Parte segunda ❦ Edad media
Libro I
Capítulo IX
La España cristiana en el primer siglo de la Reconquista
De 718 a 842
Marcha y desarrollo del reino cristiano de Asturias.– Cómo contribuyó a él cada monarca.– Bases sobre que se organizó el estado.– Tradiciones góticas.– Orden de sucesión al trono.– Navarra.– Conducta de los navarros con los musulmanes y con los francos.– Dos ejemplos de odio a la dominación extranjera en Navarra y en Asturias.– Marca Hispana.– Origen y carácter de la organización de este estado.
Ha pasado más de un siglo de lucha entre el pueblo invasor y el pueblo invadido. Reposemos un momento para contemplar cómo vivió en este tiempo cada una de las dos poblaciones.
¿Cuál era la vida social de ese pobre pueblo cristiano, que o se salvó de la inundación, o pugnaba por recobrar su existencia? ¿Cuál era su organización, sus leyes, sus instituciones, sus artes, sus ejércitos? Ejércitos, artes, instituciones, leyes, todo había perecido ahogado por las desbordadas aguas del torrente. Al abrigo de una roca, que era como el Ararat del nuevo diluvio, y entre riscos y breñas moraba un puñado de hombres, pobres náufragos, sin riquezas, sin ciudades, sin gobierno regularizado, que poseían por todo tesoro un corazón ardiente, los símbolos de su fe, y los recuerdos de una sociedad que había desaparecido. Unidos con el doble lazo de la religión y del infortunio, estrechados con el lenguaje elocuente y fraternizador de la fe y de la desgracia, la necesidad los obliga a cobijarse en una cueva. Decretado estaba que de aquella gruta había de salir un poder que dominara mundos que entonces no se conocían. También el cristianismo nació en una gruta de Belén para desde allí derramarse con el tiempo por toda la tierra, lentamente y a fuerza de siglos y de contrariedades como la monarquía española. Belén y Covadonga... una gruta para el cristianismo naciente, otra gruta para el cristianismo perseguido: en ambas se ve una misma providencia. Todos los grandes acontecimientos suelen semejarse en la pequeñez de sus principios.
Veíanse precisados a pelear, y aquellos animosos montañeses, teniendo por ciudadela una gruta, rocas por castillos, peñascos por arietes, y troncos de robles por lanzas, vencen, arrollan, aniquilan a los vencedores de Siria, de Persia, de Egipto, de África y de Guadalete, y empieza a pregonarse por el mundo que el estandarte de Mahoma ha sido por primera vez abatido en un rincón de España. En los tiempos mitológicos se hubiera creído ver realizada la fábula de los Titanes: eran tiempos cristianos, y se llamó milagro la maravilla. El vencedor como caudillo supo ser prudente como rey, y Pelayo se limitó a guardar y conservar su pequeño estado. Ni el rey capitán ni el pueblo soldado podían hacer otra cosa que cultivar para vivir y organizarse para defenderse. Es la sociedad cristiana que renace como una planta nueva al pie de la añosa encina derribada por el huracán. En la grosera reorganización de la nueva sociedad entraban como principal elemento las tradiciones y recuerdos de la sociedad que había perecido. La razón nos enseña, aunque la historia no lo diga, cuán imperfecta tenía que ser la forma de su gobierno.
Tampoco la historia nos dice otra cosa de Favila, sucesor de Pelayo, sino que murió en una partida de caza. Una fiera le devoró, como si hubiera querido avisar a sus sucesores que más que de distraerse en ejercicios de montería era tiempo ya de emplear el venablo contra los enemigos exteriores.
Hízolo así Alfonso I, príncipe cual convenía entonces a los cristianos, guerrero y devoto. Como guerrero, sale a enseñar a los musulmanes que los soldados del cristianismo no tienen solo fe viva en el corazón, sino también robustas diestras para manejar la espada: pasea el estandarte de la cruz de uno a otro confín de la Península; destruye, incendia, degüella y cautiva. Como devoto, restablece iglesias, repone obispos, y funda y dota monasterios. Muere, y el pueblo cree oír armonías celestiales sobre su tumba: son los ángeles, dice, que anuncian que las puertas de la gloria se abren para recibir a Alfonso el Católico.
Vese bajo el reinado de Fruela el orden y la marcha progresiva de la población cristiana. Un monje desbroza un terreno cubierto de jarales para construir una ermita. Los fieles de las montañas acuden a vivir allí donde se les ofrece pasto espiritual, y en derredor del pequeño templo edifican viviendas, levantan albergues y roturan terrenos. Al lado de aquella iglesia erige el rey otro santuario mayor, aunque no muy suntuoso. Aquel humilde lugarcito era Oviedo, que otro rey hará corte y asiento de los monarcas de Asturias, y la ermita del monje se convertirá en basílica episcopal. De aldeas y ermitas hacen los reyes ciudades y catedrales; así protegen la población y el culto.
