José Ferrater Mora
Sobre una cuestión disputada: Cataluña y España
Es grato pasear por Barcelona; mirar, al azar, los rótulos de las tiendas, los anuncios luminosos. Al poco rato, un hecho –por lo demás, harto conocido– me llama la atención: rótulos y anuncios están redactados, sin excepción, en español. Me detengo ante un quiosco de diarios y revistas. Publicaciones periódicas en todos los formatos y de todos los colores saltan a la vista. Además de las editadas en español, las hay de todo linaje y lengua: inglés, francés, alemán, italiano, inclusive sueco. No las hay, empero, en catalán. Como es verano, y el océano de turistas ha alcanzado la pleamar, muy diversas tonalidades acarician –o hieren– mis tímpanos: voces nasales francesas, rudas voces alemanas, sutiles variedades de los barrios londinenses. Con gran frecuencia, tonalidades castellanas, murcianas, aragonesas, andaluzas. Emergiendo de este vasto mar lingüístico oigo también voces catalanas. El catalán, esa lengua a veces demasiado áspera, no se sumerge con docilidad.
¡La lengua catalana hablada, la lengua catalana impresa en libros! ¿Por qué no también, me pregunto, en los rótulos y en los anuncios luminosos, en los nombres de las calles, en los prospectos, en las carteleras de los cines y en las columnas de periódicos y revistas?
Filósofo, al fin y al cabo, me formulo una cuestión previa: ¿Sería eso, caso de que pudiera llevarse a cabo, realmente fundamental? Conseguir hacer más visible y pública la lengua catalana, ¿sería una bendición para Cataluña? ¿No tienen los catalanes mucho que ganar y poco que perder cediendo terreno en el uso de la propia lengua? La ausencia de rótulos en catalán, de periódicos y revistas en catalán, ¿es cosa realmente grave?
Reconozcamos ante todo que para los escritores que usan únicamente el catalán como medio de expresión literaria y hasta se jactan de tal exclusivismo, la cosa puede ser gravísima. No pueden publicar artículos –o pueden publicarlos en tan escaso número que apenas cuenta. No pueden enzarzarse en polémicas diarias, o de índole crítica. No pueden trabajar –o pueden trabajar apenas– para un público impersonal, desconocido, alejado de los cenáculos donde los escritores se afanan por leerse unos a otros, tratando de obtener, puesto que no puede ser un éxito de público, cuando menos uno de «crítica».
Para los escritores catalanes que quieren ser pura y exclusivamente escritores catalanes la cosa es, pues, grave. Pero, ¿y para los demás? ¿Para los catalanes sin muchos horizontes literarios y con escasas preocupaciones lingüísticas? ¿Para la masa anónima de gentes ajetreadas, demasiado metidas en los problemas del vivir diario? ¿Para quienes buscan las mil distracciones que no implican, salvo incidentalmente, la lectura? ¿Y hasta para los escritores en busca de un público y sin demasiados escrúpulos?
Desde esos otros puntos de vista la cosa parece ser no ya poco grave, mas hasta prometedora. [74] ¿No es el catalán acaso una lengua de radio excesivamente limitado, con salida al exterior prácticamente nula? ¿No sería más sensato liquidarla, conservándola, a lo sumo, como asunto arqueológico y más o menos sabroso? En la medida –y es una medida creciente– en que cada país se abre hoy a los otros, ¿no es urgente aprovechar todas las oportunidades para alcanzar una cada día mayor «universalidad»?
No obstante su tono, esas preguntas no han sido formuladas sólo irónicamente. No son tampoco preguntas meramente retóricas. Consagrarse al cultivo intensivo y exclusivo del propio jardín es, en verdad, cosa pasada de moda. Mejor dicho: con el fin de poder cultivar el propio jardín no hay más remedio hoy que poner pie en los jardines vecinos. Todos se hallan unidos, imbricados, entrelazados. Si tal ocurre, ¿por qué empeñarse en el cultivo de plantas exóticas, acaso exquisitas, pero siempre un tanto embarazosas?
