Miguel Sánchez-Mazas
La actual crisis española y las nuevas generaciones
España se acerca en estos meses, paso a paso, a una de las periódicas crisis de su atormentada historia. A una de esas crisis inevitables, fatales, que sólo el instinto del pueblo que sigue, día a día, sufriendo y observando en silencio, desde la base misma del edificio social, el curso de los acontecimientos y de las actitudes colectivas sabe presentir con precisión, antes y mejor que las “cancillerías”, antes y mejor que los “observadores” políticos, nacionales y extranjeros. Como el pobre albañil que desde lo alto de la obra advierte, gracias a su sentido empírico de las resistencias, que va a hundirse la chapucería que un contratista avaricioso y criminal le mandó levantar, para enriquecerse pronto y fácilmente, y luego, ocurrida la catástrofe, repite, con las costillas rotas, a los compañeros fieles que le sostienen, en un continuo quejido: ¡Lo estaba diciendo!; así nuestro duro pueblo, desde su choza de pastor o de peón rural, desde su chabola de suburbio o desde su cuarto realquilado de empleaducho percibe el derrumbamiento cercano del régimen, siente ya crujir sus heterogéneos y mal ensamblados materiales y correr sobre su cabeza un viento de libertad y de revuelta. Y al ver que, después de tantos lustros de represiones brutales contra obreros, comienzan las detenciones de jóvenes burgueses que, eligiendo libremente, prefieren la persecución a la infamia, comprende que el día de sus reivindicaciones se aproxima. El pueblo lo sabe y lo dice en un murmullo que el que quiere puede oír: una tiranía de veinte años se acaba.
Si el pueblo no grita aún al mundo, claramente, su fundada creencia es porque teme los últimos coletazos brutales de la bestia herida, las ensangrentadas porras que desfiguran la cara y rompen los diente en los calabozos de la policía, y la angustia mortal de los campos de concentración para “detenidos preventivos” –como el tristemente famoso de Nanclares de Oca– con el llanto de la mujer sola y el hambre de los hijos de rebelde. Y además –¿por qué no decirlo, si es verdad?– porque siente también, en una imagen aún confusa del futuro próximo, la gravedad del cambio que se avecina, para el cual se le ha dejado deliberadamente desarmado: sin preparación política ni ciudadana, sin jefes representativos, sin cuadros sindicales. En su inquieta espera se mezclan, así, la alegría por la liberación inminente y la ansiedad por el posible caos social que acecha a la vuelta de la esquina; aunque todas las fuerzas democráticas españolas, de derecha e izquierda, luchan desesperadamente por prevenirlo, ya desde su actual acción clandestina, aliándose en torno a principios comunes, que hagan posible la convivencia en la libertad, única salida positiva después de una experiencia dolorosa para todos –salvo unos pocos privilegiados– y que no deja nada sólido tras de sí, en ningún orden de la vida nacional. Porque las dictaduras preparan –y ellas mismas lo anuncian con descaro– un pavoroso vacío ante sí –un temible Valle de los Caídos, extendido al territorio entero– al cual van a caer, para ser enterrados en él, muchos de sus protagonistas y muchos también de los que pretenden sucederles como herederos, hasta que el valle se ha rellenado de cadáveres. Las dictaduras tienen el privilegio de seguir haciendo víctimas hasta después de muertas.
Pero, sea como fuere, en medio de un marasmo social, económico, universitario y político creciente, al régimen le está llegando su hora. El “Caudillo de los españoles” ha dado comienzo ya, por la fuerza de las circunstancias, a la penosa tarea que consiste en desmontar, pieza a pieza, su propia construcción, hecha de habilidades y contrapesos que garantizaban, mientras se mantuviesen, su absoluto poder personal. Hace poco, acaba de serrar por sí mismo, aunque presionado por el Ejército, la Banca y el “Opus Dei”, una de las patas doradas del trono en que se sienta: la Falange, esa desgraciada organización que ha sido, a la vez, responsable y traicionada, perseguidora y víctima, mercenaria y rebelde, según los casos, según las personas y según los tiempos, y que todos los españoles debemos mirar, una vez vencida, una vez descubierto el fenomenal equívoco, con horror y con lástima, como al protagonista de un drama griego, en su fatal y esperado desenlace. Porque ha llegado a todo lo contrario de lo que sus fundadores querían, aunque alguno de sus pocos sobrevivientes quiera obstinarse, en una mezcla de terror y de esfuerzo desesperado por autojustificar su vida, en ver blanco allí donde hasta los chiquillos de la calle ven negro, proclamándolo ya todos a gritos, como en el cuento de Andersen “El traje del emperador”. Y las promociones más jóvenes y puras de la misma Falange, sin responsabilidades a la espalda, aunque sí con una triste historia de engaños, mitos ridículos y claudicaciones continuas, están ya haciendo méritos para ser admitidas en los cuadros de la oposición a la Dictadura, ya sean sindicalistas, socialistas o liberales. Al propio tiempo, Franco se ha visto arrebatar a su disciplina, en tres trimestres, a toda la generación universitaria, en su integridad, salvo un grupito de delatores resentidos del “Opus Dei” –que esperan cobrar estos “servicios” en cátedras y puestos a los que, de otro modo, no llegarían– y de policías matriculados que, por otra parte, todo el mundo conoce. El fracaso del régimen en las aulas universitarias, a pesar de las porras de la Guardia de Franco, ha sido tal que tanto el general Acedo, Gobernador de Barcelona, como el nefasto Director General de Enseñanza Universitaria, Torcuato Fernández Miranda, tuvieron que confesar, al unísono: “Hemos perdido la Universidad para siempre.” “Aunque no importa –se consolaba Fernández Miranda–, España puede vivir muy bien un año sin Universidad.”
Las cartas se escapan, pues, de la baraja del tirano, escasean cada vez más los oros malgastados, que huyen ahora cobardemente al extranjero, al tiempo que las copas, los cálices eclesiásticos, se elevan cada día de peor gana en su nombre –sobre todo por parte del clero joven, de inquietudes liberales y sociales, que le juzga severamente y lucha por “deshipotecar” la Iglesia española (difícil tarea)– y las espadas militares ocultan cada día más en la empuñadura la reserva y la duda, teniéndose que recurrir demasiado a la sota de bastos policíaca, cuyo uso y abuso merma siempre más el ya escaso prestigio del franquismo ante la opinión interior y exterior. Las cartas que quedan son pocas, tan pocas, que el reciente gobierno ha tenido que ser ya, por fuerza, “monocolor”. Todos los ministros son prácticamente del mismo palo, pues los que figuran como “residuos” falangistas, o son comparsas claudicantes o pertenecen de hecho, como Arrese (muchos no lo saben), al movimiento del “Opus”. Ese palo es, en efecto, el tradicionalismo integrista y autoritario, rabiosamente anti-europeo y anti-democrático, cuyo apoyo más firme es la famosa “congregación política”, cada día menos secreta, paladín del absolutismo teocrático medieval, aunque con técnica represiva moderna, orwelliana: el “Opus Dei”, llamado por los católicos normales el “Opus Diaboli”. Jugado ese palo –ese vilísimo palo de la última hora– se acabó el régimen, se acabó Franco, se acabó esta tiranía. No hay piezas de recambio posibles.
* * *
En esta crisis general de la vida española, bajo el régimen de Franco, que la nueva generación se ha propuesto denunciar a fondo, después de tantos lustros de vergonzoso silencio colectivo, convergen aspectos muy distintos, prácticamente todos los aspectos fundamentales de la existencia nacional, es decir, el social, el religioso, el universitario y científico, el profesional, el técnico, el colonial y de soberanía, el económico. Todos estos aspectos se hallan simultáneamente en crisis, como el mundo ha podido comprobar en estos últimos meses, por debajo de la intensa propaganda franquista.
