Filosofía en español 
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[ Epígrafe de Bourbon-Leblanc al frente de su filosofía política ]

Variedades

“Amor a las ilusiones, indiferencia por la verdad, supuestos falsos en lugar de hechos positivos, en vez de definiciones que den valor a las palabras, fijen las ideas y sirvan para juzgar las cosas con exactitud; comparaciones inexactas y ejemplos sin aplicación; una obscuridad calculada para rodear de un misterioso respeto planes mal concebidos; algunos conocimientos parciales y una ignorancia absoluta del conjunto de relaciones que unen la legislación, la acción ejecutiva y la religión: tales son las causas de los errores tan fecundos en desastres, en que han caído los publicistas y políticos de Gabinete.”

No parece sino que Bourbon-Leblanc quiso con este epígrafe, puesto al frente de su filosofía política, hacer un boceto para retratar a nuestros regeneradores constitucionales; pero le hizo en efecto sin querer, pues habla de los hermanos gemelos de estos, los constitucionales franceses de 1791: ábranse si no esos diarios de sus sesiones ¡monumentos eternos de pedantería! y véase si sus pasos legislativos no justifican superabundantemente el retrato.

¿Buscamos en ellos ilusiones? véanse si pueden ser mayores las de creer que todos los españoles de ambos hemisferios eran tan estúpidos que juraran de bonísima gana su ominosa constitución, y que esperarían ansiosos que hiciesen una ley para obedecerla ciegamente, aunque fuese contraria a los principios de eterna justicia. Indiferencia, o mejor desprecio por la verdad: no hay más que ver el caso que hacían nuestros regeneradores del clamor de los pueblos cuando representaban contra una ley, decreto o reglamento que los reducía al estado más deplorable; y esto aún haciéndolo por medio de sus diputados provinciales; de lo cual pudiéramos citar muchos ejemplos sacados de las mis actas constitucionales. Supuestos falsos en lugar de hechos positidos: traeremos aquí un retazo de la doctrina destructora del género humano que han bebido a largos tragos de uno de sus primeros patriarcas, y que la saben como los niños su lección de catecismo: así principia con tono de oráculo aquel filósofo liberal, dando a su inmundo capítulo el retumbante título de Volney Meditation sur les revolutions des empires, cap. 17.

Base universal de todo derecho y de toda ley.

Entonces los hombres elegidos por el pueblo para buscar los verdaderos principios de la moral y de la razón procedieron al desempeño sagrado de su encargo, y después de un largo examen, habiendo descubierto un principio universal y fundamental, dijeron al pueblo: “he aquí que nosotros hemos encontrado la base primordial, el origen físico de toda justicia y de todo derecho.” “Cualquiera que sea el poder activo, la causa motriz que rige el universo, habiendo dado a todos los hombres los mismos órganos, las mismas sensaciones, las mismas necesidades, ha declarado por este mismo hecho que les daba a todos los mismos derechos para usar de sus bienes, y que todos los hombres son iguales en el orden de la naturaleza.”

Prescindiendo por ahora de examinar teológicamente esta cuestión, pues principia ya sentando en ella a la impiedad, contiene tantos errores filosóficos como partes de que consta, menos la penúltima, que es una verdad que nadie la ha negado hasta el día. Pero decir que todos los hombres tienen los mismos órganos, sensaciones y necesidades es un sofisma que solo ha podido alucinar a nuestros pseudo-filósofos liberales: y de tal antecedente no es extraño se saque por consecuencia otro error, que hemos ya combatido en nuestro núm. 5.º, y que nunca se combatirá demasiado, teniendo tan fatal trascendencia.

Un aprendiz de cirujano sabe por la poca anatomía práctica que haya estudiado que los hombres todos tienen los órganos semejantes; pero no dirá que tiene los mismos, porque observa en los cadáveres una notable diferencia en su magnitud, y aun varían en su colocación; y cualquiera físico, aunque no sea gran filósofo, concluye de aquí que en las sensaciones y en las necesidades de los hombres debe haber, y hay en efecto, una diferencia digna de atención; y si esto sucede en la parte puramente física, ¿qué no debe suceder en la moral, que tiene tan íntima unión con ella? En el trato común de los hombres ¿no estamos continuamente palpando esta verdad? ¿No vemos que el ruido de un trueno a unos apenas les causa sensación, cuando a otros les hiere de tal modo sus órganos que caen desmayados? El suplicio de un desgraciado delincuente, la vista de un miserable, ¿no obra tan distintos efectos? Y si esto sucede en las afecciones físicas, ¿no sucede lo mismo en las morales? Pregúnteseles a los que concurren a los espectáculos públicos; a los que leen las historias y novelas, y en fin a los que oyen hablar a sus semejantes.

En cuanto a las mismas necesidades no hay más que dirigir la vista a las tribus salvajes de África y América, ya que no nos contentemos con la diferencia que notamos entre nosotros mismos.

Aquellos desde que nacen gastan solo el vestido que sacaron del vientre de su madre, y se mantienen con un puñadito de maíz u otro equivalente; ¿y nosotros nos contentaríamos con esto? ¿y viviríamos como ellos? (Con ellos quisiéramos que se hubieran ido a vivir los apologistas de la soñada igualdad.) “Pero, Señor, nos dirán sus candidísimos alumnos, los hombres se han creado una porción de necesidades que la naturaleza no está obligada a cubrir: ellos tienen la culpa si…” Pero poco a poco, señores aprendices, los hombres creando estas necesidades han obrado conforme a la misma naturaleza; y además esta ¿no ha dado a unos el vientre más ancho que a otros? ¿No les hemos ya señalado a Vmds. la diferencia física en sus órganos y la diferencia en sus sensaciones, en sus percepciones, y de consiguiente en sus facultades morales?

¡Y habrá valor para proclamar con estilo florido y seductor que todos los hombres son iguales en el orden de la naturaleza!!! Comparaciones inexactas y ejemplos sin aplicación. Ya se acordarán nuestros lectores de las célebres discusiones de los padres de la patria. No se hacía apenas ninguna proposición: no se objetaba casi nada que no se pusiese por ejemplo lo que sucedía en Inglaterra, sin dignarse llevar en cuenta la diferencia de carácter de ambas naciones, sus usos, costumbres, religión, antiguas leyes, y aun el clima, circunstancias que tan a la vista debe tener siempre el buen legislador: de aquí tanta inexactitud, tantas ideas falsas, tantas palabras sin sentido y tantos juicios erróneos. Pero en cambio ¿a quién no pasmaban las misteriosas expresiones y los circunloquios admirables de nuestros divinos, que podrían suplir por las verdades más veneradas en la sociedad de los Pampas? Necesario será pues decir en conclusión que si ignoraban las relaciones que unen la legislación con la acción ejecutiva y la religión, habrán bebido solo los errores de Volney, Rousseau, Voltaire, D’Alambert y otros ingenios fecundos, a los cuales se les pudiera de buena gana devolver lo bueno que nos han dado, si por este medio los pudiéramos borrar de la memoria de los hombres.