentalidad hispana.
Este Día del Libro, como la Fiesta de la Raza, ha de celebrarse en todos los países donde el idioma de Cervantes es el oficial.
Esta es labor a la que pueden coadyuvar las Cámaras Españolas de Comercio en Ultramar y nuestros representantes en América y Filipinas, sobre todo teniendo en cuenta que el Gobierno en el Real decreto modificando la enseñanza secundaria, ha incluido en el bachillerato la Historia y la Geografía de América, enseñanzas que formaban parte de la Cátedra de Estudios Americanistas, creada en 1919 en nuestra Universidad para aquel ilustre americanista, maestro y guía nuestra, don Federico Rahola, y para cuya implantación tanto ha trabajado el meritísimo catedrático de esta Universidad, don Eduardo Pérez Agudo.
Pero para que sea verdaderamente eficaz este ideal de la política del Libro, es preciso que los autores de las Repúblicas hispanas hallen en nuestros editores iguales facilidades que los nacidos en España. Se logrará con esto una mayor divulgación de las obras de aquellos escritores, merced a la perfecta organización comercial de nuestras casas editoriales y se evitará el peligro que representa el Congreso de escritores hispanoamericanos que trata de celebrarse en México, para conseguir que aquellos países se organicen editorialmente, a fin de poder lograr una autonomía que hoy no tienen, dado el adelanto de nuestras Artes Gráficas.
Otro ideal a realizar es que los numerosos libros de texto y demás publicaciones que varios Gobiernos hispanoamericanos editan por razones económicas en países de otra habla, se impriman en España; es el Gobierno quien podría lograrlo mediante algunos sacrificios, que quedarían de sobra compensados por la trascendencia que representaría, el que los niños americanos, al empezar sus estudios, encontrasen el pie de imprenta español en los libros donde aprenden las primeras letras y las primeras nociones del saber.
Mucho puede hacer en este sentido la Sección Americana del Ministerio de Estado, mucho más el Comité del Libro, donde su Presidente, el señor Iranzo, ha dado ya relevantes pruebas de su amor a ese maravilloso propagador del pensamiento humano que se llama libro, pero, sobre todo, las Cámaras Oficiales del Libro, puestas sus miras en algo más alto que los intereses materiales, en algo más alto aún que el mismo libro, en nuestra patria, han de procurar que el pensamiento y la cultura de aquellas naciones que un día esta creara, se desarrollen al par de las de España, porque el día que en todas ellas sea uno el pensamiento y una la cultura, como único es el idioma, aquel día existirá de hecho la España Mayor, que para el bien de la humanidad nos reserva el porvenir.
Mariano Viada
El Día del Libro
Instituida por el Gobierno esta festividad de la cultura, a todos importa su difusión y cumplimiento.
Son pocas las iniciativas de los que aspiran a un mayor grado de instrucción de nuestro pueblo, que puedan rivalizar con ésta en utilidad. Sus resultados prácticos no se han de ver en seguida, y este es un peligro para el buen éxito del Día del Libro en un país escéptico y poco dado al esfuerzo continuado en aras de un ideal de lejana realización.
Sobre la raza parece pesar un cansancio de siglos. De aquí que todos los propósitos de regeneración sean abandonados poco después de iniciados. Un deseo secreto de mejorar impele a los españoles a esos movimientos bruscos y desbordantes que rompen por un momento la monotonía de su corriente perezosa por los cauces de la Historia. Pero, luego, otra vez la larga y atrofiadora quietud de remanso, hasta un nuevo desenfreno epiléptico del entusiasmo popular.
Esto implica, sencillamente, ausencia de carácter y falta de ideal, de un ideal español, que no se podrá infundir en el alma de España hasta que se destierre el analfabetismo y se consiga que lea el que sepa leer. Sólo entonces lograremos que la masa sea dúctil a las sugestiones de los hombres dirigentes o en condiciones de llegar a serlo, que este pueblo tenido por ingobernable (para nosotros mal gobernado) llegue a ser fácilmente gobernado.
Nadie más apto para toda buena obra de gobierno que el hombre culto. Lo primero que nos debe importar, pues, es hacer cultura. Con el Día del Libro comenzaremos a hacerla. Los niños aprenderán ahora en la escuela lo que nadie se preocupaba de ensalzar, el amor al Libro, al libro bueno, generoso, útil, fiel.
Al niño español nadie le enseñaba a saber lo que es y representa el libro; y como lo ignoraba, y hasta, ¡oh dolor!, como lo odiaba a través de sus pobres, feos y torpes libros de texto que daba en la escuela sórdida y miserable ante un maestro que en ocasiones estaba falto de esa satisfacción interior que impulsa al hombre a cumplir con su deber en todas las ocasiones de la vida, al llegar a ser adulto jamás se le ocurría pedir al libro lección ni consejo. Y la juventud se entregaba al deporte embrutecedor (toros, fútbol, boxeo) o al vicio.
Y todo por imprevisión de los gobernantes. Desde comienzos de siglo venían pidiendo los militantes del socialismo lo que se ha llamado los tres 8: 8 horas para el trabajo, 8 para la instrucción y 8 para el descanso. Con la guerra han transigido los Gobiernos con esta fórmula salvadora, según los apóstoles del obrerismo, y los resultados de su implantación no pueden ser más tristes y desolados. Antes eran muchos los obreros que anhelaban una mayor cultura, ser más perfectos intelectualmente hablando. No estudiaban por falta de tiempo. Ahora tienen tiempo; pero no instrumentos de cultura. Los Gobiernos no se preocuparon de fundar Universidades populares ni Bibliotecas públicas y el obrero ha caído insensiblemente en la brutalidad del deporte y en el ambiente corruptor de la taberna a falta de instituciones que absorbieran noblemente sus ocios.
