Filosofía en español 
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Parte segunda Edad media

Libro III

Capítulo V
Alfonso III (el Franco) en Aragón
De 1285 a 1291

Opónense los aragonesas a que se intitule rey de Aragón hasta que reciba la corona y les confirme sus fueros.– Razón que dio el monarca para haber usado aquel título.– Pretenden los de la Unión que el consejo y casa real se ordenen a gusto y acuerdo de las cortes: respuesta de Alfonso.– Proceden por sí los ricos-hombres a nombrar el consejo del rey.– Escisión entre los ricos-hombres.– Exageradas pretensiones de los de la Unión: su empeño en cercenar las atribuciones de la corona: firme y severa conducta del rey.– Insistencia de los ricos-hombres: cede el monarca y les otorga el famoso Privilegio de la Unión: explícase lo que era este.– Renuncia el príncipe de Salerno sus derechos a la corona de Sicilia en don Jaime, hermano de Alfonso de Aragón: toma posesión del reino.– Relaciones del monarca aragonés con Roma, Sicilia, Francia, Inglaterra, Mallorca, Navarra y Castilla.– Tregua con Francia por mediación del rey de Inglaterra.– Tratado de Oloron entre el aragonés y el inglés.– Reclamaciones y dificultades por Francia y Roma.– Negociaciones, embajadas y conferencias entre príncipes.– Vistas de tres reyes y tratado de Canfranc.– Reto entre el de Mallorca y el de Aragón.– Corona el papa al príncipe de Salerno como rey de Sicilia.– Conflictos.– Negociaciones para la paz general.– Capitulaciones de la paz de Tarascón, humillantes para el aragonés.– Justas quejas del de Sicilia.– Muerte de Alfonso III de Aragón: su carácter.– Jaime II, rey de Aragón y Sicilia.
 

Causa admiración en verdad ver cuán someramente han tratado nuestros historiadores generales las cosas de Aragón en estos siglos, siendo como era la monarquía aragonesa en la época que vamos recorriendo el más importante de los estados españoles, así por lo que se extendía fuera de la península, como por el respeto que inspiraba en las naciones extranjeras su poder, así por la fama del esfuerzo y brío de sus habitantes y de su pujanza naval, como por la singular organización de su gobierno, que, aun con los defectos de que adoleciera, ha sido siempre y será todavía objeto de admiración para los políticos y para los hombres pensadores de todos los tiempos. En el breve pero fecundo reinado de Alfonso III vamos a ver hasta qué punto eran ya avanzadas las ideas de libertad y sus teorías de gobierno en aquel insigne pueblo, y hasta donde rayó la arrogancia de los ricos-hombres y caballeros aragoneses y su altivez hija del sentimiento de su dignidad.

A la muerte del gran rey Pedro III y en conformidad a la orden que en los últimos momentos de su vida había dado a su primogénito y heredero Alfonso, había éste llevado a cabo su expedición a Mallorca en unión con el célebre almirante Roger de Lauria, y sometido a la obediencia del rey de Aragón aquella isla; empresa fácil por la disposición de los ánimos de los mallorquines, que ofendidos de los malos tratamientos que recibían del rey don Jaime, y teniendo presente su desleal comportamiento con el rey de Aragón su hermano, sin gran dificultad se sometieron a la corona aragonesa y prestaron juramento de homenaje y fidelidad en manos del príncipe. Y como llegase allí a tal tiempo la noticia del fallecimiento de don Pedro de Aragón su padre (1285), tomó el infante don Alfonso título de rey de Aragón, de Mallorca y de Valencia, y conde de Barcelona, según que su padre lo dejaba ordenado en el testamento, y según que en las cortes del reino había sido ya reconocido y jurado como príncipe heredero y sucesor inmediato; con nombre pues de rey escribió ya a las cortes aragonesas reunidas en Zaragoza, avisando la reducción de la isla. Ofendió a los ricos-hombres, mesnaderos y caballeros de la Unión que se intitulase rey y procediese a hacer donaciones y mercedes antes de haber prestado juramento de guardar los fueros, privilegios y franquicias del reino, y acordaron (enero, 1286) enviarle un mensaje requiriéndole que viniese luego a Zaragoza a otorgar y jurar los fueros, usos y costumbres de Aragón, y a recibir la corona y la espada de caballero, y que entretanto y hasta que esto se cumpliese se abstuviera de llamarse rey de Aragón y de obrar como tal. Mas para que no tuviese por desacato el no darle por escrito el título de rey, tomaron el partido de que los mensajeros fuesen sin cartas y le explicasen solo de palabra el objeto de su misión.

Mientras esto se trataba, don Alfonso, sometida también la isla de Ibiza y después de haber enviado al almirante Roger de Lauria a Sicilia para asegurar a su hermano don Jaime que le sostendría y valdría con todas sus fuerzas en la posesión de aquel reino, habíase embarcado ya para el suyo de Valencia. Encontráronle en Murviedro los mensajeros de la Unión, y expuesto allí el objeto de su viaje, respondió don Alfonso con gran mansedumbre, que si él se había intitulado rey era porque los prelados, condes, barones y ciudades de Cataluña le habían nombrado así en cartas que le dirigieron a Mallorca, y no le pareció conforme a razón que cuando ellos le titulaban rey de Aragón, y cuando podía llamarse rey de Mallorca, que acababa él mismo de conquistar, se intitulase infante de Aragón y rey de Mallorca; mas que de todos modos tan pronto como hiciese las exequias a su padre en el monasterio de Santas Creus, iría a Zaragoza y cumpliría lo que la Unión deseaba. Así lo ejecutó tan luego como hizo las honras fúnebres a su padre, recibiendo en Zaragoza la corona de rey (9 de abril) de mano del obispo de Huesca en ausencia del arzobispo de Tarragona, y protestando como su padre, «que no era su intención recibirla en nombre de la Iglesia, ni por ella, ni menos contra ella; y que se entendiese también que no reconocía el censo y tributo que su bisabuelo el rey don Pedro II había concedido al papa:» declaración importante siempre, pero mucho más en aquellas circunstancias en que pesaban todavía sobre el reino las terribles censuras de Roma. Seguidamente juró ante las cortes guardar y mantener los fueros, usos, costumbres, franquicias, libertades y privilegios de Aragón en todas sus partes y en todos tiempos.