Es un hecho: las «pequeñas lenguas», tan encomiadas durante el pasado siglo, cuando los románticos ensalzaron la idea de nacionalidad, empequeñecen sin cesar. El croata, el checo, el danés, el flamenco y… el catalán se hallan en posición notoriamente incómoda. Todo el mundo está dispuesto a reconocer que hay en esas lenguas «grandes escritores» –sobre todo, al parecer, «grandes poetas»–, pero tan pronto como se piden datos concretos, la mayoría de las gentes naufragan en el vacío. A lo sumo, se precipitan sobre algunas míseras traducciones, cuando las hay. Cierto que desde el punto de vista estrictamente «objetivo», nada de eso constituye argumento suficiente contra el uso y el cultivo de tales lenguas. En rigor, la calidad literaria de las mismas puede afinarse mejor que lo que es común en lenguas de gran circulación, demasiado manoseadas por las grandes masas que las usufructúan. La circulación y la universalidad no dan patente ni de calidad ni de belleza. Finalmente, las actuales tendencias «antinacionales» o «anacionales» pasarán también, como todas las corrientes de pensamiento, a la historia, y tal vez el siglo XXI se mofe de nuestros prejuicios con tan mala saña como nosotros nos burlamos de los del siglo XIX. Pero una vez hechas las cuentas hay que reconocer que vivimos en nuestra época, y que no podemos sustraernos a sus exigencias. Y esas son, en la materia que nos ocupa, bastante tajantes: las «pequeñas lenguas» no pagan el esfuerzo que se gasta en mantenerlas bien lubricadas. En la medida en que se pretenda hoy influir, o siquiera actuar, no hay más remedio que desprenderse de preocupaciones menores, de naciones pequeñas, de lenguas minúsculas. La lengua catalana, oficialmente ignorada y perseguida, parece, pues, condenada a pronta desaparición.
Cultivo de la lengua
He subrayado los inconvenientes que ofrece hoy el uso de una lengua de tan escaso vuelo geográfico como la catalana para que no se me acuse de ignorar las realidades. Pero también para hacer más contundente el argumento contrario: el de la necesidad de seguir cultivando, y de, tan pronto como se permita, intensificar el uso de dicha lengua.
Volvamos a nuestro paseo por Barcelona. Puesto que se hablan allí tantas lenguas, y dado que la española –una de las «lenguas universales»– progresa a pasos de gigante, la conclusión parece obvia: he aquí una ciudad cosmopolita. La conclusión, ¡ay!, es obvia sólo desde el ángulo puramente «verbal». De hecho, la impresión que ofrece Barcelona, y eso en gran parte por el hecho de su hibridez lingüística, es la impresión de «provincia». Una enorme Zaragoza, una Valencia con más calles, casas y habitantes; un tono menor, una falsa alegría. La impresión de que se quiere ser algo, pero no se consigue. Sobre todo, una cierta, incómoda artificialidad, propia de la gran aldea, una especie de invisible y a la vez omnipresente rusticidad.
Ser provincia, se alegará, no es pecado; las provincias desempeñan una función tan respetable como loable. Pero convertirse en provincia cuando, en el fondo, no se es tal, cuando todo lleva hacia la «capitalidad», es el más grave pecado que puede cometerse: el de vivir contra sí mismo.
