José Antonio Girón
Discurso a los mineros asturianos
pronunciado en Mieres, el 13 de Marzo de 1950, por nuestro camarada José Antonio Girón, Ministro de Trabajo
El día 13 de Marzo de 1950, el Excmo. señor Ministro de Trabajo, nuestro camarada José Antonio Girón, pronunció en Mieres, ante los mineros asturianos, el siguiente trascendental discurso:
Trabajadores, camaradas: Aquí estamos de nuevo ante vosotros. No nos perdonaríamos jamás haceros el agravio de arrojar sobre vosotros un caudal juguetón de oratoria más o menos llena de floripondios. Menos nos perdonaríamos, el haceros un agravio peor: venir a hurgar en vuestros dolores, en vuestras necesidades y en vuestra legítima e insaciable sed de justicia con el garfio de unos latiguillos. La primera cosa, es decir, los discursos floridos, ya os la espetó con abundancia la democracia liberal que cantaba himno a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad; pero con el pie del orador bien apretado sobre el cuello de los trabajadores. Inicua farsa que duró casi un siglo hasta que fue sustituida por la otra aún peor: la farsa demagógica. Hurgando en vuestras llagas, recordando continuamente al obrero su condición de esclavo y dándole el odio como única arma para romper sus cadenas, dos generaciones de locos o de bergantes –después de todo, los locos tenían una disculpa– lanzaron al proletariado de todo el mundo por el camino, no de la justicia, sino de la desesperación y el rencor. ¿Para qué? Para desembocar al final del trágico camino en el dantesco barranco de la huelga general, la represión, el hambre ¡y cuántas veces la muerte! Inocentes criaturas quedaban en la orfandad y en la viudez hasta con el brutal estigma injusto y bárbaro de que eran los hijos o la viuda del revolucionario a quienes la sociedad cobardemente volvía la espalda y cerraba las puertas. Y eso en el orden práctico. Porque en el orden doctrinal y político, ¿a dónde conducía aquella doctrina con su odio de clases, su lucha y su tristeza? Conducía a la tiranía infrahumana de las checas y los campos de concentración, a la pérdida de las más elementales categorías de la criatura humana: libertad, dignidad, personalidad, honor. Conducía a esa terrible pesadilla que cínicamente se levanta como un dios carnicero devorador de hombres, nuevo Moloch asiático de fauces insaciables, sobre las ruinas de los pueblos, sobre millones de cadáveres, sobre el silencio pavoroso de los hombres y de las conciencias.
Existe como consecuencia una inmensa soledad moral; el amor a los hijos es considerado como un sentimiento burgués y donde el más leve matiz crítico, entendido hasta hace un año como trotskismo y desde hace un año como titismo, se castiga con la muerte. Ese enorme espacio es el que va desde el mar de Bhering hasta el Elba y el Adriático. Sólo reina en él un silencio de muerte. Sólo se oye allí la voz del gran tirano de trescientos millones de seres. Y hasta el llanto de las madres y de las esposas, que ven partir a sus hombres hacia el destierro o los pierden de vista para siempre misteriosamente, hay que contenerlo como si fuese un delito. Cada pálida aurora sobre la yerta meseta se lleva hacia Siberia una cuerda de obreros, de intelectuales o de profesionales que han cometido el enorme delito de pensar.
Nos estamos dirigiendo ahora, y por eso estamos aquí, al grupo de trabajadores mejor preparado de España en materia social. Y si no nos hubiéramos perdonado el colocaros un discurso florido o un discurso demagógico, menos nos perdonaríamos el contaros historias para asustar a los niños. Desgraciadamente, para millones de criaturas, la esclavitud y la tiranía comunistas no son historias, sino historia trágica y espantable. Y si no, camaradas, vosotros que sabéis que dos famosos capitanes del ejército rojo español, fueron fusilados como trotskistas en Rusia y que varios centenares de oficiales del ejército rojo agonizan en el campo de concentración, a vosotros pregunto: ¿recordáis aquel célebre pontífice del comunismo español que hasta hace unos años sonaba como una autoridad del Kommintern al lado de Dimitroff? ¡Claro que lo recordáis! ¡Claro que alguno de vosotros ha sido fascinado por su oratoria arrebatadora y demagógica! ¡Claro que llegó a ser para el comunismo español como un sacerdote, especie de símbolo dramático, desgarrado y ascético, en el que unos cuantos, y si queréis unos cuantos millares de seres embrujados por él, llegaron a creer como en un oráculo! ¿No es esto? Pues bien; aquel hombre que os pintaba con febril entusiasmo el paraíso del proletariado en Rusia; aquel hombre que pisó con emoción de novicio los umbrales del Kremlin; aquel hombre ardoroso y fanático acabó doblado, desengañado primero, espantado después, y por fin desesperado en la terrible amargura de una prisión disimulada, y aislado, separado de sus amigos, buscó la liberación en el suicidio arrojándose por un balcón sobre la nieve de la ciudad de Tiflis un 19 de marzo. ¡No lo sabíais, camaradas! ¡Pero así fue! Y frente al Cáucaso, que repetía ante sus ojos los sugestivos paisajes cantábricos, aquel hombre sólo creyó en una cosa negra e implacable: en la desesperación que le empujaba hacia la muerte como único medio de librarse de la espantosa carga y de una afrentosa esclavitud.
Y lo que él pretendió con su gesto desesperado, en parte resultó inútil. En una carta dirigida a los trabajadores, el jefe del comunismo español, desengañado y al borde de la muerte, legaba un mensaje revelador. Pero la garra del Kremlin desgarró este documento demasiado elocuente, demasiado auténtico.
No, camaradas. No venimos ni a hacer ejercicios de oratoria ni oposiciones a la inmortalidad en brazos de la elocuencia como un político de aquéllos que fascinaban a vuestros abuelos; ni venimos como aquéllos que fascinaron a nuestros padres, a levantaros en un rugido de rabia contra todo y contra todos; ni a buscar vuestro aplauso asegurándoos en un interminable latiguillo que todos los ricos son malos y todos los pobres son buenos, ni que el empresario es un demonio y el obrero un arcángel. Porque, aunque ciertamente es muy difícil ser bueno y ser rico, y ser plutócrata y no ser duro, hemos venido a llamar a vuestra inteligencia y a discurrir con vosotros como en una recapitulación pública, y a no excitar sentimentalismos. Hemos venido precisamente aquí, a Asturias, a la inexpugnable roca del trabajo español, donde desde siempre, y acaso porque sois los españoles más antiguos de España, florecen los ingenios, se aguzan las inteligencias y se templan los caracteres como en una gigantesca fragua. Hemos venido aquí porque aquí vamos a ser comprendidos, y si hemos de ser discutidos, lo seremos con más razón y con más conocimiento que en parte alguna.
Aquí vinimos hace años, cuando alumbraban los primeros rayos de la política social de Franco, y vosotros nos escuchabais con una explicable incredulidad. Aquí vinimos después con Franco, ante el cual, camaradas, disteis el más bravo, el más varonil ejemplo de lealtad y de hombría de bien escribiendo una de las páginas más brillantes en la historia laboral de España. Difícilmente se olvidará por quien lo contemplara, aquel espectáculo de una grandeza casi sísmica en el que se henchían los pechos con los vítores, enronquecían las gargantas y los montes estallaban con el estrépito de la dinamita entre La Felguera y Mieres como si hubiera llegado la hora “H” de una nueva y gloriosa reconquista; la reconquista de la hermandad entre los hombres en estas sagradas montañas, otra vez como en los tiempos de los abuelos.
Repaso a una política
Desde el alto de “Santu Miliano” se abarcaban, las dos cuencas cuando con Franco nos dirigíamos a Mieres. Creemos poder asegurar que en este momento el Caudillo comprendió como nunca, él que lo ha comprendido tantas veces, que los hombres más bravos de España, estaban con él en aquella jornada inolvidable.
Y aquí estamos otra vez. Ahora no venimos a exponer doctrinas ni a desarrollar programas. Al cabo de once años sería un poco ridículo y por demás inocente venir a exponeros lo que pensamos hacer. No estamos satisfechos de nuestra labor y ni en un solo instante de nuestra vida de ejecutores de la política social de Franco nos hemos detenido como Narcisos a contemplar nuestro rostro en el arroyo de nuestra obra. Nuestro ideal está muy lejos de haber sido logrado. Porque nuestro ideal está expresado de una manera bien clara: “el derecho a trabajar es consecuencia del deber impuesto por Dios al hombre para el cumplimiento de sus fines individuales y la prosperidad y la grandeza de la Patria”. “El trabajo, como deber social, será exigido inexcusablemente”. “El trabajo constituye uno de los más nobles atributos de jerarquía y honor y es título suficiente para exigir la asistencia y tutela del Estado”. “Los trabajadores tendrán derecho al acceso a todos los bienes de la cultura, la alegría, la milicia, la salud y el deporte”.
Porque no hemos coronado estas metas, porque no hemos avanzado en once años los once siglos que hubiéramos querido avanzar, porque nuestros ideales sólo se han podido lograr en parte, es por lo que no estamos satisfechos y es por lo que declaramos que el ideal está ahí, lleno de exigencias, lleno de urgencias y lleno también de promesas y de esperanzas. Pero faltaríamos a nuestro deber de sinceridad para con vosotros, si no os dijéramos que creemos llegado el momento de dar testimonio de esa labor y repasarla en vuestra presencia, pues para vosotros ha sido hecha. Hemos seguido con tenacidad, incansablemente, sin conocer apenas el reposo físico de nuestro cuerpo, la senda dura, espinosa, áspera y agria como un sendero de montaña por la que se nos ordenó marchar. Algún día se sabrá cuántas sordas batallas a cuerpo limpio hemos tenido que librar y que ganar contra enemigos poderosos que se han atravesado, ¡y se atraviesan!, en nuestro camino, con el fin de retrasar en España la hora de la justicia. Algún día se sabrá cuántas alambradas hemos tenido que cortar y cuántas minas peligrosas estaban cargadas a nuestros pies para hacernos saltar en pedazos antes de que pudiéramos cumplir la orden y flamear, en lo alto de una política la bandera de la justicia como anunciación de una era más feliz para todos los españoles.
Esta escalada no ha sido fácil ni rápida. Nosotros mismos, a veces, hemos podido ir demasiado deprisa o demasiado despacio o vacilar al dar un paso. Alguna vez hemos tenido que reemprender una senda para corregir una imperfección. Es posible que todavía tengamos que modificar incluso alguna dirección, algún eje de marcha que hayamos errado. Pero la bandera está en alto. Nunca sabréis, camaradas, lo difíciles que son de cumplir las órdenes de Franco. Pero aspiro a que sepáis, leyéndolo en mi corazón, que vengo a abriros, de par en par, cuánto es el gozo que se experimenta al poder llegar a él y con la sobriedad militar y con el estilo escueto que él ama, decirle: Mi general, la orden está cumplida. La bandera de la política social y de la justicia no era un estandarte de propaganda, sino una sagrada enseña signada con sangre joven vertida generosamente. La posición ha sido conquistada. Venimos a decíroslo al cabo de una ausencia que a nadie le ha parecido tan larga como a mí. Venimos también, camaradas, oídlo bien, a pediros que nos ayudéis y que durmáis con los ojos abiertos, porque la posición está muy observada. Y hay que sustituir lo que tengan de débil nuestras alambradas con lo que tengan de fuerte, de arrojado, de varonil y de heroico nuestros corazones. Vuestros corazones, camaradas de la mina y de la fábrica que estáis día y noche en la mente y en el corazón y en la angustia de nuestro Capitán.
Pertenecemos a una generación de españoles que entendió la Patria como una unidad, pero no solamente como una unidad territorial y administrativa, ni siquiera como una unidad política, sino principalmente como una unidad de destino. Lo cual no es una frase retórica ni el adorno de unos puntos políticos. Unidad de destino quiere decir eso: Unidad de destino. Es decir, que todos los hombres tenemos el mismo destino, el mismo final; que la Patria es entendida como una fuerza que nos lanza a todos en la misma dirección y con el mismo ímpetu por el solo hecho de haber nacido españoles y trabajadores. Por esta fe fuimos a la lucha con las armas en la mano contra quienes estafaban la idea de la unidad de los hombres, empezando por condenar a una clase a la condición de esclava y por definir a su clase antagónica como clase dominadora para mantener la lucha entre ambas a beneficio de la clase intermedia y empresaria (los agitadores políticos de una y otra banda), que vivía de la sangre ajena y para la cual la paz social, la solidaridad entre los hombres, era un mal negocio.
Por entender de esta manera la Patria y la política social, hemos sido tildados de extremistas, hemos sido censurados y hasta torpemente difamados. Y en la soledad de nuestro trabajo, en la vela de las armas de la justicia en nuestro despacho, os lo juramos, camaradas, sólo el recuerdo de Franco y la seguridad de que vuestros pechos de trabajadores formarían detrás de él una imponente masa de maniobra, nos ha dado alientos y bríos para soldar una jornada con otra jornada y transmitir de un día para otro día la consigna y el juramento de no descansar hasta ver coronada la obra y cumplido el mandato.
Sólo entonces nos han parecido insignificantes y ridículas las poderosas fuerzas de la reacción y del egoísmo, las farisaicas hordas doradas de quienes se aferran a los viejos privilegios, y gesticulan, y muerden, y chillan histéricamente en cuanto se les hace cumplir con el deber. Esos son, esos son los que a los deberes sociales les han dado cínicamente el nombre de cargas sociales. ¿Cargas? ¿Cargas de qué? ¿Es una carga el amor? ¿Es una carga el patriotismo? ¿Es una carga el afán legítimo de vivir decorosamente del trabajo propio? ¿Es una carga la fe religiosa? ¿Es una carga el honor? ¿Por qué va a ser una carga la justicia? ¿Y es que seríamos siquiera dignos del nombre de hombres si nos faltara esta categoría esencial del ser humano?