El estallido de la crisis social, latente y ahogada por el terror durante los años pasados, en un levantamiento general de los obreros y de la clase media, progresivamente proletarizada, como consecuencia de un aumento galopante del coste de vida, frente a unos sueldos y salarios casi congelados, o que aumentan a paso de tortuga en relación con aquél, lo tenemos realmente encima. El hambre y los sufrimientos acumulados de millones de familias de obreros industriales, de jornaleros del campo, guardas y pastores, de pescadores, de ferroviarios, de obreros de la construcción, de maestros, de pensionistas, de pequeños empleados e incluso de pobres policías armados, para recordar panorámicamente el cuadro de la miseria española, pueden contarse bruscamente y romper, en la primera coyuntura favorable, en una huelga general que proclame una decisión solidaria del pueblo entero de obtener reivindicaciones sociales básicas: y esto, a pesar de la represión imperante, pues, para la psicología popular, la luz verde o señal de avance colectivo ha aparecido desde el momento en que las juventudes procedentes del mismo régimen, de familias burguesas, se han abrazado a la causa general, sin más contemplaciones, y consideran un honor ir a la cárcel o al exilio para testimoniar ante el mundo la existencia de una injusticia social sin precedentes en nuestro país.
Después de estar actuando durante veinte años –¡cuatro veces el plazo que se concedió a la República, y más de lo que estuvieron en el poder Napoleón o Carlos III!– esa famosa “revolución nacional-sindicalista” que prometía la reforma agraria radical, la inmediata nacionalización de la Banca, la supresión de los parásitos de la vida nacional y tantas hermosas cosas más, después del incesante cacareo de la prensa oficial sobre “nuestra legislación social y laboral, la más avanzada del mundo” (¡en el papel!), lo cierto es que nuestro país ha retrocedido positivamente en el orden de la justicia social, como ha llegado a reconocer la misma Iglesia española, desembocando en los años 1956 y 1957 en una situación en que la concentración del capital y de la renta nacional en pocas manos ha alcanzado un grado tan alto, y la capacidad adquisitiva de las grandes masas de población uno tan bajo, que difícilmente se concibe que el contraste entre las clases sociales pueda aumentar aún. El capitalismo español lo reconoce descaradamente, incluso algunas veces en la misma prensa: jamás los beneficios de las grandes empresas han sido tan crecidos –bajo ningún régimen–. Jamás el lujo desatado, la acumulación de tierras, palacios, coches costosos, criados y copiosas cuentas en Bancos extranjeros ha coincidido con mayor número de chabolas miserables en el cinturón de las grandes ciudades, con mayor escasez de viviendas baratas, con mayor número de “realquilados”, con más bajo consumo de carne, de huevos o de tejidos de algodón por parte del pueblo y de la clase media, con mayor huida de españoles de una patria hosca, o con mayor emigración interior, o abandono de provincias enteras por los jornaleros hambrientos de regiones ricas.
Para medir con acierto esta crisis social pueden adoptarse indiferentemente dos criterios que, en realidad, se complementan: el criterio que podríamos llamar intuitivo, que consiste en valorar el aumento del descontento popular por las manifestaciones directas o indirectas del mismo, como plantes obreros. huelgas, “boycotts” ciudadanos, reclamaciones y reivindicaciones en asambleas y reuniones sindicales, expresiones de protesta en la escasa prensa –sindical o católica– por donde respiran nuestros pobres proletarios un poco o, finalmente, declaraciones de personalidades autorizadas –como las Jerarquías eclesiásticas–, es el primero; el criterio que llamaríamos científico, que consiste en guiarse por las estadísticas de salarios, consumo, distribución de la renta industrial o agrícola, en comparación con épocas anteriores de España o con los datos de otros países, es el segundo. Pero con cualquiera de estos dos métodos o criterios, objetivamente aplicados, llegaremos al mismo resultado. Desolador resultado.
Las huelgas de Navarra, del País Vasco y de Cataluña en la primavera de 1956; la protesta masiva contra la política social del régimen que representó el “boycott” de los transportes públicos en Barcelona y Madrid, a principios de este año 1957; el plante, esta primavera, de los bravos mineros de Asturias en el fondo de los pozos de carbón y la manifestación de sus valientes mujeres en las carreteras de esos ricos valles, donde detuvieron la circulación; la continua denuncia oral y escrita de la escandalosa situación en las chabolas de los crecientes suburbios de Vallecas y otros distritos de Madrid, por parte del heroico jesuita Padre Llanos, enterrado en el “Pozo del Tío Raimundo”, al servicio de los miserables inmigrantes de Jaén, Ciudad Real y Cáceres; las autorizadas conferencias del también jesuita Padre Díez-Alegría sobre la injusticia radical de los salarios que se pagan en España –incluso de los que paga la Iglesia–, así como de la falta de libertad sindical, el carácter revolucionario y demagógico de los artículos que aparecen tanto en las revistas y boletines de las Hermandades del Trabajo (católicas) y de las Juventudes Obreras de Acción Católica, como en los órganos de la C. N. S. (Afán, etcétera), y finalmente, las declaraciones tajantes de los profesores del Instituto Social León XIII y de algunos Obispos, son materia de meditación más que suficiente para quien dude que en España existe un profundo, invencible descontento popular y una crisis social a punto de estallar. Así lo reconocía el Obispo de Málaga, don Ángel Herrera, cuando, refiriéndose a la actitud anti-social de nuestra oligarquía, en su Pastoral del 12 de enero de 1956, decía: “Nuestras clases altas parecen atravesar un período de aguda inconsciencia colectiva. No se dan cuenta del escándalo diario que ofrecen a la nación. No tienen idea, ni re mota, del ambiente que su insensata conducta fomenta en las fábricas, los campos, la Universidad y los medios profesionales.” Refiriéndose en la misma Pastoral a la distribución de la renta nacional entre las distintas clases sociales, el Obispo decía: “La falta de justicia, y, en gran parte de misericordia, mantiene un sistema de reparto de la riqueza nacional que acumula en una minoría la mayoría de la renta y mantiene una multitud innumerable en la pobreza. Acentúa la gravedad del mal el hecho que no se repara en medios para enriquecerse y de que los poderosos, poco atentos en su conjunto a los dictados de la caridad, forman el cuadro para defenderse de las obligaciones sociales.” Hasta aquí el santo Obispo.
Pero si ahora examinamos el panorama social de España a través de algunos datos estadísticos significativos, todos ellos publicados por el Estado mismo, por nuestros Bancos más importantes o por organismos de las Naciones Unidas, veremos que las manifestaciones singulares o colectivas de que acabamos de hablar pecan más bien de prudentes y moderadas que de demagógicas. En efecto, basándose, en primer lugar, en el cuadro publicado por el Banco de Bilbao en el informe de su Consejero-Director General, don Gervasio Collar, a la Junta General de Accionistas del 24 de marzo de 1956, sobre la distribución de la renta nacional, y en los datos oficiales sobre la distribución en la agricultura, se llega a la siguiente conclusión:
– El 7,9 % de perceptores de rentas percibe el 36 % de la renta nacional (capitalistas y burguesía);
– el 9,3 % de perceptores de rentas percibe el 18,4 % de la renta nacional (clase media actual);
– el 82,8 % de perceptores de rentas percibe el 44,6 % de la renta nacional (proletariado).
Sumando las cifras correspondientes a las clases superiores, resulta que, mientras el 17,2 % de los perceptores pertenecientes a las mismas se reparte el 55,4 % de la renta nacional, la enorme masa de 9 millones 753 mil proletarios, que constituyen el 82,8 % de perceptores debe contentarse con el 44,6 % restante. Los datos se refieren al año 1954. Desde entonces, el panorama ha empeorado aún más, si se juzga por la distribución de la renta industrial, cuya evolución es como luego veremos siempre más favorable a los empresarios, en detrimento de los trabajadores.
