Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Don Prudencio Claro ]

Observaciones con motivo de las reflexiones sobre la instrucción de las mujeres


Madrid. Carta. Señor Editor del Correo de Madrid. Muy señor mío: no tengo la satisfacción de conocer a Vm.; sino por su papel periódico. Si es este un instrumento por donde pueden comunicarse al público las ideas que parezcan útiles, he de deber a su atención tenga a bien de insertar en él las siguientes observaciones que he hecho con motivo de las reflexiones sobre la instrucción de las mujeres impresas en los Diarios de Madrid números 456, y siguientes del mes de Setiembre de este año de 87. No sigo todas las ideas de este autor para combatirlas, pues sería imposible dejar de extraviarse, queriendo discurrir cada una de ellas. Así verá Vm. que apenas comienzo, abandono el texto y solo cuido de exponer mis opiniones.

Como quiera que parecen haberse escrito las reflexiones del Diario con el designio de que precediesen a la noticia que comunicó este papel del establecimiento de una junta de señoras en la real sociedad económica de esta corte, hago la siguiente advertencia; que no se crea ser mi objeto ir contra este establecimiento; al contrario lo creo sumamente útil y espero ver en él progresos ventajosos: ya me parece estar viendo a las ilustres socias que componen esta asamblea, cooperar con sus ideas a la dicha que debe esperar de la sociedad la industria pública: en efecto a estas señoras se les ha confiado el encargo de curadoras de las escuelas patrióticas, y todos los objetos que tiene la sociedad relativos a la industria de las labores mujeriles, y si es cierto que el bello sexo ha nacido para dedicarse a estas ocupaciones delicadas, nada más acertado que poner al cuidado de unas señoras celosas y patricias la dirección de los asuntos en que el sexo tiene derecho exclusivo de decidir. Con esto paso desde luego a mis observaciones.

Comienza el autor de las reflexiones, insertando el breve juicio que ha formado de una obra extranjera un Diarista también extranjero, quien efectivamente ha compendiado en pocos renglones cuanto se ha dicho contra el estudio e instrucción de las mujeres. Añade el Diario que de intento se anticipa aquella noticia no sea llegue a creer alguno ser su ánimo sorprender a los lectores incautos: veamos por un momento si efectivamente no los sorprenden.

Es menester generalizar la cuestión. No hemos a mirar de las mujeres con relación al pequeño número de las que por defecto de su constitución física están exentas de las obligaciones existentes en el plan que les ha trazado la naturaleza. No prescindamos de mirarlas como esposas, como amas de casa, como madres de familias, pues entonces sería negar que han nacido para casarse, para parir, y para gobernar sus casas; y si consideramos la cuestión sin apartarnos de estos hechos, llegaremos sin grandes esfuerzos de nuestra parte a convencernos íntimamente que si hay males horrorosos en nuestras costumbres, necesitan un remedio eficaz, y no paliativos miserables y precarios que solo pueden perpetuar y acrecentar los males públicos.

No sé ahora, si consideradas las mujeres desde su verdadero punto de vista se podrá decir como el autor de las reflexiones del Diario, que es tan vituperable el hombre que por la manía de ser autor desatiende el gobierno de su casa, y la «adre de familia que descuida las haciendas caseras por granjearse la aura de escritora. Una ama de gobierno (continúa) liberta a un escritor de sus cuidados caseros, y una escritora puede descuidar de los suyos en un mayordomo de confianza.

Véase aquí cómo sorprende a los lectores; no se examinan ni se comparan entre sí las obligaciones del hombre y de la mujer; esto es cuando menos, y habiendo abstracción de los errores que envuelven semejantes proposiciones. En efecto un mayordomo de confianza ¿ha de parir y criar por su ama? y cuando esto no sea ¿ha de inspirar a los hijos de esta las máximas y las costumbres propias de su tierna edad? ¿ha de presidir a su educación con aquel interés, aquella predilección, aquel amor y ternura que la naturaleza ha dado exclusivamente a las madres? O no quiere decir esto el autor de las reflexiones; pero habla de obligaciones muy distintas, trata de madres de familia, y por consiguiente es una cadena de sofismas necios en donde suenan voces sin entender su significado, o en donde por decirlo mejor se embrolla su inteligencia. Pero sea cual fuere el motivo de semejantes locuciones, veamos cómo suponiendo los abusos que existen y dándoles una especie de aprobación, se pretende desviar al bello sexo más de lo que está de sus objetos inmediatos.