Las Magistraturas del Trabajo
Lucha para establecerlas
Lo que pasa es que una sociedad poltrona en que había explotadores y explotados iba muy a gusto mientras la España rescatada con sangre de todos no había rellenado un bache jurídico tremendamente injusto. Porque iba en efecto muy a gusto la plutocracia con que un Derecho civil y un Derecho mercantil y un Derecho penal regulan los actos de relación entre hombres. La compra, la venta, la sucesión, el alquiler, la lesión, el robo, estaban prefigurados, previstos y presancionados. Incluso los daños morales deducidos de la calumnia, del estupro, del adulterio, de la simple injuria; estaban calculados con una minuciosidad casuística producto de miles de años de experiencia. Pero ¡ah, amigos! En cuanto el legislador se detuvo a considerar esa cosa impalpable en la que reside la más preciada categoría que Dios dio al hombre –su libertad–, y en cuanto se proclamó en un Fuero constitucional la libertad de trabajar y de obtener los bienes de la civilización con independencia de la clase a que se pertenezca, y en cuanto se detuvo el galope del jinete apocalíptico de la llamada libertad económica y se la enfrenó y se la sistematizó dentro de un Derecho y de unos Tribunales Laborales, entonces se dijo de nosotros que éramos unos demagogos. ¡Demagogos! ¡Ridículo fantasma con que se quieren defender los egoístas y los hipócritas! Es decir, lo que se quería era dejar al arbitrio del más poderoso o del más fuerte o del más cínico la resolución de los conflictos laborales. El liberalismo capitalista, tan celoso del establecimiento de leyes y Códigos, lo que quería, por lo visto, era libertad para hacer él lo que le diera la gana y además tener a su servicio el aparato represivo y la fuerza material.
Farsa de la libertad económica
Es una tiranía
Hoy todos sabemos que esa libertad económica, que propugna el autoritarismo de ciertas dictaduras plutocráticas en nombre nada menos que de la dignidad y el respeto a las intangibles individualidades humanas, significa esclavitud y oprobio para millares de hombres, hermanos nuestros, que también son dignos, que también son libres, que también han sido creados por Dios con un alma inmortal para supremos destinos. Porque no deja de constituir un curioso fenómeno la manera de discurrir de todos esos cantores de las libertades individuales, empeñados en estigmatizar nuestra concepción de atentatoria a la dignidad humana y de autoritaria, cuando la inflexibilidad que propugnamos para el cumplimiento de los deberes sociales no obedece a un regusto soberbio y de trágala, sino a la necesidad de nivelar con una acción enérgica el paralelogramo de las fuerzas. Para ellos, la sociedad debe organizarse con una holgura tal que permita el más amplio juego de los individualismos en todo aquello que su propio individualismo lleva ventaja sobre el de los demás. En una situación así les es posible someter a su poderío, contra toda justicia y por de contado contra toda caridad, a una legión de hermanos nuestros cuya debilidad les hace imposible defenderse por sí mismos. Porque no es ni siquiera la bárbara utopía del anarquismo selvático que busca la libertad y la igualdad integrales en una lucha sin arbitrajes en la que cada elemento humano sólo debe contar su propia fuerza para sobrevivir. El anarquismo de las fortalezas económicas está limitado cautamente a su zona de ventaja; no rechaza el empleo de la fuerza y de la coacción por un imperativo de exquisitez sentimental; propugna la libertad en la esfera que se sabe en seguridad de imponerse y de esclavizar; pero en todos los demás órdenes, y precisamente para que nadie perturbe su dictadura, impide con inflexibles represiones la libertad de los demás. Esto, sin embargo, no quiere considerarse como un régimen de fuerza. Pueden vivir en el odio muchedumbres de hombres forzados a la indignidad de una consideración social vergonzosa, a la amargura de la miseria y del hambre, y no puede hablarse de un régimen incómodo. Se emplean poderosos aparatos de fuerza para defender este orden contra la rebeldía, tan humana, de los vencidos, y esto no es un régimen autoritario. No es autoritario, ¿para quién? ¿Es que no es la fuerza coactiva del poder económico la que obliga a vivir una sumisión injusta que quisiera evadirse? En cambio, si el Estado actúa activamente para evitar el desbordamiento de los débiles, anulando con su intervención esa potencia que los somete a su capricho; si en servicio de una concepción cristiana y justa, escrita en un mandamiento divino, impone las condiciones de la paz social conforme a una fórmula de justicia, el régimen no es libre, el Estado es autoritario. Autoritario, ¿para quién? ¿Es que no redime los hogares de la tristeza llevándoles la alegría del pan, no los liberta de la servidumbre sometiendo a todos por igual su obediencia, y no afloja las ligaduras dolorosas que atan las vidas limpiando los corazones del rencor?
Lo que sucede es que nos hemos acostumbrado a considerar como normal, por haber vivido mucho tiempo la gran esclavitud del liberalismo, un estado de cosas injusto y siempre se hace un poco cuesta arriba abandonar los hábitos viciosos. La persistencia de un grillete ha deformado el órgano y resulta incómodo el aparato ortopédico necesario paro volverlo a la armonía de su línea. No intentamos martirizar el noble juego económico. Propiedad individual, sí; iniciativa privada, también, con las que los talentos de empresa, los avanzados del gremio industrial y los ágiles espíritus del riesgo abran nuevos caminos de progreso y bienestar social; protección y estímulo al honrado interés y a la legítima ambición. Pero libertad, interés y ambición bajo el freno de la ley.
Sabed, camaradas, que hemos tenido que batallar para que una sociedad escasamente preparada para las conquistas del trabajador aceptara la orden que nos dio Franco de instaurar las Magistraturas que hacen del trabajo del hombre sujeto de Derecho. Es a vosotros a quienes os toca ahora decirnos si esas Magistraturas no han llevado a vuestra alma la noción de que no sois unos ciudadanos de tercera y la noción de que un Estado cristiano vela, sin que vosotros tengáis que preocuparos, a la puerta de vuestro hogar como un ángel antiguo, para que la injusticia no turbe vuestro sueño con la zozobra o con la inseguridad. Comparad esta situación con aquel tímido ensayito que a costa de sangre, paro, huelgas y represiones se logró en más de medio siglo con la inocente broma de los Jurados Mixtos. Y es que la política social de Franco, hijo del pueblo como vosotros, no es una política palabrera para subsistir, porque él está asentado sobre profundas razones históricas. Su conciencia cristiana, su calidad de español que ama a su pueblo, le obligan a ser fiel a aquellas palabras que pronunció en África, apenas pisó el primer aeródromo nacional y que constituyen su primera declaración pública tan poco recordada pero tan espontánea, tan honda y tan simbólica: “Que nadie crea que el régimen que venimos a instaurar es un régimen de privilegios para una clase social”.
Por fidelidad a aquellas palabras, que eran como la célula originaria de un programa de política social, el Nuevo Estado ha venido desarrollando año tras año esta obra que venimos a examinar ante vosotros.
Argumentos falsos de la contrarrevolución contra la elevación de salarios y los seguros sociales
Pero antes de dar testimonio de ella, queremos salir al paso de una de las más perezosas y machaconas razones que se esgrimen contra la política social de un lado y de otro. Una de las razones emana de las dictaduras económicas y la otra emana a veces de una inexperiencia y de una pequeña cazurrería de algunos trabajadores. Los plutócratas dicen que nuestra política de mejoras, en la que nos adelantamos a otras naciones del mundo, es una política desatentada que conduce a la elevación del coste de la vida. Podíamos deshacer este argumento con razones científicas. Ya lo hemos hecho en otras ocasiones y ante otros camaradas. Ante vosotros no necesito hacerlo.
Nuestra política no justifica jamás elevaciones en el coste de la vida en la proporción que le da la codicia de los logreros. No es este el lugar ni es este mi papel, pero yo podría señalar artículos de primera necesidad o de uso corriente cuya primera materia ha subido en el mercado mundial y los jornales de su elaboración también han sido elevados y que son mejores, mucho mejores y más baratos que hace cuatro años, Para citar un ejemplo: el calzado. Pero aunque así no fuera y la elevación del coste de la vida obedeciera a razones inasequibles que se escapan a la previsión de un Estado y que dependen de una situación de desequilibrio universal, ¿por qué ha de ser la clase económica más débil, por qué ha de ser el trabajador el que espere el último en la cola? Franco nos ha ordenado que pase delante, y pasará, ¡No faltaba más! Y mientras Franco lo ordene –no lleva trazas de cansarse en muchos años–, os aseguramos que cuantas veces haya que marchar delante de la justicia social, se marchará.
Veamos ahora cómo hemos tenido que luchar contra otro argumento pacientemente. Algunos de vosotros, repitiendo cánticos de hipócritas sirenas o embriagados por el aire mefítico que sale de los sumideros de la contrarrevolución, ha llegado a pensar: “Si a mí me dieran el importe de las cuotas que se pagan por mí, yo me administraría muy bien”. Pues no, camarada. Te administrarías muy mal, uno entre mil de vosotros llegaría a viejo con unos ahorros cuya renta no le permitirían ni el comer una vez a la semana. Y ni uno sólo podría hacer frente a una enfermedad y mucho menos a una enfermedad grave. Y ni uno solo podría hacerse una vivienda o tener un huerto familiar y muchísimo menos soñar con dejar a sus huérfanos o a su viuda una pensión. No necesito acudir a razones matemáticas para rebatir a los pocos que piensan de aquella manera.
Cualquiera de vosotros sabe que sólo con el esfuerzo colectivo y obligatorio que educa a las masas y las hace cuidar, aunque no quieran, de sus propios destinos, se puede dar ciento por uno mediante unas cuotas que, de otro modo, administradas anárquicamente, serían como la ceniza en el viento o la lluvia en el mar.
Ya sé que estas ventajas que los trabajadores obtienen a través de los Seguros se encuentran accidentalmente desdibujadas y como casi invisibles dentro de la bruma de las dificultades económicas en que el mundo se debate en general y España en particular por las razones que veremos más adelante. El punto de partida, el principio revolucionario, están sentados y firmes; ya sabemos que no es ahora cuando hemos de ver los frutos, porque ahora, camaradas, la niebla que envuelve al mundo no permite ver nada. Serán nuestros hijos quienes bendecirán a nuestra generación, mientras que nosotros, con todo el respeto debido a nuestros antecesores, pero también con legítimo reproche, les podríamos preguntar: ¿Qué hicisteis? ¿Es que nosotros, no éramos nadie? Ya sabemos que lo que hoy se obtiene por las prestaciones de carácter social es un paliativo a la dificultad, que pierde de momento su plena eficacia en el océano de la escasez y de la carestía que caracterizan la hora presente en todo el planeta. Pero algo se recoge. Y sobre todo, lo repito, el principio está sentado y el futuro no constituye una pura tiniebla para el trabajador como antes, como cuando todo lo que esperaba eran muchos discursos y una peseta diaria en la vejez, si la hubiera llegado a cobrar, y… el hambre en la orfandad.
Sólo con la unánime, disciplinada y férrea voluntad de auxilio a unos males que han de venir inexorablemente para todos, como son la vejez y la muerte, es posible desalojar de nuestros hogares aquellos fantasmas que entre las fuerzas negativas cuidaban tanto, porque les eran necesarios como es necesaria a los vampiros la sangre fresca; solamente en el apretado haz de los Montepíos y del Seguro de Enfermedad es posible encontrar el potente rayo de luz que ilumine los rincones oscuros de nuestros hogares y que caliente la losa fría de nuestros lares antes yertos cuando soplaba el infortunio como un viento invernal.
Franco nos ordenó un día que en el hogar del trabajador no existieran más aquellas sombras tremendas que entenebrecían el duro bregar del hombre de la mina, y del agro, y del horno, y del martillo pilón, y de la laminadora. Y ahí están, camaradas, levantadas, ante el asombro de las clases económicas poderosas, esas nuevas y potentes casas del trabajador que son nuestras grandes residencias sanitarias, retadoras y magníficas, nuevas fortalezas, nuevos castillos de una España que se recupera y avanza, que se reconquista a sí misma, y cuyas mejores trincheras están guarnecidas por los pechos de los trabajadores.
Huyendo del concepto y hasta de la palabra hospital, de ingratas y trágicas resonancias para el trabajador, esas residencias, a las que algunos se han atrevido a llamar, por magníficas, insultantes, son vuestras, y en su ambiente de hogar y comunicación con la familia y los amigos, el trabajador enfermo y sus familiares entran por la puerta grande de una sociedad nueva que les devuelve la dignidad de seres humanos. Así lo entendía recientemente uno de vuestros representantes obreros más caracterizados y así lo entiende el Estado. ¡Pues no faltaba más, si el dinero es vuestro!