Según otros datos oficiales, hechos públicos en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid por el anterior Secretario de Información y Turismo, don José Luis Villar Palasí, la situación es aún más grave: “El último nivel rentístico, que comprende el 73 % de la población española, solamente disfruta del 30 % de la renta nacional, pero satisface el 60 % del total de contribuciones.”
Para tener idea del tipo de remuneración que recibe el obrero español de la industria, baste pensar que el sueldo medio que resulta de dividir la cantidad destinada en 1954 a la remuneración de todo el personal de la industria transformadora, en su mayor parte especializado (siderúrgicos, metalúrgicos, maquinaria), es decir 6.053 millones de pesetas por el número de obreros de la misma, o sea 278.000 (datos del Estudio Económico del Banco Central, 1956, página 108) es, una vez deducidos los seguros, ¡de menos de 1.500 pesetas mensuales! Al mismo tiempo, los beneficios de las empresas en esta industria, en que el grado de monopolio es, como se sabe, muy alto, correspondiendo aquéllos, por lo tanto, a muy pocas personas, fueron, en el mismo año, de 5.674 millones de pesetas (cifra oficial).
Pero acaso el panorama más angustioso nos lo ofrece la agricultura, donde en vez de la prometida reforma agraria encontramos la permanencia crónica de una injusta distribución de la tierra, de unos bajísimos salarios, de un paro estacional que no se ha intentado atenuar, de unos métodos viejos de cultivo y de unas extensiones de regadío prácticamente estacionarias o en progreso mínimo, en comparación con cualquiera de los países que se han propuesto realizar una reforma agraria, partiendo de una economía en ciertos aspectos como la nuestra (por ejemplo, Italia, en su Plan del “Mezzogiorno”).
He aquí la distribución actual de la tierra española en tres categorías de propietarios, y para cada uno de los tres tipos fundamentales de tierra productiva, es decir, montes y pastos, secano y regadío, según datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística (“Estadística de Propietarios de Fincas Rústicas de España”. Cuaderno Cuarto):
Montes y pastos
El 2,8 % de los propietarios posee el 79,8 % de la tierra,
el 10,1 % de los propietarios posee el 10,8 % de la tierra,
el 87,1 % de los propietarios posee el 9,4 % de la tierra.
Secano
El 18,1 % de los propietarios posee el 60,7 % de la tierra,
el 7,3 % de los propietarios posee el 10,7 % de la tierra,
el 74,6 % de los propietarios posee el 28,6 % de la tierra.
Regadío
El 2,1 % de los propietarios posee el 34,7 % de la tierra,
el 17,6 % de los propietarios posee el 35,6 % de la tierra,
el 80,3 % de los propietarios posee el 29,7 % de la tierra.
¿Qué salarios se pagan en el campo? Mejor que entrar en el estudio de las tarifas teóricas que, en una visión panorámica, tienen el triple inconveniente de que varían de región a región, no se sabe el grado en que se aplican y, sobre todo, no tienen en cuenta el período efectivo de trabajo anual de los trabajadores del campo (o sea, el paro estacional), será meditar sobre la parte de la renta nacional que el estudio sobre la distribución de la renta del Banco de Bilbao, antes citado, atribuye a los obreros agrícolas no calificados, y dividir esa cantidad por el número de obreros agrícolas de esa categoría que calcula el mismo Banco (quedándose en todo caso, corto en la estimación, si se tienen en cuenta otras fuentes). Pues bien, de ese estudio resulta que:
Dos millones de obreros agrícolas no calificados se reparten 18.884 millones de pesetas (año 1954). La media del salario resultante es, pues –según los patronos–, de unas 9.000 pesetas anuales, o sea, de 25 diarias, independientemente del tiempo que estos hombres logren trabajar. ¿Es preciso algún comentario, cuando se sabe que el precio de un kilo de carne oscila entre 35 y 65 pesetas?
Bastarían estos datos para hacer comprender las causas profundas del malestar social que hoy grita España. Trabajadores agrícolas, proletariado industrial, empleados, tienen razón de quejarse amargamente al ver descender el nivel de vida de sus familias, año tras año, sin que la libertad que se les arrebata tenga siquiera una mínima compensación en grandes planes de reforma social, en redistribución más justa de la renta, en más eficaces servicios públicos, sino sólo en palabrería, adulación y propaganda.
Un camino moderado y pacífico para atenuar los efectos de la desproporción entre los ingresos de las clases sociales, para modificar un poco las excesivas desigualdades en la distribución de la renta nacional, sería la reforma fiscal, el establecimiento de un sistema de impuestos más equitativo que hiciera pagar más a quienes tienen más y menos a quienes tienen menos. Pero aún aquí se ha seguido el camino inverso, llegándose a la inconcebible monstruosidad de reducir, proporcionalmente, los impuestos directos correspondientes a los grandes perceptores de rentas, y aumentando, en cambio, los impuestas que paga la clase media y el proletariado, los impuestos indirectos sobre el consumo y las Utilidades, que afectan principalmente al pueblo menudo y a los pequeños empleados y profesionales.
En relación con esta inaudita opresión económica de la mayoría de la población de nuestras ciudades, de nuestros pueblos y de nuestro campo se halla el nivel de consumo de los productos básicos, de los alimentos, de los tejidos, el cual no sólo es muy inferior al de la mayor parte de los países europeos, sino en muchos casos está por debajo también del nivel de consumo de nuestro pueblo en los años anteriores a 1936, por ejemplo en los años de la República.
En efecto, el consumo anual medio de manufacturas de algodón ha descendido en España desde los años de la República hasta hoy en un 30 a 40 % por habitante, pues de los 3,7 kilos por habitante en 1932, 3,4 en 1933, 3,5 en 1934 y 3,4 en 1935 hemos bajado a los 2,3 en 1955 no habiéndose alcanzado nunca, en ningún año del régimen, la media de 3 kilos, aunque sí se ha descendido, en 1950, hasta 1,5 kilos, según datos del Banco Central. La prueba de que este hecho no obedece a ninguna otra causa más que a descenso del poder adquisitivo de nuestro pueblo está en que “el consumo nacional no absorbe nuestra producción algodonera”, según declaraciones recientes de los representantes del Sindicato Nacional Textil (Ya, 5 de junio 1957), al paso que nuestra exportación de tejidos de algodón desciende de modo alarmante, pasando de un valor de 16 millones de dólares en 1952, a 7 millones en 1956. Comparando con otros países, vemos que los habitantes del Reino Unido consumen, en media 7,8 kilos anuales, los de Francia 6,7, los de Alemania occidental 5,3 y los de Italia 3,6. Nuestro pueblo apenas puede vestirse.