El Día del Libro contribuirá a desterrar este peligro. Los Ayuntamientos y las Diputaciones dispondrán de recursos para crear bibliotecas, y los editores y libreros, así como ciertos organismos facultativos del Estado, velarán, por medio de las Cámaras y del Comité del Libro, para que se cumpla el Real decreto de 1926, instituyendo esta fiesta de la cultura.
Ninguno de los elementos profesionales interesados en favor de la rápida adaptación a nuestras costumbres del Día del Libro, debe acariciar propósitos de lucro ni pretender provechos materiales derivados de esta fundación. Sólo nos debe guiar un férvido anhelo de mejorar la condición intelectual de las generaciones futuras, de llevar a efecto una labor de apostolado que acabará rindiendo sabrosos frutos y, con los años, elevando el nivel medio de cultura al hacer, como dijo Ortega Munilla, que los que no sepan leer aprendan y que lean los que sepan.
Vicente Clavel
Elogio del libro
…Aquella tarde habíamos librado una brava pelea los escolares. Divididos en dos bandos, agramonteses y beamonteses, que recordaban antiguas rivalidades en el Reino de Aragón, sosteníamos en la clase de Historia un combate cotidiano que consistía en preguntarnos mutuamente la materia de la asignatura para estimular, en noble emulación, el estudio durante el curso; pero solía ocurrir que el bando vencido, o sea el que más fallos había cometido en las contestaciones, tomaba la revancha a la salida de las aulas descargando morrocotudos golpes sobre las espaldas de los victoriosos, con los mismos libros de texto que eran el arsenal de nuestras armas. Aquella tarde, el mísero parque del antiguo Colegio Real de San Pablo, de Valencia, se estremeció con los gritos de los combatientes. Por tal escándalo fuimos castigados. Docenas de muchachos caímos de rodillas durante la hora de clase y a falta de almohadón que nos librase las rodillas de las durezas del pavimento de ladrillos rojos, pusimos nuestros libros. Esquivando la mirada del profesor nos mirábamos furtivamente conteniendo a duras penas furiosos ataques de risa. Y entró entonces un clérigo, profesor del Instituto, hombre bonachón y afable; un cura de Campoamor, pero ducho en griego y en latín. Rogó al profesor de Historia que nos perdonase y recogiendo del suelo los libros, que habíamos utilizado de almohadilla –aún parece que lo estoy oyendo,– nos preguntó:
–¿Sabéis lo que es ésto?
–…Libros… libros… –contestábamos tímidamente algunos.
–Que son más que papel: son almas. Aquí veo la risa y la galanura de Horacio, el suspirar de Ovidio, la elocuencia de Cicerón. ¿Por qué los maltratáis así? Esto es un tesoro que no se debe pisotear; es vuestro porvenir. Poned los libros junto al corazón y encima de vuestra cabeza, que son cosas sagradas porque inmortalizan en esta vida el alma que nos dio el Creador…
Poco faltó para que nos echásemos a llorar. No volvieron a repetirse las peleas, y la visión del libro como algo sagrado me ha seguido en el resto de mi vida. Yo conocí desde la infancia la emoción del libro y esa ha sido la inspiración que ha influido en la rebusca del Oriente para mi existencia, aunque alguna vez, como el ingenuo discípulo que buscaba al doctor Fausto, me haya tropezado con Mefistófele.
Ahora, meditemos. Veamos lo que es un libro.
Mirado sociológicamente, como instrumento de solidarización social, el libro es el medio psicofísico de comunicación más duradero, símbolo del cosmopolitismo en el tiempo y en el espacio. Un libro nos trae el reflejo de la luminosa alma de Platón y eterniza su brillo a través de dos mil años; otro libro nos brinda el místico goce de la palabra del dulce Rabbí de Galilea, y por el libro también, el estudioso de un Continente recoge la obra científica de quien trabajó más allá de un océano. Las maravillas del Arte, el éxtasis lírico y la fascinación poética, las recoge el libro con más seguridad muchas veces que la materia modelada que consume el tiempo. En el libro se eterniza y revive el espíritu; el reactivo que descubre en el viejo pergamino la palabra del pensador milenario, resucita un alma. ¿No fue el Renacimiento, al desenterrar los clásicos, un revivir de almas? El tesoro de cultura que confiado a la memoria podría perderse, el libro lo acoge y defiende. La memoria de los hijos de los Incas no recuerda la técnica de su antigua cultura; los hilos y trenzados de sus quipos, son vestigios muertos de una cultura que no conoció el libro. Toda orientación profunda, fundamental, eterna, del espíritu humano, va unida a un libro de suprema grandeza histórica: decir Biblia, es decir Religión; decir Odisea, es decir Poesía; recordar los Diálogos de Platón equivale a repasar las bases de la Filosofía; la Ciencia surge serena en los libros de Aristóteles; en el Quijote fluye copiosa la intuición de la vida, y en el Fausto, la ciencia de la vida y la vida de la Ciencia.