¡Terribles lecciones! ¡y qué estrago no pueden hacer en las costumbres! Los hijos de un matrimonio de rentas (dice) se crían en un lugar hasta 3 o 4 años. Luego pasan al colegio a estudios públicos, o se fía su educación a un pedagogo hasta los 16 o 18. Las hijas siguen poco más o menos los mismos pasos, y si están al lado de sus Madres no por eso las ocupan mucho... En suma, el gobierno de la casa se entrega enteramente al cuidado de otras personas y queda un inmenso vacío que se ha de llenar malamente o se ha de establecer la inacción; y de aquí se infiere la necesidad de que las mujeres sean literatas; esto es lo que únicamente dice nuestro autor aunque con más palabras. Es necesario o llenarse de confusión y de preocupaciones para admirar una lógica tan nueva como esta, o irritarse altamente contra semejante doctrina si se contempla como se debe. ¿Con que los hijos e hijas de un matrimonio de rentas no ocupan largo tiempo a las madres? ¿de dónde nacerá la serenidad con que se dice? de dónde ha de nacer sino de la corrupción de las costumbres de nuestro siglo: tales, tales son las máximas que esta nos inspira de descuidar las más sagradas obligaciones que nos ha impuesto la naturaleza; de abandonar la primera educación, que es la piedra fundamental de los bienes o de los males de la especie humana, en manos de gentes mercenarias y malévolas, cuyo interés está todo ceñido en los estrechos límites de la corrupción y de la lisonja: esta es razón que con verdad puede darse del abandono de esta ocupación augusta; y ¡qué de males no producen¡ (Se concluirá)



Correo de Madrid
del sábado 26 de enero de 1788
tomo 2, número 132
páginas 710-712


Continuación de la carta comenzada en el número anterior.

Si cualquiera extendiese la vista con algún candor y filosofía sobre todas las clases del estado, comenzando desde la más alta nobleza hasta la más ínfima plebe: si contemplase los males generales que nos hacen infelices, y si los analizase para descubrir sus causas hallaría que la más esencial de todas es la mala educación. En efecto ¿quién más que ella contribuye a perpetuar la ignorancia, los errores y las preocupaciones? ¿quién sino ella amortigua en la cuna la razón de las generaciones enteras? ¿quién sino ella es la que confunde los derechos del hombre; la que inspira ideas destructoras y odiosas contra la humanidad, que se atreven atacar a la naturaleza? ¿y quién sino la mala educación, habrá podido cegar la razón del autor de las reflexiones, hasta hacerle creer debe disfrazarse un mal general, que manda extinguir la razón pública? La primera educación es un deber que la naturaleza clamando por sus derechos, nos está diciendo de continuo pertenece exclusivamente a las madres en los primeros años.  ¡Qué espectáculo tan venerable para un filósofo el de una madre de familia que rodeada de sus tiernas criaturas frutos de sus vigilias y de sus penas, lejos de pensar en las etiquetas, en la murmuración y en los delitos, absorbe la mayor parte del tiempo en prodigarles sus dulces caricias, acudir con un pronto interés al socorro de sus necesidades, a precaverles los males a que los expone su debilidad, por último a inspirarles desde los primeros días las máximas saludables que algún día germinando en su espíritu serán el origen de grandes virtudes y talentos! ¿Y no excitará la mayor abominación el cuadro opuesto? ¿A quién no sublevará una madre de familia que distante de sus hijos solo llena el tiempo con las indignas frivolidades que prescribe hoy día la etiqueta y la que se llama cortesanía? Sus hijos expuestos en los primeros días a la voluntad caprichosa de amas y ayas, o de otras personas, padecen los martirios de la suerte a que los condena el abandono injusto de su madre y adquieren los resabios de la mala educación, principios fecundos de grandes desórdenes.