Lo que acabo de decir de Barcelona puede aplicarse, con los cambios pertinentes, a Cataluña entera. Hay algo allí que falla, y es lo más importante de todo: la personalidad. Ahora bien, mi tesis es la siguiente: la personalidad catalana sólo puede manifestarse con plenitud por medio de la propia lengua. Cuando ésta, por los motivos que sean, retrocede, [75] se deteriora, se vicia, retrocede el modo propio de ser de Cataluña. El catalán deja de ser catalán. ¿Diremos que, después de todo, eso no es tan deplorable como parece? No lo sería si, al dejar de ser catalán, o al serlo menos, el catalán no dejara también, simplemente, de ser. Sus posibilidades de actuar disminuyen, sin embargo, cuando su personalidad colectiva, manifestada por medio de su lengua, se disuelve, cuando se hace (o se le obliga a hacerse) «provinciano» y se le cierran los horizontes. Esto explica que si quieren seguir siendo catalanes –si, como indicaba, quieren seguir siendo–, éstos tienen que aferrarse a su lengua, usarla, cultivarla, purificarla, propagarla. No afirmo que todo eso sea por sí mismo una gran ventaja. Por el contrario: ya he dicho que el uso de una lengua de poco radio geográfico, de una lengua demográficamente raquítica, es un handicap grave. Si los catalanes hubiesen prácticamente abandonado su lengua, al modo de los vascos o, no obstante las apariencias oficiales, de los irlandeses; si hubiesen asimilado oportuna y completamente el español, o el francés, el asunto sería distinto. Pero el connubio del idioma catalán con la vida catalana es un hecho, y éste no puede modificarse sin que se altere ya la sustancia de esa vida. No se trata, pues, de derretirse de gozo por el hecho de tener que apostar a favor del idioma catalán. Se trata simplemente de hacer frente a la realidad.
Lo que no significa, ni mucho menos, que los catalanes hayan de convertirse en monolingüistas frenéticos. Ni los hechos ni las conveniencias lo permitirían. Ninguna de las comunidades lingüísticamente reducidas es hoy estrictamente monolingüe, cuando menos en la expresión de muchos de los aspectos de su cultura. Los daneses, los belgas flamenquizantes, los rumanos, y hasta los polacos y holandeses –más favorecidos lingüísticamente que los primeros– no cultivan el monolingüismo cultural. Saben que sus pensadores, sus críticos, sus científicos sobre todo no llegarían muy lejos si se limitaran a expresarse exclusivamente en sus idiomas respectivos. Adoptan, pues, cuando es menester –y lo es con mucha frecuencia– una lengua de circulación «universal» –el alemán, el francés y, en proporción creciente, el inglés– con el fin de entablar diálogo con sus colegas de otros países. Los catalanes conocen, por lo común, el español mejor de lo que los daneses y suecos conocen el alemán o el inglés. El español es hoy uno de los idiomas «universales». ¿No sería necio abandonarlo? Los catalanes deben, pues, cultivarlo. Pero deben cultivarlo con pulcritud, sin malcasarlo con un catalán progresivamente deteriorado –movimiento inverso, aunque complementario, al que consiste en cultivar el catalán sin mezclarlo con el español, sin convertir a ambos en un «patois» vulgar y ridículo, pasto y delicia de saineteros. En cierto sentido, el cultivo intenso de la lengua catalana es en Cataluña una de las condiciones necesarias para el desarrollo normal del idioma español –y viceversa. El bilingüismo cultural es pernicioso sólo cuando se pierde conciencia de él– y se pierde, por añadidura, la habilidad de emplear pulcramente ambas lenguas.
Mi tesis lingüística tiene, pues, poco que ver con los exclusivismos que imperaban hace cinco o seis lustros en algunas cabezas catalanas, por lo demás bien intencionadas. Se empeñaban ésas en proclamar que los catalanes son capaces de hablar y escribir solamente el catalán. Convertían la lengua no en un instrumento cultural y social, sino en un órgano fisiológico misterioso, en una víscera mítica. Hay que precaverse contra este localismo peculiarísimo. Pero hay que precaverse contra él sin caer en el provincianismo ya denunciado, el cual, por ser menos auténtico, es todavía más peligroso.