La inacción y la debilidad de los tres personajes sucesivos que tuvieron el título de reyes, presentan una laguna lamentable en la historia de las glorias cristianas. Las biografías de Aurelio y de Silo pudieran reducirse a que vivieron y murieron en paz: felicidad ni envidiable ni honrosa en tiempos en que tan necesaria era la acción. A Mauregato solo pudieron darle celebridad dos circunstancias que nadie envidiaría tampoco, la de haber sido hijo natural de un rey y de una esclava, y la fábula del tributo de las cien doncellas. El corto reinado de Bermudo retrata las costumbres del pueblo cristiano de aquel tiempo. Los grandes no reparan en que sea diácono para investirle del poder real, y Bermudo, príncipe ilustrado, tampoco halla reparo en asentarse la corona real sobre la corona de la tonsura: ni el rey escrupuliza en unir en sí mismo el sacramento del matrimonio al del orden, ni el pueblo muestra escandalizarse de ello, a pesar de las leyes godas y de las prohibiciones de Fruela. Por último, el rey diácono y el clérigo padre de familias deja espontáneamente cetro y esposa para volver a la iglesia y al breviario, y coloca en el trono al segundo Alfonso su sobrino, a quien, sin dejar de convenirle el nombre de Casto, hubiérale cuadrado mejor el de Contrariado.
Aquel pequeño reino que en el siglo VIII vimos nacer en el corazón de una roca con Pelayo, desarrollarse bajo el genio emprendedor del primer Alfonso, sostenerse, ya que no crecer, con Fruela, estacionarse o amenguar bajo otros cuatro reyes o débiles o tímidos, aparece en el siglo IX vigoroso y fuerte, con los arranques de un joven lleno de robustez y de vida, ganoso de conquistas y de glorias. Aquella humilde corte si título de corte podía dársele, que tenía un asiento incierto en Cangas, o en Pravia, se ha fijado en Oviedo; y Oviedo no es ya una agregación de modestas viviendas agrupadas en torno a la ermita de un monje; es una ciudad murada, y embellecida con palacios, con acueductos, con baños, con grandiosos templos, con un panteón destinado para sepulcro de los reyes. La ermita del monje se ha trasformado en iglesia catedral, erigida por un rey, consagrada por siete obispos, y regida por un prelado godo. En la cámara santa de este templo se ve una brillante cruz, cubierta con planchas de oro, engastadas en ella multitud de piedras preciosas, con infinitas labores de esmalte y filigrana ejecutadas con delicadeza exquisita. El pueblo la llama la Cruz de los Ángeles, porque, mas lleno de fe que conocedor de las artes, no puede creer que tan preciosa labor haya podido salir de las manos de los hombres, y está persuadido de que los ángeles han sido los verdaderos artífices de aquella obra maravillosa{1}. En los cuatro brazos de esa cruz se leen otras tantas inscripciones latinas: la de la parte superior nos revela el nombre del ilustre y afortunado príncipe a quien debe engrandecimiento el reino, esplendor la nueva corte, la religión aquel templo y aquella cruz.
Susceptum placide maneat hoc in honore Dei
Offert Adefonsus humilis servus Christi.
Es Alfonso II, el Casto, el religioso, el guerrero, el victorioso, el que ha consagrado a Dios esa preciosa ofrenda, fabricada de los despojos cogidos en Lisboa a los enemigos de la fe: porque Alfonso ha llevado las armas del cristianismo hasta las playas del Atlántico, y plantado su pendón en los muros de aquella ciudad. Su nombre suena ya con respeto del otro lado de los Pirineos, y el nuevo César de Occidente, el más poderoso príncipe de su tiempo, Carlo-Magno, que se decora con el título de protector de la iglesia y de jefe de la cristiandad, recibe embajadores del rey de Asturias, que se presentan con ostentación en Aquisgrán y Tolosa de Francia. Los emires le proponen treguas, porque han probado el valor de sus armas en los campos de Lutos, de Lisboa, de Naharón y de Anceo.
Tiene la fortuna de que se descubra en su tiempo el sepulcro del apóstol Santiago, y desplegando su piedad religiosa en Compostela como en Oviedo, funda en Galicia una basílica cristiana que con el tiempo competirá en fama y grandeza con la mezquita musulmana de Córdoba, y entusiasma de tal modo a clérigos y obispos, que piden acompañarle a las batallas con la cruz del apóstol y el escudo del soldado. Político y legislador, da un gran paso hacia la restauración de las leyes visigodas, restableciendo el orden gótico en la iglesia y en el palacio.