En alimentos, el panorama es desolador. Nuestro consumo de azúcar era en 1932 de 11,5 kilos por habitante al año, y no ha alcanzado jamás esa cifra en todo lo que llevamos sufriendo de régimen franquista, no llegando siquiera a los 5,24 kilos hasta 1948, y siendo en 1955 todavía sólo de 9,4 kilos (Datos del Banco de Bilbao). La media del consumo español de carne fue, según el Banco Central, de 12 kilos por habitante en la zona rural y de 17 en la urbana, en el mismo año 1955 en que Francia consumía 72 por habitante, Inglaterra 65, Alemania occidental 46, Holanda 37, Estados Unidos 88, Yugoeslavia 21, Italia 19, &c. ¿Para qué seguir? Menos leche, menos huevos… Para no prolongar esta ya larga lista, concluiremos diciendo que, según estadísticas de la F. A. O. –y aparte el consumo de proteínas, en lo cual quedamos aún peor–, el consumo medio de calorías de los españoles es inferior al de los habitantes de Dinamarca, Australia, Irlanda, Nueva Zelanda, Noruega, Suecia, Suiza, Islandia, Estados Unidos, Reino Unido, Luxemburgo, Canadá, Finlandia, Yugoeslavia, Francia, Bélgica, Países Bajos, Alemania, Austria, Bulgaria, Argentina…
El mismo Banco Central reconoce en su Estudio Económico 1956 –y suponemos que habrá utilizado para el cálculo los salarios teóricos españoles más favorables– que para ganar lo preciso para comprar un kilo de pan el obrero español debe trabajar 59 minutos, mientras que para conseguir el mismo resultado en su patria el obrero suizo o norteamericano debe trabajar 11 minutos, 12 el inglés, 19 el holandés, 21 el francés, 26 el alemán, 28 el sueco, 41 el italiano. Un kilo de carne hace trabajar 1 hora y 2 minutos al americano, 37 minutos al inglés, 2 horas al alemán, 2 horas 16 al suizo, 2 horas 28 al holandés, 2 horas 58 al sueco, 5 horas 13 al francés y 8 horas 12 al español.
A un obrero en estas condiciones se le obliga a pertenecer a un Sindicato único oficial que, como se ve por los resultados, no representa sus intereses, sino que le vigila y tiene encadenado, prohibiéndole la huelga, el camino por el que sus hermanos de todos los países democráticos han logrado un mejor tratamiento. Si nuestro obrero, frente a todas las advertencias y amenazas va a la huelga, se le castiga como a un delincuente, se le obliga a trabajar en plan militar –como se ha hecho recientemente en Asturias–, se le trata con dureza, y puede ir incluso a los campos de concentración de que hemos hablado al principio. Esto ocurre en un momento en que España pertenece a la Organización Internacional del Trabajo, que, en su reciente Conferencia Internacional del Trabajo del mes de junio de 1957 acaba de condenar del modo más tajante todas las formas abiertas u ocultas, explícitas o implícitas de “trabajo forzoso” u obligatorio.
Los representantes de Franco en la O. I. T. se han comprometido a respetar y cumplir este convenio. Es una hipocresía, un acto más de cinismo. ¿Cree alguien que están cumpliendo su palabra? Responde a esto adecuadamente el profesor de Política Económica, don Higinio París Eguilaz, distinguido economista español, en una carta dirigida al antiguo Director de El Debate y actual Obispo de Málaga, don Ángel Herrera Oria (cuyo hermano, por cierto, acaba de ser encarcelado por el régimen franquista por actividades demócrata-cristianas):
“Hoy el obrero no es un sujeto activo de la economía española, sino que carece de personalidad. Sus salarios se fijan por reglamentos dictados oficialmente por el Ministerio de Trabajo, ya que en la práctica han desaparecido tanto el contrato colectivo como el individual. Los sindicatos intervienen siendo oídos en la preparación de dichos reglamentos, pero los altos mandos son sindicales, que son los que intervienen, no son nombrados por los obreros, sino que son altos burócratas o empresarios nombrados por la Delegación Nacional de Sindicatos. La argumentación del gobierno, difundida en los discursos oficiales y en los editoriales de prensa de que la actual disminución del nivel de vida se debe a nuestra guerra civil y a la guerra mundial es falsa y debe ser rechazada. La renta nacional media por habitante se ha recuperado… y por lo tanto no hay razón para que el nivel de vida de obreros y clase media haya descendido hasta un 60-65 por ciento… El fracaso de la política económico-social del gobierno se demuestra en que la baja de la renta real de la población obrera y de la clase media ha sido proporcionalmente mucho mayor que la baja de la renta real total. La consecuencia final es el despojo del nivel de vida de los obreros, empleados y clase media en beneficio de los propietarios, especuladores y alta burocracia. Lo que pudiera considerarse como pasos normales contra el abuso del poder no actúa en el sistema actual. La censura de prensa que se ejerce no tolera la menor crítica, ni siquiera la exposición de hechos, que sería suficientemente elocuente; no se pueden dar conferencias señalando los defectos del sistema; no se pueden constituir asociaciones de ninguna clase, ni siquiera para fines culturales; las Cortes no tienen eficacia alguna para señalar los defectos del sistema económico y proponer medidas que puedan corregirlos, y, ni siquiera hay, como en la Alemania nazi, oficina de quejas y terribles sanciones contra los burócratas inmorales, que en España quedan en completa impunidad o con sanciones insignificantes. Si los que sufren las injusticias de las medidas se dirigen a los ministros, o no son recibidos o se los considera “rojos” o desafectos al régimen, y el resultado es que la población ha adoptado el sistema de defenderse por su cuenta…, todo lo cual va transformando a cada español en un ser inmoral sin dignidad y en camino de degradación… Pues bien, el sistema que acabamos de describir de manera objetiva, sin ninguna exageración, recibe oficialmente el nombre de reino católico-social.” Hasta aquí la carta del economista París Eguilaz al Obispo de Málaga, cuya valentía y claridad honra a su autor.
* * *
El dolor del pueblo español, dolor material de hambre, dolor espiritual de ignorancia forzada y abandono, dolor moral de dignidad humillada, es el hecho central que orienta nuestra conciencia de España, la conciencia, despertada en estos años, de una nueva generación, educada sin embargo largamente en una imagen falsa, deliberadamente deformada, de la realidad social del país. Si hemos dedicado tan extensa parte de este artículo a un penoso recorrido documental y estadístico del panorama económico-social de la España de hoy, ha sido para dejar claramente sentado que las causas del profundo malestar de nuestra mayoría, que las causas de la crisis social a punto de estallar con violencia no son vagas, confusas o imprecisas; sino claras, evidentes, y perfectamente conocidas por nosotros. Es preciso que la protesta de la nueva generación ante el trágico Carnaval de la España franquista esté siempre apoyada en datos de este tipo. Hubiéramos podido coleccionar aquí casos particulares escandalosos, inmoralidades administrativas, anécdotas picantes, frases cínicas de ministros y altos funcionarios, declaraciones periodísticas grotescas, episodios menudos aunque graves y significativos de los que, por millares, esmaltan la trayectoria tragicómica del régimen. Pero no hemos querido. No queremos hacer concesiones a la galería del chiste, por mucho público que esto tenga en España. Queremos ir al fondo de la injusticia sustancial del régimen, y ésta se resume en tres colosales delitos contra el país: despojo económico-social del proletariado y la clase media en favor de una oligarquía, división permanente del país en buenos y malos utilizando como medio la deformación de la religión y de la historia de España, y supresión de las libertades esenciales del hombre, reconocidas en todos los países democráticos.
Todos los restantes aspectos de la crisis actual española están vinculados estrechamente a la crisis económico-social básica y son interpretados por nuestra generación en función de ésta, en función del dolor del pueblo que contribuyen a agudizar de distintas maneras. Así, la que muchos llaman crisis religiosa no es otra cosa que la crisis de conciencia de multitud de católicos sinceros y honrados, de multitud de sacerdotes y religiosos consecuentes ante el escándalo inaudito de una religión utilizada cínicamente –deliberadamente en algunos responsables principales, por inercia egoísta en muchos cómplices menores y cobardes–, al servicio de los fines políticos del régimen o de los fines económico-sociales de la oligarquía, que pretende seguir caciqueando, con Dios por bandera, una España miserable y atrasada. Que esa utilización del catolicismo es un acto criminal, que la religión no puede servir para dividir al país en buenos y malos, para mantener privilegios escandalosos, para amordazar la voz de los miserables, para justificar la supresión de las libertades esenciales, lo están diciendo en todos los tonos y por todos los medios a su alcance católicos, seglares y sacerdotes, catedráticos y estudiantes, jóvenes y viejos. Lo proclama valientemente el ilustre profesor de Ética de la Universidad de Madrid, José Luis L. Aranguren, cuyas obras y artículos interesan cada día más en España y en Europa, por lo que tienen de autenticidad y de dignidad, en contraste con la vil apologética católico-oficial, vuelta de espaldas a los problemas y a las injusticias de la nación. Lo proclama también otro riguroso profesor de Ética de la Facultad de Filosofía de los Padres Jesuitas, el Padre Díez Alegría, en sus conferencias y artículos, que el régimen “católico” prefiere ignorar. Lo declaran de un modo tajante y sin contemplaciones los doce valerosos firmantes del documentado “Informe sobre la situación del catolicismo español en la sociedad actual” –siete conocidos sacerdotes, dos abogados, un catedrático y dos obreros– que ya corre de mano en mano entre los católicos escrupulosos de toda España, llamados a dar testimonio de lo que es, en realidad, su fe frente a las falsificaciones que la envilecen, la ensucian y la exponen al odio de las clases trabajadoras que, a falta de otros ejemplos, se ven forzados a juzgar de la religión católica por lo que leen en la prensa oficial y por las actitudes públicas y privadas de quienes, oprimiéndoles y escandalizándoles, dicen servir a Dios.
