Hora de España Barcelona, mayo de 1938 |
número 17 páginas 90-94 |
Comentario político |
Fascismo y antifascismo |
Mr. Flandin, expresidente del Consejo de Ministros, el más caracterizado defensor de la compenetración franco-alemana (¡dónde estará ya el recuerdo de 1870 y el de 1914!) y uno de los más autorizados simpatizantes con el nazismo fascista, ha publicado en la «Revue de París», un artículo donde muestra una hábil tendencia a desacreditar las democracias. Hácese, con ello, intérprete de la corriente que está envenenando al mundo. No hay ya diferencia –argumenta el político francés– entre el fascismo y el antifascismo. El control de los cambios, la requisa de bienes en el extranjero, de divisas y de valores mobiliarios para aportarlos al acervo estatal, la nacionalización del crédito y de las empresas, la iniciación de enormes obras públicas, el sindicalismo obligatorio, la intervención del Poder Público en la Prensa, la sumisión de los funcionarios a la inspiración política del Gobierno, medidas todas que hoy defienden y procuran implantar las democracias, ¿qué son, sino dogmas fascistas, vigentes ya en los países de totalitarismo autoritario? ¿Dónde está, pues, la diferencia entre ambos regímenes? El autor olvida el punto sustancial del problema. La diferencia, irreductible y mortal, no radica en la legislación sino en la fuente de la legislación. Esto es todo. Un régimen absolutista puede concebir leyes magníficas, pero los pueblos se niegan a admitirlas si no emanan de un poder legítimo, es decir, creado por la voluntad social. La razón es harto clara. Si se admite la arbitrariedad porque ha producido una obra buena, habrá que seguir consintiéndola, aunque produzca mil cosas malas. Enredada la cuestión en la apreciación del Derecho sustantivo, no se podrá discutir ya la legitimidad del sistema constituido. [91] Los liberales españoles que, aunque parezcan locos, suelen discurrir de vez en cuando, dieron un ejemplo magnífico de esta distinción cuando el dictador español Primo de Rivera tuvo la audacia de promulgar un Código penal. ¿Acaso el Código era íntegramente malo? No, sino que tenía cosas buenas y aun quizá fueran en mayor número las buenas que las malas. Pero el cuerpo legal venía impuesto por un Gobierno nacido de un golpe de Estado, actuante por la exclusiva voluntad regia, destructor del Parlamento, legislador según su real gana, negador de cualquiera intervención, de cualquiera fiscalización, de cualquiera crítica, perseguidor tenaz de la libertad política y de la independencia judicial. Y el pueblo español, con magnífico sentido de su derecho, dijo que no quería oír hablar de semejante aborto, aunque se hubiesen reunido para redactarlo Licurgo, Justiniano y Alfonso el Sabio. Únicamente así pudo ese pueblo implantar un día la República. Antes de que defendiera las democracias actuales el concepto del poder democrático, como único digno de respeto, lo habían proclamado los católicos al aceptar el derecho divino de los pueblos y repeler el derecho divino de los reyes. Si viviera hoy Santo Tomás, estaría al lado de la República española. No se atreve Flandin a desconocer la virtud de la democracia, pero pretende cohonestar su posición, razonando de este modo. «En cuanto a que sean el nazismo y el fascismo sistemas antidemocráticos, es éste un error histórico, porque la democracia no tiene necesariamente por base la elección. En muchos aspectos, el nazismo y el fascismo son regímenes más democráticos que algunos parlamentarismos. Sin duda la coacción ha sustituido a la libertad, pero es una coacción igualitaria, quizás más democrática que algunas libertades oligárquicas». Esta última frase demuestra lo insincero de la argumentación, porque ningún demócrata es partidario de la oligarquía; de modo que al enfrentar fascismo y oligarquía no se dicen dos cosas distintas, sino una sola. El fascismo se apoya siempre en una oligarquía. Dejando aparte ese falaz inciso dialéctico, la esencia del argumento es viejísima y desprestigiada. Desde siempre, todos los Monarcas absolutos –para no alejarnos demasiado, recordemos de Luis XIV a Fernando VII– han sostenido que había de gobernarse para el pueblo pero [92] no por el pueblo. Tan espacioso argumento se destruye por sí solo. Pues, ¿quién ha de juzgar si, en verdad, se gobierna para el pueblo o contra él? Negadas al pueblo las funciones de la censura, del veto y de la revisión, creerá siempre (probablemente de buena fe) que todo cuanto hace lo hace en bien del pueblo, aunque consista en pasar a cuchillo a la mitad de sus súbditos. Por eso, cuando los pueblos se encontraron colocados frente a sistema tan brutal, no tuvieron más camino de defensa que el regicidio; y fue inmenso adelanto civilizador la instauración del sistema constitucional, con arreglo al cual la elección de los legisladores, la fiscalización parlamentaria, la responsabilidad, el plebiscito y otros instrumentos análogos, ponían en las manos del pueblo una autoridad flexible, contemporizadora, rectificativa, que permitía atemperar las leyes a las necesidades sociales sin acudir al remedio extremo y repulsivo del asesinato. No, no hay democracia sino apoyada en el voto popular. Podrá haber tutelas, protectorados, instituciones misericordiosas, pero democracia, no. El mismo Flandin lo advierte cuando –acordándose, sin duda, de que hace política en un país democrático y no le conviene chocar demasiado rudamente con sus institutos