Pero esto no bastaba ya a los hombres de la Unión, y pretendieron muchos de ellos con ahínco que la casa y el consejo del rey se hubiera de reformar y ordenar a gusto de las cortes y con acuerdo y deliberación suya. Respondió el rey a esta demanda que semejante cosa ni había sido usada nunca con sus antecesores, ni era obligado a ella por fuero ni por el Privilegio general; pero que arreglaría su casa y consejo de tal modo, que los hombres de la Unión y el reino todo se tendrían por contentos. Tampoco satisfizo esta contestación, aunque prudente, a los exigentes ricos-hombres, pero en este punto pusiéronse muchos de ellos, acaso los más, del lado del rey, teniendo la pretensión por exagerada y no apoyada en los fueros, lo cual produjo escisiones y discordias entre los mismos de la Unión. Viose no obstante el rey tan importunado por los primeros, que se salió de Zaragoza, enviando a decir que ni consentía en hacer tal ordenanza ni por entonces volvería a Zaragoza, porque le llamaban a Cataluña atenciones graves y urgentes. Los mismos ricos-hombres y mesnaderos, divididos entre sí, acordaron someter la cuestión al juicio y decisión de árbitros que se nombraron por ambas parles; pero los árbitros se desavinieron también, y no hicieron sino agriar mas la querella. Congregados otra vez más adelante (junio, 1286) los de la Unión en Zaragoza, teniéndose por agraviados de la manera como había salido el rey de la ciudad, intimáronle, so pretexto de ser necesaria su presencia para tratar asuntos graves del reino, que volviese a Zaragoza, donde habría de revocar también algunas donaciones y enajenaciones que había hecho sin consejo de los ricos-hombres y contra el Privilegio general. Procedieron en seguida a nombrar por sí y entre sí los que habían de componer el consejo del rey, que fueron cuatro ricos-hombres, cuatro mesnaderos, cuatro caballeros y dos representantes de cada una de las ciudades. Renovaron la jura de la Unión, obligándose a ayudarse y valerse todos entre sí con sus personas y haciendas; y por último enviaron a decir al rey que si no cumplía todas sus demandas, no solamente se apartarían de su servicio, sino que le embargarían todas las rentas y derechos que tenía en el reino. A tan atrevida intimación contestó el rey que habría su acuerdo, y que enviaría a los de la Unión sus mensajeros con la respuesta de lo que deliberase.

Alfonso III, después de haber celebrado cortes en Valencia, en que confirmó a los valencianos sus respectivos fueros y privilegios, convocó las de aragoneses en Huesca para tratar los asuntos de los de la Unión. Expuso allí el rey con mucha firmeza que las peticiones que le hacían eran de calidad de no deberse otorgar ni cumplir, máxime no concurriendo en ellas todos los de la Unión y no estando contenidas en el privilegio general. La inesperada entereza del monarca desconcertó a los peticionarios, y acabó de dividir a los ricos-hombres ya harto discordes entre sí, insistiendo, no obstante, muchos de ellos en su porfía, así como las ciudades de Zaragoza, Huesca, Tarazona y Jaca{1}. Y aunque luego en el pueblo de Huerto accedió el rey a que en el reino de Valencia se juzgase a fuero de Aragón, y procuró satisfacer particular e individualmente a los descontentos, no tardaron estos en dar nuevos disgustos al monarca y en poner en nueva turbación sus reinos.

Con pretexto de no cumplir los oficiales reales el mandato de juzgar en Valencia por el fuero aragonés, y aprovechando los ricos-hombres de la jura la ausencia de don Alfonso (que había ido a someter a Menorca), invadieron en tren de guerra al territorio valenciano, devastando los campos y apoderándose de las rentas reales (enero, 1287). Y como después supiesen que el monarca tenía determinado verse con el rey de Inglaterra fuera del reino, notificáronle por escrito, que para tratar de aquel viaje y poner orden en las cosas del Estado se viniese a Zaragoza o a alguna de las villas del Ebro. Respondió el rey también por escrito, que las vistas con el de Inglaterra en nada infringían el privilegio; pero ellos redoblaron y repitieron sus requerimientos e instancias, siempre añadiendo nuevas quejas y haciendo nuevas conminaciones, que le obligaron a condescender en tener cortes en Alagón para ver de terminar aquellos negocios (junio). Entonces los de la Unión, ricos-hombres y ciudades se confederaron y estrecharon más, dándose mutuamente en prendas y rehenes sus hijos, sobrinos y parientes más allegados. En aquellas cortes se pidió al rey, entre otras cosas, que los negocios de la guerra, en los cuales se comprendía el de la entrevista con el rey de Inglaterra, se ordenasen y proveyesen con consejo de la universidad, esto es, de todo el reino, con arreglo al Privilegio general otorgado por el rey don Pedro su padre, y jurado por él. Como la respuesta de Alfonso no satisficiese a los jurados más que las anteriores, y él prosiguiese por Jaca a Olorón a verse con el rey Eduardo, también los de la jura insistieron en su propósito, protestando que habían de embargar las rentas y derechos reales. «Estaban tan ciegos (dice un ilustre escritor aragonés) con la pasión de lo que decían ser libertad, cuyo nombre, aunque es muy apacible, siendo desordenada fue causa de perder grandes repúblicas, que con recelo que el rey procediese contra ellos... deliberaron de procurar favor con que se pudiesen defender del rey y de quien les quisiere hacer daño contra el privilegio y juramento de la Unión: y enviaron sus embajadores a Roma, y los reyes de Francia y Castilla, y a los moros que tenían frontera en el reino de Valencia para procurar con ellos tregua.» Y aún se añade que ya un día estuvieron a punto de proclamar rey de Aragón a Carlos de Valois, a quien el papa había dado la investidura del reino.