Para que el lector tenga la medida de esta crisis de conciencia en el seno del catolicismo español, vamos a reproducir algunos breves párrafos significativos del citado “Informe”: “La posesión exclusiva del ámbito económico por una parte de una clase social acaba por convertirse en posesión exclusiva de todos los demás: del cultural, del político y, como no podía menos de suceder, del religioso. Resultado: en un momento dado, una clase social ha desalojado de la sociedad a las demás… Nuestro catolicismo ha sido calificado por una voz autorizada, la del Excmo. Sr. Arzobispo de Zaragoza, de “catolicismo aburguesado”… Toda la violencia y la desmesura que desembocaron en el año 1936 fueron, por tanto, las consecuencias forzosas de una inveterada situación de injusticia, cuya fermentación vinieron a apresurar, desviar y, por último, enloquecer gérmenes de determinadas doctrinas sociales e injerencias políticas. Pero la burguesía era totalmente incapaz de comprender que en aquella violencia sin freno la razón era mucho más voluminosa que la sinrazón; completamente ajena a la angustia verdadera del pueblo y a su significado, y sin ocurrírsele otra cosa que lamentar los desmanes cívicos, para los que siempre tuvo a mano la fácil explicación de los manejos más o menos misteriosos de determinadas fuerzas subversivas, hay que reconocer que resbaló siempre sobre las verdaderas causas de la situación, sin ver en ella otra cosa que un problema de orden público cuya solución podía ponerse en manos de la Guardia Civil… Pues bien: sostenemos enérgicamente que éste fue el sentido social –subrayamos la palabra– de la guerra española: un sentido burgués. Esta afirmación hoy mismo ha de parecer a muchos intolerable. Tantos velos se interponen todavía entre nosotros y nuestra propia historia cercana. Todas las explicaciones que demos parecerán pocas. Y, sin embargo, mantenemos la afirmación y exigimos que se haga un esfuerzo para entenderla… Jamás el Capital anónimo ha gobernado, ni soñado siquiera en hacerlo, en las proporciones crecientes de estos veinte años… La mentalidad de “cruzada”, el dar por hecho inconcuso que el triunfo de las armas era algo así como un “juicio de Dios”, una prueba de que “Dios estaba con nosotros”, o sea, con todo lo que nosotros éramos y representábamos… se aliaron para crear un clima de seguridad cerrada, impermeable a cualquier suposición, a la más leve sospecha de que existían todavía posibilidades y radicales exigencias de mejora. Naturalmente, que una situación como ésta adquiría toda una tremenda cohesión defensiva: los valores fundamentales y los más extremos conservadurismos de toda laya se volvían idénticos e idénticamente intocables. Calcúlense ahora las consecuencias, y en particular la prisa que habrían de darse a explotar el negocio que se les venía a las manos todos los que no gozaban de buena conciencia. Pensar en el cúmulo de barbaridades de todo género cometidas o consentidas con toda tranquilidad de conciencia, y en el cúmulo, todavía mayor, y cada día mayor, de las llevadas a cabo con mala conciencia, pero a favor de la buena conciencia colectiva, es algo aterrador… Queramos o no, nos resulte simpática o antipática la frase, nos encontramos frente a frente con dos Españas, con dos realidades españolas: una “oficial” y otra “vital”… El resultado final no puede menos de ser un escándalo de proporciones sociales incalculables.” Y los valerosos sacerdotes, profesionales y obreros católicos concluyen su impresionante alegato coincidiendo con tantos otros grupos y sectores sociales españoles en la exigencia fundamental que tanto hace temblar a nuestra egoísta y mal acostumbrada oligarquía: “Los pasos para la restructuración económica de la sociedad son dos básicos: redistribución de la renta nacional y descenso de los márgenes de ganancia.”
La crisis universitaria, cultural, artística y de salidas profesionales constituye indudablemente otro de los aspectos fundamentales del amargo panorama de la vida española en 1957. Sobre ella hemos venido hablando, escribiendo y discutiendo antes y después de nuestro manifiesto universitario del 1 de febrero del año pasado, que marcó la conversión de una situación de descontento difuso, de rebeldías individuales y aisladas en las aulas y en los sectores culturales, en un plan decidido de reivindicaciones concretas y de lucha organizada contra el régimen, para obtener, de grado o por fuerza, las condiciones mínimas exigidas por la dignidad del hombre, del universitario y del intelectual. Naturalmente, que en la crisis universitaria y cultural nuestra generación no ve sólo un problema de exigencias espirituales de una minoría dedicada a la creación, a la investigación y a la crítica, ni siquiera un problema de derechos vitales de un sector profesional, sino mucho más: la raíz profunda del atraso, de la miseria y de la injusticia de la sociedad española, el impedimento fundamental para poner a España en línea con Europa, en línea con la civilización moderna, en el orden técnico, jurídico, económico, de estilos sociales, de hábitos de ciudadanía. Mantener una Universidad vieja, un sistema de control inquisitorial sobre las tendencias espirituales, de eliminación de maestros insignes por el mero hecho de sus ideas políticas o religiosas, de numerus clausus en las profesiones técnicas, de selección clasista por la pobreza de las becas, por la carestía de los estudios o por tantas otras circunstancias, es mantener un país viejo, en perpetuo aislamiento de Europa, como en los peores tiempos de Carlos II o de Fernando VII, y en perpetua esclavitud o sumisión a una oligarquía que se repite sin cesar.
