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El Parlamento visto desde fuera
La sangre había corrido abundantemente. Hasta el resonador del Parlamento llegó la queja que se había levantado por las tierras de España; unos y otros se apresuraron a contrabalancear su intervención en el aniquilamiento de vidas españolas. El acusador de hoy tan sólo quería sacarse la espina de las desgarraduras de carne que se le imputaron en otros días. Y por eso quería ahogar en la nueva sangre al detentador actual del poder, para sacudirse lo que le enlodazaba con grito repetido de metralla injusta.
Pero la realidad era algo mucho más hondo. Allí estaban clamando, hechos cara de sangre, la crueldad inútil y el extravío inconsciente. El pueblo de España, de vez en vez, notaba que tiraban de sus entrañas, para sacarle ante la violencia de los proyectiles y repartirle un lote de muerte infructuosa. Los «conductores de la política» procuraban meter pájaros en la cabeza de los españoles, mientras vociferaban en nombre de una revolución incruenta y se hacían cruces de metralla los caminos españoles. Los hombres del pueblo caían, unos fieles cumplidores de su deber, al servicio de una disciplina continuada; otros, acariciados por la vaguedad de anubarrados conceptos, que capciosamente iban infiltrando en sus cabezas aborrascadas.
Y entonces entraba en discordia el Parlamento. Se trataba de ensuciar al contrario, de volcar en su platillo mayor cantidad de ignominia, de signarle ante los ojos populares con la afrenta de su crueldad. Pero la sangre derramada quedaba gritando. A lo sumo, alzándose ante su escaño, un ministro lee una lista de muertos y heridos y enumera las armas y los explosivos encontrados. El turno polémico forcejea, ausente de la dura realidad de la carne desgarrada. El Parlamento, tan sólo, aplica el número de bajas españolas a su mecánica de las votaciones, para arrancar al juego de mayorías y minorías el equivalente melodramático de los muertos. Alguna frase sonora, resabio de una retórica trasnochada, es el único tributo que se rinde a los caídos en el choque inútil.
Pero el Parlamento ha cumplido con su misión. Cada una de las fracciones parlamentarias, intentando arrimar el ascua a su sardina, comercia con la sangre de uno y otro lado. Pero al hombre de España no se le ocuta el engaño. Sabe lo que la realidad podrá regalarle con las horas tumultuosas en que la pólvora anuncia su grito de muerte; sabe lo que del juego parlamentario ha de quedar tras su frío cálculo en que el toma y daca de los partidos se alza como única razón de existencia.