A esto ya no alcanzó la paciencia de Alfonso, y viniendo a Tarazona mandó prender varios vecinos, hizo justiciar doce de los principales, procedió severamente contra el obispo de Zaragoza, que era de los de la Unión, y contra sus valedores, y siguiose una guerra terrible entre los del bando del rey y los de la jura, a términos de ponerse el reino en tal perturbación y lastimoso desorden, que el mismo monarca anduvo buscando y proponiendo medios de poder venir a situación de concordia y de paz. Al paso que veían aflojar al rey se envalentonaban los unionistas, diciendo que estaban prontos a servirle lealmente como a su rey y señor, mas no sin que les diese satisfacción cumplida de sus agravios. Finalmente después de muchas pláticas y tratos cedió enteramente el rey, y en las cortes de Zaragoza (diciembre, 1288) concedió a los de la Unión los dos célebres privilegios siguientes: por el primero se obligaba el rey a no proceder contra los ricos-hombres, caballeros, ni otras personas de la Unión sin previa sentencia del Justicia y sin consejo y consentimiento de las cortes, para cuya seguridad entregaba diez y seis castillos por sí y sus sucesores, con facultad de disponer de ellos como por bien tuviesen; y en el caso de faltar a este compromiso, consentía que de allí adelante no le tuviesen por rey y señor ni a él ni a sus sucesores, sino que pudiesen elegir otro a su voluntad: por el segundo se obligaba a convocar todos los años por el mes de noviembre en Zaragoza cortes generales de aragoneses, otorgando a los que en ellas se congregasen el derecho de elegir y designar las personas que hubieran de componer el consejo del rey, con tal condición que estos hubieran de jurar que le aconsejarían bien y fielmente, y que no tomarían nunca dádiva ni cohecho.

Tal fue el famoso Privilegio de la Unión, resultado de la lucha sostenida entre Alfonso III y los ricos-hombres de Aragón, entre la autoridad real y la altiva aristocracia aragonesa, el cual hizo que fuese una verdad el dicho de que en Aragón había tantos reyes cuantos eran los ricos-hombres: privilegio exorbitante y desconocido en los anales de las naciones, y que por lo mismo y por la contradicción que encontró en la misma clase de los ricos-hombres, quedó sin ejecución en su mayor parte, y que ningún monarca confirmó después, si bien tardó mucho en ser abolido según en el discurso de la historia veremos. La Unión, sin embargo, se conservó fuerte y vigilante durante todo el reinado de Alfonso III.

En medio de esta lucha política en lo interior del reino no había dejado Alfonso de atender con actividad y solicitud a los negocios exteriores, que los tenía y muy graves y de gran cuenta, con Sicilia, con Roma, con Francia, con Inglaterra, con Mallorca, con Navarra y con Castilla. Diremos primeramente en cuanto a Sicilia, que a la muerte del gran rey don Pedro III de Aragón, el infante don Jaime su hijo segundo fue reconocido y aclamado rey de Sicilia, así por el testamento de su padre como por la voluntad de los sicilianos, en cuya virtud se coronó con grandes fiestas y regocijos en la ciudad de Palermo, intitulándose rey de Sicilia, duque de Pulla y de Calabria y príncipe de Capua y de Salerno (1286). El anterior príncipe de Salerno, el hijo y heredero del difunto Carlos de Anjou, rey de Nápoles y de Sicilia, a quien el infante don Jaime de Aragón retenía prisionero en Mesina, había sido enviado a Cataluña a instancias del rey don Pedro III y llegado muy poco antes de la muerte de este monarca, Al salir de Mesina aquel príncipe había renunciado en don Jaime de Aragón sus derechos al trono de Sicilia y de las islas adyacentes por sí y por sus sucesores, ofreciendo en confirmación de aquella renuncia que casaría su hija Blanca con el infante don Jaime, a otra de sus hijas con don Fadrique su hermano, dándole el principado de Tarento, a su hijo Luis con la hermana de estos doña Violante, confiriéndole en dote la Calabria, que pondría sus hijos en rehenes en poder del rey de Aragón, con otros principales barones de Francia y de Provenza, y que haría confirmar aquella cesión en el término de dos años por la Santa Sede y por el rey de Francia. Luego que este príncipe llegó a Cataluña fue encerrado en el castillo de Barcelona, y trasladado después al de Siurana. Como al propio tiempo el rey de Aragón tenía en su poder a los infantes de Castilla, hijos de don Fernando de la Cerda, guardaba el monarca aragonés Alfonso III prendas y rehenes ilustres con que tener en respeto a Castilla, a Francia, a Nápoles y a Roma, y veremos a estos príncipes figurar en todas las negociaciones y tratados del aragonés con las potencias extranjeras.