Las instalaciones sanitarias del Seguro de Enfermedad
Cuando me dirigí a vosotros en 1944, os anuncié que esta obra, por su propia grandeza, iba a ser objeto de ataques durísimos que ya entonces apuntaban. Se cumplió la profecía, ¡y en qué términos! Hubo un instante en que la conjuración de las fuerzas ocultas de la contrarrevolución y los enemigos solapados de la política social, habitantes del caballo de Troya, estuvo a punto de agotar nuestra paciencia. Sólo la entereza del Caudillo, que nos comunicaba su aliento; sólo el fulgor de su mirada cuando en La Coruña asistió a la Exposición de instalaciones sanitarias del Seguro de Enfermedad, fueron capaces de hacer retroceder a una legión de malvados envenenadores de conciencias, corruptores profesionales, derrotados para siempre. Habían avanzado confiados, como hordas de murciélagos, hasta intentar cubrir con su sombra asquerosa el honor de un grupo de españoles que envejece y se consume en una de las obras más bellas que jamás haya emprendido ningún político hasta Franco. Ante el resplandor de la verdad y ante la elocuencia de los números, y ante el rigor matemático de las cuentas claras, la banda de los malhechores de bien se ha dispersado y sigue creciendo el bosque de los edificios sanitarios, aumentando las prestaciones y mejorando los servicios. Y ante vosotros, trabajadores españoles, quiero rendir el más caluroso homenaje de gratitud y felicitar a quienes saben cumplir con su deber, especialmente al director de la Caja del Seguro de Enfermedad. Quiero decirles, interpretando vuestro pensamiento: No os importen los ataques; no desfallezcáis ante las dificultades creadas por el enemigo; seguid adelante en esta obra magnífica, en la que, al mismo tiempo que realizáis la mejor obra social, rompéis una lanza por España.
Pero este crecimiento asombroso que dentro de pocos años cambiará la fisonomía de España, ha sido posible muy principalmente a causa de una cosa que os pedí entonces también y que me otorgasteis generosamente, y cuyos resultados vengo a agradeceros en nombre de millones de camaradas vuestros. Os dije entonces que sólo con una solidaridad hacia los camaradas menos afortunados que vosotros se podría lograr una justicia en relación con el Seguro de Enfermedad. Os dije que era técnicamente posible hacer en las grandes concentraciones industriales de salario medio más nutrido un Seguro más barato que el actual y con prestación económica más elevada. Pero en cambio, en enormes y desoladas regiones de España, en las minas de las serranías andaluzas, en el ancho agro español, en los muelles de Levante y del Sur, no podría darse ni siquiera la prestación sanitaria. Os preguntaba entonces si vuestra solidaridad era cierta o era fingida. Y ya sabía que era cierta, pero vosotros habéis querido demostrarlo con hechos, y por eso podemos deciros hoy que vuestros camaradas, los mineros de Serón, que tienen que recorrer catorce kilómetros de pista nevada y que pronto subirán en camión por una carretera construida por la Junta Interministerial del Paro, tienen no sólo las mismas prestaciones sanitarias, sino también la misma prestación económica que vosotros. Y traigo el encargo de aquellos lejanos camaradas de la áspera serranía almeriense, olvidados durante siglos, de deciros sobriamente: “Gracias, camaradas. No lo olvidaremos jamás”. Vosotros, adelantados siempre en la cultura social y política, generosos y alegres como sólidos y fuertes astures que sois, aceptasteis el prescindir de un privilegio, que era muy humano haber pretendido defender. Con ello habéis escrito, los de la cuenca, los de Asturias, otra página gloriosa que os será premiada, y por la que Franco os estrecha la mano de hombre a hombre. Así sois.
Pero ni aun con vuestro espíritu de solidaridad y con vuestra alta moral hubiera sido posible llegar a esta meta si nos hubiera faltado la preciosa colaboración de los médicos del Seguro. Ellos, con su generosidad y con verdadero espíritu de apóstoles misioneros superaron las primeras y difíciles fases de esta institución, que sin ellos no sería posible, y que gracias a ellos se anuncia ya como un modelo de su género en el mundo.
En la relación del médico con el asegurado, como en toda relación humana en que de una o de otra manera se juegan intereses, forzosamente ocurren pequeños roces. Pero irán desapareciendo como los roces de una máquina con el uso. Un día es el asegurado el que cree que el médico es un criado y le trata caprichosamente. Otro día es un médico el que cree que la exigencia de un servicio es un capricho; estados veniales cada vez más raros, que desaparecerán cuando los asegurados y los médicos estén encajados en su función. Puede decirse que eso ha desaparecido en un tiempo increíblemente corto, como han desaparecido también, con una rapidez igualmente increíble, los efectos de una campaña insidiosa provocada por agitadores hoy reducidos a la mudez y avergonzados. La sensatez y la abnegación de la clase médica española han revelado en el alma de los médicos una asombrosa contextura moral, una capacidad de resistencia a las campañas insidiosas que constituye un honor para España. Ellos se dan cuenta de que no sólo realizan una función social que al mismo tiempo les asegura un ingreso; eso sería poco todavía. Se dan cuenta también de que el Seguro pone en sus manos unos medios de estudio, unos instrumentos de investigación que contribuirán a hacer del trabajador un ser más sano, más fuerte, menos expuesto a los riesgos de la enfermedad. Hoy los progresos de la ciencia médica requieren instalaciones costosas que la capacidad individual de un médico sólo en contadísimos casos podría sufragar. El Seguro tendrá a su disposición esas instalaciones, y cada residencia sanitaria constituirá una especie de Universidad, un centro de investigación que contribuirá al progreso de la ciencia médica y a la robustez y a la sanidad de los trabajadores y de sus familias. Y ese día el Seguro habrá llegado a su glorioso cénit, y el dinero de los trabajadores habrá servido para que generaciones futuras de futuros trabajadores sufran menos y para que generaciones futuras de futuros médicos sepan más.
El Seguro de enfermedades profesionales
Anuncio de una mejora
Veamos ahora otro aspecto muy importante de la cuestión sanitaria laboral. Me refiero al Seguro de Enfermedades Profesionales. Sería una hipocresía y una falsa modestia el que ocultáramos la satisfacción del régimen en esta materia, aunque también hablaremos de lo que nos falta por hacer.
El régimen anterior, enredado en bizantinismos ginebrinos de Comités, Subcomités y Comisiones ejecutivas que no ejecutaban nada, llegó, echando ya el bofe, a dictar el 13 de julio de 1936, al cabo de cinco años de pensarlo, una ley de Bases puramente programática, sin aplicación posible, y que requería por de pronto no sé cuántos burós, no sé cuántas Comisiones y Subcomisiones que no iban a servir de nada. En todo ese tiempo nadie se había acordado de las enfermedades profesionales, ni de la ley de Bases ni de los trabajadores.
Nosotros hemos abordado el problema de cara. Y desde la orden de 7 de marzo de 1941 hasta el decreto actualmente en vigor de 10 de enero de 1947, el ciclo del Seguro de Enfermedades Profesionales se ha perfeccionado. Comenzamos, para no perder tiempo y para esperar andando, por asimilar las enfermedades profesionales y los accidentes de trabajo en la industria; continuamos por la creación en 3 de septiembre de 1941 de una Sección del Seguro contra la Silicosis en la Caja Nacional del Seguro de Accidentes. Se estableció el régimen obligatorio para las industrias del oro, plomo, y cerámica. El régimen de este Seguro fue previamente un régimen de capitalización. Seguimos andando. En el decreto que acabo de mencionaros se establecen efectos retroactivos, lo cual constituye un golpe revolucionario que hay que declarar noblemente que las Empresas aceptaron con comprensión y elegancia. Pero a pesar de ello tuvimos que resolver un problema económico que se elevó al orden de los 14 millones de pesetas solamente para la rama del plomo y de más de dos millones de pesetas para la rama del oro. Porque reducidas sensiblemente ambas industrias en que la silicosis se produce preferentemente, ¿cómo íbamos nosotros a dejar sin amparo a los enfermos o a sus viudas o a sus huérfanos mientras los de las industrias vivas empezaban a disfrutar de las conquistas de la revolución nacional? Luego se extendió a la industria del carbón en el mismo régimen de obligatoriedad. Vosotros sabéis mejor que nadie cuál es la importancia que en Asturias tiene el decreto de 26 de enero de 1944. Más tarde transformamos el régimen de capitalización en régimen de reparto de rentas. Finalmente, no sólo la silicosis, esa tremenda enfermedad que acecha las naturalezas más robustas en los trabajos de las minas, sino todas las enfermedades profesionales, en todas las industrias, fueron incluidas en el decreto de 1947, con el que se llega a la posible y humana perfección en la materia, creándose un procedimiento administrativo ultrarrápido para atender a los obreros con el fin de no retrasar ni un momento las prestaciones. Para los diagnósticos se prevé también un sistema de recursos en los casos en que se sospecha inexactitud.
En resumen: a fin de año, el número de pensionistas es de 6.547 y la cifra que se satisface por pensiones se eleva a 30 millones de pesetas. A Asturias, dentro de ese volumen, corresponde el 53 por 100 en dinero con más de 16 millones de pesetas y casi el 50 por 100 en pensionistas, con 3.062. Con los sobrantes de los gastos de administración que ahorran los celosos funcionarios de este Seguro, se han hecho las instalaciones de los dispensarios de Oviedo, Mieres y Gijón. Hay otro dispensario en Barcelona y se van a hacer los de Linares, Azuaga, La Carolina y Murcia para la cuenca del plomo y los Manises y Vizcaya para las concentraciones cerámicas. En Madrid actúa como dispensario de enfermedades profesionales la propia Clínica del Trabajo.
Esto es lo que hemos hecho obedeciendo las órdenes recibidas. Hablemos ahora de lo que necesitamos hacer, lo que queremos hacer por estos bravos legionarios del trabajo a quienes inmoviliza la enfermedad profesional o el accidente. Queremos hacer extensivo a ellos los beneficios del Seguro de Enfermedad. Un trabajador que cae o que queda inepto para su tarea a consecuencia de una enfermedad profesional o de un accidente, debe ser un trabajador en activo a efectos del Seguro Obligatorio de Enfermedad. Sería una injusticia, es una injusticia o, por lo menos, constituye una desigualdad el que este camarada a quien la mina o la cantera o el horno agarraron con su zarpa implacable, petrificándole los pulmones o debilitando sus músculos o mutilando sus órganos y sus miembros, vea a su prole desamparada en caso de enfermedad o él mismo se vea desamparado o tenga que invertir en médicos, en farmacia o en sanatorios su pensión casi íntegra y tenga que resolver el diario problema de la subsistencia a costa de sus camaradas o acudiendo a la caridad pública.
Estamos obsesionados por esta preocupación. Estamos comprometidos con nosotros mismos, con nuestra conciencia y con la Revolución Nacional, a resolver esto. ¿Cómo? Para ello trabajan incansablemente nuestros colaboradores con un espíritu verdadero de obedientes soldados de la España Nueva; un equipo dirigido por una vocación entusiasta y por una inteligencia eficaz, busca la manera de que los paralizados por la enfermedad profesional o los inútiles por el accidente disfruten los beneficios del Seguro de Enfermedad, como mutilados que son de la batalla del trabajo, tan gloriosa y tan dura, tan necesaria y tan difícil como cualquier batalla. Y así como ese equipo y esa dirección a que aludo, vinculada a un paisano vuestro, encontraron solución, cuando se les pidió, el arduo problema económico que planteaba la retroactividad, yo me atrevo, con la confianza y la seguridad que tengo en ellos a anunciaros que también ahora, y pronto, nos traerán resuelto el problema de que los mutilados de la cruzada laboral puedan tener todos los beneficios de sus camaradas en activo.
Atención a los Montepíos Laborales
Ambiciones para el futuro
Y ahí están vuestros Montepíos, regidos por vosotros mismos, en los que os vais capacitando para una difícil administración que garantiza la tranquilidad de vuestra vejez y el pan de vuestros huérfanos o de vuestras viudas. Y hoy, los trabajadores, vosotros, camaradas, los que antes no erais nada en la sociedad, los que no hubierais obtenido corporativamente ni un crédito de mil pesetas; los que teníais que recurrir a la suscripción pública para poder atender a las víctimas de una catástrofe, constituís uno de los grupos económicos más fuertes y más decisivos del país. Con las reservas técnicas de vuestros Montepíos podéis hacer inversiones rentables por sumas que pueden influir beneficiosamente en la economía nacional. Y si antes andaban vuestras organizaciones mendigando un crédito, hoy sois vosotros los que podéis tener la satisfacción de ser los guardadores de un tesoro que envidian los más poderosos magnates. Entre la última vez que nos vimos y ésta han nacido, han medrado y son hoy robustas criaturas los Montepíos Laborales. No los exhibimos como éxito de la política que hemos cumplido, sino que los exhibimos en honor del trabajador español, que en tan corto espacio de tiempo ha sabido capacitarse para la difícil técnica de la previsión a través de las Juntas rectoras, en las que las representaciones obreras, técnicas y patronales están realizando una labor espléndida.