Si la primera educación pertenece por la naturaleza a las madres, me atrevo a decir para vergüenza del siglo que nosotros somos la causa principal de que la abandonen: nosotros les decimos en un papel público que ya que hay abusos abominables no se deben destruir por los caminos regulares, sino que se deben minorar poniéndose a escribir.{a} Nosotros, sí, nosotros ahogamos el lenguaje de la naturaleza y tenemos la osadía de decir que los abusos de nuestras damas no tienen más remedio que el de hacerse autora: así las instruimos; estas son las máximas de moral que les inspiramos; así el sexo fuerte corrompe hoy más que nunca al sexo débil.

¡Mujeres de todos los países! hoy si conocéis vuestros derechos debéis fulminar vuestro justo odio y abominación contra el autor de las reflexiones y decirle: “nosotras no tan solo somos susceptibles de corregir nuestros abusos y de restituirnos a la austeridad de costumbres que nos inspira la naturaleza, solo necesitamos de los auxilios y consejos de los hombres para cooperar a la felicidad pública del modo que debemos y podemos. El parir, el criar a los hijos por nosotras mismas, el mantener a nuestro lado a los varones hasta la edad en que sea preciso instruirlos; el no perder un solo momento de vista a las hijas hasta que tomen estado y los cuidados domésticos, ¿no son estos los preceptos que nos predica la moral? Se podrá exigir más de nuestro sexo y no son estas obligaciones, acaso más augustas e importantes que la formación de los códigos de las naciones, más útiles cien veces y difíciles que las ocupaciones de Newton y Descartes? ¿y con qué atrevido orgullo puede suponerse que no tienen más remedio nuestros males que el de aplicarnos a las letras? ¿Sería buen argumento, si nosotras dijésemos que los abusos horrorosos que hay en el sexo fuerte podían corregirse, dedicándose los hombres a hilar o a coser? Sin embargo el mismo argumento se nos hace hoy a nosotras. ¡Ah, trastorno de las ideas! ¡oh locura humana!”

Si solo el interés tomado en una acepción general, es quien determina nuestros juicios, nuestras acciones, y que fija el plan de nuestra vida, no había mayor error que suponer que este motor universal obra de distinto modo en ambos sexos. Sin embargo analizando esta voz interés, vemos que hay muchas cosas distintas a quien se da este nombre, porque aunque diferentes entre sí, ellas producen efectos semejantes.

En los hombres tiene más extensión el interés. La carrera a los empleos y de las dignidades la graduación que hay en estos y los grados en los estudios, son otros tantos motivos de ambición que precisan al hombre a obrar: quítense estos y cesará el común de los hombres de aplicarse a aquellos estudios que nos le traerán ninguna utilidad. Si en España hemos tenido pocos hombres o ningunos a excepción de uno o dos que hayan sobresalido en las ciencias naturales, es porque entre nosotros no se ha dispensado a estos objetos la misma estimación que a los estudios que han formado las carreras sabidas y trilladas de España{b} he dicho que cesaría el común de los hombres de dedicarse a estudios de ninguna utilidad, pero habrá siempre algunos que instigados a la necesidad de una noble pasión cual es la de la gloria, y prescindiendo de los honores e intereses de los contemporáneos, solo mirarán la ilustración de la posteridad, y se contentaran con sus aplausos aunque solo se gozan en esperanza. Por desgracia es muy reducido en el mundo el número de estos genios inmortales, y si recurrimos a la historia veremos cuan pocos puede contar cada siglo. Concluyamos de esta observación aplicándolas a las mujeres que faltándoles a estas todos los estímulos que obligan a obrar al común de los hombres, solo les queda la pasión de la gloria, pasión harto débil, y que no dispensando su fuerza sino a pocos hombres también la dispensarla a pocas mujeres. Y si esta pasión ha bastado para hacer Herves aunque pocos, que despreciando las persecuciones, el reposo y su vida misma a ejemplo de los Sénecas y de los Sócrates han triunfado de las preocupaciones de su siglo, y han transmitido a las generaciones ulteriores ejemplos casi inimitables, creo firmemente que ella sola bastaría para hacer heroínas, aunque pocas, también pero quiero probar que sólo podrían serlo, las que como se ha dicho arriba, por defecto de su constitución están exentas de las obligaciones que les prescribe la naturaleza; las que por un abuso detestable por ser contrario a las leyes establecidas, sofocan en sí mismas las funciones de la naturaleza; y las que por un abominable abandono de los deberes más sagrados, quieren substituir el placer de la gloria al de cumplirles.