En cuanto a Castilla, hemos visto ya en el anterior capítulo de cuantas reclamaciones, embajadas, conferencias y pactos fueron objeto los infantes de la Cerda, entre Sancho el Bravo de Castilla, Felipe el Hermoso de Francia, y Alfonso III de Aragón, y cómo el aragonés puso en libertad a los infantes y llegó a hacer proclamar en Jaca al mayor de los Cerdas como rey de Castilla y de León, cuando así le convino para hacer la guerra a Sancho de Castilla en unión con el vizconde de Bearne y con los rebeldes y descontentos castellanos. Otro tanto acontecía con el príncipe de Salerno en las cuestiones de Aragón con Roma y Francia.

Quiso hacer en estas últimas oficios de mediador el rey Eduardo de Inglaterra, a cuyo efecto se cruzaron embajadas entre este monarca y el de Aragón, cuando Alfonso se hallaba en Huesca atendiendo a las demandas que los ricos-hombres de la Unión con tanta instancia e importunidad le hacían. Atento a todo el aragonés, y no siendo bastantes los asuntos de política interior para hacerle descuidar los de la guerra que por varios puntos le amenazaba, negoció primeramente una tregua o armisticio con los navarros que andaban invadiendo su territorio, y dejando provisto lo necesario para la defensa y guarda de aquella frontera, pasó a Cataluña con objeto de precaver o resistir una invasión que su hermano don Jaime de Mallorca intentaba hacer en el Ampurdán por la parte del Rosellón. Contenido con esta actitud el destronado rey de Mallorca, y regresado que hubo a Barcelona don Alfonso, supo allí que sus embajadores, por mediación del rey de Inglaterra habían firmado una tregua de un año con Francia (1286), para que en este intermedio pudiera tratarse de la paz y concordia que el papa Honorio IV afectaba por lo menos desear entre los príncipes. La tregua se publicó en Aragón y Cataluña, y el aragonés aprovechó aquel suceso para restablecer las relaciones tanto tiempo interrumpidas entre su reino y la Iglesia, enviando embajadores al papa Honorio para que le manifestasen su devoción, y le significasen la ninguna culpa que él tenía de las lamentables escisiones que habían mediado entre el rey don Pedro su padre y el papa Martín IV. En verdad el pontífice Honorio no tenía para con Alfonso III de Aragón los motivos de resentimiento y de enojo que el papa Martín había abrigado con el rey don Pedro III, y así envió dos legados apostólicos al rey de Inglaterra para que en su nombre tratasen de la paz en unión con los embajadores de Francia y Aragón.

Los artículos que habían de tratarse eran todos de suma importancia y gravedad. El rey de Aragón pedía que se revocara la donación e investidura que el papa Martín había hecho a Carlos de Valois, hijo del rey de Francia, de los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, contra todo derecho de sucesión y contra el juramento y homenaje que las cortes de los tres reinos habían prestado a don Alfonso como a monarca legítimo. En cuanto a Mallorca, alegaba don Alfonso no solamente el señorío que los reyes de Aragón se habían reservado sobre aquel reino, sino que atendida la deslealtad de don Jaime para con su hermano y el hecho de haber dado favor y ayuda a enemigos extraños para que entraran en Cataluña, se había posesionado con legítimo derecho de Mallorca y de las demás islas. Respecto a Sicilia, exponía que el rey don Jaime estaba dispuesto a tener aquel reino por la Iglesia, y a cumplir aquello a que por tal concepto fuese obligado; pero que se reconociese la cesión que de aquel reino había hecho el príncipe de Salerno en don Jaime su hermano. Reclamaba sus derechos al reino de Navarra en virtud de la adopción que el rey don Sancho el Fuerte hizo a don Jaime su abuelo. En cuanto a los hijos del infante don Fernando de Castilla que tenía en su poder, supuesto que por una parte los pedía su tío don Sancho, por otra su madre doña Blanca, declaraba que los pondría en libertad cuando y del modo que se determinara en justicia. Que si se le otorgase lo que como rey de Aragón pedía, también daría libertad al príncipe de Salerno; pero que ni la reina doña Constanza ni don Jaime su hermano cederían nada de sus tierras y estados de Sicilia, si no fuese en lo de Calabria en caso de concordia. Tales eran las instrucciones que llevaban los embajadores del rey de Aragón para las conferencias de Burdeos, donde el rey de Inglaterra se hallaba (enero, 1287). Pero nada se resolvió ni acordó definitivamente por dificultades y contradicciones que se presentaron, si bien el rey Eduardo de Inglaterra quedó deseando vivamente tener unas vistas con el de Aragón.