Un libro hecho sobre la realidad o sobre otros libros, siempre encierra un valor objetivo o subjetivo que pesa en la balanza de la cultura. El auto de fe que significa la condenación del libro, revela en el mismo sacrificio del fuego la eficiencia espiritual, en bien o en mal, de todo libro. Galeoto fu il libro e chi lo scrissi, gime la infortunada Francesca, arrastrada por el torbellino de las almas condenadas por pecado de amor, recordando el hechizo fatal del libro de pasión que le hizo caer en brazos de Paolo. ¡Seducción del libro que exalta el inmortal poeta florentino en su mundo imaginario y que en el mundo real se confirma, desde el ejemplo de la juventud romana embriagada por el Ars amandi, hasta el efebismo femenino de hoy, irradiado por la venenosa y cínica Garçonne!
Pero al libro no hay que pedirle más de lo que su propia naturaleza puede brindarnos. Los versos angustiosos de Fausto ante los libros que ni le hicieron feliz ni omnisciente, son una preparación teatral para justificar su mística revelación postrera, pero no la protesta justa contra los libros, que ni pueden ser fuente de plenos placeres, ni encerrar la verdad absoluta. La Verdad no siempre es bella ni es amable, sino a veces repugnante, como el sapo, que lleva, sin embargo, una piedra preciosa en la cabeza, según nos enseña Shakespeare en su profunda visión de la vida.
En síntesis: la emoción del libro y la lógica del libro, mueven y señalan rumbos a la marcha de nuestra vida. De mí puedo afirmar que cada nuevo horizonte de mi vida va asociado a la sugestión de un libro.
Pensemos ahora en lo que ha de ser nuestro libro.
Recordemos cómo se valora el libro en la cultura actual. Cuando algunos pedagogos cierran contra lo «libresco» –dicho sea con permiso,– no es que ataquen al libro, sino al fetichismo literario y bibliómano, que del libro, concebido como gran auxiliar, hace una fuente única de conocimiento. El libro supone la compañía de un maestro en la época de formación educativa, de lo contrario se produce el aborto de El Príncipe que todo lo aprendió de los libros. Pero adonde no puede llegar un maestro, puede alcanzar un libro, y provechosamente. Los países que más actividad editorial muestran son también los más cultos. En la vieja City londinense, los comercios de libros semejan bibliotecas en plena calle, rimeros de tomos al alcance de la mano del transeúnte, y obras apiladas en abundancia aplastante dan idea de las plumas que escriben y de los lectores que tienen; las calles vecinas a la Universidad de Berlín, por no referirnos a otras, semejan ferias permanentes de libros. No hablemos de las grandes bibliotecas públicas ni del ejemplo de otros países modernos, pues basta con la indicación hecha.
¿A qué es debido ésto? Creo sinceramente a que en esos países se sabe pensar y se sabe escribir; se sabe editar y se sabe proteger la actividad editorial, y el mismo Estado remata la obra haciendo la propaganda de la cultura nacional en el extranjero. De todo ello resulta el prestigio del libro nacional. Todo está en conexión, desde el rango de los que se afanan por producir hasta el de los que se esfuerzan por comprar y los que oficiosamente propagan. El profesor Kohler, que fue de la Universidad de Berlín, no sólo escribía magníficos tratados de derecho privado; hacía también novelas y jugaba el arco sobre la viola como un profesional. Indudablemente que si en vez de dedicarse a su cátedra de ciencia se hubiese abandonado al bufete de abogado, la literatura jurídica alemana no le debería ni un solo renglón (y callemos los países en los que pasa ésto). ¿A qué editor podría dirigirse Kohler que no le recibiese con los brazos abiertos? En cambio, nuestro Castelar no encontraba editor para su obra Historia de Europa en el siglo XIX, hasta que el editor González Rojas (él mismo me lo contó) se compadeció del gran tribuno, cuya consistencia científica será discutible, pero no su inmenso valor representativo. ¿Qué hace Francia por su parte? Dedica muchos millones a la propaganda de las Obras francesas en el extranjero, según rezan sus presupuestos; el primer comisionista (gratis) de libros franceses es el Ministro de Negocios Extranjeros, que en el año corriente destina a envío de libros, 955.000 francos. Teniendo presente que para compras de libros el Ministerio de Instrucción Pública gasta en España 25.000 pesetas, nuestro esfuerzo representa 1/7 de la acción de Francia.
El valor del libro está, principalmente, en su utilidad como obra profesional y en el carácter propio como obra de creación imaginativa. Esto último es lo más importante para nosotros, que no hemos sabido prestigiar el libro español. Muchos de nuestros libros son una imagen de muchos de nuestros periódicos, que semejan documentos de descastados; las planas están plagadas de noticias banales; en sitio preferente descuella, a tamaño grande, el retrato de alguna de las fugaces «estrellas» (ya sé que algunos eruditos ignorantes y cursis, por añadidura, escriben «star») del Hollywood, la cual ni se entera de la fineza; sus dos buenas columnas se lleva el anticuado «cuento del día»; a la nariz de un chato he visto dedicada una poesía, cosa que no le interesa a nadie y ofende a todos los chatos; reflejan del mundo lo que quieren contar las agencias… mientras que toda una corriente abandonada de cosas reales se agita y vive entorno de este vacío. Mientras nuestros autores recojan el desecho literario ajeno y el patrón exótico –como hacen muchos novelistas,– olviden lo objetivo por lo convencional y atalayen el mundo desde la mesa de un café y aparezcan como cuerpos extraños en los círculos de la vida selecta, el libro español, de gran público, no se producirá. Además, con poca lectura no se hace un libro, que debe ser hijo del mucho estudio o del mucho ingenio.
A los duchos en las artes del libro les corresponde lo demás; la forma, que corre parejas con el contenido en la definición del valor de una obra en el mercado. El libro nacional lanzado al mundo, bien pensado y mejor impreso, equivale a una cédula espiritual para el pueblo que le hizo.