El paisaje universitario y cultural que ha rodeado dolorosamente a las nuevas generaciones españolas, en el que éstas han tenido que formarse entre 1939 y 1957, ha sido un paisaje sobrecogedor por su mediocridad y falsedad, resultante de un conjunto de operaciones negativas: mutilaciones, falsificaciones, retrocesos y humillaciones. Se había mutilado, en primer lugar, a la Universidad y a la cultura española porque se suprimió y alejó de ellas, de un modo o de otro, al 60 por ciento del escalafón de catedráticos, fusilando, asesinando, encarcelando, obligando a huir o prohibiendo enseñar a una parte considerable de la minoría intelectual y docente de nuestra patria. Desde pegar dos tiros en una esquina –como al Rector de Oviedo, Leopoldo Alas, hijo de Clarín– por razones “ideológicas”, hasta el aceite de ricino; desde la expulsión del país hasta las amenazas de muerte, si el profesor o intelectual en cuestión había sido ahorrado por las “depuraciones” anteriores, todo se hizo desde 1936 hasta hoy para reducir a esa minoría a su más ridícula expresión, poniéndonos en vergüenza ante Europa por la escasez de nuestros prestigios realmente “respetados” en su país, cuando por el mundo andaban, dispersos y desarraigados, pero a menudo beneficiando a estudiantes y discípulos de otra estirpe o nacionalidad, historiadores como Américo Castro o Salvador de Madariaga, filósofos como García Bacca, Gaos o Ferrater Mora, juristas como Sánchez Román o Jiménez de Asúa, biólogos como Severo Ochoa o Rodríguez Delgado, matemáticos como Rey Pastor, novelistas como Arturo Barea, poetas como Juan Ramón Jiménez, Pedro Salinas o Alberti, músicos como Pablo Casals, pintores como Pablo Picasso, cuya obra se denigraba, se silenciaba, se empequeñecía, se ridiculizaba ante los nuevos universitarios como representación de la anti-España cultural. Mutilaciones porque desde que acabó la guerra se suprimieron de las Universidades, bibliotecas y librerías obras importantes, revistas, folletos representativos de todo un mundo cultural, de toda una tradición universitaria de la que quería hacerse “tabla rasa”, a partir del famoso “auto de fe” celebrado ante el ministro de Educación Nacional en 1939, en el cual se quemaron solemnemente multitud de colecciones de la Revista de Occidente, Cruz y Raya y otras del mismo interés y valor. Se enseñó a las nuevas promociones a despreciar obras pedagógicas y culturales de la importancia de las realizadas por la Institución Libre de Enseñanza o por la Residencia de Estudiantes, asociando su nombre con el diablo. Falsificaciones, porque se deformó sistemáticamente la historia de España, no sólo la reciente, con el fin de hacer aparecer el nuevo régimen como salvador de nuestra existencia física, intelectual y moral frente a “la irremediable decadencia” en que nos había hundido el “liberalismo”, sino la de siglos atrás, presentando a los estudiantes el siglo XVIII, por ejemplo, de tan importantes progresos técnicos, culturales, sociales y ciudadanos, como un siglo nefasto y anti-español. Retrocesos, porque se pretendió volver a implantar la filosofía escolástica más adocenada como fundamento de todo el saber científico, ignorando o atacando todas las posiciones filosóficas modernas, a menudo como cuestión de orden público, ya que el anti-escolasticismo ha jugado un papel preponderante en la caracterización de muchos estudiantes como subversivos en potencia, y aparece en los informes del “Opus Dei” a la policía como pieza de prueba para el encarcelamiento de muchos jóvenes universitarios. Retrocesos, porque etapas enteras de nuestra investigación en distintas ciencias fueron ignoradas o eludidas porque eran fruto de investigadores de “la orilla de enfrente”. Humillaciones, finalmente, parque jamás la función de la inteligencia, el papel del universitario y del intelectual, los derechos del espíritu fueron tan pisoteados, burlados, ridiculizados, utilizados para fines propagandísticos y de baja apologética como en este nefasto período.
El malestar difuso de las nuevas generaciones ante esta situación, el asco invencible ante la represión y envilecimiento del mundo de las ideas que llevaba a muchos jóvenes licenciados a emigrar a países democráticos, movieron a algunas autoridades académicas con cierta buena intención a un estudio y exposición de tan grave problema a los más altos Poderes de la nación. Son indudables los esfuerzos de comprensión y apertura del ministro Ruíz-Giménez, que le hicieron enseguida una víctima de Franco, cuya soberbia inaudita se veía humillada por tener que reconocer un error tan grave. El informe del Rector liberal Pedro Laín Entralgo (“Sobre la situación espiritual de la juventud universitaria”) representa un paso más –un valiente paso– en esa peligrosa dirección. A fines del año 1955 –época de la primera “denuncia nacional” de liberales por parte del “Opus Dei”– se dibujaba ya en el seno del gobierno español una clara inquietud por la evolución del problema universitario y, a la vez, en el círculo de “incondicionales” a Franco, una decisión terminante de resolverlo manu militari. Comenzando por las manifestaciones que siguieron a la muerte de Ortega, varios actos universitarios de distintos tipos constituyeron auténticos plebiscitos en favor de un viraje liberal de la política cultural española; pero, al rechazar el poder de un modo radical esta transición más que razonable, después de veinte años de ridículas medidas “inquisitoriales”, las nuevas generaciones fueron abriendo de un modo cada vez más rápido los ojos sobre todos los aspectos de la injusticia y de la fealdad moral del régimen, al tiempo que crecía la inquietud por los problemas sociales, con un ritmo tan vivo que compensaba, al menos en parte, la larga ceguera anterior de la mayoría universitaria (ya que minorías inquietas y rebeldes, aunque no plenamente conscientes del verdadero sentido del regimen, las hubo siempre). El informe de José Luis Pininos, profesor de Psicología social, resultado de una rigurosa encuesta sobre las ideas y tendencias políticas de los universitarios, llegó a demostrar, ante el asombro, en parte, del mundo democrático, que no se lo esperaba –el informe fue publicado y comentado por el New York Times y luego por periódicos europeos–, que las nuevas generaciones, educadas en la dictadura y su “mística”, habían descubierto, sin embargo, la superioridad de la democracia.
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De cuanto ha ocurrido en el mundo universitario y cultural a partir de febrero de 1956 no es preciso hablar en detalle, por ser de todos conocido: la transformación de la Universidad de Madrid y de Barcelona en dos grandes cuarteles, por la disciplina militar impuesta en ellas por el Director General y el Gobernador de Barcelona; por el cobarde sistema delatorio establecido por los catedráticos “integristas” u “opusistas” y los alumnos que les adulan y sirven; por la imposibilidad de publicar revistas culturales que no se adapten a la filosofía oficial; por la barrera práctica que se interpone entre los opositores de valor e ideas liberales y las cátedras –gracias, en parte, a la doctrina expuesta, primero, por algunos miembros de la tan repetida “congregación” y, después por el Padre Guerrero, en ABC, y según el cual, todo tribunal de oposiciones debe elegir preferentemente a los opositores “católicos” que a los “capacitados” científicamente (doctrina rebatida por el Padre Díez Alegría en interesantes artículos); y finalmente, por los “ángeles de la guarda” o policías matriculados que siguen a los estudiantes y profesores “peligrosos” a donde quiera que vayan.
Y, ¿qué diremos del caciquismo, arbitrariedad y sistemas anticuados que rigen en las Escuelas Especiales de ingeniería, o de la frivolidad que domina en la Enseñanza Media, donde no hay planes “formativos”, sino de un “enciclopedicismo” memorista, abigarrado y asnal, en el que las grotescas “formaciones políticas” y “religiones” sólo sirven para arrancar de las mentes juveniles toda posibilidad efectiva de un futuro sentido de la ciudadanía? ¿Qué diremos –en el otro extremo de la escala docente– de nuestra tremenda crisis escolar, comenzando por la situación verdaderamente lamentable de nuestros pobres sesenta mil maestros, tratados sin el respeto que merece su dignísima y abnegada labor y pagados de modo irrisorio; siguiendo por la imposibilidad de obligar a una forzada escolaridad –por mucha severidad que se emplee– a millones de niños del campo y de los pueblos, que con sus raquíticos bracitos de subalimentados ya tienen que ayudar sin embargo, dejando la escuela, a sus fatigados padres y madres? ¿Cómo justificar, teniendo todo el poder en la mano desde 1939, la presencia en España de cuatro millones de analfabetos mayores de diez años, confesados recientemente por el Director de Enseñanza Primaria, Tena Artigas, al tiempo que señalaba un déficit actual de veinticinco mil escuelas, más diecisiete mil que necesitan una reparación fundamental? Cuando el suprimido ministro de Educación Nacional, Joaquín Ruíz-Giménez, proclamó, hace dos años, como problema de vida o muerte de nuestra cultura media, como problema de dignidad nacional primaria, la construcción de esos miles de escuelas, Franco y los ministros de la extrema derecha le negaron los créditos, diciéndole que no es bueno que el pueblo sepa leer demasiado y que las escuelas han sido siempre en España un tema de “concesión a las izquierdas”. Sin comentario.