Hablando generalmente, las mujeres a excepción de algunas, están destinadas desde la edad de los 18 años hasta los 35 o 40 para parir y criar a sus hijos; no como quiera, sino a sus mismos pechos, con la obligación de presidir a su educación primera. Ahora, ¿en todo este tiempo, se ha de exigir de ellas que se instruyan? ¿acaso el estado del embarazo no es un estado de dolor que pide más bien un ejercicio moderado y continuo, y no un poso sedentario cual requiere el estudio y la meditación? (Se continuará.)

——

{a} Al contrario creo yo, hagamos autores y tendremos menor número de buenas madres de familia: pido al lector me conceda la gracia de no condenarme hasta hacerse cargo de todo el conjunto de mis ideas.

{b} Ahora que el ministerio actual no pierde ningún medio para el fomento de las ciencias es la época precursora de sus progresos en la nación.



Correo de Madrid
del sábado 2 de febrero de 1788
tomo 2, número 134
páginas 727-728


Continuación de la carta empezada en el numero 131.

¿Podrán tampoco meditar las mujeres mientras el dolor absorbe enteramente la atención que debería emplearse en la contemplación? bien sé que no faltará quien diga que rezan y murmuran en este estado, y que por qué no deberían estudiar, pero sé también que no es lo mismo meditar, que rezar o murmurar. Concluyamos, que durante este tiempo es imposible esperar ningún esfuerzo para la meditación. ¿Se podrá exigir de una madre mientras cría? No; la atención entonces no puede ni debe distraerse más que al tierno objeto que trae en sus brazos; yo no soy amante de las causas finales, pero sin embargo, aunque no digamos que la naturaleza haya inspirado a las madres este amor tan delicado hacia sus hijos con el objeto precisamente de que procuren por su conservación en los primeros días, me basta que tengan este amor, me basta que lo tengan ellas solas, sin que sea casi transcendental a los padres mismos, para inferir que ellas son las únicas que tienen la obligación de socorrer sus primitivas necesidades y darles las lecciones prácticas, que mezcladas con los cariñosos halagos que las son geniales,  forman la primera educación; ¿y no es bastante ocupación esta? ¿sobrará mucho tiempo para entregarse a las grandes y profundas combinaciones de la moral, de la Metafísica, de la Geometría &c. que en los hombres exigen la asidua atención de muchos años, y al cabo son pocos los que en estas materias consiguen elevarse al punto necesario para ser útiles al género humano, y por consiguiente a adquirir las alabanzas de la opinión pública? Es menester confesar pues, que sería la mayor necedad querer exigir de las mujeres, que durante este estado contribuyesen también a avanzar los progresos del espíritu humano.

En esta alternativa están las mujeres hasta la edad de 35 o 40 años. En esta época ya están amortiguadas las pasiones: se hallan debilitados los órganos del cuerpo con el uso y las vicisitudes de la vida; comienza a disminuir la atención; ningún objeto por grande que sea hace en nosotros aquellas sensaciones vivas, que excitan deseos vehementes de saber y estudiar con constancia. Entonces, como dice un sabio, “ya no se adquieren ideas nuevas, todo lo que se produce solo son aplicaciones de las ideas concebidas en el tiempo de la fermentación de las pasiones”: además de esto, a los hombres pasada esta edad no los estimula ninguna pasión, ni la de la gloria tampoco; son generalmente incapaces de concebir grandes empresas, y están en la imposibilidad de practicarlas; con que a las mujeres, si no son de distinta especie que el hombre, no puede tampoco estimularlas la pasión de la gloria; única pasión que como hemos dicho arriba puede obligarlas a distinguirse en las ciencias. El descanso, la estimación de cuantos la conocen, vé aquí los únicos premios con que debe pagarse entonces a la mujer virtuosa que ha consumado la gloriosa carrera de madre de familia. La honradez de sus hijos, la estimación que las dispensen en la clase en que los haya colocado su nacimiento, los grandes talentos y virtudes de que se contemplará autora, vé aquí sus delicias, y si la muerte burlando sus esperanzas, y atormentando su dicha, la deja sin ellos después de criados, la queda a lo menos el consuelo de haber cumplido con tan augustas obligaciones. Estos son los premios de la mujer virtuosa, y si lo es, no deseará más.