Lengua y temperamento
He oído decir no pocas veces que lo que hace que los catalanes sean realmente catalanes no es la lengua, sino el «temperamento». Esta proposición es tentadora. Parece confirmarla el hecho de que algunos de los más recientes «inmigrantes» en Cataluña se expresan, en su propia lengua y hasta por medio de sus localismos, de maneras que pueden calificarse de auténticamente «catalanas». La existencia de un «temperamento catalán», en tanto que realidad relativamente independiente de la lengua, es, pues, una verdad como un puño. ¿Diremos, pues, que la tesis lingüística, aun habida cuenta la prudencia con que ha sido presentada, es totalmente errónea? ¿No sería posible la pervivencia de un temperamento catalán fuerte y activo con una base lingüística no catalana? [76] Evidentemente, es posible. La historia da muchas vueltas, y ninguna de ellas se halla determinada por ideas preconcebidas. Al fin y al cabo, los irlandeses son irlandeses aun cuando la lengua que realmente usan es el inglés. Pero aquí no se trata de una cuestión de posibilidad, sino de un hecho. Creo que los catalanes emprenderían falsa ruta si lo apostaran todo a una de las condiciones –importante, hoy día decisiva, pero sólo una– de su existencia colectiva. En último término, ello les llevaría a una especie de «juegofloralismo» monumental, a convertir el catalán en órgano de un «trovadorismo» aburrido e ineficaz.
El «temperamento» es, pues, cosa importante; es, en rigor, lo más importante que hay –en el asunto que nos ocupa. Pero resulta que de hecho el temperamento catalán existe –y, con toda probabilidad, solamente puede subsistir– a base de manifestarse primariamente –sean cuales fueren las formas de manifestación secundaria– mediante la propia lengua. El temperamento puede existir en principio sin la lengua, en tanto que ésta tiene que claudicar sin el temperamento. Por si fuera poco, una sola y misma lengua puede constituir el marco dentro del cual se dan temperamentos muy diversos –aunque siempre de algún modo afines. ¿Somos catalanes porque hablamos catalán, o hablamos catalán porque somos catalanes? Contestar afirmativamente a la primera cláusula equivale a basarse exclusivamente en la lengua y a medir la catalanidad de los catalanes por la buena o mala suerte de ésta. Operación errónea, y además peligrosa, porque excluye de la comunidad catalana a muchos que por temperamento ya forman parte de ella y a muchos que, por motivos diversos, de residencia o conveniencia, usan otras lenguas en sus actividades políticas, comerciales o científicas. Responder afirmativamente a la segunda cláusula equivale a ignorar que la lengua catalana es una de las manifestaciones del temperamento catalán –y una muy importante–, pero no una consecuencia «natural» o «lógica» de tal temperamento. Respondamos, pues, como la realidad –no el deseo o el razonamiento falaz– nos lleva a hacerlo: somos catalanes y hablamos catalán. No hay que caer en la trampa de que no es menester cultivar el idioma catalán, porque nos basta y sobra con el «temperamento».
Catalanes y europeos
Las anteriores reflexiones no constituyen una revalorización, más o menos diestramente remozada, de la vieja consigna: «¡Cataluña adentro!». En mi ánimo son exactamente lo contrario: un modo de convencer a los catalanes de que las únicas posibilidades fecundas que se les brindan hoy consisten en salir afuera. Mejor dicho: un modo de decir que «¡Cataluña adentro!» y «¡Cataluña afuera!» son –o deben ser– dos movimientos complementarios, ninguno de los cuales puede llevarse a cabo con independencia del otro.