Es así perfectamente explicable que tras veinte años de un régimen que tiene esta actitud frente al mundo de la cultura, el consumo español medio de papel impreso no sólo no haya aumentado, como en todos los países cultos, a partir del año 1935 (República), sino que incluso ha retrocedido (0,8 kilos por habitante en el período 1946-1951, 0,9 en 1952, frente a 1,2 kilos en 1935, según datos del Statistical Yearbook de las Naciones Unidas), siendo hoy de los más bajos del mundo. A título comparativo, diremos que el Reino Unido consumía en 1952 14,5 kilos, Suiza 10,4, Suecia 17,1, Francia 7,0, Holanda 6,8, Dinamarca 10,8, Bélgica y Luxemburgo 8,8, Italia 2,5, Alemania 4,7, &c. Y es que no siempre “la letra con sangre entra”. Sino que, a veces, sale.
¿Hemos de pasar al estudio de lo que el general Franco, después de gritos xenófobos, declaraciones imperialistas y fanfarronadas inútiles y dañinas para nuestro prestigio –pues éste se basa siempre en hechos, y no en palabras– ha acabado haciendo en el orden de nuestra soberanía? ¿Qué piensa el Ejército de las bofetadas africanas contestadas con una sonrisa por el dictador que no vacila en emplear la mayor violencia frente a las más modestas y legítimas reclamaciones de su pueblo? ¿Qué dice de la ya innegable multiplicación de los “Gibraltares” en nuestro suelo, y de los fueros que conceden extraterritorialidad a los abusos de las fuerzas norteamericanas? ¿Hay, efectivamente, crisis militar? ¿No está ya el Ejército plenamente con Franco? Esto no puede saberse aún: el día que se sepa, será por el anuncio del fusilamiento de unos generales por parte de Franco –como los que ejecutó en la guerra (y esto se recuerda muy pocas veces): Aranguren en Valencia, Batet en Burgos, Bernal en Cartagena, Campins en Granada, Caridad Pita en La Coruña, Escobar en Extremadura, Gómez Morato en Melilla, López Viota en Sevilla, Núñez de Prado en Zaragoza, Romerales en Melilla, Salcedo en La Coruña y Villagrile en Sevilla, además de los almirantes Azarola en El Ferrol y Molins en Cartagena–. O también, por el anuncio del fusilamiento, o mera “deposición” de Franco por parte de unos generales.
¿Hay que aludir a la crisis económica, con la baja de la peseta en todas las bolsas de divisas del mundo, la pérdida de mercados de exportación, el aumento increíble de la circulación fiduciaria –la inflación– la evasión de capitales, el crecimiento del déficit de nuestra balanza comercial –de 528,8 millones de pesetas oro en 1955 a 1.000 millones de pesetas oro en 1956, según estimaciones del Banco Central, publicadas en el Informe de Villalonga de 6 de abril de 1957, página 8–, y el estancamiento de nuestra industria siderúrgica?
Pero, entre todos estos aspectos de la crisis, permítaseme decir que ninguno es tan grave, tan decisivo, tan sin vuelta atrás, como la crisis moral que agita al régimen de Franco y conmueve la conciencia más profunda de una nueva generación por él educada y, al fin, horrorizada del engaño y de la estafa de que ha sido víctima. Lobo con piel de cordero, el franquismo que no recataba su verdadero rostro ante el mundo de los vencidos, de los desgraciados obreros y de los exilados, había puesto el mayor cuidado, la más exquisita atención en el tratamiento de la juventud de las clases del régimen minando, adulando a esta juventud hasta el límite del ridículo, ocultándole las represiones, los campos de concentración, presentándole un cuadro risueño de la sociedad, entre cánticos e himnos que hablaban de flechas y de rosas, borrándole la media España dolorida, como si no existiera, o fuera un sueño de gentes excitadas. Se practicaba la división, la discriminación entre españoles, y se hablaba a la juventud de unidad; se achicaba la historia de España, se reducía su prestigio y su soberanía y se hablaba a la juventud de grandeza; se realizaban sangrientas represiones contra obreros por su simple pertenencia a la Unión General de Trabajadores, se suprimía la libertad sindical, se ejercía una censura que eliminaba toda posibilidad no sólo de crítica, sino aun de iniciativa independiente, y se hablaba a la juventud de libertad. Pero este engaño debía acabarse algún día.
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En el cuento que escribí y envié a las autoridades y a los periódicos el 7 de febrero de 1956 –tres días antes de ser encarcelado con Dionisio Ridruejo, Javier Pradera, Ramón Tamames y otros de la primera “hornada”–, en un momento en que toda la prensa española nos insultaba a los “hijos del régimen” por nuestra “falta de lealtad” al mismo, expliqué perfectamente el proceso de la nueva generación que ha acabado por rebelarse contra Franco no sólo por su injusticia con la media España “enemiga”, sino por su traición a sus propios “ideales” y “principios”, por su estafa a sus propios “amigos” y “servidores”, entre ellos, en primer lugar, la Falange. Aun juzgado desde su propio punto de vista, Franco es un estafador: sólo se ha servido a sí mismo. Ha utilizado la “casa” –España– como mero instrumento o pretexto para enriquecer su propio “andamio” –el Régimen–, y ha reducido, finalmente, a éste, a un mero círculo de intereses, vacío de doctrina y de programa nacional, vinculado por razones egoístas y de defensa frente a toda eventual exigencia de responsabilidades, a su persona. A su triste persona.
En los interrogatorios de Carabanchel, el juez instructor de nuestro proceso –un verdadero caballero, con sentido del Derecho, en medio de aquella cábila africana de la Guardia de Franco, que nos había “condenado a muerte”, y de la Brigada Social– me preguntó si “El andamio y la casa” era un cuento mío y qué sentido tenía. Le dije claramente que sí era mío y que representaba una alegoría del régimen. Se sonrió, creo que con algo de amargura, y volvió la página. La fuerza moral de nuestras razones hace callar a los jueces honrados, aunque los intente coaccionar el régimen.
El carácter esencialmente ético, espiritual, desinteresado, de la actual rebeldía de la nueva generación española puede comprobarse del modo más definitivo leyendo el patético documento colectivo, hoy ampliamente difundido por España, titulado “Testimonio de las generaciones ajenas a la guerra civil”. En este escrito, fechado en la primavera de 1957, se pasa revista, con toda objetividad y precisión, a los distintos sectores y actividades de la vida española, demostrando en este recorrido lo insostenible de una situación social en que “las funciones no son desempeñadas por sus verdaderos protagonistas”, “no hay participación del pueblo en el quehacer nacional” y “se viola el derecho a la verdad”. En este generoso y admirable “testimonio” se proclama la decisión de las nuevas generaciones de superar la guerra civil, restablecer la verdad de las funciones sociales, hacer participar a todas las clases sociales en la gestión del país, sacar del pueblo una nueva clase dirigente, convertir a España en una democracia industrial, integrar a nuestro país en la Europa progresiva y liberarlo de la oligarquía secular que lo ahoga. En él se demuestra que la juventud surgida de febrero no se mueve por reivindicaciones de clase “media” o apasionamientos particularistas, sino por España entera, y especialmente, por su clase obrera, con hambre de siglos.