Aunque consideremos a las mujeres bajo este aspecto, no dejará sin embargo de ser cierta la existencia de otras muchas, que aunque no son la mayor parte, forman sin embargo un número bastante considerable para llamar la atención en este examen: hablo de aquellas mujeres que por su impotencia están libres de las importantes ocupaciones de que acabamos de hablar. Pero me atrevo a preguntar ¿es esta impotencia una enfermedad natural en todas las que la padecen, o bien es nacida en la mayor parte de un abuso abominable consagrado en holocausto al vicio y a la disolución? Bien quisiera ahora apartar de mi memoria semejante consideración, y desechar del corazón el dolor que el espectáculo de los males públicos, ocasionarán siempre al hombre de bien; pero es fuerza decirlo: la naturaleza más uniforme en sus admirables operaciones, y más justa de lo que comúnmente creemos, ha hecho pocas impotentes como ha hecho pocos tullidos, y si se examinase este punto con la prolijidad que merece, se hallaría que el crecido número de las impotentes es más un efecto de la corrupción pública que no un defecto de la naturaleza. Yo me eximo de las pruebas de esta proposición porque creo firmemente habrá pocas personas que duden de ella. (Se continuará.)



Correo de Madrid
del sábado 9 de febrero de 1788
tomo 2, número 136
páginas 743-744


Continuación de la carta empezada en el numero 131.

Ya me parece estar oyendo decir el autor de las reflexiones del diario; pues si es cierto que exista un tan crecido número de impotentes, aquel que las impulsase a que se dedicasen a las letras y las ciencias, ¿no haría un señalado servicio al género humano? Me atrevo a decir que no, y me atrevo a decir más, que este sería puntualmente el camino más derecho para perpetuar los males que hacen tanto estrago en las costumbres. Prescindiendo de que si de una mujer que no tiene probidad que abandona sus deberes, y que ahoga su posteridad en sí misma, podrían o no esperarse progresos útiles en las letras y las ciencias, es menester no ver más que el estrecho círculo de muy pocas ideas, o bien si se extiende la vista con alguna profundidad, no habrá quien deje de conocer que siempre que una o muchas mujeres de estas se hayan llegado a adquirir por su gran literatura un crédito público, y a gozar de los aplausos de la opinión, todas las demás impelidas de la pasión de la gloria, procurarán eximirse de sus obligaciones, que siempre mirará el público con indiferencia porque le es imposible conocerlas, y correrán en pos de la fama, cuyos estímulos son más poderosos. Dudo si no es cierta esta consecuencia, que haya verdades en el mundo, ¿y cuál sería entonces el género humano? Desde luego se perpetuaría la corrupción, pues ella había abierto las primeras puertas a la carrera de la gloria: a los muchos males que ahora subsisten se añadirían infinitos más; se resentiría la población, la educación se acabaría de pervertir, se mirarían con más tedio los matrimonios de lo que se miran en el día, una confusión, un caos, y acaso la extinción total de la especie humana sería el último y no menos cierto de todos los males. Quisiera equivocarme, pero si se asiente a la hipótesis que envuelve este raciocinio; esto es, si se supone que un gran número de mujeres sean susceptibles de la pasión de la gloria para las letras, y que todas las demás sean capaces de emular a estas, todo el bello sexo se corromperá y acabará de abandonar las obligaciones para que es destinado. Si se supone lo contrario, esto es que sean pocas las mujeres capaces de la atención necesaria para dedicarse a las grandes combinaciones de los conocimientos humanos, como hay pocos hombres, entonces se reducirá todo el empeño a hacer dos o tres literatas y filósofas, a expensas de cien mil charlatanas. Esto sucede entre los hombres con menos motivos, ¿por qué no sucedería entre las mujeres?

Pasemos adelante. No se puede dudar que las madres de familia pueden olvidar sus obligaciones por darse a las letras, así como las olvidan por darse a las frivolidades o a los vicios; no, seguramente nada hay más fácil que entregar a una mujer extraña las tiernas criaturas que acaban de nacer, y abandonar a los caprichos e ignorancia de ayas y ayos, la educación que confía la naturaleza a las madres en los primeros años; pero nada es más infalible que los perniciosos efectos de semejante práctica: no me detendré en manifestarlos: baste atestiguar en prueba con la experiencia de todos los países y tiempos.