Tuviéronlas con efecto de allí a algunos meses en Olorón, villa fronteriza de Aragón en Gascuña (julio, 1287). Las pláticas que allí hubo entre los dos reyes no fueron tan estériles en conciertos como lo habían sido las de Burdeos. Convínose en que el príncipe de Salerno sería puesto en libertad, a condición de dejar en rehenes en poder de Alfonso de Aragón tres de sus hijos, con más sesenta caballeros y barones provenzales elegidos por el aragonés, con las plazas principales de la Provenza, y aquéllos y éstas, en caso de no cumplirse lo asentado en este concierto, habían de quedar para siempre bajo el dominio del rey de Aragón obedeciéndole como a su señor natural; que al cabo de un año de ser libre el príncipe de Salerno había de entregar al de Aragón en rehenes su hijo primogénito Carlos, para cuya seguridad había de dar treinta mil marcos de plata en cuenta y parte de cincuenta mil porque se obligaba si no le entregase; que había de alcanzar del papa, del rey de Francia y de Carlos de Valois, que en tres años no harían guerra ni al rey de Aragón, ni a su hermano el de Sicilia, ni a sus tierras ni aliados; y por último que si el pacto no se cumplía por parte del príncipe de Salerno, había de volver a la prisión como antes estaba. El rey de Aragón para asegurar que daría libertad al príncipe, o en otro caso restituiría sus hijos, había de dejar en rehenes en poder del de Inglaterra al infante don Pedro su hermano, a los condes de Urgel y de Pallás y al vizconde de Cardona. En las treguas entraba lo de Mallorca, Rosellón y Cerdaña por parte de don Jaime, y además el rey de Aragón facultaba al de Inglaterra para prorrogar las treguas y entender en los medios de la paz, concluido lo cual se volvió en el mes de setiembre a Aragón, donde le esperaban las cuestiones de la Unión de que hemos dado cuenta antes.

Vio Alfonso III de Aragón que ni por parte de Felipe de Francia, ni por la de Jaime de Mallorca se daban muestras de querer cumplir el pacto de Olorón, y que so pretexto de haberse apoderado el aragonés de la isla de Menorca, proyectaba su tío una entrada en Cataluña por la parte de Rosellón, apoyado por el francés. Con tal motivo acudió Alfonso a Eduardo de Inglaterra pidiéndole que en el caso de no guardarse la tregua le declarara libre de la obligación contraída respecto al príncipe de Salerno, o que por lo menos hiciera se dejase solo a don Jaime su tío para medir con él sus armas. La respuesta del inglés fue rogarle muy encarecidamente que aceptara y firmara todo lo tratado, conviniendo en que se exceptuara de la tregua al de Mallorca. Accedió a ello el aragonés por respetos al de Inglaterra. Atreviose, en efecto, don Jaime a invadir con su gente el Ampurdán, y a poner cerco a uno de los castillos fronterizos. Las cuestiones que en este tiempo traía Alfonso III en lo interior con los ricos-hombres de la Unión sobre otorgamiento del privilegio, en el exterior con Sancho el Bravo, de Castilla y con Felipe el Hermoso de Francia sobre la libertad de los infantes de la Cerda, no le impidieron acudir en persona a la frontera del Rosellón con los barones y caballeros que le seguían. A la noticia de la aproximación de don Alfonso cobró miedo don Jaime, abandonó el castillo que cercaba, levantó sus reales, y repasó los montes, huyendo de las armas aragonesas.

El tratado de Olorón no se ejecutaba. La elevación de Nicolás IV a la silla pontificia, su carácter y antecedentes, y el poco afecto que tenía a la casa de Francia, hicieron esperar al aragonés que le sería este papa más propicio, y desde luego le envió embajadores o mensajeros para que en su nombre le prestasen obediencia, le informasen de su inculpabilidad en las guerras pasadas, y le rogasen levantara el entredicho que pesaba todavía sobre un reino cuyos naturales en nada habían ofendido a la Iglesia (1288). Pero el papa Nicolás, manifestando por una parte que conservaba recuerdos de gratitud a la familia real de Aragón, por otra que deseaba con ansia la pacificación general, siguió por último la política de sus antecesores. Las dificultades para el cumplimiento del tratado de Olorón crecían cada día y se multiplicaban, a pesar de las buenas intenciones del rey de Inglaterra, de las diferentes combinaciones que hacía en obsequio a la paz general, de las deferencias que con él tenía el de Aragón mirándole como a padre, y de los continuos tratos que entre los dos se concertaban. Por Roma, por Francia, por Castilla, por Provenza, por todas partes se suscitaban impedimentos y estorbos. Incansable, sin embargo, el de Inglaterra en sus negociaciones, acordó una nueva entrevista con Alfonso de Aragón en Canfranc, lugar puesto en la cumbre de los Pirineos en los confines de España y de Bearne dentro de los límites de Aragón. Su impaciencia y su buen deseo no le permitieron esperarle allí, y se vino a buscarle a Jaca. Aquí llegaron casi al mismo tiempo dos legados apostólicos con cartas del papa Nicolás, en que intimaba al rey de Aragón que pusiera en libertad al príncipe de Salerno, que dejara de dar auxilio a su hermano don Jaime de Sicilia, y que en el término de seis meses compareciese ante la silla apostólica para estar a lo que ordenase, o de lo contrario, procedería contra él por las armas espirituales y temporales.