Y va sabe el Caudillo cómo el entusiasmo de los trabajadores españoles les lleva, en orden a los Montepíos, a dar a éstos un carácter social intenso, que no se limita a garantizar el bienestar material, con ser éste el más urgente, sino que garantice estos bienes con que el trabajador sueña y con lo que prueba también hasta qué punto ha progresado en el nivel de su capacitación. Ya sabemos que con un espíritu verdaderamente, honradamente revolucionarlo, soñáis con la educación de los hijos, con su preparación para la lucha con armas iguales a las de los demás ciudadanos en el caso de los superdotados. Ya sabemos que soñáis con que os sucedan vuestros hijos en vuestra propia técnica, mejorada por una cultura tan avanzada como sea posible en Escuelas de aprendizaje realmente útiles y dirigidas por vosotros mismos o por vuestros camaradas jubilados y sostenidas por los Montepíos. Ya sabemos que soñáis con las grandes agrupaciones docentes, igual que Universidades laborales, grandes Escuelas de Agricultores y Artesanos que capaciten a las generaciones laborales futuras, para elevar el nivel de su vida y de la vida de sus hijos y rediman de verdad y para siempre de la ignorancia a los hombres del campo y del taller. No soñáis solos ni soñáis ningún disparate. Con vosotros sueña Franco, que ha ordenado la ya creación de los Institutos de Enseñanza Media Laboral, original manifestación de su amor a los trabajadores españoles. Con vosotros sueña él. Sueña con verdaderos palacios del saber popular, donde vuestros hijos o vuestros huérfanos, en hermandad con los de todos los ramos del trabajo español, velen en los castillos roqueros de la revolución nacional la llegada de esa aurora que diremos con palabras casi sagradas para nosotros, que ya “estamos presintiendo en la alegría de nuestras entrañas…” Sueña con la creación de Escuelas de Formación que doten a los trabajadores del arma poderosa de una elevada capacitación profesional y técnica y abran al mismo tiempo su pensamiento al sereno estudio de todos los problemas que hoy agitan al mundo. Porque Franco no quiere masas gregarias, embrutecidas ni esclavizadas. Franco quiere muchedumbres conscientes, cerebros cultivados, libres y ágiles. Ya sabemos que los cimientos de esos castillos roqueros los querrán volar con nocturnidad y alevosía los de siempre: los habitantes de la sucia caverna de la reacción. Ya sabemos que os dirán que el dinero de vuestros Montepíos corre peligro si lo empleáis en comprar con él la dignidad de vuestros hijos y vuestra propia dignidad. Pero camaradas, hemos venido a decir: ¡Estad de retén! Montad una guardia avisada, porque acecha la serpiente en torno al tronco robusto de nuestras organizaciones laborales. Por vuestra dignidad de hombres inteligentes y varoniles, llenad de piedras la boca maldita de los traidores, de los provocadores, de los espías de la contrarrevolución.
Pero nuestros sueños, como los sueños del justo, deben ser ordenados y no anárquicos. Es hermoso y es humano soñar, pero tengamos “los pies en la tierra y en el cielo la afición”. Y así como sería triste entregar nuestras ilusiones y nuestro dinero a la pura abstracción matemática y a la fría mecánica actuarial, sería insensato divagar por las nubes y exponer el dinero de nuestros hijos y el futuro de las generaciones que nos sucedan a la alegre irresponsabilidad de una divagación. Aceptamos que los Montepíos tienen misiones muy varias que cumplir, pero todo ello tiene que desarrollarse con libertad, sí, pero dentro del férreo marco de las posibilidades económicas.
Acceso del trabajador a la participación en el Poder
Se ha dicho que el trabajador no se satisface con cosas materiales solamente, sino que también quiere el poder. ¡Toma! ¡Pues claro! ¿O es que el trabajador por ser trabajador, es de distinta índole que el resto de los humanos? ¿O es que se engendran las ideas superiores de distinta manera debajo de la cabellera con gomina que debajo de la áspera pelambre del labrador? Y es que es hora ya de declarar que si se ha incurrido en el error político de pedir todo el Poder para el proletariado, cometiendo la injusticia de esclavizar a las demás clases, es precisamente porque se ha esclavizado durante siglos y siglos al trabajador bárbaramente, contraviniendo las leyes divinas y la doctrina cristiana, según la cual todos, sin distinción de razas, sin distinción de fortunas, sin distinción de nombres, sin distinción de nacionalidad y sin siquiera distinción de alma, somos hermanos, hijos del Padre a quien pedimos el pan de cada día y hemos sido redimidos en la misma medida y por la misma Sangre y en la misma Cruz. ¡Claro que el trabajador quiere el Poder! Si quiere la Gloria Eterna, si Dios le abre la puerta de su Reino igual que al príncipe y al letrado, y pueble y debe aspirar a ser santo, ¿no va a aspirar ser gobernador civil? ¿Quién sería capaz de negar en nombre de la doctrina de Cristo el derecho al deseo de poder del trabajador? ¿Quién sería capaz de negar la legitimidad a cuantos actos y a cuantas aspiraciones tiendan lícitamente a obtenerlo? Esto en el orden individual. Así lo entendió Franco dando cauces a estos legítimos deseos del trabajador y elevándole a los más altos puestos de responsabilidad y de mando. Pero también es lícito en el orden colectivo, y si pasó el tiempo del absolutismo en el orden político, ¿no habrá pasado también el tiempo de la empresa absoluta en el orden económico?
Y si en la evolución política se pasó del absolutismo al constitucionalismo y de éste a los regímenes populares y se tomaron las precauciones necesarias para limitar las prerrogativas del gobernante en el caso de prodigalidad, insensatez o capricho ¿quién considerará ilegítimo que en una empresa, que por muy privada que sea indirectamente sirve a un interés público, se dé participación a los trabajadores para evitar que una prodigalidad, un capricho, una ineptitud derrumbe un sistema del que viven docenas, cientos o miles de trabajadores? La reforma del concepto de empresa no es solamente un fenómeno revolucionario, sino un fenómeno evolutivo normal que la realidad universal impone.
La concepción tradicional de la empresa es ya una concepción anacrónica. Ni siquiera sirve para defender la existencia de algunas empresas, casi siempre individuales, beneméritas y ejemplares en que un régimen patriarcal asegura una justicia distributiva. Sería tremendamente peligroso guiarse por este camino, y ello significaría, en el orden de las ideas un retroceso intelectual y en el práctico un riesgo gravísimo para la sociedad. No negamos que sea posible que exista en el mundo algún régimen, algún pequeño régimen de tipo señorial en el que el señor y los súbditos constituyan una unidad social, política y económica; ideal, utópica; propia para hacer las delicias de un espíritu esteticista y hasta para tener desde el Cielo las bendiciones de Santo Tomás Moro. Pero, ¿es que por eso íbamos a entronizar el feudalismo? Tengamos formalidad y sumémonos valerosamente a la idea universal de que el concepto de empresa se nos está quedando estrecho. Hace más de medio siglo que se viene insistiendo sobre la necesidad de la revisión del concepto de empresa. Tratadistas de todos los países han seguido en el mismo intento. España en esta materia va por delante de todos los Estados europeos. Sin embargo, algunos suelen decir que el Caudillo está encastillado en ideas propias sin preocuparse de las novedades del mundo. De esto me estaría yo hablando dos horas para demostrar la estupidez de semejante afirmación. Franco es uno de los políticos más universales de nuestro tiempo. En relación con la política social, no sólo es un político universal, sino que sus concepciones van siendo “descubiertas” por otros países que luego las lanzan con nombres pretenciosos al mercado de las ideas como si fueran originales.
Ante otro auditorio acaso comenzáramos en este punto a terminar. Sin embargo, ante vosotros apenas empiezo. Vamos ahora a examinar una cuestión batallona en el mundo entero, y me es imposible hacerlo de una manera ligera y frívola. Vosotros debéis prepararos a escucharme con un poco de paciencia, porque el tema es a todas luces importante y no tengo más remedio que invertir un tiempo mínimo en él. Me refiero, como podéis suponer, a los Jurados de Empresa. Excusad la aridez en gracia al trascendente tema que nos va a ocupar.
La implantación inmediata de los Jurados de Empresa. Examen de su alcance y significación
Por lo que se refiere a los Jurados de Empresa, cuando todavía no se han puesto de acuerdo las llamadas Escuelas económico-sociales respecto de la participación de los trabajadores en la empresa industrial o comercial, Franco, en 1947, dicta el decreto de Jurados. Nacen éstos para traducir a la realidad las declaraciones formuladas en el Fuero del Trabajo y para convertir al obrero, según frase de un tratadista, de “súbdito de la Empresa” en “ciudadano de la Empresa”, con finalidad de paz social y para lograr la unidad entre los elementos que integran la producción con el fin de mejorarla, incrementarla y hacerla justa dentro de la comunidad organizada de obreros, empresarios y técnicos. El Congreso Nacional de Trabajadores de 1946, dando una prueba de sensibilidad y de preparación, aprobó, entre otras conclusiones, una en que se pedía el establecimiento de las Juntas de Jurados en las Empresas. Franco firmaba el 18 de agosto de 1947 el decreto de creación de los Jurados de Empresa que venía a cerrar un ciclo en la relación del Estado con los trabajadores, los cuales, un mes antes habían dado aquella prueba de madurez y patriotismo que dejó bastante estupefacto al mundo, votando afirmativamente el referéndum de la ley de Sucesión.
Vamos a examinar ahora con la debida parsimonia en qué consisten los Jurados de Empresa y cuáles son sus funciones esenciales.
Pocas instituciones están tan sometidas a revisión en el mundo como la Empresa. No hay tratadista, ni grande ni chico, ni país de cualquier importancia que sea, que no haya estudiado el problema de su reforma. No voy a repetiros ahora cuáles son las opiniones sobre la materia. Hay una en que todos coinciden: en que ya no se puede seguir a la defensiva en este problema y en que todas las actitudes dilatorias no hacen más que complicarle. Creemos que la legislación española va en conjunto muy avanzada sobre las de todos los países liberales, y que al mismo tiempo se ciñe más a la justicia. Nada digamos de los países de régimen comunista. Allí la farsa ha sido trágica. Comenzó con los Comités de Fábrica en el 1918. El Comité pasó a ser controlado totalmente por el Sindicato en 1920. Con el establecimiento de los planes quinquenales, se reduce el famoso triángulo directivo –director de la Empresa, representante sindical y secretario del partido–, es decir se va dibujando la vuelta a una dictadura. Hasta que en 1929 una orden del partido, un ukase más brutal que los del zarismo absolutista, le da todo el poder al director de la Empresa, pasando el Comité de Fábrica a desempeñar funciones tan mínimas que pueden llamarse con toda razón inexistentes. El trabajador ha vuelto a la más total esclavitud. Veamos, en cambio, las funciones que se atribuyen en el decreto de 1947 a los Jurados de Empresa. Son las siguientes:
Proponer a la Dirección, previo el oportuno estudio, medidas que puedan conducir al aumento de la producción o mejora de los servicios, economía de materiales o suministros, reducción de despilfarros de cualquier clase y mayor rendimiento en el trabajo.
Como se ve, el decreto comienza iniciando al trabajador, acaso en la parte más delicada e influyente, en la responsabilidad de la Empresa, con lo cual se afirma la dignidad de la naturaleza del trabajador, y se pone a éste en un nivel superior que le permite contemplar su misión como algo más que una misión de mercancía. Sabe el legislador cuánta parte toma el trabajador en la producción y comienza por presentarle a la Empresa, a cambio de lo que va a exigir, el ofrecimiento de la más preciosa cooperación.
Comprobar que la Empresa cumpla con la legislación social, y comprobar, a la vez, que tanto el trabajador como el capital cumplen con sus deberes específicos, puntualizando las infracciones si las hubiera y proponiendo las sanciones correspondientes.
Se ha dicho que es complicada la mecánica del cumplimiento de los deberes sociales de la Empresa. Esto no es cierto. Es mucho menos complicada que la facturación de una mercancía, y creemos que ya nadie duda de que el trabajo humano no es exactamente una mercancía, como estimaba el liberalismo económico. Para vigilar el cumplimiento de estos deberes nadie mejor que quien aprovecha los derechos correspondientes. A nadie le puede parecer absurdo que el volumen ya muy considerable de obligaciones inexcusables y de intereses económicos que hoy se mueven en torno al trabajador esté vigilado por el propio trabajador, quien a su vez se impone el deber, del que jamás ha huido, de vigilarse a sí mismo y entregar a sus propios camaradas el código moral por el que ha de regirse la comunidad de trabajadores.
Estudiar y proponer las medidas que estime oportunas, en orden a la seguridad e higiene del trabajo, ejerciendo las funciones que se encomendaban a los Comités de Seguridad que se habían creado tres años antes.
Esta función no constituye ninguna novedad sensacional. Encierra, en cambio, un matiz pedagógico bastante importante. Todos sabemos con qué desenfado y con qué inconsciencia a veces el trabajador español hace alarde de su indiferencia ante el peligro. Y esto, que individualmente a veces puede parecer una arrogancia, y casi siempre una arrogancia, en efecto, pero una estupidez, además. ¡Cuántas desgracias, vosotros lo sabéis mejor que ningún otro trabajador, cuántas desgracias se habrían evitado por no fumar a tiempo, por no hacerle quites a cuerpo limpio a un volante, por no quitar como inservibles los aparatos de seguridad o de alarma! Ahora no va a ser un Comité de técnicos ni un Gabinete de propaganda del Instituto Nacional de Previsión. Vais a ser vosotros mismos los encargados de educar a vuestros camaradas rebeldes, que con su rebeldía labran su desgracia y la desgracia ajena.
Conocer e informar y proponer en las cuestiones que afecten a la mejora física, moral, cultural o social del productor, así como su perfeccionamiento profesional.
Entregada esta misión a una iniciativa sin control, a la indiferente administración de unos ochavos, la cosa solía dar, salvo excepciones, que destacaría aquí con gusto, como único resultado el casino que a poco degenera en chigre más o menos ilustrado. Ahora son todos, trabajadores y Empresas, quienes van a intervenir en la parte más extensa de la vida laboral: el descanso del trabajador, las dieciséis horas de ocio, tan preciosas para el privilegiado y corrientemente tan estériles, tan aburridas o tan perniciosas para el proletario. Estas dieciséis horas, que constituyen las dos terceras partes de vuestra vida, tienen que ser dieciséis horas de ser humano, de ser civilizado y no de paria que rumia su ignorancia sentado en un poyo viendo pasar los días, o que lee apenas un periódico atrasado de deportes o un librín de aventuras. Y estamos hablando de los trabajadores medios, no de vosotros, que habéis suplido con vuestro genio las deficiencias de la sociedad.