constitucionales– añade: «Únicamente es preferible el régimen parlamentario cuando se acepta como criterio de la democracia, la libertad; libertad de pensamiento, de prensa, de reunión, &c.». ¡Por ahí podía haber empezado! Si lo hubiera hecho, se habría ahorrado escribir el resto del artículo. Porque, en fin de cuentas, no hay libertad sin democracia ni democracia sin libertad. Y una de las libertades esenciales en la democracia es la del voto, a fin de que las leyes provengan de las autoridades legítimas, que no pueden ser otras, sino las designadas por el cuerpo social. * Ahora es moda exacerbada atacar a las democracias por ineficaces, comparándolas con el rápido y desenfadado proceder de las autocracias totalitarias. Esto puede ser verdad en el sentido de que siempre es más sencillo disparar un arma de fuego, que redactar una norma jurídica. Mas, sobre que raras veces se puede construir nada duradero sobre el disparo, lo que ocurre es que la democracia liberal tiene unas posibilidades de [93] eficacia que no solemos ver, obsesionados con una idea infantil, primaria, mitinesca y un tanto poética de lo que es un régimen democrático. Sobre las bases de libertad y responsabilidad, cabe edificar infinidad de soluciones eficaces. Incluso las dictatoriales. Así, como suena. La dictadura es enteramente compatible con la democracia. Lo que pasa es que lo que nos hemos habituado a llamar dictadura no es tal cosa sino capricho y arbitrariedad. Preséntanse, a veces, en los pueblos, necesidades tan apremiantes, situaciones tan complejas, requerimientos tan angustiosos que no consienten la deliberación serena de los Parlamentos. Surge entonces la precisión de procedimientos dictatoriales. Las características de éstos, son: Materia concreta. Plazo limitado. Rendición de cuentas. Concebida así la dictadura, constituye una delegación de poderes, lo cual es siempre lícito, frecuentemente necesario y a veces indispensable. Sin alarma de nadie, actúa hoy en Francia una dictadura con todas las características indicadas. Ante una complicación económica y financiera que pone en grave riesgo el crédito público, las mejoras sociales y la defensa nacional, el Gobierno pide al Parlamento plenos poderes –aunque no los llame así– el Parlamento se los concede y las dos Cámaras quedan cerradas probablemente hasta julio. Por donde se aprende que las potestades excepcionales del Gobierno, tienen origen legítimo (la autorización parlamentaria) materia concreta (la económica y financiera, dentro de unas directrices que el Gobierno dio a conocer previamente) plazo limitado (tres meses y medio aproximadamente) y rendición de cuentas (la comparecencia del Gobierno en cuanto ese plazo expire). ¿Tiene algo que ver con esta mecánica lo que hacen Hitler y Mussolini y lo que intentó hacer Primo de Rivera? Absolutamente nada. Se instalan en el Poder por un acto de fuerza, sin que valgan para disimularlo, ni los fingidos Parlamentos de uniforme, ni los plebiscitos con el puñal al pecho, ni las Asambleas nacionales constituidas por familiares, paniaguados y lacayos. No actúan en ninguna materia específica sino en todas, desde la organización constitutiva del país hasta los minúsculos reglamentos municipales. No fijan tiempo a su albedrío, antes bien, se le [94] atribuyen de por vida y hasta piensan en ungir sucesores. Y lejos de dar cuenta a nadie de sus actos, persiguen sañudamente hasta el comentario privado. Semejante instituto no tiene nada que ver con la dictadura. Es sencillamente despotismo en el que manda y esclavitud para el resto del país. Hay que aludir a otra dictadura: la dictadura del proletariado. Implica ésta un fenómeno distinto. Es la reacción airada de la parte mayor de la Humanidad, aherrojada y mísera durante siglos, contra la parte menor, aferrada al disfrute de unos privilegios que ella misma se atribuyó. De manera que si el origen no es legítimo, al menos tiene como justificante el anhelo de una justicia social. Lo malo es que el sistema es insostenible por definición, pues las palabras dictadura y muchedumbre son de suyo antitéticas. Si toda una clase pretende imperar sobre las restantes, no surgirá una dictadura sino una anarquía. ¿Cómo se concibe la actuación conjunta de varios millones de dictadores? Esa enorme masa tiene que delegar su poder, es decir, buscar una representación como en las democracias. Más para sostener la idea de dictadura, esa delegación recae sólo en un partido; el cual, por iguales motivos, la transfiere a un grupo de directores, o sea a un Gobierno; y éste, moviéndose siempre dentro del prejuicio dictatorial, se resigna a concentrar todos los atributos del mando en una sola persona. Así, pues, partiendo de un punto justo y dando un rodeo, se llega a la misma conclusión del poder personalísimo e ilimitado, contra el cual acaban por reaccionar tanto los derrotados cuanto los victoriosos, porque el poder personal es insoportable para la naturaleza humana. He querido hacer esas consideraciones, primero para explicar que el liberalismo democrático no es ninguna bobada ineficaz para afrontar las luchas del día presente; y, además, para prevenir a los incautos a fin de que no caigan en la trampa que les tienden los políticos como M. Flandin que pretenden borrar las diferencias del fascismo y el antifascismo, lo cual es tanto como decir que son cosas iguales la luz y las tinieblas. Ángel Ossorio |
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