Apresuró esto la ida de los dos reyes a Canfranc, y para mayor facilidad de venir a concierto y que éste tuviese seguridad y firmeza llevaron consigo al príncipe de Salerno. Acordóse allí que le fueran desde luego entregados al rey de Aragón los dos hijos del príncipe, Luis y Roberto, con veinte y tres mil marcos de plata; y en lugar del hijo mayor, Carlos, y de los siete mil marcos restantes, y de los rehenes y ciudades de Provenza, entregó el rey de Inglaterra treinta y seis gentiles-hombres de su reino y cuarenta ciudadanos, bajo las mismas condiciones con que habían de haber sido entregados los provenzales, hasta que estos y el hijo mayor del príncipe se pusieran en poder del rey de Aragón. El mismo príncipe se obligaba, si el pacto no se cumplía, a volver a la prisión como antes estaba, bajo la pena de setenta mil marcos de plata, a entregar a su primogénito Carlos en el plazo de tres meses y a negociar con el papa la revocación de la investidura del reino de Aragón dada a Carlos de Valois. En lo demás subsistía el tratado de Olorón. Con tan duras y humillantes condiciones recobró el príncipe de Salerno su libertad. La capitulación de Canfranc fue firmada por el príncipe, por el rey de Inglaterra, por Alfonso de Aragón, por los ricos-hombres de su consejo y por los procuradores de las ciudades (29 de octubre, 1288). En aquellas vistas se concertó también el matrimonio de Alfonso III de Aragón con la princesa Leonor, hija mayor del rey Eduardo de Inglaterra. Los caballeros provenzales y marselleses que en ejecución de este convenio llegaron a ponerse en manos del rey de Aragón fueron custodiados y distribuidos entre los castillos de Barcelona, Lérida y Montblanc, y los hijos del príncipe de Salerno recluidos en la fortaleza misma de Siurana en que había estado su padre.

Cuando después de esto se hallaba Alfonso de Aragón enredado en aquellas guerras con Sancho IV de Castilla y en aquellas recíprocas invasiones de que dimos cuenta en el capítulo precedente, el rey de Francia, sin cuidarse de tratados, ni de treguas, ni de derechos de gentes, hostilizaba de cuantas maneras podía al de Aragón: los embajadores que éste enviaba a Roma eran presos en Narbona, y ellos y sus criados eran tratados como enemigos, y por la parte de Navarra invadían los franceses el territorio aragonés y acometían y tomaban el castillo de Salvatierra. Por otro lado su tío don Jaime de Mallorca por personales resentimientos le retaba y provocaba a batirse con él cuerpo a cuerpo en la ciudad de Burdeos y ante el rey de Inglaterra, a imitación de Carlos de Anjou con el rey don Pedro su hermano. Alfonso, sin dejar de aceptar el reto, contestole con las palabras más duras, diciéndole entre otras cosas que llevaba sobre sí tal nota de infamia que debía afrentarse de presentarse no solo en la corte de cualquier príncipe, sino ante hombres que estimasen en algo su honra. Tan agriados y enconados estaban entre sí el hijo y el nieto de Jaime el Conquistador. El desafío sin embargo no se llevó adelante (1289).

A este tiempo el príncipe de Salerno que desde Francia había ido a verse con el papa en Perusa, fue coronado por el pontífice como rey de Sicilia, con el nombre de Carlos II (29 de mayo, 1289): gran conflicto para el rey don Jaime de Sicilia, que tenía contra sí al papa, al rey de Francia y al príncipe de Salerno, o sea al nuevo rey Carlos II. Armó no obstante don Jaime su flota, y en unión con el famoso almirante Roger de Lauria se puso sobre Gaeta, en cuyo socorro acudió luego el nuevo rey Carlos junto con el conde de Artois, gobernador del reino de Nápoles, y general del ejército y escuadra. La ventaja y las probabilidades de triunfo estaban de parte de don Jaime de Sicilia, cuya armada dominaba el mar. Cuando se esperaba el resultado de esta lucha marítima, interpúsose también como mediador el rey de Inglaterra, y haciendo que el papa le ayudara a negociar la paz, ajustose entre los dos príncipes contendientes una tregua de dos años; tregua que el conde de Artois miró como un acto de cobardía de parte de su aliado el rey Carlos, y de lo cual tomó tanto enojo que sin despedirse de él se volvió a Francia con muchos de sus caballeros. En uno de los artículos de esta capitulación se estipulaba que el monarca aragonés prorrogaría el plazo de un año que había concedido a Carlos para cumplir las condiciones del tratado de Olorón, a lo cual condescendió generosamente el rey Alfonso con acuerdo de las cortes generales reunidas entonces en Monzón (1289).

No pudiendo el rey Carlos, antes príncipe de Salerno, cumplir sus compromisos con el rey de Aragón, porque ni podía reconciliarle con el papa, ni hacer al de Valois renunciar su investidura, ni entregarle su hijo primogénito, ni darle el dinero pactado, ni ponerle en paz con el de Francia, ni nada de lo que se había obligado a hacer como condición de su libertad, y teniendo que darse otra vez a prisión según lo estipulado, valiose de una astucia con que hubiera podido engañar si no hubiese sido conocida. Sin avisar ni prevenir nada a Alfonso de Aragón, acercose mañosa y cautelosamente con gente armada al Pirineo entre el coll de Panizas y la Junquera, como aparentando ir a entregarse a prisión al aragonés: mas como no hallase allí quien le recibiera, partiose para Francia como quien por su parte había cumplido, y desde allí le envió a proponer como condiciones para la paz general: que se sometiera en persona al papa, recibiendo en nombre de la Iglesia el reino de Aragón en censo, pagando a la Santa Sede un tributo anual: que su hermano don Jaime dejara llanamente la Sicilia y la Calabria, sin reservarse cosa alguna de aquellos señoríos; y que el reino de Mallorca fuese restituido a su tío don Jaime. Si irritante había sido la manera insidiosa con que Carlos había procurado eludir el compromiso de su presentación, no eran menos irritantes las condiciones de la parte de quien debía su libertad y su vida a la generosidad de los dos monarcas hermanos, el de Sicilia y el de Aragón, y que se había obligado solemnemente a negociar todo lo contrario de lo que ahora pretendía. Alfonso de Aragón puso en conocimiento del de Inglaterra el desleal comportamiento de Carlos por si podía persuadirle a que cumpliera como caballero, y mandó a decir a su hermano don Jaime de Sicilia le enviase al almirante Roger de Lauria con una flota para prevenirse a la guerra. Hizo también armar doce galeras y otras naves de remos en las costas de Valencia y Cataluña, y reclamó el señorío de la Provenza y el homenaje de los caballeros provenzales que tenía en rehenes, en virtud de las penas en que había incurrido el príncipe de Salerno como infractor de los tratados de Olorón y de Canfranc.