Yo bien sé que no confundo el libro con la escritura, ni atribuyo a aquél todas las excelencias de ésta; la escritura no siempre supone un libro, ni todos los pueblos que escribieron han hecho libros; pero el libro es el exponente máximo de la escritura, la única obra que concebida como creación de arte, puede hablar y no tiene límites en la evocación de horizontes, porque sus panoramas son la infinitud de la imaginación creadora. No se sentía aislado nuestro Argensola al desear como ideal «un libro y un amigo…», símbolos de la sabiduría y de la vida efectiva y noble.
¡Símbolo de la sabiduría, que es camino de perfección si se orienta hacia idealidades divinas! ¿No ha sido llamado divino Platón por su elevación espiritualista? El Viejo Testamento dedica libros enteros a elogiar la sabiduría, y en sus floridas alegorías y riquísimo simbolismo funde la esencia del saber con el sentimiento de la divinidad, ya que la sabiduría que conduce a la perfección ha ser pura, libre de pasiones. Y el libro es el símbolo, lo que con profunda visión ha señalado la moral musulmana: la antigua, obligando a todo buen creyente a copiar el Korán, en cuyas suras campea el saber semita; la moderna, diciendo que vale más la tinta del sabio que la sangre de los mártires.
Pero también el libro es un certero augur que descubre las entrañas espirituales del hombre sin necesidad de inmolarle, como en los viejos sacrificios, y lee su porvenir. Una escuela puede convertirse en laboratorio de psicología experimental, empleando los métodos que se practican para revelar el carácter de los niños; pero mucho más certero que los procedimientos psicométricos, es el empleo de los libros como piedra de toque. La preferencia de los niños por los libros de ciencia o de arte revelarán su carácter y sus dotes especiales, y en el pan de cera de su inteligencia quedará la huella imborrable de las primeras lecturas. Como libro de lectura se recomendó oficialmente el Quijote para las escuelas, por ser tesoro del idioma; pero no es ese el tesoro que hay que llevar a la escuela, no es la sintaxis irreprochable de Cervantes lo primero que hay que aprender, sino los libros cumbres que despiertan las virtudes esenciales del espíritu humano.
Yo pondría al alcance de todo el mundo, hasta del último representante del vulgo, los libros típicos y sus glosarios que infunden amor, simpatía humana, voluntad, ilusión, moral y también dolor que purifique. Ese debe ser el programa de educación humana, y como español haría esta reflexión, pregunta y petición, al mismo tiempo: el Estado, en su misión de fomento social, protege la producción de la riqueza; premia a productores y a exportadores; al que cultiva el algodón y al que construye barcos. Entonces ¿por qué no organizar firmemente la protección a la riqueza espiritual? Porque también el pan del espíritu es necesario y en España falta pan, mucho pan, aunque los indigentes no sientan hambre. Todo libro, toda publicación, debe conocer la protección del Estado tan pronto salga de la imprenta, protección que debe acrecentarse cuando el libro nacional salva la frontera o cruza el mar. No será dinero perdido el que se emplee en la protección. Por millares envía Francia sus libros al extranjero, como propaganda de la cultura francesa, y esa propaganda no queda limitada a una complacencia nacionalista o ideal, pues, como afirman los autores del Rapport del Ministerio de Negocios Extranjeros, el libro francés ha facilitado la expansión económica de Francia en el mundo.
Cuando un pueblo festeja el libro, honra su carta de nobleza espiritual.
Vicente Gay
Mirando al futuro
Nuestro inmortal Cervantes puso en boca del ingenioso hidalgo de la Mancha aquel famoso discurso a los cabreros que comienza así: «¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto.»
Es la añoranza del pasado por un hombre de genio que había sufrido todas las miserias y los dolores de la vida, a quien era duro conquistar el pan de cada día.
Don Quijote no ha de volver a resucitar, ya que el autor sin par lo dejó «muerto y sepultado por que ninguno se atreva a levantarle nuevos testimonios». En mal hora vino al mundo al que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona. Nunca segundas partes fueron buenas. Y bien merecida está la pena de olvido a la audacia de Avellaneda.
Pero no hay por qué desconfiar que en lo futuro el espíritu cervantino reencarne en otro hombre también de genio. Y acaso entonces, cambiando la ficción, conservando el estilo claro y limpio del maestro insuperable, como cumple a un escritor español de cepa castiza, es muy posible que el héroe que la fantasía cree, en trance idéntico al del andante caballero, rodeado de gente humilde, que es ante quien, por lo general, se dirige la divina palabra o se expresan los altos y desinteresados pensamientos, caiga en la tentación de evocar la edad dorada, pero no ya mirando al pasado lleno de felices recuerdos, sino presintiendo con visión exacta las venturosas realidades de un futuro, tal vez más inmediato que remoto.
Ese autor que todavía está en el seno misterioso del tiempo, oirá la voz antigua y lejana que hace veinte siglos proclamaba que «no sólo de pan vive el hombre…». Y dará toda la preferencia, en su discurso, a la vida del espíritu. Y pensará en la cultura universal, el gran patrimonio de todos. No habrá entonces tampoco ni tuyo ni mío. El pensamiento humano será común. ¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos!…
Con seguridad habrá acabado entonces esta edad de hierro, que todavía estamos viviendo. La conquista del pan, que es la característica de las luchas de nuestros días, habrá dejado de ser para los hombres el afán de cada día. Un nuevo asiento económico de la sociedad a lo largo de sus evoluciones sucesivas, garantizará la paz del mundo. Sobre todo esa desigualdad humana, sueño al parecer imposible, porque se ha venido batallando desde hace tantos siglos, se habrá realizado por la elevación del espíritu colectivo, en que participan todos. El hombre no se sentirá acosado del afán de la riqueza, sino del ansia de la cultura. Y ésta se hallará liberalmente a su alcance. El libro será el instrumento único de la civilización futura. Desde hoy debemos rendirle pleitesía, saludándole como heraldo de las venturas de un mañana incalculable, pacífico engendrador de un mundo nuevo.
