Revista Cubana de Filosofía
La Habana, julio-diciembre de 1951
Vol. II, número 9
páginas 15-17

José Ferrater Mora

Francisco Romero: un estilo de filosofía

Algunos de los filósofos del país donde actualmente resido opinan que la filosofía en lengua española es un conjunto de vagas especulaciones más o menos estrafalarias. No les preocupa gran cosa carecer de datos que confirmen pretensión semejante. ¿Por qué atormentarse por tan minúscula circunstancia? Los filósofos en lengua española no se ocupan de «Ciencias», de «Método»; insisten en el «Hombre», en la «Sociedad»; algunos de ellos llevan la humorada hasta ocuparse del «Ser» o de la «Existencia». ¿Es menester otra prueba para denunciar sus incurables extravagancias?

Claro que, como faltar, datos no faltan. Nada más fácil que compilar una antología de insensateces filosóficas españolas e hispanoamericanas. Pero entendámonos: nada más fácil que compilar cualquier antología. Se puede confeccionar sin pena un florilegio en el cual resulte patente que el pensamiento francés es una muestra de espantosa confusión; uno en el cual se revele que la literatura filosófica italiana es un dechado de humildad; otro donde se muestre que nada hay menos sobrio que la filosofía británica... Evidentemente, lo que importa no es el detalle ocasional, ni la flaqueza o el destello momentáneo, sino el conjunto. Y este conjunto no debe limitarse al inmediato presente, sino que ha de abarcar todo el pasado y aun las posibilidades que se entrevean para el futuro. Una vez establecido esto, ya no será tan fácil departir amablemente con los colegas sobre lo poco científico, lo poco cauteloso, lo poco sobrio que es el hispanoparlante en materia filosófica. Porque hablemos en serio. ¿Se pretenderá acaso que Varona fue una cabeza alocada? ¿Se dirá que Alejandro Korn carecía de ecuanimidad? ¿Se afirmará que Vaz Ferreira gusta de divagaciones neoplatónicas? Etcétera, etcétera. Amigos filósofos: cuando se trata de formular juicios algo generales, no está de más que se aporte a ellos esa «cientificidad» que se pretende justamente monopolizar.

Sí, es cierto que hay hoy día en la filosofía hispanoamericana una singular preocupación por los temas de metafísica y de antropología filosófica. Muy bien. ¿Quiere esto decir que siempre ha sido así? Pero, además, ¿significa que las cuestiones relativas al método, a la naturaleza y a las ciencias naturales son hoy completamente olvidadas? Por fin, ¿quiere decir que el interés por ciertos temas imponga un cierto modo de tratarlos? Hay algunos filósofos para quienes el mero hecho de ocuparse del hombre o de la Historia representa un lamentable descarrío (dicho sea de paso, entre nosotros circula una opinión no menos peregrina: la de ocuparse de lenguajes formalizados o de la distinción entre el uso y la mención, es uno de los muchos modos de perder el tiempo). Es harto curioso, y hasta cómico, descubrir que cuando los filósofos adversos a ocuparse de la existencia humana se las han con ella, sus proposiciones al respecto desbordan de gratuitas trivialidades. [16] Esto debería ponerles en guardia y convencerles de que interesarse por un tema más bien que por otro no es todavía una razón suficiente para juzgar una filosofía.

En todo caso, los que insisten en el carácter fantasioso de la filosofía en lengua española, no deben estar muy familiarizados con las mejores producciones en dicha lengua. No deben haber leído, por ejemplo, a Francisco Romero. O si lo han leído –y aun han comentado sus libros– ha sido con un notorio desconocimiento de lo que contienen sus páginas. Este desconocimiento, por lo demás, no siempre consiste en una incomprensión de la congruente «atmósfera filosófica», del «clima espiritual» y otras patéticas realidades. Nada de eso. Con frecuencia se debe a un hecho muy sencillo: al desconocimiento del lenguaje en el cual se lee. Y no me refiero al «lenguaje filosófico», sino al «lenguaje natural» en el cual ha sido escrito el libro. En suma: ignoran el español. La mayor parte de los despropósitos vertidos (por suerte no muy abundantes, pues estoy aludiendo a una verdadera minoría) no tienen otra causa que el haberse negado displicentemente a dar una ojeada a nuestra gramática.