Catalanizar a Cataluña quiere decir, en efecto, al mismo tiempo, europeizar a Cataluña. Provincianizar a Cataluña es la manera más eficaz de alejar, y como consecuencia de aislar, a Cataluña de Europa. Si paseamos hoy por Europa –cuando menos por la Europa occidental– nos daremos cuenta pronto de que uno de los rasgos más sobresalientes de este continente es el hecho de haberse «desprovincianizado» fulminantemente. En algunos países, como en Francia, nos topamos todavía a veces con la vieja «provincia» (el departamento, la subprefectura) –con la vida «provinciana», subprefectoral, amortiguada, aburrida y, digámoslo sin ambages, bastante estúpida. Pero eso se debe precisamente a que en la política francesa reina aún, inviolable, el dogma de la centralización de raíz «republicana», jacobina e imperial a la vez; específicamente, napoleónica. Subrayo «en la política», porque es evidente que en otras zonas de la vida colectiva [77] francesa, con frecuencia más importantes, y en todo caso más decisivas hoy que la de la política –en las zonas sociales, económicas y de costumbres– la centralización francesa se va haciendo cada vez más fantasmagórica. Social y económicamente, las «provincias» francesas se hallan ya, corno quería José Ortega y Gasset para las españolas, «en pie». Más acentuadamente se manifiesta este fenómeno en Alemania, Italia y los países escandinavos –en muchas de las regiones europeas que, en parte por influencia napoleónica, estuvieron a punto de convertirse en «provincias». Los motivos principales de esta progresiva «desprovincianización» de Europa son muy diversos, pero las revoluciones económicas y las explosiones demográficas constituyen factores decisivos en este proceso. Al evitar la «provincianización», Europa evita al mismo tiempo la «ruralización». Es, en el fondo, el mismo proceso que puede observarse en los Estados Unidos, especialmente en las zonas costeras atlántica y pacífica –pero también, y en proporción creciente, en el «interior» –; la indistinción entre la ciudad y el campo, la rápida «urbanización» del país. Al desprovincianizarse y al urbanizarse, los países de Europa se van haciendo cada día más «europeos». No se trata de un vago y vacío cosmopolitismo, o de un internacionalismo más o menos híbrido, de una multicefalia caótica o de una nivelación empobrecedora. Se trata de que cada una de las zonas europeas poseedoras de una personalidad pone ésta al servicio de fines comunes. Y su contribución a estos fines es tanto más sustanciosa cuanto más acusado sea el «temperamento» de cada zona. La vieja idea nacional –y, a fortiori, nacionalista– lucha en retirada, y en numerosos casos se dispone a recibir resignadamente la extremaunción. No es necesario, pues, siquiera hablar de «naciones», como si ésta fuese una palabra mágica; la idea de nación no es ya en Europa –bien que lo sea aún en no pocos países «subdesarrollados» de Asia y África– una «idea-fuerza». Es, si se quiere, una idea, pero sin fuerza. Al indicar que catalanizando a Cataluña se la hace más europea, no se quiere decir que Cataluña tiene que convertirse en «nación» para que pueda incorporarse al «concierto de las naciones europeas». Porque resulta que: primero, no hay ya, propiamente hablando, «naciones»; y que, segundo: el «concierto» en cuestión suena de modo muy distinto al soñado por los políticos y economistas ochocentistas. La incorporación de Cataluña a Europa ofrece para los catalanes el aspecto llamado «catalanización». Para los europeos ofrece los aspectos «desprovincianización», «desruralización», «urbanización». Pero son lo mismo. Una Cataluña «urbana», viva, auténtica: eso es lo que significa «una Cataluña europea». El resto es juegos florales y sardanas. La Cataluña del futuro puede, si quiere, seguir celebrando Juegos Florales, bailar sardanas y hasta beber en porrón. Pero que no piense que con eso sólo llegará a ser catalana. Si hacerse «más catalán» significa hoy hacerse «más europeo», habrá que convenir inclusive que el folklorismo a ultranza es más pernicioso que útil.
Catalanes, europeos, españoles
Los españoles no catalanes que lean estas líneas podrán pensar, por ejemplo: «Sin novedad en el Este, excepción hecha de la vaga idea de europeísmo. A la postre, una nueva manifestación de la eterna manía aislacionista –y en algunas cabezas exaltadas, separatista– catalana. Parece que ahora los catalanes quieren ser 'europeos'. ¿No son también, como nosotros, españoles?»
No sé si mi razonamiento parecerá excesivamente sutil, pero, pase lo que pase, helo aquí: la catalanización de Cataluña que en estas páginas se postula es acaso la última oportunidad histórica de que los catalanes sean «buenos españoles» y los españoles se conviertan en «buenos europeos». [78]
Los españoles no catalanes más perspicaces han descubierto ya que los catalanes de hoy, inclusive aquellos a quienes preocupa más que nada «la cuestión catalana», no son, salvo momentos efímeros de malhumor, «separatistas». El separatismo es una enfermedad tan ochocentista como el nacionalismo y el centralismo. Es una plaga de la que ni siquiera es menester curarse; se extingue por sí misma, como un microbio que ha perdido su virulencia. En los catalanes muestra todavía vigor –y aun ello es dudoso– cuando muerde sobre alguna de las comunidades de catalanes residentes en Hispanoamérica, donde se suelta el pelo, un par de veces por año, en vagos discursos patrióticos y en banquetes monumentales. El gigante del separatismo es un molino de viento; el que quiera hundirle la lanza en el cuerpo, puede hacerlo, pero no espere que va a correr mucha sangre.