Hoy obliga fervientemente nuestra gratitud. Merced al libro no se han extinguido las huellas del pensamiento humano en su laboriosa ascensión a través de los siglos. Gracias a él nos enlazamos, a lo largo de una cadena sin fin, con los hombres de los primitivos tiempos y hemos podido recoger, y conservar, y multiplicar, el tesoro espiritual de las muy antiguas civilizaciones. Sin el libro, indudablemente la humanidad hubiese naufragado en un período de barbarie y lo que hoy con tan legítimo orgullo llamamos ley del progreso humano se hubiese quebrantado, tal vez para siempre, hace muchas centurias.
Gracias eternas sean dadas a aquellos monjes pacientes de los tenebrosos siglos medios que en la soledad de los conventos, admirables copistas, fueron reproduciendo en manuscritos todo el legado de la antigüedad a punto de extinguirse. Ellos nos dejaron en herencia el caudal preciado de las civilizaciones más remotas y el archivo de los hechos, que han servido para trazar, entre obscuridades y fantasías de leyenda, su ruta muchas veces milenaria de la Historia. Sin ese silencioso y perseverante trabajo frailero se hubiera perdido irremisiblemente el caudal precioso de la cultura clásica, en medio de la barbarie de los tiempos medioevales y hubiese sido imposible que adviniera la maravillosa renovación que trajo el Renacimiento.
Pero lo que verdaderamente decidió los destinos del pensamiento humano fue el invento, de cuna humilde al parecer pero de porvenir trascendentalísimo, de Gutenberg. Por su trascendencia, la imprenta es el descubrimiento más grande que vieron los siglos. Ella produjo la revolución más honda en los fastos históricos de todos los tiempos. No bastaba salvar del naufragio los tesoros espirituales de la antigüedad. Era necesario, además, que ese tesoro no fuese el patrimonio de unos cuantos; era preciso que fuese por entero a la comunidad humana, hacer de él partícipe a todos. No siendo como la riqueza material indivisible, merced a la letra de molde el tesoro espiritual era multiplicable hasta casi el infinito. Así no se vinculaba en una clase privilegiada, sino que iba íntegramente, a repartirse por igual, al pueblo.
Ninguno puede considerarse sin derecho legítimo a la herencia intelectual y literaria de todos nuestros antepasados. La multiplicidad del libro concedía a cada uno su parte en la única herencia que es de hecho común a todos.
Mucho más que otros «que el mundo alborotado aclama» han merecido gratitud imperecedera los que, auténticos bienhechores humanos, consagraron el esfuerzo de sus existencias modestas, igual que los frailes de antaño copiando y recopiando manuscritos, a la reproducción de las obras fundamentales en ediciones de libros, por curiosos y raros, hoy día impagables. Lo mismo Plantín en los tórculos de su casa de Amberes, que Aldo Manucio en sus talleres de Venecia. Y Elzevir y tantos otros.
¡Loado sea el libro! Cuanto más viejo más querido –ancianidad única que tiene todas las devociones y admiraciones– y cuanto más humilde más estimado porque ¡generosidad única en la vida y en el mundo! él es de todos y para todos.
Igual visita pauperum tabernas, regumque turres. Pero no es en los hogares, como en la imagen del poeta clásico, la muerte, sino que es la vida. El lleva consuelo al triste, resignación a la desesperanza, enseña la piedad al egoísmo e infunde el culto del idealismo despertando en el fondo de los seres una segunda vida puramente espiritual.
Esa vida será la que vivan los hombres de mañana. Ya estamos hoy viendo de cerca el admirable prodigio que está realizando la difusión del libro, que se acerca a las más humildes clases sociales, que ha borrado las fronteras, que ha universalizado la cultura. Día llegará, andando los tiempos, en que la humanidad entera, por esa universalidad de la cultura, no quedando de ella excluido nadie, llegue a la máxima civilización. Y ella será la hija del libro, del libro humilde, del libro barato al alcance de todas las fortunas, que ha recogido el pensamiento humano y lo ha puesto al alcance de todos los hombres. Entonces será la verdadera edad de oro, porque será la edad de la espiritualidad, alma del mundo.
Ángel Guerra
Mi elogio del libro
La invención de la imprenta, de esa arte conservadora de todas las artes, de esa arte que es el mejor guardián de todas las cosas y el cauce o canal de todas las ciencias, de esa arte que, por retornar a la vida a los muertos, ha sido llamada felizmente «resurrección», es el legado más hermoso que a las presentes generaciones hicieron las generaciones del pasado.
Con la impresión del libro, con la multiplicación del libro, la ciencia, que estaba, por así decirlo, encerrada en los monasterios y en los palacios de los magnates, y venía a ser privativa de los monjes y de poquísimos elegidos, se expandió indistintamente a los hogares, a las ciudades, a las provincias, a las naciones, y pronto fueron estrechos los límites de Europa para la expansión sobrenatural, divina, del sublime y manual invento.