He aquí la nueva sociedad cristiana reorganizándose sobre la base de las tradiciones góticas. Lo anunciamos ya en otro lugar. «La religión y las leyes (dijimos) fueron las dos herencias que la dominación goda legó a la posteridad, y estos dos legados son los que van a sostener los españoles en su regeneración social. Tan pronto como tengan donde celebrar asambleas religiosas, pedirán que se gobierne su iglesia juxta ghotorum antiqua concilia, y tan luego como recobren un principio de patria, clamarán por regirse secundum legem ghotorum{2}.» Si las actas del primer concilio de la restauración que se cree celebrado en Oviedo bajo Alfonso el Casto no pudiesen acaso acreditarse evidentemente de auténticas{3}, nadie por eso niega el espíritu y la tendencia que hacia estas asambleas religiosas ya en aquel tiempo se manifestaba.
Habíase observado ya desde el principio el sistema gótico en orden a las sucesiones al trono. Siguiendo tradicional y como instintivamente el principio electivo en lo personal, pero guardada siempre consideración a la familia, y conservando en ella el principio semi-hereditario, continuaba la intervención poderosa de los grandes y nobles como en tiempo de los godos. Apenas desde el primer Alfonso dejó alguno de ser proclamado por este sistema mixto. Pero el ejemplo más notable de esta libertad electoral lo fue Alfonso II. Siendo hijo único de Fruela, a la muerte de su padre le postergan los nobles so pretexto de su corta edad, y entregan el cetro en manos de Aurelio su tío. Muerto Aurelio, es desatendido otra vez Alfonso, y elevan a Silo, sin otro título que estar casado con Adosinda, hija de Alfonso I. Vaca de nuevo la corona, y antes que colocarla en las sienes del hijo de Fruela, y a pesar de la proclamación que en su favor logró la reina Adosinda, consienten en colocarla en la cabeza de un bastardo. Y como si aquellos próceres quisiesen hacer gala y ostentación de su libertad electiva, todavía a la muerte de Mauregato, no hallando vástago de estirpe real en el siglo, van a buscarle a la iglesia, y arrancan a un clérigo de las gradas del altar para hacerle subir las gradas del trono. Así se pasan cuatro reinados, postergado siempre el hijo único y legítimo de un rey, hasta que los arbitrarios grandes ceden a las nobles instigaciones de otro rey generoso, y le dan al fin el tan escatimado cetro.
Lo mismo que en tiempo de los godos, la pena mayor que a los reyes les ocurría imponer era la excomunión, abrogándose la majestad atribuciones del pontificado: «si alguno de mi propia estirpe y familia, o de otra extraña, decía Alfonso II en sus cartas de dotación, quitare, defraudare, o con cualquier pretexto enajenar presumiere las cosas que os damos y concedemos, sea privado de la comunión de Cristo, sujeto a perpetuo anatema, y sufra con Datan y Abiron y con Judas traidor las penas eternas.»
Al otro extremo del Pirineo, los belicosos vascones pugnaban por rechazar todo yugo extraño y por recobrar y sostener su libertad dentro de sus propias montañas. Animados del mismo espíritu de religión y de independencia que los asturianos, alzábanse contra los musulmanes, pero ofendíales y esquivaban depender de otros hombres, aunque fuesen cristianos y españoles como ellos, mostrando la antigua tendencia al aislamiento y la repugnancia a la unidad heredadas de los pobladores primitivos. Si preferían su independencia turbulenta al gobierno de los reyes de Asturias, ¿cómo habían de sufrir la dominación de los francos de Aquitania sus vecinos, siendo extranjeros, por más que fuesen también cristianos? Así es que si la necesidad los forzaba tal cual vez a aceptar la alianza o a tolerar el dominio de los monarcas francos para libertarse de los sarracenos, ni nunca aquella alianza fue sincera, ni nunca dejaban de romperla tan pronto como podían. En cambio se aliaban otras veces con los árabes para sacudirse de los francos. Y en esta alternada lucha, encajonados entre dos pueblos que aspiraban a dominarlos, no sabemos a cuál mostraban más antipatía, si al uno por ser mahometano, o al otro por ser extranjero.