No; nada de separatismo. Hemos vivido demasiados siglos juntos; hemos participado en demasiadas empresas comunes –también en demasiados desastres comunes– para que sea legítimo barajar y recomenzar el juego. Hay demasiados rasgos comunes que con frecuencia descubrimos sólo cuando nos hallamos fuera de la península, deambulando por los Campos Elíseos o contemplando las serpientes en el parque zoológico de Amberes. He aquí, nos decimos de pronto, un grupo de españoles. ¿Serán catalanes? Muchas veces hay que acercarse y escuchar su habla para establecer la diferencia. Los rostros, los gestos no nos revelan mucho. Y si mirásemos al interior, al hondón de sus almas, descubriríamos posiblemente muchos talantes similares: la humanidad, el orgullo, la sinceridad, los celos.
Bien –se dirá–, separatistas no. Pero, ¿por qué empeñarse en catalanizar a Cataluña? Si los catalanes quieren ser, como dicen, «buenos españoles», ¿no resultará más expedito que abandonen los trenos sobre su lengua, su temperamento, su personalidad? Si se quiere encajar a Cataluña con España, ¿no resultará más eficaz que todos hablemos, a toda hora, la misma lengua, que todos tengamos la misma mentalidad? ¿No se alcanzará entonces, por fin, la unidad de España? ¿Y no es en tanto que perfectamente unidos como podremos incorporarnos, plena y definitivamente, a la gran Europa? Y en todo caso, qué nos importa a nosotros que los catalanes sean catalanes de verdad?
He aquí diversos modos de cometer el mismo error. Es, una vez más, un error de hecho. Su refutación no puede ser, pues, meramente teórica. Es muy posible que, desde el punto de vista teórico, la unificación aludida sea lo más deseable. ¿No ha quedado bien claro que la grandeza de Francia la ha hecho su unidad? ¿No está haciendo la unidad de sus Estados –pese al federalismo administrativo– la grandeza de Norteamérica? Supongamos que todo ello sea cierto –y es suponer mucho–. Aun así, no se demostraría gran cosa. No hay patrones comunes –salvo las leyes económicas y sociológicas– en la historia de los pueblos. Imaginar lo contrario es pretender empotrar la realidad histórica –siempre tan plástica– en el duro suelo de unos conceptos. Sólo la práctica y la pragmática históricas pueden confirmar, o rebatir, una idea determinada en este terreno. Ahora bien, la unidad de España en el sentido apuntado ha sido refutada históricamente, esto es, de hecho. No ha dado buen resultado. Y como los factores siguen siendo sensiblemente los mismos, no puede tampoco darlo. Habría –¿quién sabe?– dado resultados espléndidos si la unificación se hubiese llevado a cabo solamente cuando los diversos pueblos componentes de España hubieran alcanzado su plenitud. Entonces habría podido hablarse de unificación por abajo. Pero no es el momento de ensoñaciones; las cosas han pasado como han pasado. Una unificación por arriba, a base de decapitar comunidades humanas, no es la mejor alternativa. En rigor, no es ni siquiera una alternativa: es una coz al aire, un movimiento de furia, de malhumor, tal vez de desesperación.