Por esto el Supremo Hacedor, que todo lo prevé y a todo provee, en sus designios inescrutables, hizo que un genovés descubriese las Indias Occidentales y que por mediación de los españoles llegase a ellas el libro, la inestimable invención de un maguntino. No quiero decir con esto que el primer impresor que se estableció en América fuese español; pero de Sevilla llegáronle a México, a Nueva España, los primeros libros, y de Sevilla, aunque alemán, el primer impresor Crombérger.
Las naves de nuestros navegantes y de nuestros conquistadores volvían, ciertamente, de aquellas tierras, cargadas con lingotes de acendradísimo oro; pero ésas mismas naves conducían a los países descubiertos y conquistados algo que valía muchísimo más que el oro: el libro, más eterno, más perdurable que el mármol y que el bronce: mucho más preciado también que el oro, porque quien se apega a éste, se embastece, se petrifica, se enruinece y se pierde, mientras que quien al libro se apega, se ennoblece, se ilustra, se redime y se dignifica.
Yo no sé cuál, de entre los compañeros de Colón, llevó a América el primer libro, ni de qué especie el tal libro era: un libro de rezo quizá, quizá una relación de viajes; pero, sea quien fuere el primer introductor de ese primer libro en aquellos países hermanos, aunque anónimo, ha de florecer constantemente, entre inefables bendiciones, en labios de todos los americanos.
¡El libro! Si los indígenas del Nuevo Mundo entregaban a los descubridores arracadas, brazaletes y fíbulas de oro, a cambio de cascabeles, abalorios y otras fruslerías, ¿qué tesoro no entregarían por la posesión de un libro, de ese breve compendio de la Naturaleza, a la que ellos admiraban hasta la adoración, con sus pocas o muchas hojas de papel de hilo apretadamente sujetas, en cada una de cuyas páginas se alineaban las letras como por compañías los soldados, y que en perfilados bojes reproducían los humildes techados, las groseras piraguas, los gigantescos árboles, las desvestidas gentes, de los países descubiertos, contraponiéndolos a los ricos palacios, a las soberbias carabelas, a los envelados mástiles, a los encorazados guerreros, de la nación descubridora, resguardado todo el conjunto, como por la corteza el coco, como por el zurrón los frutos, como por su piel correosa el plátano, por adobado y estirado becerro?
Y puesto que, según ha dicho el poeta venezolano Calixto Pompa:
«Es puerta de la luz un libro abierto,»
una vez franqueada esa puerta, tras la ascensión de los tres escalones que la preceden, el Abecé, la Cartilla y el Catón; una vez recibidas por los ojos en su corazón las impresiones de una nueva fe, de una nueva lengua y de una civilización completamente nueva, ¿qué de acciones de gracias, qué de encomios ditirámbicos, no brotarían de los labios de aquellos indígenas? Para unos sería el libro, luz del alma; para otros, despertador del espíritu; para esotros, aglomerado de verdades; para éstos, tesorería de Dios; para aquéllos, defensor constante; bien, alimento, herencia, dote, para muchos; riqueza, deber, virtud, derecho, saber, progreso, bendición, para todos…
Y cuando, medio siglo más tarde, en posesión ya del prodigioso invento de Gutenberg, contrastaron nuestros hermanos en una mano los mortíferos proyectiles y en la otra los caracteres de imprenta, el plomo-bala y el plomo-tipo, como gráficamente los ha llamado el colombiano Diego Lugo Ramírez, debieron de hacerse, como él, la reflexión siguiente:
«El propio mineral les dió su esencia;
y según la turquesa en que es fundida,
sombra de muerte esparce, o luz de vida,
sobre el veloz correr de la existencia…»
para terminar, como el mentado vate de Colombia, con este elogio del plomo-tipo:
«A la humana palabra formas presta,
de la razón esparce la luz pura,
y cual brillante faro que fulgura,
la senda del deber grandiosa muestra.
Mensajero de paz y de enseñanza,
doquier conduce el fruto de la ciencia;
encausa la verdad en la conciencia,
y al corazón inspira la esperanza.
Llevando sobre el ala el pensamiento,
cruza en rápido vuelo las esferas;
se allanan a su paso las fronteras
al poderoso impulso de su aliento;
y universal fraternidad proclama,
justicia y libertad, y paz y gloria;
y alumbrará radiante su victoria
el sol de caridad que al orbe inflama.»
Para explicar cómo Helios, después de efectuar diariamente su carrera a través del espacio celeste, desaparecía cada tarde en el Océano por Occidente y emergía por Oriente cada mañana, refieren los mitólogos que durante la noche viajaba en una barca o en una copa que Heracles le prestara para que atravesase, sin ser visto, el Océano.
Si lo divino puede, sin irrespetuosidad, ser comparado a lo profano, una cosa parecida, aunque inversamente, sucede con el libro.
Van y vienen periódicamente entre España y América abarrotados de libros los barcos: es decir, ha quedado resuelto con la navegación el comercio material del libro; pero la esencia, el meollo, la luz, el alma del libro, su comercio espiritual, para decirlo más concisamente, ¿cómo llegar de nosotros a los americanos y de éstos a nosotros, sin desviación ni pérdida de uno solo de sus átomos?