Pero continuando el de Inglaterra sus oficios de mediador, entablose una nueva y complicada serie de negociaciones, de propuestas, de embajadas, de entrevistas y de tratos entre los soberanos y príncipes de Roma, Francia, Inglaterra, Sicilia, Mallorca y Aragón (1290), cuyas diferentes fases, combinaciones y vicisitudes fuera minucioso e inútil relatar, puesto que todas vinieron a refundirse en las conferencias de Tarascón{2}, donde al fin se acordaron definitivamente las condiciones para la paz general. Reuniéronse allí los legados del papa y los embajadores de los reyes y príncipes. El rey de Aragón juntó sus cortes en Barcelona para obrar con su consejo y acuerdo, y en ellas se nombraron doce embajadores que asistiesen a las pláticas de Tarascón, dos ricos-hombres, cuatro caballeros, dos letrados, dos ciudadanos de Barcelona, y otros dos por las villas del principado. El monarca aragonés hizo porque no concurriesen los embajadores y representantes de su hermano el rey de Sicilia, con el objeto que luego se verá. Inconcebible parece, atendida la firmeza y energía que hasta entonces había mostrado Alfonso III de Aragón, y atendido el carácter de los catalanes, que el rey y los representantes de Cataluña accedieran a suscribir a las humillantes y, vergonzosas condiciones de la paz que al fin se estipuló en Tarascón en febrero de 1294. Las condiciones fueron:

1.ª Alfonso III de Aragón, por medio de una embajada solemne, había de pedir perdón al papa de las ofensas que hubiese hecho a la Iglesia, y jurar en manos del pontífice que obedecería sus mandamientos: el papa le admitiría, como a hijo arrepentido, en el gremio de la Iglesia, y de allí adelante ni él, ni el rey de Francia, ni otro príncipe alguno movería guerra al de Aragón ni a sus estados.

2.ª Se revocaba la donación que por el papa Martín IV se hizo de los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña a Carlos de Valois, hermano del rey de Francia, a condición de que el aragonés pagara a la Iglesia un censo de treinta onzas de oro, con más los atrasos vencidos, y que el rey don Pedro había dejado de pagar.

3.ª El reino de Mallorca, en razón a la culpa que había cometido don Jaime contra su hermano, quedaba sujeto al señorío directo de Aragón, obligándose don Alfonso a satisfacer una suma al primogénito de don Jaime para el sostenimiento de su estado.

4.ª El rey de Aragón haría salir de Sicilia todos los ricos-hombres y caballeros aragoneses que estaban al servicio de su hermano don Jaime, y prometía no tratar ni procurar que ni don Jaime ni su madre retuviesen la Sicilia y la Calabria contra la voluntad de la Iglesia.

5.ª Para la fiesta primera de Navidad había de ir personalmente el rey de Aragón a Roma con doscientos caballos y quinientos infantes en favor de la Iglesia, para ganar la remisión de los perjuicios y daños que su padre y él habían hecho a la Santa Sede con ocasión de la guerra de Sicilia.

6.ª En el mes de junio siguiente había de ir con su ejército a la conquista de la Tierra Santa, y de vuelta haría que su madre y sus hermanos restituyesen la Sicilia a la Iglesia, y si no quisiesen venir en ello, juraría en manos del papa que les haría guerra como a enemigos hasta reducir aquel reino a la obediencia de la corte romana.

7.ª Que hecho esto, el papa levantaría el entredicho en que estaban estos reinos y les daría absolución general, y el rey de Aragón devolvería al rey Carlos sus hijos y los demás rehenes que tenía en su poder.

8.ª Que Alfonso de Aragón haría paz o tregua con Sancho de Castilla.

Compréndese bien con cuánto disgusto se recibiría en el reino una paz tan bochornosa y «deshonesta,» como la califican los escritores aragoneses; y sobre todo, cuál sería y cuán justo el enojo de su madre y hermano, cuando supieron que de aquella manera habían sido sacrificados en el tratado de Tarascón, por más que Alfonso para templarlos y justificarse alegara que su hermano don Jaime le había relevado de ayudarle y valerle, para que por él no aventurase la suerte de sus reinos. El de Aragón, a pesar de las duras y enérgicas reconvenciones que por su conducta le dirigió don Jaime, no dejó de proceder a la ejecución del ignominioso concierto, viéndose con el nombrado rey de Nápoles y de Sicilia, Carlos el Cojo, entre el coll de Panizas y el de Pertús, donde los dos concurrieron personalmente a ratificar la paz{3}. Seguidamente envió sus embajadores a Roma en los términos convenidos. El de Castilla se negó a aceptar la tregua, por hallarse entonces en circunstancias favorables, vencido el infante don Juan su hermano, y unidos a él los Núñez, padre e hijo, y porque le pesaba de la paz que había firmado con la Iglesia y con el rey de Francia{4}.