Hace unos tres años, mi padre, en uno de los furores antifranquistas a que su sentido de la dignidad humana le llevaba con frecuencia –y que espero le vuelvan, antes del fin– me decía que si había en España una docena de ciudadanos de honor, procedentes del bando vencedor, capaces de ir a la cárcel por razones morales, más allá de toda exigencia particular y egoísta, Franco estaba perdido. Yo estuve de acuerdo con mi padre, esa vez, y en efecto, al año y medio, hubo esos doce españoles, entre ellos su hijo, y después otras docenas, y otras, y otras. Los hijos de los vencedores se han mezclado en este tiempo en las cárceles con los hijos de los vencidos, y las razones morales son evidentes: los primeros renuncian a los privilegios y facilidades que el régimen actual les brinda en favor de la justicia para todos los españoles; los segundos renuncian, en cambio, a su odio, a su venganza, en favor de lo mismo: de la paz civil, del respeto de unos españoles para con los otros, de la hermandad entre las regiones y entre las clases, fundada en la libertad. Yo creo que Franco está efectivamente perdido. Y España, ganada.
Este descubrimiento del dolor de España, de la miseria del pueblo, de la división deliberada del país, del oportunismo y falta esencial de patriotismo de Franco y la oligarquía, de la arbitrariedad policíaca y de la falta de libertad cultural y social, del papel equívoco y servil de la Falange, y de la amenaza de caos nacional, no ha sido un descubrimiento repentino y localizado en el tiempo de la nueva generación. Todo lo contrario, ha sido el resultado de un penoso proceso, desde las “consignas” oídas con entusiasmo hasta la oposición militante y radical. Hace más de diez años, encontrándonos aún en el sistema de ideas y de principios “falangistas”, atacábamos ya al sistema que empezábamos a ver lleno de arbitrariedades, incoherencias e injusticias. Es importante que quede constancia de este proceso de auto-transformación, por autenticidad y conciencia moral, el cual tiene un doble valor: frente a los españoles de fuera, afirma la independencia del movimiento, la falta de estímulos, impulsos o ayudas “exteriores”, la voluntad de reunir a los españoles por puro imperativo “de dentro”; frente al régimen, deja bien sentado que hemos jugado limpio, que le hemos dado, en tanto que generación, multitud de ocasiones de rectificar su conducta, de venir a nuestro encuentro, o mejor, al encuentro de España entera, y no las ha aprovechado.
Cuando, al redactar el manifiesto del 1 de febrero de 1956, que iba a desatar definitivamente la crisis, lo comencé con aquellas palabras: “Desde el corazón de la Universidad española…”, casi idénticas a las de aquél otro manifiesto universitario de 1947 (la primera protesta de nuestra generación impresa y repartida en las aulas desde 1939), sabía muy bien lo que hacía. Estaba decidido a dejar constancia de quienes éramos, de nuestro proceso y nuestra razón moral; quería que el régimen, si tenía memoria –que no la tiene– “reconociese la caligrafía”, es decir, comprendiese que la juventud que en 1956 le pedía un Congreso Nacional de Estudiantes y una Universidad democrática, estaba cargada de razón, porque era la misma, o venía de la misma que en 1947, nueve años antes, le había pedido libertad de crítica, honradez administrativa, lealtad al pueblo, justicia social, desde su propio sistema de ideas… En efecto, nuestro manifiesto-ultimátum tenía expresiones como éstas: “La juventud está unida en función de algo que trasciende y desborda la realidad del Estado. Está unida con el Estado, sin el Estado, contra el Estado, a pesar del Estado, por encima y más allá del Estado… El fin del Estado no es su propia permanencia ni su propia seguridad… La juventud no tiene como misión guardar directamente al Estado… Ha de obedecer al Estado en el caso de que éste no dicte leyes claramente contrarias al interés del país, pero también ha de ir juzgando lo bueno y lo malo del Estado.” Criticaba a la generación del régimen con estas palabras: “En el egoísmo de su posición asegurada ha olvidado que el sacrificio de tantos miles de vidas españolas perseguía la liberación total del país, la salvación del bienestar moral y material de todas las clases sociales; especialmente de las que llevan siglos clamando pan y justicia… Han utilizado los restos de prestigio de ciertos símbolos, formas y organizaciones para emplearlos en servicio de intereses personales o de grupo.” Y también: “Es necesaria la total renovación de España, realizando en su interior los valores fundamentales de Justicia… La voz de la juventud ha de ser atendida antes de poner a disposición de un contendiente, en la próxima guerra mundial, la intacta energía de nuestro brazo… Nadie puede reducir a la juventud, por medio de disciplinas irracionales y absolutas a personas y organizaciones…, a ciegas fuerzas de choque, al servicio cada día de un designio diverso de política oportunista… Esta declaración nuestra contiene una llamada al Jefe del Estado y a sus consejeros inmediatos: la coacción violenta del espíritu y de las aspiraciones –aspiraciones para España– de la juventud, el prohibirle medios de expresión propia y desarmar su iniciativa es atentar gravemente contra el interés presente, y en especial futuro, de la Patria.” Finalmente: “Afirmamos que la pugna actual de la juventud española es una trágica farsa en la que todos los personajes pretenden lo mismo: una España mejor, más libre y más justa. Pero detrás de la juventud en primera línea están los autores de la farsa defendiendo sus intereses propios.”
Ninguno de los nueve firmantes de aquel manifiesto es ahora precisamente franquista, que yo sepa. Ni ninguno de los amigos. Los hombres que a los veinte años ya estaban asqueados de algunas arbitrariedades y personalismos del régimen sin haber visto otra cosa y pedían libertad de crítica y justicia para el pueblo hambriento, a los treinta, hoy, unidos a todas las generaciones siguientes, que exigen cada día más, se presentan como una fuerza cargada de razón…. Pues nadie ha presentado nunca al régimen un ultimátum tan generoso como el nuestro dándole un plazo de diez años. En esos diez años, ¡cuántos esfuerzos por hacernos oír, a través de una censura de plomo! ¡cuántos proyectos de periódicos, de círculos, de seminarios de estudios sociales abortados violentamente por la represión! ¡Cuántos cables lanzados, desde nuestra ingenuidad, que abría los ojos cada día a una injusticia nueva, a un sistema cada día más avaricioso, soberbio, inconsciente!… Tengo ante los ojos las pruebas de docenas de artículos “prohibidos” por la censura desde el título hasta la firma, los últimos –que escribí para “ABC”– titulados Aguda espina dorada” y “Hombres para la Patria”. Y, ¡cuántos españoles sinceros y llenos de buena voluntad han hecho lo mismo, durante años! Un día se publicará todo lo censurado y nadie, absolutamente nadie, podrá decir que la nueva generación no tuvo toda clase de contemplaciones y miramientos para con el régimen, antes de empezar a atacarle de frente.
Ahora un régimen herido de muerte –repetimos, con plena conciencia, que la herida más grave es la moral– bien quisiera volver al diálogo que nos negó a mitad de camino, en 1947. Bien quisiera corregir lo que le pedíamos que corrigiese entonces. Nos daría la luna si fuéramos en 1957 los de 1947. Siempre con retraso. Ahora ya no es tiempo de corregir, sino de rendirse. Hemos descubierto que no sólo hay injusticias y fealdades aisladas, como sabíamos en 1947, sino que la base misma del régimen está podrida por el personalismo, la corrupción, la avidez, la falsificación de la religión, la mentira, la falta de palabra, la humillación de los derechos humanos elementales. Como en un nuevo juicio de Salomón, Franco y su oligarquía han demostrado que prefieren dominar sobre media España cadáver a dejar que, toda entera, viva y progrese. Ahora Franco tendrá que luchar de firme, porque hemos decidido acabar con él, pura y simplemente.
Miguel Sánchez-Mazas es, en plena juventud, uno de los mejores cultivadores de la Filosofía Matemática. Fue hasta hace poco secretario del Departamento de Filosofía e Historia de la Ciencia del Instituto “Luis Vives” de Madrid. Organizador del movimiento estudiantil de oposición al actual régimen político español, fue detenido y encarcelado el año último. Ahora reside en Suiza.