Dios, que, conforme he dicho, todo lo prevé y a todo provee, ha tendido en el espacio, entre España y América, a manera de atrevidísimo puente de un solo ojo, el arco iris, en cuyos siete colores están simbolizadas todas las ramas del saber humano: por este puente discurren, giran, chocan, se cruzan, avanzan, retroceden, confúndense, harmoniosamente, las ideas, impresiones, fantasías, juicios, evocaciones, sentencias, conocimientos, anhelos, de los escritores que aquende y allende del Océano cultivan la esplendorosa lengua de Cervantes: en ese heptagrama luminoso se confundirán el próximo Día del Libro los elogios que al compañero jovial, al consolador eficaz, al consejero sabio y al fiel amigo han prodigado los españoles amantes de América y los americanos que aman a España: a las voces del venezolano Calixto Pompa y del colombiano Diego Lugo Ramírez, ya mentados, se unirán la del sentencioso ecuatoriano Juan Montalvo: «Las obras donde entren Dios y la religión serán siempre superiores a las que versen puramente sobre cosas humanas»; la de la grácil poetisa chilena Lucila Godoy, que llama a los libros: «terciopelos del alma, labios jamás ahítos de endulzar a los tristes»; la del genial nicaragüense Rubén Darío: «fino estuche de artísticas joyas, ideas brillantes»; la del colombiano C. Soto Borda: «amigo más cercano y más firme de la vejez»; la del ilustre venezolano Rufino Blanco-Fombona: «vehículo directo del espíritu de un hombre (el auto) y de una raza (la raza a que ese autor pertenece)»; y las voces de tantos otros que no, por no recordados, dejan de singularizarse en el concierto hispanoamericano en loor del portentoso invento de Gutenberg.
En mi patria, en España, serán muchas las voces que se unirán a él, gracias a los innúmeros concursos convocados por el Estado y por las corporaciones que del Estado dependen. No se oiría, por débil y tomada, mi voz en ese concierto. Por esto he preferido dejar transcrita en el papel, en sólo dos pareados, la síntesis de mi amor y de mi veneración por el libro:
El mayor de los goces desconoce
quien el goce del libro no conoce.
Al verme de mis libros rodeado,
no envidio más riqueza, ni otro estado.
L. C. Viada y Lluch
El libro español y el hispanoamericanismo
I
Decía Joaquín Costa que todo español tiene el deber de defender la patria con los «libros» en la mano.
Y en efecto, el «libro» es el «arma» más eficaz de que el español –sería mejor decir España– dispone para realizar su acción de influjo en la vida internacional, especial o específicamente, en aquella vida internacional a que, constantemente, le invitan la historia y la visión de un porvenir –el suyo,– tan construido y hasta impuesto por obra de la historia misma y de la psicología de los pueblos de la «raza», porvenir que, en vano, nos empeñaríamos en destruir o en desvanecer.
Es el «libro», como arma, arma de alcance insospechable, infinito, que obra a distancia en el espacio y a través de los tiempos, arma que, por su naturaleza, esencialmente espiritual, está llamada, más que a imponerse dominando, a influir por la persuasión y la sugestión, sin aquellas violencias de las armas destructoras de vidas y de cosas.
El «libro» es el instrumento, por excelencia, para una expansión liberal, generosa, de sembrador; vehículo de ideas –si las lleva en sus páginas y si no al cesto de los papeles que toda nación tiene,– fuente de emoción estética, cuando es creación de artista, medio insuperable de expansión cultural, de comunicación etérea y de sugestión indefinible, el «libro» pone en manos del pueblo que lo inspira, lo sostiene, lo vive, y le da calor y autoridad, el medio, de más positiva y fecunda eficacia, para actuar o influir sobre el alma de quienes –individuos o pueblos– se hallen en condiciones de sentirlo y de utilizarlo.
Las cualidades generales del «libro», por ser libro –con sus dificultades, inconvenientes y desvíos, que todo tiene su precio– alcanzan o pueden alcanzar, su grado máximo para la máxima eficacia, en el caso de España frente o al lado de América, de la América española, merced a las amplias posibilidades psicológicas e históricas y étnicas que el genio prolífico de la raza le procura. Nuestro libro puede relacionarse, sin hacer el más corto rodeo, directamente, de alma a alma, con las gentes de los pueblos que piensan, hablan y se comunican en español, y se forman y viven teniendo nuestro idioma como cosa propia, como creación de su espíritu colectivo.
Un libro, en buen romance, aunque lleve su pie de imprenta de Madrid o de Buenos Aires, por modo natural y espontáneo tiene posibilidades de difusión amplísima, por muy diversas patrias, en las que todos los que leen pueden leerlo e interpretarlo por contacto directo. No en vano España, como Inglaterra, es nación alma de naciones, creadora de pueblos, y por ello, como Inglaterra, lazo étnico y fuerza de atracción espiritual que impide –ha impedido– la agria escisión de los grandes continentes que baña y une, y separa, el Atlántico.
II
Mas, para que nuestro «libro» –como el de allá– sea lo que puede ser, lo que debería ser en todos los pueblos de raíz hispana, es indispensable que sea «libro», es decir, algo más, mucho más, que simple papel impreso formando tomos.
Naturalmente no me refiero a las obras clásicas cernidas ya por la historia y consagradas como «valor» estético o doctrinal o filosófico… por la acción seleccionadora de los tiempos, y a prueba, por tanto, de polillas y ratones. Riqueza cultural consolidada, los clásicos, su difusión es cuestión de técnica de la propaganda, entendida ésta en su más amplio sentido, que comprende desde el arte crítico del especializado que elabora una edición finamente, hasta la función del editor que sea algo más, y algo distinto, del puro impresor y del simple tendero.
Ahora me refería al libro de hoy, al que se produce y se lanza al público, y que será, o no será clásico, y con o sin vistas a los siglos. No basta para que haga toda la labor posible, la que le corresponde dada su índole, que el libro goce del privilegio que supone el idioma de los pueblos que es nuestro idioma. El libro por ser libro no es ya, y sin más, instrumento de expansión cultural.