Ser informado periódicamente de la marcha general de la producción, entrega de pedidos, suministros y similares.
También esta función es totalmente nueva, y así como esperamos que a todos los empresarios conscientes les parezca una medida no solamente justa, sino también conveniente, esperamos que a los logreros, a los piratas, les parezca mal que su obrero sepa por qué mares navega. Sin embargo, sería únicamente una buena intención completamente hueca si faltara esta función esencial. Lo primero que necesita el trabajador para sentirse solidario con la Empresa y para que la solidaridad de la Empresa exista, es esta concesión, que no quebranta ningún secreto, sino que baliza la marcha del trabajo, la canaliza, la encajona por el cauce correcto.
Conocer sobre los Reglamentos de orden interior, emitiendo informe sobre los mismos, que será unido al texto del proyecto al enviarlo a la aprobación del ministerio.
Nada más justo que el que el obrero sepa qué es lo que piensa hacer con él y si se le quiere someter a algún régimen caprichoso o excesivamente original. Y sobre todo, esta función se establece por pura lógica y por pura y simple humanidad. Nadie deja que se disponga de su ser individual ni de su ser colectivo sin saber cómo.
Informar sobre las tarifas de primas, tareas o destajos en los casos en que no corresponda legalmente hacerlo a la Empresa, así como en los recursos por fijaciones que legalmente le correspondan a la Empresa, pero que el jurado estime incorrectas.
En este caso el trabajador no solamente defiende sus derechos a que no se abuse de él, sino que a la par se instituye en un colaborador de la autoridad, lo que aumenta su condición de ciudadano de la Empresa, ya que por medio del Jurado vigila la grieta por donde puede marcharse lo mejor del sentido de colaboración que se busca, puesto que en los trabajos con incentivo es donde el terreno es más movedizo en esta materia.
Informar en las propuestas que formulen las Empresas en orden a la determinación de los pluses por trabajos peligrosos o penosos.
Con ello se defiende también al obrero contra sí mismo y contra su penuria. No en Empresas modernas y dignas de este nombre, pero sí en Empresas anacrónicas, puede ocurrir todavía que se intente fijar primas bajas o regatear los pluses establecidos por trabajos penosos o peligrosos. Por otra parte, nadie mejor que el protagonista principal de un trabajo, es decir, el trabajador, para opinar sobre las condiciones en que éste se realiza.
Intervenir en la distribución del Plus de Ayuda Familiar –nos repugna hasta en este caso emplear la palabra carga–.
Esta función refuerza lo ya dispuesto en la actualidad, pero le da más autoridad a la intervención del obrero en una cosa tan suya como en la distribución entre él y sus camaradas de un Plus tan útil y tan querido del trabajador.
Designar los representantes del personal a efectos de intervención en los Economatos, con arreglo a las disposiciones vigentes.
He aquí una función que tiene más importancia de la que parece. Cualquiera de nuestros antepasados que la leyera la encontraría un poco doméstica y demasiado cicatera. Sin embargo, es desgraciadamente una función muy importante, importantísima. España es un país pobre. Las dificultades pasadas, presentes y universales hacen más sensible este hecho. España necesita racionarse y procurar con el poco dinero que tiene comer mejor de lo que come. Y este es un problema que, siendo nacional, se desmenuza en millones de pequeños problemas individuales. España tiene que administrar su escasez y todos los esfuerzos que se sumen para lograrlos son pocos. Este de los economatos debe ser cuidado especialmente, y por eso el legislador pide la intervención directa del obrero por medio de los Jurados, a fin de que se haga más efectiva y directa la obediencia a la ley. Y estamos seguros que de esta manera tendrán éxito los esfuerzos que venimos realizando.
Emitir informe en los casos en que por la Empresa se solicite disminución de personal o modificación de las condiciones de trabajo, a causa de crisis, antes de promoverse la petición oficialmente. Misión ésta enormemente delicada e importante en la que se va a poner a prueba verdaderamente la capacitación social del obrero español. Ella significa nada menos que el ingreso del obrero en el difícil campo de la economía nacional. Él va a participar en la declaración típicamente económica que la Empresa haga acerca de sus posibilidades. Esta es una actitud inédita del trabajador. De que sepa emplear o no exactamente el arma que se pone en sus manos, depende algo más que su bienestar personal y la continuación de su trabajo. Depende nada menos que el bienestar de la Patria.
Conocer y comprobar las relaciones mensuales de altas y bajas que se remitan al Montepío correspondiente, las liquidaciones de las cuotas que hayan de efectuar y la efectividad de las prestaciones reglamentarias.
Pocas funciones entre las que otorga el decreto son tan importantes para al trabajador ni se han de reflejar tanto como ésta a lo largo no sólo de su vida laboral, sino de la vida de su prole. Precisamente los Montepíos se quejan de la lentitud con que se efectúa el proceso de afiliación de sus beneficiarios. Y se da el caso, que puede tomarse como general, de que hay en los Montepíos más ingresos por cuotas que el que corresponde al número de afiliados. Y es que existen Empresas perezosas o indiferentes, que creen que basta con pagar la cuota sin enviar a los Montepíos la relación de los operarios que cotizan, lo cual puede dar como consecuencia, y ya ha ocurrido, el que un beneficiario no pueda percibir las prestaciones que le correspondan porque, aunque él ha pagado y la Empresa ha pagado por él, ésta no se ha molestado en dar su nombre al Montepío. Claro que hasta ahora esto se va subsanando en justicia y en cada caso particular, pero llegará un momento en que los Montepíos tendrán que ser inexorables. Y esto es lo que trata de evitar el decreto instituyendo a los Jurados como enlaces permanentes de la Empresa y de los trabajadores con el Montepío.
Las tres funciones que siguen, hasta quince, están ligadas de alguna manera a las anteriores y son como su complemento. Tal la función que se atribuye al Jurado de intervenir en la distribución de los fondos que la Empresa destine a atenciones de carácter social, así como aquella otra función que con carácter conciliatorio tiende a evitar que se planteen conflictos, llegándose siempre que sea posible a una avenencia antes de recurrir a los Tribunales laborales.
Y ahora os estoy oyendo preguntarme: Y bien: ¿por qué no se pone el decreto en vigor? ¿Por qué no se dicta el Reglamento correspondiente y los Jurados de Empresa no empiezan a funcionar? Pues mirad, porque nos da miedo. Me explico: nos da miedo de que un precipitado establecimiento de los Jurados los haga ineficaces y mueran apenas nacer, o, lo que es peor, se conviertan en una farsa. Tenemos que meditar, y para eso hemos venido, sobre la trascendencia de esta medida en la sociedad española. Tenemos que saber que existen dos peligros para la permanencia y para la eficacia de esta institución, por otra parte, tan inaplazable. Y queremos preveniros contra ellos. Primeramente, y no juzgando por vosotros, que sois entre los trabajadores españoles, ya lo he dicho, de los mejor preparados socialmente, sino juzgando por muchos camaradas vuestros de otras industrias y de otras regiones, el obrero español está poco preparado para las contiendas, aunque sean contiendas amistosas, con la dirección de las Empresas. Y esto tratándose de Empresas progresivas modernas, sincronizadas con la política social que seguimos. Nada digamos si se trata de Empresas arcaicas.
Con la mejor buena voluntad del mundo, el vocal de un jurado puede ser arrollado dialécticamente, técnicamente, por sus contradictores dentro de la Empresa. En una discusión de carácter trascendental se puede ver sumido en la mayor mudez, y hasta no llegar a entender lo que escucha e interpretarlo erróneamente. Esto ya sé que no ocurrirá siempre, porque entre los obreros españoles los hay excelentemente preparados y con una agudeza dialéctica envidiable. Pero ocurrirá, desgraciadamente, en términos generales. Y una de dos, o el trabajador se aburre, abandona el campo, se retira decepcionado y los Jurados caen verticalmente y pasan al almacén de los trastos inservibles, o bien de la discusión con los tozudos de la intransigencia sale la incomprensión, primero; el rencor, después, y al final, otra vez el odio de clases y la lucha subsiguiente.
Porque no queremos entrar en este círculo vicioso nos hemos detenido prudentemente antes de lanzar el Reglamento. Porque lo que no perdonaríamos en manera alguna sería, por ingenuidad, por embalarnos alegremente en un halago, el hacer un daño irreparable a los trabajadores, empresarios y obreros.
Acaso un establecimiento progresivo del Jurado en determinadas Empresas, en determinados ramos laborales, sea el sistema de ir avanzando sin tener que retroceder. Tened la seguridad de que en esa dirección nos movemos sin dejar de andar cada día un poquito. Creo estar en condiciones de poder anunciaros que estamos llegando al final. Ya sabemos que esta conquista tiene aún más enemigos que las de carácter material. Al régimen de Jurados de Empresa se oponen por igual las dos grandes tiranías universales: la de la dictadura económico-liberal y la de la dictadura económica y política comunista. Para la primera es un principio irrenunciable el del dominio absoluto del capital. Para el comunismo, la leal colaboración de los trabajadores con la Empresa puede entibiar los ardores de la rebeldía que tanto necesita el comunismo para instaurar su tiranía. Naturalmente, nos referimos al comunismo de exportación. El otro, el de Rusia, ya hemos visto el sistema que tiene montado. Ni el capitalismo liberal ni el comunismo quieren la colaboración. Y en el fondo coinciden en esto como en tantas otras cosas, y es que a ambos les interesa por igual mutilar hasta la esterilización cualquier anhelo noble del alma humana, cualquier movimiento de verdadera libertad, cualquier actitud que tienda a dar al hombre la satisfacción de sentirse protagonista de la Historia, autor de su propia alegría, creador de su bienestar, responsable del progreso de su Patria, dueño de sus destinos y de los destinos de su prole. Las dos grandes fuerzas estériles se lanzan por eso contra cualquier doctrina que busque pura y simplemente la dignidad de la criatura humana y la sonrisa del hombre, frente a una vida menos triste, menos trágica, menos desesperada.
En el propósito de llegar a esta meta, el trabajador tiene que sentirse cada vez más participante, cada vez más responsable y, por tanto, cada vez más protagonista en el proceso de la producción. Los Jurados a este fin deberán ser como una especie de Comisión Permanente del Sindicato dentro de la Empresa. Nunca me esforzaré bastante en deciros que cuidéis el Sindicato. El Sindicato, tal como le ha concebido la Revolución Española, tal como vosotros lo debéis practicar, es un organismo de una fisiología política y económica muy ágil y muy delicada.
Su propia elasticidad, su propia movilidad, su agilidad nativa, requieren una atención y un cuidado continuos por parte de todos los elementos que se sirven de él como órgano único de la voluntad nacional en materia económico-política. Por tanto, patronos, técnicos y obreros deben extremar, si realmente quieren la paz y la justicia y el progreso de la Patria, su vocación sindical, su pasión sindical.
El Sindicato para el obrero no puede ser, ni debe ser, una fortaleza defensiva ni un escudo ni una coraza. Debe ser un arma activa, el único instrumento que, vivificado por una ilusión, puede conducir al trabajador, no ya a la participación que le es debida en la vida y en la sociedad de su Patria, sino a contraer la sublime responsabilidad de haber sido él, el trabajador, el sindicalista de la Nueva España, quien coloque antes que nadie la bandera sobre la fortaleza de la Justicia social triunfante.
¿Qué es política social?
Pero a este final no puede llegarse con un solo instrumento. La endiablada complejidad de una política social verdadera requiere una muy sabia combinación y muy dosificada de múltiples ingredientes. Otra cosa sería engañarse o engañar.
Porque política social no es el Sindicato ni es el ministerio de Trabajo que hacen política económico-social o política laboral. Política social, como con su mismo nombre define, es política para la sociedad y tiene que ser realizada “en sociedad” por todos los poderes concurrentes a la tarea de Gobierno. El Sindicato y el ministerio de Trabajo hacen una parte de la política social.
Por eso, política social según la entiende Franco, es crear escuelas, y política social es crear regadíos y parcelar dehesas; política social es un plan sanitario, y política social es construir viviendas y obras públicas y estimular los patrimonios familiares y las empresas comunales o corporativas; política social es auxiliar a la industria facilitándole de un lado el estudio de los prototipos y entregándole de otro primeras materias y ofreciéndole obreros técnicamente capacitados y bien pagados; política social es la política de los Municipios y de las Diputaciones en orden a facilitar la vida de los vecinos con atención a la higiene pública, a la urbanización, al recreo de la infancia, a los abastecimientos de aguas. Política social es un sistema inteligente, recto y justo de distribución de los artículos de primera necesidad, dotando a los ciudadanos de alimentos y vestido suficiente; política social es establecer un orden legal, un clima de derecho servido por una justicia incorruptible, rápida y barata que garantice al hombre humilde y al poderoso en la misma medida, que permita acudir ante los jueces con el alma serena o conturbada según se sea inocente o culpable, con absoluta independencia de situaciones económicas o sociales. Política social es crear un sentimiento de solidaridad económica que permita hacer frente a situaciones de dificultad inesperada y aun catastróficas, como lo ha sido la sequía para la industria y la agricultura. Para contener un colapso que parecía inevitable, las Cajas P. O. D. F. E., canalizaron este sentimiento de solidaridad y no se ha producido un solo caso de despido ni se ha cerrado una sola Empresa. El embalse de agua que la Naturaleza nos negó, fue suplido con el embalse de voluntades unánimes en servicio de la comunidad, y lo que en otros países ha sido una tragedia, aquí ha podido conllevarse serenamente.