De todo pues se infiere con la mayor claridad que de las cuatro clases en que pueden dividirse las mujeres, la de las madres de familia, no solo no tiene proporción, sino que existe una imposibilidad real de dedicarse a las letras; a la de las impotentes por corrupción, debe prohibírseles, no porque dejarían de hacer algunos progresos útiles, sino porque la razón pública manda que se las refrene de algún modo, y merezcan el desprecio cuando menos, en vez de aplausos que por cualquier motivo que fuesen, serían siempre una aprobación abierta de su conducta. La pequeña clase de las impotentes por defecto de su constitución física, se confunde con la clase de las impotentes por corrupción, y como nunca el público puede distinguir unas de otras exactamente, sería ridículo pretender dar a este pequeño número un impulso, cuyo estremecimiento se comunicaría prontamente a ambas clases, y caeríamos en el funesto inconveniente que debe evitarse. En fin, a la clase de las que siendo madres de familia abandonan sus hijos y sus obligaciones en manos de personas extrañas para granjearse el crédito de sabias, o por gozar de diversiones y entretenimientos vergonzosos, debe prohibírseles con el mayor rigor que antepongan las alabanzas de la opinión, o sus caprichos, a sus sagrados e importantes deberes. Concluyamos pues que las mujeres no son útiles para las letras, ni las ciencias; y no se crea ser mi capricho quien establece esta imposibilidad; la naturaleza es quien ha puesto este muro inexpugnable de separación, que no la razón ni la filosofía, sino el error y la ignorancia son los que pueden intentar vanamente el destruirle. (Se concluirá.)



Correo de Madrid
del miércoles 13 de febrero de 1788
tomo 2, número 137
páginas 754-756


Conclusión de la carta empezada en el número 131.

Si he dicho sinceramente lo que pienso sobre este particular, y en la exposición de mis ideas se ha visto que no he dejado de percibir males horrorosos en el bello sexo, en este sexo que ha nacido para constituir la dicha y las delicias del otro, no puedo menos de confesar con la misma ingenuidad que la causa eficiente de estos males no está en las mujeres, y yo me irrito y me sublevo contra esos críticos miserables, que solo ven en ellas el origen de la corrupción. No puedo tampoco sufrir las insulsas e injustas declamaciones de ciertos moralistas, cuyo ridículo empeño se dirige aun en el paraje más sagrado, a dar sus tiros contra el vicio, sin saber que debían solo clamar contra las causas que lo producen.

Nosotros los hombres, nosotros a quienes está confiado el depósito de los conocimientos humanos, de la filosofía y de la legislación; nosotros que exentos de las importantes y difíciles ocupaciones del otro sexo, tenemos libre la mayor parte de nuestro tiempo para entregarlo al trabajo corporal y a la meditación; a quienes está destinada la inspección y el examen de los principios eternos de la moral y por consiguiente de la política,{a} ¿por qué no damos pruebas de estimar al otro sexo del modo que lo pide la naturaleza? ¿por qué omitimos destruir ciertas leyes que ahogan los matrimonios y por consiguiente cercenan la población? de estas leyes indirectas que aunque hayan sido promulgadas con el mejor deseo del mundo, ellas solo producen la miseria, la hambre y la ruina de los imperios. ¿Por qué no hacer más plácido el estado del matrimonio en vez de hacerlo odioso y amargo, destruyendo hasta las tierras mismas y castigando a la naturaleza como si fuera una madrastra? ¡Gran Dios! No podrá responderte una madre de familia el día que tu justicia le pregunte ¿por qué se ha atrevido a procurar la extinción de su posteridad y a contravenir a tus designios admirables; no podrá responderte que los hombres por conseguir sus designios depravados han concentrado las propiedades en pocas manos y han dejado morir de hambre a la multitud? ¿que ha llegado su osadía a mandar a la opinión y a la costumbre que autorice estos abusos, y los tenga por justos y equitativos, y que por una consecuencia de estos hechos consultando su felicidad y su bien estar, ha tenido necesidad de procurar no tener hijos por no hacerlos miserables y serlo más ella misma? ¿Qué especie virtud se puede esperar de las mujeres cuando a demás de estas causas primordiales que están en el centro de la legislación de muchos países, no hay medio que no empleemos para conducir al sexo al precipicio? ¿Acaso las artes de la seducción que aprenden muchas mujeres desde sus más tiernos años, se dirigirían al vicio y la corrupción si nosotros no se lo inspirásemos? A la verdad si en el mundo solo se ejercen las acciones que traen consigo algún interés o recompensa sea la que fuere, ¡cómo no han de procurar las mujeres, cometer acciones criminales, cuando ven que los maridos aprueban su conducta unas veces, y otras llenos de brutales celos las instigan y las pierden por los mismos caminos por que pretenden salvarlas! ¡cuando ven una multitud de malvados destinados por una fatal desgracia de la humanidad para dispensar su estimación y alabanzas a los caprichos, entusiasmos y hasta a los crímenes de la disolución más estragada! por ultimo ¡cómo no han de ser corrompidas, cuando desde la primera edad ven que todo conspira a hacer estimable el vicio, y que hasta en los teatros mismos, solo se expone a la alabanza de los espectadores, lo que hay de más detestable en contra de la moral! Apartemos de nuestra vista tantos horrores, y solo digamos que con premios y estímulos tan vergonzosos no esperemos se corrijan jamás los abusos que hacemos reinar nosotros mismos en esta bella mitad del género humano… Si seguramente la madre de los Gracos, hubiera sido la más abandonada prostituta, si hubiera nacido en nuestros tiempos, o si su siglo la hubiera inspirado las mismas máximas que inspira el nuestro a las madres de familia.