Catalanizar a Cataluña no quiere decir, por lo tanto, sustraer algo de España. Quiere decir, por el contrario, sumarle algo. Quiere decir hacer la «España grande» –y hacerla digna de incorporarse sin murmuraciones, reticencias o reservas, a una gran Europa. A los españoles no catalanes les importa, pues, y mucho, lo que hagan, puedan hacer y se les permita hacer a los catalanes. Al catalanizarse de verdad, al «desprovincianizarse», los catalanes pueden contribuir a elevar el nivel de España. No se trata, naturalmente, de un «imperialismo» pasado de moda; no se trata de dominio. Se trata simplemente de intervención. Los catalanes pueden –mejor dicho, deben– intervenir en España siempre que, [79] en vez de disminuir (o disminuirles) el propio ser, se les acreciente. Intervenir quiere decir aquí contribuir. Y para contribuir hay que tener algo. Sobre todo, personalidad –y, como consecuencia de ella, dinamismo. He aquí por qué he dicho que, al serlo de verdad, los catalanes tienen la gran oportunidad de hacerse más españoles. Es porque de este modo podrán contribuir a hacer de los españoles gentes plenamente europeas.
Conviene, pues, que los catalanes abandonen sin añoranzas vanas parte de lo que ha constituído –a menudo, por obligación– su personalidad histórica tradicional con el fin de hacerse, a base de ésta, una más fuerte y eficaz personalidad. Deben dejar de pensar en términos de pura resistencia. Deben aprender a mandar. Deben dejar de ser primordialmente –de hecho o en espíritu– tenderos, payeses, artesanos. Deben aprender a ser también funcionarios. Tener grandes horizontes. Mandar no es hoy, en efecto, solamente ordenar; es mucho más que esto: es organizar. Organizar en política, claro está, pero también –y más todavía– en cultura, en economía. Organizar en los problemas sociales. No pocos españoles no catalanes, en particular no pocos castellanos, poseen dotes admirables de mando. Pero les falta adaptar esas dotes a empresas realmente modernas; orientarse hacia problemas verdaderamente actuales; olvidar las ya superadas batallas de la historia. Para esa tarea los catalanes pueden aportar sus propias dotes, renovadas, refinadas, y ello justamente gracias a la intensificación de su catalanidad.
Ojeada al mundo moderno
Todo eso, se dirá, es un tanto vago. Harto vago, en verdad. Tras lo dicho habría que decirlo aún casi todo. Pero ahora tienen la palabra los hombres de pensamiento concreto: los historiadores, los sociólogos, los industriales, los economistas, los políticos, los administradores, los educadores. Ellos son quienes deben decir lo que tienen que hacer concretamente los catalanes para catalanizarse y para ayudar a los españoles a que se europeícen. No hablo de «europeizarse» porque tenga «la manía de Europa». No pretendo hacer de Europa un nuevo mito. Si hablo aquí de Europa es porque ésta constituye el horizonte concreto en el cual se alojan actualmente las más fecundas posibilidades para realizar el destino histórico de Cataluña y de España. Y también, claro está, porque Europa va por buen camino –el camino del futuro. Un camino que consiste en resolver sin entorpecedoras nostalgias, pero apoyándose en la continuidad histórica, los magnos problemas que hoy se plantean: los problemas de la industrialización, del aumento de producción, de la justicia en la distribución de riquezas –los problemas que conviene resolver si queremos hacer habitable este mundo para todos los humanos.
Me limitaré, pues, a unas pocas indicaciones sobre lo que pueden proponer los catalanes a sus compatriotas españoles dentro del horizonte europeo. Y por el momento los invito a proponerles que comiencen por detestar algunas cosas. ¿Cuáles? José Pla lo ha dicho de modo tajante: «Detesto el desierto, el polvo que todo lo destartala, la morisma, el mahometismo, los cielos azules y vacíos, los azulejos, los arabescos, la hambrienta tristeza del Sur, el Corán, los piojos y las huríes.» Y también, ya lo sabemos –y aplaudimos– el barroco y la retórica… Evidentemente, no hay que tomar demasiado al pie de la letra esta catilinaria. El mahometismo, los azulejos y las huríes no son, a lo sumo, sino imágenes literarias. Pero todos las entendemos. Todos entendemos lo que quiere decir detestar el desierto, el polvo, los cielos azules y vacíos. Quiere decir trabajar para que el país llegue a ser un país moderno, creador, técnicamente avanzado. Quiere decir trabajar para hacer un país rico, responsable, limpio –y, por supuesto; libre. Hacer un país que sea habitable para todos.