Política social, en suma, es una acción conjunta y social emprendida y seguida, con el mismo furor por todos y encaminada a lograr el bienestar posible para el pueblo todo; es decir, para la sociedad, sin desmayos, sin poltronerías, sin dejaciones que en el fondo entrañarían un sabotaje a lo que tanta sangre y tantos desvelos ha costado conquistar.
Una meta social de hermandad y compenetración como la que el Caudillo se propone alcanzar señala el mejor camino para que toda esa codicia insaciable, germen del rencor; toda esa lacra de egoísmo individual, de clase y de partido que escinde las Patrias, se entierre definitivamente entre el desprecio de los hombres honrados. Y así vislumbramos que comienza a perfilarse en el mundo económico bordeado hasta ahora de abismos de injusticia y vértigos de incomprensión, una gran fuerza consciente de sus altos destinos históricos, bajo nobles ideales del espíritu, que constituyen el secreto de las grandes empresas sociales y victoriosas.
Hay que abrir los ojos a la verdad
Quizá entiendan algunos como tozuda machaconería esta insistencia en apreciar la cuestión social como eje-centro del problema español; pero, ¿es que están tan cerrados sus ojos que no ven la urgente necesidad de que la opulencia y la miseria dejen de mirarse amenazadoras, cara a cara, en trágica guardia de duelo a muerte? Y hoy ya nadie cree en políticas engañosas. El mundo está de vuelta de sofismas de escribas, maledicencias de fariseos y tergiversaciones habilidosas de aprovechados. La humanidad ha dormido muchos años sobre un lecho de ficciones, hasta que aldabonazos de tragedia abrieron sus ojos y al calor de hogueras crepitantes se produjo el deshielo de las mentiras. Hoy ya no cabe ese dulce ir viviendo en amaño y falsía, comprando a los hábiles desaprensivos, engañando a los imbéciles y tratando de convencer a los honrados. Porque con todos los disfraces, con todas las argucias tácticas, con todos los inteligentes rodeos que se quieran, en este momento histórico no hay más que dos ideas en la mente de los hombres; revolución y contrarrevolución. La contrarrevolución que ningún cerebro medianamente equilibrado se atreve a defender, mantendría el choque eterno entre el privilegio y el hambre. Y la renovación revolucionaria no puede tener más que dos signos: el cristiano, una revolución social y económica de sentidos nacionales, fundada en la justicia, jurada sobre los Evangelios de Cristo y obediente a sus leyes de amor, o la tiranía de un totalitarismo despótico, en el que manos ensangrentadas de verdugos conviertan a los pueblos y a los hombres en carne de explotación y de martirio, y quemen en hogueras satánicas veinte siglos de civilización y de fe y en esto no caben términos medios, porque las rebeldías incontroladas de las que han vivido hasta aquí unas docenas de bergantes a cuenta de la emoción morbosa de masas extraviadas mordidas por hambres y rencores, son reacciones episódicas que desaparecen como un meteoro bajo la espada de un capitán afortunado o la garra implacable de un déspota. Por otro lado, las habilidades y las dilaciones, el pretender detener el avance de las agujas en el gran reloj de la justicia, ya sabemos los españoles, todos los españoles, por reciente experiencia en qué terminan: enterrando en las trincheras media generación de soldados para enmendar las torpezas o las venalidades de media docena de políticos.
Esta verdad clara y hosca es la que centra nuestra inquietud y mueve nuestro afán. Es necesario luchar por la implantación de un orden de justicia y de amor que encarne en su alma y en sus instituciones el sentido espiritual de la vida, el sentido cristiano de la justicia y el sentido nacional de la Patria.
Estas verdades, camaradas, son las que empujan el afán nuestro de cada día. Estas verdades son las que nos empujan también hasta aquí para buscar el aliento de vuestros pechos, que en aquel día inolvidable de que os hablé al comienzo estuvo tan cerca del aliento del pecho del Caudillo.
El materialismo, enemigo de la justicia social
Pero estas verdades y estos ideales tienen un enemigo implacable que les cerca y trata de ahogarlas. Ese enemigo es el materialismo que se disfraza arteramente con mil caretas. La más trágica, la que reduce a mayor servidumbre, aquella que mayor tenacidad pone en el ataque, es la que nos muestra la amarilla mueca de su tez asiática; la que tiene sometido a una esclavitud sin antecedentes en primer lugar al pueblo ruso y finalmente a ocho grandes y nobles naciones europeas. Sin cesar, durante catorce años ese enemigo ha martilleado nuestras posiciones desde todos los rincones del planeta y hasta ha conseguido que ciertos grupos humanos que ya tiene señalados como víctimas de mañana para sus fauces, repitan bobamente los ataques contra la verdad española.
El hombre y los pueblos se encuentran a sí mismo en la lucha
Y cuando las situaciones son injustas, cuando le cercan a uno por todas partes, parece que se multiplica nuestra personalidad y nuestra fuerza. Con la espalda pegada a la pared es cuando un hombre es más temible. Y si al defenderse contra sus enemigos triunfa o es derrotado, lo mismo da; cuando comprueba simplemente que su fuerza le descubre hasta el fondo de su propia robusta personalidad, bendice la ocasión que le ha permitido encontrarse a sí mismo, se encuentra más seguro, más firme, más respetable, más hombre. ¡Cuántas veces en la vida, aun derrotado y todo, nos sentimos protagonistas de un suceso importante y nos vemos proyectados por la Historia, incluso con más estatura que nuestros vencedores! Cuando los maltrechos héroes de la iglesia de Baler, en Filipinas, abandonaron aquel fabuloso reducto de heroísmo, heridos, hambrientos, sin armas, pero con la mirada llena de fuego entre la fiebre material y la fiebre patriótica, ¿no eran, acaso, más grandes que sus vencedores? Cuando el heroico oficial español que mandaba aquella exigua fuerza estrecha la mano que su vencedor le tendía caballerosamente, ¿no le agradecía en el fondo de su alma haberle dado la ocasión, aun como enemigo, de haberse demostrado a sí mismo su propia fuerza?
Todas las coyunturas de lucha nos fortalecen. Vosotros mismos, aun sin haber alcanzado nada, aun sin haber logrado otra cosa que el hambre y la cárcel, ¿acaso no os encontrabais fortalecidos en cierto modo cuando víctimas de un orden injusto ibais a la lucha y comprobabais vuestra propia personalidad? Desgraciadamente, esa comprobación no era ni siquiera útil, porque la maldad y la impureza de los desaprensivos que buscaban su medro anulaba lo que de puro y de noble existía en la actitud rebelde contra la injusticia. Pero cuando a la lucha la anima un sentimiento puro, una honradez total, una intención transparente, entonces adquiere aquella belleza, aquella altura en que la criatura humana se contempla proyectada sobre su historia con toda su grandeza. Entonces, con el hallazgo de una personalidad potente, el hombre se parece más al prototipo, a la perfección casi estatuaria. Algo semejante ocurre cuando vemos avanzar hacia nosotros, desplegados desde el cuartel general del comunismo o desde los destacamentos de sus quintas columnas todo el aparato agresor de la propaganda. España en esto es la nación preferida del mal espíritu. Porque la tuvo materialmente al alcance de la mano, porque ya estaba a punto de reducir a la espantosa servidumbre al noble trabajador español, por eso precisamente es mayor su rabia. Nos cercan, nos provocan, nos persiguen, nos vejan, nos insultan, nos desconocen. Cuando les hacemos frente, cuando nos rebelamos, nos sentimos fuertes, nos hallamos a nosotros mismos, comprobamos la ley del metal de que estamos hechos; nos encontramos, en suma, y contemplamos nuestra propia personalidad, que en los estados normales se nos diluye y se nos escapa.
Pero si el ánimo español es pronto para olvidar sacrificios y privaciones de orden material, y si el alma española está templada para que no la dejen huella los sufrimientos físicos y los cercos económicos; si en el clima injusto y en la escasez material crece nuestra personalidad y sabemos vencer para luego tender la mano al adversario, en cambio en el reino de lo espiritual no podremos vencernos a nosotros mismos, y no podremos ahogar dentro de nosotros nuestro viejo orgullo, nuestros amados conceptos de la dignidad para olvidar el estrago moral que las fuerzas oscuras que nos atacan sin cesar tratan de introducir en nuestras filas hiriendo lo más sensible y preciso de nuestra alma.
Porque, por encima de la incomodidad y de la escasez que soportamos con entereza y que olvidamos tan pronto como cesa; por encima de la falta de cosas elementales, y por encima del hambre y de la depauperación de nuestros hijos, nos duele ver cómo se va doblando poco a poco, agotadas sus reservas morales, espíritus que en un clima normal y justo, sin la lucha a brazo partido de cada día, sin la necesidad de mantenerse en alerta constante, hubieran dado ejemplo de valor y de pureza a la española. Y cada vez que vemos a alguien que “extiende sus manos a la iniquidad”, que de comerciante honesto que va labrando su vejez honorablemente se convierte en un delincuente contra el hambre ajena; cada vez que el empleado modelo dobla la cerviz ante la dádiva; cada vez que un camarada espejo de virtud empaña su alma con una cobardía moral y vende su pureza por un plato de garbanzos, si de un lado, nos sentimos fuertes en nuestra intransigencia, de otro nos sentimos con la falta de un soldado a nuestro lado. Y el cambio de un camarada por un desertor es una cosa que nos indigna y nos subleva, que nos exige más rigor todavía y que nos da un grado más en nuestra propia estimación. Pero que nos deshace el corazón también. Nos alarma la posibilidad de que el ejemplo de los débiles llegue a contaminar a los sencillamente fuertes, y que haya que ser un héroe de leyenda para conservar enteras y verdaderas las categorías morales que desde tiempo inmemorial estructuran la fortaleza del alma nacional. Nos irrita el que cuando nos vemos obligados a tomar medidas que no nos gusta tomar, pero que son necesarias por razones vitales, se nos diga entonces que somos autoritarios, dictatoriales, autócratas. Nos subleva pensar que detrás de todo ese sistema de ataques contra España se esconde un regusto morboso, cínico y envidioso de quienes quisieran ver cómo decae y se afemina la vieja arrogancia española, aquel señorío del espíritu, aquella gallarda andadura de un pueblo que se paseó por el universo mundo en la heroica cabalgata idealista de nuestros abuelos, de la que quedó memoria por todos los caminos del planeta: ¡Qué placer satánico para ellos el día en que España, el país del honor, cometiera una indignidad, o una cobardía, o una traición! Y esto es lo que nos subleva. Les estamos viendo buscar el modo de llegar a los límites de nuestra resistencia moral como si la resistencia moral tuviera limites en la tierra que luchó ocho siglos por una causa ideal. Les estamos viendo acechar, con un brillo demoniaco en la mirada, el momento de la capitulación de los espíritus heroicos ante la necesidad de vivir, igual que las viejas celestinas sonríen ante la doncella heroica que siente vacilar su virtud frente a la promesa o a la amenaza. Igual que en las sociedades decadentes hay un día de fiesta cada vez que uno más tropieza, cae y se suma al coro de los inmorales.
España no capitulará. Presentes y ausentes
Pero, ¡ah, camaradas!, contra el intento de prostituir al pueblo más puro y más limpio de la tierra; contra la confabulación infernal de las fuerzas oscuras que trabajan para la perdición de los pueblos, nosotros, duros, intactos, enteros como rocas, ásperos e insobornables, dueños de nosotros mismos y de nuestra fe, levantamos frente a ese Satanás universal que nos combate arteramente, la bandera de nuestra verdad, que al alzarse repetidamente entre estas montañas nos asegura la victoria. Jamás España entregará la flor virginal de su decencia y de su dignidad, asombro y ejemplo del mundo. Y el encontrarnos al fin incorruptibles e inmaculados, tundidos y deshechos por fuera como Quijotes y, como Quijotes limpios, enteros y acrisolados por dentro, será la mayor recompensa de nuestra lucha. Y otra vez luchando y venciendo y volviendo a luchar y volviendo a vencer, los españoles habremos cerrado una vez más, como los héroes de “La Odisea”, nuestros oídos al cantar engañoso de las sirenas, al bisbiseo de las brujas, al sucio halago de las celestinas. Y nuestra nave altanera, desarbolada pero arrogante, recalará en el puerto de la paz digna y de la justicia a secas.
Y entonces, así como en las batallas materiales llamamos a los caídos ¡Presentes!, porque realmente están presentes en nuestro recuerdo, en la batalla que estamos librando, y que es batalla de espíritu, consideraremos a los que sucumbieron como desertores y sus nombres serán borrados de nuestra memoria y tachados de la lista de la Patria para siempre.