Un filósofo de este siglo tan recomendable por la extensión de sus luces como por la elevación de su genio, creyó que la frivolidad y ligereza que es común a los Franceses nacía de la idolatría de las mujeres, y para remediar este mal, solo halla dos recursos, el primero es instruirlas, y cree que necesitadas entonces a estimar solo a los que tuviesen ideas análogas a las suyas, distinguirían en sus favores al hombre de mérito, y pondrían en emulación al frívolo; de donde infiere que los Franceses darían más solidez y exactitud a su espíritu; el segundo medio es harto escandaloso, y siendo opuesto a las costumbres de nuestro siglo me veo precisado a callarlo.

Ya se deja conocer bastantemente que el primer medio es impracticable, y perjudicial si lo fuese; pero supongamos que fuese factible, y que no trajese tras sí los males que dejamos trazados arriba ¿por dónde infiere este autor que la idolatría de las mujeres es la causa de la frivolidad de los Franceses? Al contrario diría yo son frívolas las mujeres por estar necesitadas a estimar solo a hombres frívolos; ellas se morigeran según nuestros hábitos y nuestros principios y la frivolidad de los Franceses, nacía en el tiempo que escribió este sabio de su constitución política, que como lo advierte él mismo, privándolos de tener parte en los negocios públicos les quitaba todo interés en distinguirse en los caminos que conducen a la inmortalidad: creo muy bien que después acá habiéndose corregido algún tanto la monarquía francesa por los progresos que ha hecho la multiplicación de las luces, no ha dejado la idolatría de las mujeres de producir hombres grandes. Hoy más que nunca, que todos los pueblos están en expectación sobre los objetos interesantes al gobierno, me parece estar viendo que prestan más interés a estos negocios, que a la galantería, y espero que modificada con el tiempo su constitución, se acabarán de destruir ciertas trabas que se oponen a los progresos del espíritu, y entonces las mujeres estarán necesitadas a estimar a los sabios porque será mayor su número. Si Bruto no hubiera concebido un gran proyecto, tampoco Porcia se hubiera abierto el muslo para probar con el sufrimiento del dolor si era digna de guardar un gran secreto. Haya muchos Brutos, y se multiplicarán los Porcias.

Señor Editor; ya va demasiado larga esta carta. A no ser así incluiría a Vm. algunas reflexiones más, sobre los medios naturales y sencillos que hay para corregir los abusos del bello sexo y del nuestro. Otra vez me extenderé más sobre esta importante materia, y entre tanto soy de Vm. su seguro servidor.

Don Prudencio Claro.

——

{a} Entiendo aquí por el estudio de la política el de la legislación. Esta advertencia no la necesitarán acaso la mayor parte de mis lectores; pero sé que habrá algunos que solo entiendan por esta voz el modo de hacer una cortesía, o de engañar a otro.


En la Imprenta de Josef Herrera.