No, no deben haber leído a Romero. Pues si lo hubiesen hecho verían hasta qué punto este filósofo es extremadamente cuidadoso no sólo de lo que dice, sino también del modo como va a decirlo. Y esto no por haber abandonado la «tradición hispánica», y en particular hispanoamericana, del filosofar, sino –esto es esencial– por haberla proseguido. No es uno de los méritos menores del pensador argentino. Su constante preocupación por el pensamiento en lengua española no es, en efecto, la consecuencia de un estrecho «nacionalismo lingüístico» o de la adhesión exclusivista a un círculo cultural determinado. Es el resultado de la clara conciencia de que sin continuar no se puede –en filosofía al menos– progresar. Ahora bien, si por los frutos conocemos el árbol, no resultará aventurado presumir que dicha tradición no es precisamente un conjunto de arbitrarias especulaciones. Y, sin duda, así lo comprobamos cuando nos ponemos en serio a estudiarla. Nuestra primera afirmación será, pues, esta: el estilo filosófico de Romero prosigue la tradición del estilo hispánico. Del mejor estilo hispánico –siempre que consideremos a éste en su integridad y no en algunas de sus aisladas vetas.

Quien así no lo vea no podrá comprender, por ejemplo, que lo que se llama «dispersión» en la obra de Romero no es más que la consecuencia de una gran riqueza. Pues, ¿qué puede, y debe, hacer un filósofo en lengua española cuando se decide a transmitir su filosofía en letra escrita? Debe hacer varias cosas, y debe hacerlas simultáneamente. Por diversos motivos (unos desalentadores; otros, por el contrario, esperanzadores), la filosofía dentro de la comunidad de lengua española tiene más misiones que las reservadas a esta disciplina en países considerados como más avanzados. Debe no sólo explorar y descubrir, sino también comunicar y, por si fuera poco, «educar». ¿Cómo hacerlo todo a un tiempo? Simplemente, adoptando ciertos estilos de decir en los cuales uno pueda sacar de lo dicho lo que más le convenga. [17] La producción filosófica de Romero es, en este sentido, ejemplar. No hay página suya que no contenga alguna información, siempre segura y precisa, sobre alguna actividad filosófica del pasado o del presente, en su país o en otros países. No hay página suya que no contenga, además, algún pensamiento original destinado a explorar y llevar más adelante el problema de que se trate. No hay, finalmente, página de Romero mediante la cual el lector no se «eduque» o forme en la filosofía. El intento de «dividir» la obra de Romero en varias partes –una, informativa; otra, original; otra, educativa– puede ser útil. Es muy cierto que ciertos artículos o libros suyos expresan mejor que otros su pensamiento original; que algunos están más cargados que otros de intención informativa o educativa. Pero cuán difícil es establecer una separación completa lo muestra un simple ejemplo. Su manual de Lógica, humildemente destinado a los que cursan esta materia en la segunda enseñanza, contiene preciosas indicaciones originales (entre otras, sobre la modalidad). Su libro Papeles para una filosofía –título significativo– rebosa de informaciones precisas. No se trata, pues, de «dispersión». Si se me apurara mucho, yo diría hasta lo contrario: es un ejemplo extraordinariamente logrado de «concentración». En una misma página, y gracias a una singularísima habilidad literaria, encontramos material para todos los que persigan las siguientes finalidades: ilustrarse en filosofía, aclarar el problema dilucidado; informarse acerca del pensamiento original que sobre el mismo tiene el autor.

Es todo un estilo de filosofía. Un estilo en el cual se tiene siempre presente, junto a la filosofía misma expuesta y elaborada, la persona que se dirige a ella en demanda de información sobre el mundo y de orientación para su propia existencia. Si el vocablo «humanismo» no hubiese sido usado con tantos y tan diversos significados, yo diría que el estilo filosófico de Romero es un ejemplo del mejor «humanismo». No porque en dicho estilo se reduzcan las cosas al hombre –esto no sería humanismo, sino antropomorfismo–, sino porque la explicación de las cosas se realiza para el hombre. Es injusto, pues, equiparar el humanismo con el subjetivismo, tras haber dado a éste una significación peyorativa. Nada más «objetivo», en efecto, que la filosofía de Romero; nada preocupado por eludir el inútil patetismo. La filosofía de Romero es la filosofía de un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso; no es una serie de quejidos –justificados, pero no en filosofía– que un hombre de carne y hueso lanza a otros. Una vez más, pues, el ser objetiva una filosofía –y su modo de expresión congruente– no le impide ser profundamente humanista– o viceversa. Ambos términos se implican mutuamente, como ocurre siempre que la filosofía no quiere reducirse a ser o una mera erística o una simple parenética.

Los demás colaboradores de este número destacarán, sin duda, otros muchos aspectos de la labor filosófica de Francisco Romero. Yo he querido simplemente hacer constar que debemos mucho al pensador argentino no sólo por lo que ha hecho y hace en filosofía, sino también por el modo como lo ha hecho y hace. Su estilo es ejemplar para todos los que creemos que no puede prescindirse en filosofía ni de la objetividad ni de la «humanidad».

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