Frente al «libro » surge de modo fatal el problema que se agita en todas las manifestaciones del llamado «hispanoamericanismo», y que se plantea, de un modo más imperioso aún, cuando se quiere hablar de intercambio hispanoamericano. Lo primero, en un intercambio, aquí como en todo pueblo que aspira a cambiar, sean ideas, sean productos…, es tener algo exportable o digno de la exportación, y susceptible, por su calidad y por su cantidad, de suscitar demandas.
Nuestra función internacional en las esferas del vivir espiritual hispanoamericano –como las de los pueblos americanos de raíz étnica española,– será tanto más intensa, seria y fecunda, en expansiones culturales eficaces, cuanto más nos elevemos todos por la pendiente, agria siempre, que conduce a la conquista del propio «valor» y a la formación de la propia personalidad.
No olvidemos que, tener personalidad o ser de veras personalidad –condición para resonar en el mundo de la idea y de la acción,– debe ser la aspiración continua, el fin de todo ser humano individual o colectivo.
En el tema concreto del «libro», es esencial ser alguien, cada cual a su modo, con su nombre y apellido, y que siendo alguien se tenga algo que decir, y, en su caso, algo que enseñar: Los de acá como los de allá. O bien, o mejor, es esencial que seamos capaces de producir ideas, emociones, sugestiones, atracciones, inquietudes… fuerzas, todo lo cual no será posible, sino en una atmósfera de libertad y de publicidad y de trabajo. Condiciones, la libertad y el esfuerzo propio, en ella y por ella, sumadas al auxilio excitador de la educación y de la cultura, indispensables para lograr que todas las energías individuales y nacionales alcancen su máximo rendimiento.
Que España «cree valores», como ahora se dice, que sea ella misma un supremo valor en las cotizaciones «mundiales», que «cultivando su jardín», y afirmando su personalidad abierta a los vientos todos del espíritu, produzca «libros», vehículos de ideas y expresión estética de emociones humanas, quiero decir españolas y de valor universal por ser profundamente españolas, que es un modo –el nuestro– de ser humanas; he ahí la primera exigencia para la expansión del «libro» que acá se elabore.
III
Los pueblos que hablan nuestra lengua y, a su modo, cada cual el suyo, sienten la común historia, desean, con visible anhelo, recibir de la tierra madre y en la tierra madre las emociones que sólo ella puede producirles, y que sólo la literatura hispana puede suscitar en su alma. Es de ver cómo vibran las gentes de allá, que peregrinan por el viejo solar, al ponerse en directo contacto con los lugares que fueron un día escenario de los grandes o típicos acontecimientos de nuestra historia, y al pasear por los pueblos y ciudades característicos de las diversas regiones que forman el rico y variado mapa nacional.
Y como nunca quizá, o cada día más –el momento en todo caso es en esta relación culminante, crítico– las gentes de estudio, de espíritu curioso de aquellos pueblos, querrían recibir las noticias de lo mejor que por el mundo de las ideas y de los acontecimientos, se agite en el vehículo admirable del común idioma. Cierto día en Córdoba, la hermosa ciudad de cepa hispana, como pocas, del interior argentino, un médico muy distinguido me decía, lleno de emoción, que la mayor parte de los libros de estudio y de consulta en sus cosas procedían ya de España.
IV
Por otra parte, repercute fuertemente en América, no sólo en la española, el cambio de perspectivas intelectuales y estéticas acentuado con la guerra, y merced al cual se han transformado muchas estimaciones espirituales, subiendo con ello el aprecio de tantas manifestaciones originalísimas del alma y del genio español, creador de suyo; manifestaciones que no se traducen precisamente en inventos y progresos (?) del orden puramente material. Que en el mundo hay más. Y en eso, España aporta su perfume, su luz, su fuerza, expresión todo de una íntima energía, de un carácter estético y moral, que cada día alcanza más alta valoración en Europa y en América: repito que en toda América.
Basta pasar la vista por las publicaciones periodísticas, por la «literatura» en las diversas especialidades, y por la «crítica» de los distintos países, para convencerse de la curiosidad que despierta en los espíritus más cultos, España –la histórica y la actual– y los españoles más representativos de todos los tiempos. Y en la expansión del idioma y de lo español, por los medios intelectuales universitarios y escolares, verbigracia de Norte América, no influye sólo, aunque influye mucho, el deseo de poseer un instrumento como nuestro idioma, para realizar una penetración comercial y, en general, económica, por los pueblos de habla castellana; influye también, y en ciertas zonas más, el deseo de conocer directamente una literatura y una historia, y, en lo posible, asimilarse una forma original de civilización.
V
La expansión del «libro español» tendría ahora que considerarse desde otro punto de vista, a saber, el de la propaganda en el respecto técnico a que más arriba se hacía referencia : la propaganda «editorial» y «librera», o mejor, el comercio del libro especialmente en América. Lo del «buen paño en el arca se vende», no vale ni para el libro ni para ningún producto, sobre todo en una época como la presente, en la cual la «publicidad» es cuestión esencial en las relaciones del intercambio de productos… de todas las cosas que estén en el comercio. La publicidad, y otros motores, palancas, ruedas…, que se trata de un mecanismo psicológico-económico, muy complicado, y que exige una estructura u organización muy compleja. Pero el espacio me falta, no ya para tratar ampliamente el tema, que me faltaría competencia, sino para apuntar las brevísimas observaciones que me ha inspirado un largo trato con los «libros». Otra vez será.