Tratando luego Alfonso de efectuar el casamiento con la princesa Leonor de Inglaterra, envió desde Barcelona algunos ricos-hombres para que la trajesen y acompañasen. Preparábanse en aquella ciudad para su recibimiento grandes regocijos y fiestas. El rey comenzó a ejercitarse en juegos de torneos y cañas que se habían de tener; pero en medio de estas esperanzas y alegrías le acometió una enfermedad de infarto glandular, de landre, que entonces se decía, que dio con él en la tumba en tres días (18 de junio, 1291), en la flor de su edad, pues contaba entonces veinte y siete años. Dejaba Alfonso en su testamento los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña, y el señorío de Mallorca a su hermano don Jaime, con la cláusula de que éste cediera la Sicilia a su hermano don Fadrique: en el caso de morir don Jaime, sucedería don Fadrique en la corona de Aragón, y don Pedro su tercer hermano en la de Sicilia. Parece haber comprendido este monarca que las coronas de dos tan apartados reinos no podían unirse sin peligro en una misma cabeza, e invalidando implícitamente con las disposiciones de su testamento las condiciones del tratado de Tarascón, preparaba nuevas discordias a Europa y nuevos disturbios a la cristiandad. «Fue tan liberal, dice Gerónimo de Zurita, que en esta virtud se señaló más que príncipe de sus tiempos, y fue por esta causa llamado el Franco.» No desmintió el valor hereditario de la casa de Aragón; pero en su carácter se ve una extraña mezcla de firmeza y de debilidad, que concluyó por acrecer en el interior desmedidamente el poder de los ricos-hombres y comunes a expensas de la autoridad real, en el exterior por ensanchar el influjo de la potestad pontificia a costa de la independencia del reino.

Quedó el infante don Pedro rigiendo interinamente la monarquía aragonesa, mientras venía de Sicilia don Jaime, a quien inmediatamente se avisó el fallecimiento de su hermano. Dejando don Jaime por lugarteniente del reino a don Fadrique, y por primer consejero al almirante Roger de Lauria, hízose a la vela para Cataluña, donde arribó en el mes de agosto. Escarmentado con lo que había acontecido a su hermano por haberse anticipado a titularse rey de Aragón, no se intituló hasta coronarse sino rey de Sicilia. Partiendo después para Zaragoza, y convocadas las cortes generales del reino, juró y confirmó en ellas los fueros, usos y costumbres de Aragón, y coronado en la forma que sus predecesores, protestó también «que no recibía la corona en nombre de la Iglesia romana, ni por ella, ni menos contra ella, ni queriendo tácita ni expresamente aprobar lo que el rey don Pedro había hecho en tiempo del papa Inocencio, cuando hizo su reino censatario de Roma{5}.» Otra protesta hizo, que disgustó bastante a los aragoneses, y fue que recibía el reino no por el testamento de su hermano, sino por el derecho de primogenitura que le competía por su muerte y por el testamento de su padre, con lo cual quiso significar que aceptaba la corona de Aragón, sin renunciar a la de Sicilia (24 de setiembre, 1291).

De las relaciones del nuevo rey de Aragón don Jaime II con don Sancho el Bravo de Castilla, de las entrevistas y tratados entre estos dos monarcas, de los esponsales del aragonés con la infanta Isabel, hija del castellano, y de los auxilios que a éste prestó para la guerra contra los moros, hemos dado cuenta en el precedente capítulo al hablar de las cosas de aquel reino. Dejemos a don Jaime instalado en el reino de Aragón, y echemos una ojeada sobre la fisonomía social que presentaban en esta época los reinos de Aragón y de Castilla.




{1} Saint-Hilaire confunde aquí como en otras ocasiones, a Tarazona con Tarragona, ciudades de Aragón la primera, de Cataluña la segunda.

{2} Ciudad de Francia en las Bocas del Ródano, a dos y media leguas de Arlés, tres y cuarto de Aviñón y quince de Marsella.

{3} Esta entrevista y esta ratificación se hizo con circunstancias y ceremonias dignas de ser mencionadas. Al rey Carlos le acompañaban doce caballeros a caballo con solas espadas, y otros seis personajes, prelados y hombres de letras. Igual comitiva llevaba por su parte el rey de Aragón. Viéronse los dos príncipes el 7 de a la hora de tercia. Diez caballeros de Alfonso y otros diez de Carlos recorrían las cumbres de los montes para evitar que hubiese allí más gente que ellos. Los de Carlos descubrían los lugares y pasos de la parte acá de los montes, y nadie había de pasar por el lado de Aragón del castillo de Monzón adelante hacia la Junquera: los de Alfonso miraban de la parte de allá, y cuidaban de que la gente francesa no pasara del castillo de Bellegarde. Unos y otros juraron que no sabían ni entendían hubiese en aquello dolo o engaño alguno. Con todo este recato se procedió a la ratificación, como si se tratase de un negocio secreto y de mala especie.

{4} Para la historia de todas estas complicadas negociaciones hemos consultado los Anales de Zurita, lib. IV desde el capítulo 80 al 122: los Anales eclesiásticos de Raynald; Nicol. Specialis, Bern. Guido y Villani, en Muratori; Ramón de Muntaner; las Historias de Francia y los documentos del archivo general de Aragón.

{5} Blancas, coronaciones, libro I, cap. 3.– Zurita, Anal. libro IV, cap. 123.