Mientras tanto, en estas condiciones en que nos hallamos y en que la historia y el recuerdo de los que nos precedieron y la dignidad de los que nos sucedan, nos exige ser héroes y espíritus superiores en estas condiciones se pretende por ciertos estetas de la política que nos detengamos a considerar matices de adjetivaciones de la vida española dignísimos y que nos gustaría extraordinariamente tener en cuenta y hasta atender con mimo. No somos tan rústicos ni tan selváticos como para no saber cuánto el hombre de nuestro tiempo se debe a ciertos matices que hacen de la convivencia humana una cosa agradable. Por un fenómeno muy propio de las nostalgias olvidan las estetas que sus conceptos han envejecido o han desaparecido como especies inadaptadas al clima actual. No estamos ya sobre un lecho de rosas. Han pasado cosas tremendas y han azotado a la Humanidad huracanes devastadores. Los conceptos paradisíacos de la vida propios de regímenes desaparecidos a consecuencia de las convulsiones sufridas por el mundo, son conceptos anacrónicos como los regímenes mismos que los engendraron. Anacrónicos como los sistemas políticos que los sostenían. El liberalismo ceremonioso y elegante constituye hoy una curiosa pieza para un museo de figuras de cera. Para que los supervivientes nos entiendan, les diremos que su lenguaje en el mundo está “en estado de alarma” y que las garantías que el liberalismo ofrecía “están en suspenso”. Y les diremos que en el régimen que la realidad nos ha impuesto se han introducido y afirmado principios que a ellos les parecerá sacrilegios, pero que tiene que aceptarse inexorablemente y más si se pretende volver a ser. La aceptación de esos principios destiñe los vestigios de liberalismo en el mundo, y los regímenes marcados con etiquetas antiguas han perdido su autenticidad fatalmente por imperativo tremendo del presente social del Universo. No olviden esto. Por fidelidad a nuestra cultura, varias veces milenaria, nosotros amamos cuanto haga la vida digna, elevada y bella. Pero la urgencia de combatir nos priva a veces del gozo de filosofar. Cuando se tiene en juego la existencia, falta el tiempo para la estética. Y de cuidar algún gesto los españoles, ante el peligro, cuidamos el último en todo caso, y a veces ni ése: el gesto de morir. Porque en último término sigue siendo verdad cualquier lugar común o cualquier sentencia poética que aluda a la dignidad de la muerte.
Nosotros queremos decirle a Franco que considerándonos los trabajadores más universalistas del globo, nietos de creadores de pueblos, descubridores de océanos, padres de naciones y padrinos de miles de ciudades, estamos en la vanguardia para exigir con él, de la sociedad que nos rodea, dignidad para nuestras personas y del mundo que nos circunda, dignidad para nuestra Patria. Ni el mundo en lo exterior, ni la sociedad dentro de nuestra propia Patria tendrán jamás dentro de aquel clima justo que exigimos mejores colaboradores ni más decididos ni más arrojados que los trabajadores españoles. La amistad y la lealtad del trabajador español, como todas las cosas preciosas, es una cosa difícil. Pero una vez obtenida, que sepa el mundo y que sepa la sociedad en que vivimos que no hay prenda como nuestra amistad.
Nunca como ahora ha estado tan alto el nivel intelectual y el nivel moral del trabajador de España, y ya he dicho que vosotros sois la vanguardia y la primera línea; la fuerza de choque, de confianza, segura y seca, que no falla jamás. Nunca como ahora se ha percibido en vosotros más capacitación. Y si sois los primeros en la defensa de los urgentes derechos del ser humano a vivir, a comer, y a cobijarse dignamente, debéis ser también los primeros en defender los derechos a intervenir, a participar, a haceros responsables, a mandar y a usar de vuestro poder lícitamente en servicio de la comunidad de los trabajadores españoles acaudillados por un trabajador.
Esa comunidad, camaradas, tiene un nombre, augusto ante el cual tenemos que volver a doblar la rodilla; esa comunidad se llama España.
Cuando España imponía normas al mundo era cuando los trabajadores españoles eran los mejores y más capacitados del orbe. Entonces no tenía vigencia esa frase cazurra y gandula que se oía por la cuenca todavía no hace muchos años: “Cuerpo descansado, dinero vale”.
Trabajar para lograr la libertad
El cuerpo en holganza no vale nada: ni dinero. Nosotros queremos para el trabajador, eso sí, ocio digno. Pero no el ocio digno, de una sola clase como en tiempo de la esclavitud, sino el ocio digno y libertador del yugo para todos los hombres. Vamos a explicarnos: Os recordé antes unas palabras de un texto que os vuelvo a repetir: “los trabajadores tendrán derecho al acceso, al disfrute de todos los bienes de la cultura, la alegría, la milicia, la salud y el deporte”.
La lucha del hombre con su destino: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, se caracteriza por el empeño de hallar fórmulas que le libren de la dependencia exclusiva del trabajo. Busca el hombre lo que hay de espiritual en su ser y tiende a no estar continuamente “ocupado” y en relación de dependencia, con el trabajo necesario para la simple subsistencia. El hombre siente que está en el mundo para otras cosas que no son todo trabajar para vivir.
La primera fórmula arbitrada no pudo ser más simple ni bárbara; consistió en que una minoría acertó a someter a esclavitud a la masa, con lo que la minoría quedó libertada de la “ocupación” como una plaza evacuada por el enemigo. Y así la minoría esclavizante entró en posesión de lo que los aristotélicos llamaban el “ocio digno”. Lo cual no quiere decir que fuera una comunidad de haraganes, sino una comunidad de desocupados en el sentido de que no estaban absolutamente ocupados en el trabajo y podían tener libertad para el recreo del espíritu, para las artes, la música, los deportes, la política, incluso la virtud, el heroísmo, la abnegación, el magisterio sobre los demás espíritus. Cuando oigáis hablar de la democracia ateniense, eso era la democracia ateniense, que se practicaba en el seno de la minoría esclavizante.
La segunda fórmula, para hallar la cual la humanidad ha hecho un largo recorrido de siglos, ha sido la del mejoramiento de la herramienta. Un sabio ateniense dijo: “el día que la lanzadera se mueva sola, no hará falta la esclavitud”. Pero se movió sola la lanzadera y se movieron solas muchas máquinas y el trabajador seguía sometido y ocupado, esclavizado por la dependencia de su servidumbre y con la lanzadera móvil y toda la minoría esclavizante siguió necesitando, para disfrutar del ocio digno, de otra forma de esclavitud.
La tercera fórmula es la nuestra, la fórmula, por lo demás, de nuestros días. Es la política social que tiende a libertar al trabajador de la servidumbre abrumadora de la subsistencia mediante un proceso de nivelación. Naturalmente, esa nivelación tiene que hacerse a favor del débil y a costa del fuerte, y debe actuar sobre todos los grupos humanos de la sociedad. Es fuerte el que tiene influencia. Es débil el que no la tiene, y el trabajador no la tiene porque carece de tiempo y de espacio para adquirirla: está ocupado. Pretendemos desocuparle. Porque la política social no consiste, como ha dicho nuestro camarada Hermenegildo Baylos, en el “apuntalamiento de la miseria” o cuando más en la supresión del abuso. Si fuera esa la política social, yo podría deciros que la política social en España ya había llegado a la meta. Puede que hubiera quien creyese que hasta se había pasado…
Y no, camaradas: nos hallamos muy lejos del final. Lo entrevemos ya en nuestro entusiasmo, pero nos falta mucho camino por andar. Nos falta a todos. A vosotros y a nosotros. Y vamos a andarlo juntos con la ayuda de Dios y sin perder jamás nuestras ambiciones y nuestras esperanzas, sabiendo por dónde vamos y a lo que vamos. Por eso una de las primeras conquistas que en el camino del ocio digno quisiéramos para vosotros es aquélla que os permitiera conocer a España, conocer vuestra Patria no solamente a través de libros, de las conferencias, del cine educativo, de la obra de los pedagogos y de los intelectuales, sino también físicamente, materialmente, directamente, entrañable y apasionadamente. Cuando conozcáis; cuando os deis cuenta de la grandeza de su pasado; cuando os recojáis a pensar lo que, en su día, con relación a la cultura del tiempo, fueron las grandes ciudades españolas; cuando penséis que un día Salamanca era al mundo de su tiempo lo que París es al mundo del nuestro, y que Sevilla era para Europa más que lo que es Londres hoy y que Valencia era en el mundo de las artes y de las técnicas lo que ha sido recientemente Leipzig o Stuttgart, y que Ávila era en el orden militar lo que pudo ser en su día Verdún con relación a su tiempo, y que el puerto de Santander era para la navegación universal lo que es hoy Rotterdam, y que la cabaña merina de España ponía precio a la lana, y que Medina del Campo era para la economía del mundo conocido lo que es hoy Wall Street en Nueva York, y que desde el Monasterio de San Lorenzo del Escorial se dictaban órdenes a todas las cancillerías del mundo, y que Santiago de Compostela era llamada la Roma de Occidente y era, en efecto más que Roma por la importancia de sus peregrinaciones. El día que meditéis sobre todo esto y además veáis con vuestros ojos la grandeza de la huella de un pueblo, os sentiréis espoleados noblemente y os acuciará la urgencia de reponer a la Patria donde estaba. Porque también sentiréis la vibración de vuestra personalidad. Comprenderéis que ésta, precisamente ésta, es la coyuntura de solidarizarnos con el esfuerzo que España tiene que realizar en el trance más duro quizá de su historia moderna.
Reconquistaremos con el trabajo la grandeza de España
Sólo con la solidaridad y el esfuerzo de los trabajadores es posible reponer a esta Patria tan entrañable y tan valerosa en el lugar que ganaron para ella vuestros antecesores, los trabajadores de otros siglos. Porque, hasta en eso ha sido injusta con vosotros la sociedad. Se habla mucho de los fundadores de Naciones, de los promotores del progreso y de la cultura española, de los Mecenas y de los potentados cuyos nombres con justicia están clavados en la historia. ¿Pero qué hubiera sido de ellos sin la solidaridad de un artesanado, de unos trabajadores del campo, del bosque, de los nobles y difíciles oficios de las técnicas seculares cuyos secretos se guardaban de padres a hijos entre obreros españoles? Todavía podéis ver en las piedras de nuestras Catedrales y de nuestros puentes y de nuestros acueductos y de nuestros muelles antiguos la marca familiar del grupo que labró las piedras. Y en nuestros días, los arquitectos españoles, que con todos instrumentos de la técnica moderna en sus manos restauran monumentos antiguos, suelen preguntarse asombrados, para honor y gloria de vuestros camaradas del siglo XVI, cómo ha sido posible elevar a tales alturas los grandes bloques de piedra que tienen que remover. El día que los obreros españoles pierdan su escepticismo y se les haga un buen injerto de ilusión, volverá a ocurrir esto. Volveremos a levantar grandes bloques.
Se ha hablado mucho de las causas de la decadencia de esa España magnífica. Se ha hablado mucho y se ha escrito mucho acerca de las causas de la disgregación del Imperio. Se le ha hecho coincidir con el nacimiento de otro y se ha sumado toda la responsabilidad de aquel desastre sobre un país que sólo tiene como razón de su existencia nuestra ruina. Efectivamente, esa es una de las causas principales, porque en definitiva, mientras la humanidad no sea mejor, de la sangre de los corazones generosos se nutre, la avaricia. Pero, ¿no sería bueno empezar a considerar que cuando las espadas de Sheffields empezaron a ser mejores que las espadas de Toledo y cuando los astilleros de Cardiff empezaron a construir mejor que los de Guarnizo y cuando los moruecos del Hampshire dieron mejores crías que los de Talavera y cuando los paños de Manchester fueron mejores que los de Béjar… no sería bueno empezar a considerar que entonces empezó a decaer efectivamente nuestra grandeza? ¿No será que el artesano se volvió chapucero y decayó la técnica y empezamos a producir mal y caro? ¿Y no estaremos precisamente en estos instantes asistiendo a la decadencia de ese Imperio que se alzó sobre las ruinas del nuestro, ahora que ellos empiezan a ser chapuceros y a trabajar poco y caro? Esa fue la causa de nuestra decadencia, unida a la falta de reacción ante el fenómeno que revolucionaba la economía de los pueblos. Porque el error de España, sumida al final del XVIII y en el XIX en la rutina y en la ignorancia, fue condenar el maquinismo como un hecho satánico, asustarse de él en vez de hacerle suyo. Hubo magnate de mediados del siglo pasado que se opuso al paso del ferrocarril por su pueblo temiendo que la civilización contaminara a las gentes puras de la comarca. Acaso sin darse cuenta, él cuidaba de la integridad de su servidumbre. Estamos a las puertas de una nueva edad histórica, que no sabemos cómo se va a resolver, pero es evidente que va a resolverse a caballo de una técnica fabulosa.
El pueblo español estaba incapacitado, no ya para ponerse a la par, ni siquiera para alcanzar la retaguardia de los pueblos modernos en su avance hacia la técnica. A pesar del genio que caracteriza a algunas regiones, a pesar del sacrificio de unos cuantos valientes aislados, a pesar de haberse mantenido algunos rincones con rango industrial universal, lo cierto es que nuestra industria llevaba un atraso de cien años y que tuvimos que pasar en casi todos los ramos por la vergüenza de ver llegar a extranjeros a enseñarnos a explotar nuestras riquezas y a canalizar la destreza de nuestros operarios.
Para sonrojo de “sabios” y escépticos: las instalaciones del I. N. I.
Por muy poderosa que fuera la iniciativa privada, no era posible que un hombre o una Empresa acometiera la tarea gigantesca de dar el salto tremendo que cortara la distancia abierta durante un siglo. Se reconocía el hecho, se lamentaba, se censuraba…, pero nadie se atrevía ya a emprender el remedio. Sólo el Estado podía rellenar aquella insondable sima que habían abierto juntos la rutina, la indolencia, las guerras civiles y, sobre todo, el renunciamiento de una clase, la clase rectora, a cumplir el cometido que le había asignado la Historia. Pero el Estado, lo mismo bajo regímenes plutocráticos que bajo frentes falsamente llamados populares, se inhibía. No creo cometer ninguna injusticia, camaradas, al fulminar el más desdeñoso anatema para aquella clase atónica, acartonada, egoísta, que metía la cabeza bajo el ala como el avestruz.