Consignemos bien los dos grandes ejemplos de odio a la dominación extraña que dieron los españoles casi a un tiempo en dos puntos extremos de la Península, en Navarra y en Asturias. Cuando penetró Carlo-Magno con sus huestes hasta Pamplona y Zaragoza, por más que apareciera dirigirse contra los musulmanes como monarca cristiano, hubieron de comprender los vascones que traería miras de dominación sobre ellos, y mirando solo a lo extranjero, y no atendiendo a lo cristiano, exclamaron: «¿Qué vienen a hacer entre nosotros esos hijos del Norte? ¿No ha puesto Dios entre ellos y nosotros esas montañas para tenernos separados?» Y las cañadas y desfiladeros de Roncesvalles fueron sepulcro de los soldados de Carlo-Magno; y hubiéranlo sido más adelante de los de su hijo Luis, a no haber empleado tantas precauciones para atravesar aquel valle de fatídicos recuerdos. Sospecharon los asturianos que las intimidades del segundo Alfonso con Carlo-Magno pudieran degenerar en sumisión y dependencia extraña y en menoscabo de su nacionalidad, y tomándolo o por motivo o por pretexto hicieron al casto rey perder temporalmente el trono. Justa o injusta la deposición, sirviole de lección al destronado monarca, después de recobrado el cetro, para no dar más celos a su pueblo con una amistad que se hacía aparecer peligrosa, siquiera estuviese distante y ajena de su intención. Tales eran los españoles de los primeros tiempos de la reconquista.
Más afortunados los franco-aquitanios en el Oriente que en el Norte de España, acostumbrados como estaban de antiguos tiempos los españoles de aquella parte a mirar como compatricios, como súbditos de un mismo trono a sus vecinos de la Septimania Gótica, trajéronles más fácilmente a su alianza, y con su concurso expulsaron de allí a los árabes, y extendieron su dominación desde los Pirineos hasta el Ebro, aunque sujeta a los vaivenes y oscilaciones de la guerra. Fundan así la Marca Hispana, la Marca de Gothia, en que entraban la parte española y el Rosellón, el condado de Barcelona, que había de concentrar en sí los condados subalternos que ya existían, porque cuando Luis el Benigno dejó establecido por primer conde de Barcelona a Bera, éste lo era ya de Manresa y de Ausona. Naturalmente los que con mayores fuerzas y más poder concurrían a lanzar de aquella parte del suelo español y a libertar sus poblaciones del dominio musulmán, habían de imprimir al nuevo estado franco-hispano el sello de sus costumbres, de sus leyes, de su organización y de su nomenclatura. Los Preceptos de Carlo-Magno y de Luis el Pío, si bien generosos y protectores de los españoles, comunicaban a aquella Marca o estado todo el tinte galo-franco de su origen. De aquí aquella fisonomía particular que había de seguir distinguiendo a los habitantes de aquella región, denominada después Cataluña, de la de las otras provincias de España, en carácter, en inclinaciones, en costumbres, en instituciones, y hasta en dialecto.
¿Pero se conformaban de buen grado los catalanes, sufrían de buena voluntad el gobierno y la superior dominación de los galo-francos de Aquitania? La historia nos dirá cuán pronto aquellos españoles, celosos de su independencia como todos, aprovecharon la primera ocasión que se les deparó para convertir la Marca Franco-hispana en estado español y en condado independiente, sin dejar por eso de conservar su legislación originaria.
Así bajo distintas bases y elementos nacían y se desarrollaban los tres primeros estados cristianos que del primero al segundo siglo de la invasión sarracena se formaron en la península española, con la suficiente independencia y aislamiento entre sí, para seguir por largo tiempo viviendo cada cual su vida propia, que es uno de los caracteres que constituyen el fondo y la fisonomía histórica de nuestra nación.
{1} Los que no creen que bajasen los ángeles a fabricar esta cruz, suponen que los dos mancebos o peregrinos que, según dijimos en el capítulo anterior, se habían aparecido al rey Alfonso y ofrecídosele a elaborarla, serían artistas árabes de Córdoba, que ya en aquel tiempo tenían fama de excelentes plateros, y se distinguían por el primor y delicadeza con que trabajaban esta clase de obras. Si así hubiera sido, no extrañamos que el monarca cuidara de no herir el celo religioso de su pueblo, que a no dudar se hubiera ofendido de que en un objeto que representaba el símbolo de su fe hubieran trabajado manos mahometanas.
{2} Discurso preliminar, página 64.
{3} Este concilio I de Oviedo, que se halla en la colección de Aguirre y en los Apéndices al tomo 37 de la España Sagrada, es tratado de apócrifo por muchos críticos españoles. Sin embargo, el ilustrado P. Risco se esfuerza de nuevo por probar su autenticidad. Puede verse su disertación en el mencionado tomo desde la pág. 166 a la 194.