Algunos alegarán acaso que estas son preocupaciones materiales. Que no hemos de ser materialistas. Que la materia importa poco ante el espíritu. Que la tierra es un valle de lágrimas. Seguramente, seguramente. Pero no hagamos coro a las ridículas lamentaciones sobre «los males de la técnica y del materialismo». Recordemos que quienes con más empeño claman contra la técnica son los habitantes de los países que carecen de ella –o que no pueden crearla. Los demás, los ciudadanos de países técnicamente, científicamente, socialmente avanzados no dan al viento con tanta frecuencia semejantes lamentos. Y no porque hayan ya quedado esclavizados por la [80] técnica, sino justamente porque a medida que la hacen progresar llegan a dominarla mejor. En el estado actual del mundo la ciencia y la técnica, la producción industrial y la justicia social no son figuraciones del diablo; son, para decirlo con palabras tomadas de San Pablo, el modo de reconocer en el mundo la grandeza de Dios.
Desarrollarse materialmente no es hoy incompatible con desarrollarse espiritualmente; por el contrario, el desarrollo material es una condición indispensable para el espiritual. Y cuando el desarrollo material alcanza cierto nivel, ya no es necesario siquiera preocuparse en demasía de eliminar, o de disimular, el «pintoresquismo». ¿Serían pintorescos el flamenco y el cante hondo si los oyéramos trepidar en Coventry, en Detroit, en Billancourt, en Milán? ¿No serían –como lo son en Gran Bretaña tantas costumbres arcaicas– una manifestación interesante de la tradición? ¿Nos parecen pintorescos los «cowboys» o los rodeos americanos? ¿Las danzas tirolesas? Quizás en última instancia no es menester siquiera detestar «los cielos azules y vacíos» o los «arabescos». Todo cabe, sin que provoque sonrisas a la vez de conmiseración y simpatía, en un país donde el europeo llegue a encontrarse como en su casa y, por añadidura, con un clima y unas gentes por lo común más acogedoras que las que halla en su propio país.
El «modelo romano» es cosa muy seria; sin él no habría habido España, ni Europa, ni posiblemente el mundo actual. Pero el «modelo romano» no encaja en Cataluña; ni tampoco ya en España. ¿Diremos, pues, «el modelo suizo»? No lo tomemos demasiado a la ligera; no tomemos demasiado literalmente los gimoteos de los helvéticos cuando nos hablan de las «pequeñeces suizas» –las «schweizerische Kleinigkeiten». Hay en el «modelo suizo» –y, por supuesto, en otros varios– un rasgo muy aprovechable y que ya Juan Maragall había recomendado a los catalanes con tan previsora insistencia: el rasgo de la civilidad, el comportarse como ciudadanos, como gentes bien educadas y no como cafres que se comen vivos por una manía –o una ideología– cualquiera, a menos que sea por un plato de lentejas. Los catalanes pueden enzarzarse en discusiones apasionadas, envedijarse en luchas duras. Pero aun en los combates más violentos tiene que haber reglas –si se quiere (que la palabra no asuste) convenciones.
Pero no es menester escoger un «modelo»; basta desarrollar al máximo las propias dotes y adaptarlas a fines que no sean los demasiado raquíticos perseguidos durante tantas décadas. Los catalanes son, por ejemplo, trabajadores; ¿deberán encerrarse por ello en la trastienda para emprender, caída la noche, un balance miserable? Que salgan, por el contrario, de sí mismos, de la pequeñez, de la banalidad. Que pongan sus pies fuera, en Europa, en España, para ayudar a llevar a ésta, y no sólo de un modo oficial o administrativo, hasta el nivel de Europa. Pero que cuando lleven a cabo esta tarea, lo hagan desde el fondo de su autenticidad, de su plenitud; que comiencen a poner, tan pronto como les dejen, rótulos catalanes…