El Movimiento Nacional, la revolución nacional, enfrentándose con todos los prejuicios, arrostrando las sapientísimas admoniciones de ciertos santones, culpables del atraso industrial de España, emprendió con arrogancia y decisión, con firme paso y tajante gesto, la tarea de ir colocando los jalones de la futura industria privada: El Estado, hijo de una revolución verdaderamente popular, ha ido explanando el camino, haciendo de explorador, de guía en la más dura de todas las fases de un combate: la fase de la descubierta. Y ahí están instaladas, en un tiempo increíble, bajo unas condiciones también increíbles, en pleno bloqueo económico, las instalaciones termoeléctricas, las destilerías, las fábricas, los astilleros que hace diez años solamente hubieran parecido una alucinación de megalómano a los más audaces empresarios del país. Ahí están infundiendo confianza a las Empresas y al capital, ofreciéndoos a vosotros la ocasión de capacitaros, como europeos de primera clase que sois. Ahí están, para confusión de los escépticos, vergüenza de los socarrones y sonrojo de los cobardes, las factorías piloto que el Movimiento ha levantado, que la revolución ha realizado. Cuando el espíritu del progreso anima a los gobernantes y cuando un hombre sabe infundir a sus subordinados la pasión y el misticismo de una tarea, ni hay bloqueo que rinda a una nación ni infortunio que abata a un pueblo, cuando el pueblo es valeroso y es inteligente. El nuevo Estado contó para esta fase de la batalla con la flor del ejército del trabajo, con los caballeros más aguerridos, con los corazones más generosos. Contó con los obreros españoles, con los trabajadores de la técnica. Sin vosotros y sin ellos, sin los obreros perfectos y sin los perfectos técnicos, no se hubiera avanzado un paso. Si en el camino que conduce a esas centrales y a esas factorías y a esos astilleros o a esas refinerías no hubiera tanto sudor de obreros, tanto entusiasmo operario, tanto amor propio de nuestra mejor juventud trabajadora, tanto desvelo de nuestros técnicos, tanta mística laboral, en suma. ¿Qué Estado, ni qué Patria, ni qué revolución hubieran clavado en el horizonte esos ejemplos, esas metas, esas banderas prometedoras?
Causas reales de grandeza y decadencia. Hay que producir
De la grandeza y de la decadencia de los pueblos son responsables sus políticos, en efecto; pero yo os digo que si Felipe II no hubiera tenido buenos trabajadores a su lado, se hubiera puesto el sol en sus dominios. Y si Disraeli no hubiera contado con una muchedumbre de trabajadores conscientes de su responsabilidad, no hubiera coronado a la reina Victoria como emperatriz de la India. Así, estimamos que son trascendentales para la Patria la conciencia de sus trabajadores, su patriotismo y su dignidad. Y esta dignidad tiene que tener una proyección histórica, enérgica y varonil. Camaradas, arriba ese pecho. Lo que tenemos entre manos, que es el futuro de una Patria y el porvenir de nuestros hijos y el bienestar de las generaciones venideras, es cosa de hombres, cosa de varones enteros y no cosa de marionetas. Hay que producir. La consigna es esta: Hay que producir. Sólo los valientes, los hombres producen y engendran. Será el más valiente aquel que dé el primer paso hacia la victoria de la producción. Hay que sacar sobre los hombros de todos a España. Sobre tus hombros, camarada, y sobre los míos y sobre los del ingeniero y sobre los del empresario. Que se oiga por todo el ámbito de España el jadeo de nuestros corazones y que no tengamos que avergonzarnos ni ante nuestros hijos, ni ante otros pueblos. Que nadie diga en la Historia que nuestra generación retrocedió y que nos tumbamos en el camino, como gitanos gandules, cuando se estaba jugando nada menos que la libertad de nuestros hijos, nuestra dignidad de hombres y nuestra condición de españoles. En este sentido, ved hasta qué altura de poderío y de influencia el obrero norteamericano está llevando a su Patria. Y ved, camaradas, ese prodigio, que si no supiéramos que era obra de humanos, nos parecería milagro, de la recuperación de Alemania entre ruinas gracias a los brazos y a las conciencias de sus maravillosos, de sus ejemplares trabajadores, modelo para el mundo. ¿No sois vosotros de igual madera camaradas? Sois de mejor madera. Mucho mejor. Lo que pasa es que os han abandonado y sólo habéis servido de carne de propaganda o de carne de cañón. Carne de propaganda para los que necesitaban de vuestra hambre y de vuestra desesperación como excitantes de una lucha cuya perpetuación para las Empresas extranjeras, que azotaron las espaldas de vuestros padres en el Canal de Panamá, en el ferrocarril de Tampa a Cayo Hueso, en las cortas inhumanas de Riotinto, de Tharsis y de Neva. Ahora, la Patria os pone en el camino de la dignidad y os acompaña hasta el umbral de la empresa nueva donde el camarada ingeniero, el camarada director, el camarada gerente os espera para penetrar juntos en el gran taller en que todos juntos, y vosotros los primeros, alegres, valientes e ilusionados, vais a labrar de nuevo la grandeza de España.
Una minoría nueva de la clase dirigente española se presenta y avanza como vanguardia de esta tarea. Son los hijos de la revolución española y por ella muchos ofrecieron su sangre. Son, oídlo bien, los necesarios, los imprescindibles para esta batalla, y sin ellos, ni vuestra dignidad ni la dignidad de España, serían accesibles. Son la escuadra de granaderos que abre el camino, son los ingenieros, los empresarios modernos, los técnicos y los administrativos. Sin ellos, todo esfuerzo sería inútil. Como sería inútil sin vosotros. Pero unidos los tres elementos de la producción con la mirada en lo alto, señalándose a la producción un nivel más elevado cada día, empujando hacia arriba la cantidad y la calidad sintiéndose responsables todos de que España sobresalga sobre la línea media de los pueblos, próximo está el día en que vuestro nombre, trabajadores españoles, empresarios y técnicos y obreros, sea bendecido por las generaciones.
Pero, ¿cómo no vamos a estar seguros de que va a llegar, de que ya está llegando con alegre paso ese instante? Ya se anuncia en la canción de vuestros propios hijos. Ellos traen una luz nueva en la mirada; pero esa luz, si en lo espiritual es obra de Dios, en lo biológico, y en lo intelectual es obra vuestra. De vuestro sacrificio y de vuestra inteligencia está hecho el amanecer de la Patria que en vuestros hijos avanza gozosamente.
Más de ocho mil aprendices que concurrieron hace unos meses al Certamen Nacional del Frente de Juventudes, son los heraldos de una legión de trabajadores de la mejor clase. Os lo decimos a vosotros, obreros españoles; porque sois sus padres; os lo decimos a vosotros, empresarios, porque habéis dado facilidades para estos certámenes; os lo decimos a vosotros, técnicos, porque la pasmosa competencia de estos millares de muchachos, obra vuestra es también, que les habéis enseñado. Y lo decimos nosotros porque ha sido el Movimiento Nacional el aliento vivificado que calienta esa cosecha que es nuestro orgullo y el premio que ofrecéis a vuestro Capitán Francisco Franco.
Esta es la mejor garantía de que España volverá a ser, de que se encontrará a sí misma, de que volverá a ocurrir aquello de que el conocimiento de nuestra Patria nos presenta con orgullo. Para ello es necesario que nosotros los que tenemos la orden de Franco de no descansar hasta conseguirlo, no decaigamos. Pero para triunfar, necesitamos vuestra propia colaboración. En materia de política y de política social, para obtener la ilusión, hay que estar, previamente preparados con el deseo de obtenerla. Creo no equivocarme si os digo que vosotros deseáis tener esa ilusión, y lo deseáis ardorosamente, impacientemente, urgente y angustiosamente. Queremos poner en vuestras manos instrumentos para la labor que os es propia, y que labrará vuestra gloria, y la gloria de la Patria. La labrará ¿cómo no? Si de aquí de estos pliegues de la cordillera cantábrica salió tarea para ocho siglos, ¿cómo ahora no va a salir tarea para ocho años o para ochenta? Asturias tiene bien fuertes sus músculos, bien templados sus nervios y bien robusta su alma como para dar ejemplo y trabajo a veinte generaciones.
Estáis obligados a ello por el mandato augusto del pasado y por la voz imperceptible, pero inexorable, de la sangre astur que corre por vuestras venas. Porque no es sólo Asturias la tierra fuerte y heroica, dura como las rocas de sus costas, pura como la nieve de sus cimas, libre como las brisas de su mar, Asturias no es solamente la Patria de los valientes de las minas, legión sin igual que se enfrenta cada día con la muerte. También, se enfrenta con la muerte el pescador de vuestras viejas villas marineras, patria de hombres ilimitados, descubridores de naciones y cuyo nombre es venerado en hemisferios lejanos. También se enfrentan con la muerte el pastor y el vaquero entre los ventisqueros de los puertos a dos mil metros. También se enfrentan con la muerte, ¡y qué muerte tan espantosa y tan gris!, el pobre emigrante que no halló la fortuna y agoniza en la cama de un hospital en la Habana o en la Patagonia, lejos de su “quintana nativa”, soñando todavía con la escuelita que pensó regalar a su pueblo para que los rapaces supieran leer, escribir y contar.
Asturias tierra de reconquista
Asturias, tierra impar, original, sin parecido con otra alguna; tierra de varones insignes desde los primeros días de la nacionalidad española. Asturias, cuya Universidad inquieta o progresiva ha dado en todo momento la más elevada temperatura intelectual de España; Asturias, cuyos capitanes de armas y cuyos capitanes de empresa han fundado los mejores linajes de la Patria; Asturias, cuyos artistas, cuyos escritores, cuyos tratadistas, cuyos empresarios, cuyos mecenas, cuyos hombres, de leyes y de ciencias han llenado ellos solos la época más oscura de la cultura de España y la han salvado de perecer en las tinieblas de la mayor ignorancia; Asturias, cuyos emigrantes constituyen la clase dirigente, la aristocracia de veinte naciones jóvenes; Asturias, que es un poco la Patria chica de todos los españoles. Asturias, alegre, echada hacia adelante, arrogante y viril, cuyas canciones al rodar por los valles y por las cumbres empenachan de poesía y de humanidad las sacras montañas fundacionales. Asturias, abundante, extravasada, generosa y magnífica es próvida y tiene todo el sobrante de energía, ella sola si preciso fuera, para echarse otra vez a los hombros la tarea de hacer de nuevo a España y sacarla tan heroica y tan gigante como aquella que empezó en Covadonga y acabó en Granada para asombro del Universo. Y si antes esto era tarea de guerreros, labor de militares y de letrados, la España que vamos a empezar a sacarnos ahora mismo del pecho tiene que ser obra de los trabajadores. ¡Vosotros los primeros!
Camaradas, voy a terminar. Siento antes de separarme de vosotros que ya sube hasta mis labios y hasta mis ojos la savia reconquistadora que emana de esta tierra. Siento que puedo decirle al capitán con toda verdad, que la legión está en pie y vela las armas. Y siento que desde el fondo de las entrañas bárbaras y negras de la mina, donde acecha el impropicio dios del grisú, y desde la garganta ardiente de los hornos, sube una voz fraterna y conocida, una voz como un cántico celeste: es la voz de los camaradas caídos al pie del tajo. Notamos su falta en nuestro corazón, pero su voz nos llega de alguna manera. Y sobre todo nos llega una orden inexorable que nos dice: “Camaradas, velad”.
Con la mente puesta en su recuerdo, apretémonos en un haz inexpugnable para defender nuestras conquistas, que son el punto de partida, la plataforma de lanzamiento de una Patria mejor. Soñemos y trabajemos, empujemos a la Patria hacia adelante en la lucha áspera y diaria, llena de dificultades, rodeados de un mundo desintegrado y a la deriva. Pero empujemos sin dejar de soñar y que cada jornada sea un paso más hacia nuestras metas materiales y hacia nuevas realidades tangibles. Pero sea también un paso más hacia metas ideales, hasta que nos encontremos o encuentren nuestros hijos, al final, al hombre nuevo, el español lavado y rutilante, al trabajador puro y transparente como el cristal diamantino que también nace entre las oscuridades de la mina.
Gracias Camaradas, volveremos. Volveremos pronto si os necesitamos. Volveremos antes si nos necesitáis. Ante el peligro como ante el goce en la paz a que aspiramos o en el combate si nos los imponen, resuenen los montes asturianos como una gigante trompa que anuncie en cada jornada la presencia de un pueblo entero, viril y digno que ni sirve a señor que se puede morir ni vende su primogenitura por un plato de lentejas. Y así, con Franco al frente, camaradas. ¡Arriba España!
Este folleto es el número 1 de los CUADERNOS DE DIVULGACIÓN del Departamento Provincial de Seminarios de Estudios Políticos, Económicos y Sociales, de la Falange de Cádiz.
Talleres Gráficos La Voz del Sur
Fernando G. de Arboleya, 9 - Cádiz
Cádiz 1950
{ Transcripción íntegra del texto impreso en un opúsculo de papel de 28 páginas más cubiertas. }
José Antonio Girón / Discurso a los mineros asturianos / Mieres, 13 de marzo de 1950