Filosofía en español 
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Parte segunda Edad media

Libro IV Los Reyes Católicos

Capítulo XVIII
Guerras de Italia. Gonzalo de Córdoba en el Garillano
De 1503 a 1504

Nuevo y grande ejército francés en Italia.– El mariscal La Tremouille.– Detiénese en Parma, y por qué.– Muerte del papa Alejandro VI.– Pío III y Julio II.– Dicho arrogante de La Tremouille, y su muerte.– El marqués de Mantua.– Avanza el ejército francés.– Medidas de defensa de Gonzalo de Córdoba.– Sitúase a orillas del Garillano.– Combates.– Puentes de barcas.– Lucha terrible en el puente.– Posiciones de ambos ejércitos.– Lluvias, inundación, trabajos, penalidades en las pantanosas estancias de los españoles.– Constancia y sufrimiento de las tropas.– Sublime modelo de paciencia del Gran Capitán.– Su objeto y sistema.– Poco aguante de los franceses para las privaciones.– Discordias en su campo: dimisión del marqués de Mantua.– El marqués de Saluzzo.– Célebre batalla y glorioso triunfo de los españoles en el Garillano.– Rendición de Gaeta.– Noble conducta del Gran Capitán.– Gonzalo en Nápoles. Luto en Francia.– Indignación y venganzas de Luis XII.– Miserable suerte de los franceses.– Tratado de Lyon.– Conclusión de la guerra.– Elogio de Gonzalo.
 

Dejamos al Gran Capitán con la flor de sus guerreros delante de Gaeta, donde se había refugiado el comandante francés Ivo de Alegre con los restos del ejército derrotado en Ceriñola, y donde se habían acogido los condes y barones del partido angevino o francés. Anunciamos ya que de los tres grandes ejércitos que la Francia había levantado para vengar el honor nacional abatido por el Gran Capitán en los campos de Ceriñola, uno de ellos, el mayor, fue destinado a Italia, juntamente con la escuadra que Luis XII mandó aparejar en Génova para proteger aquella expedición y socorrer a los de Gaeta. Iba la escuadra a las órdenes del marqués de Saluzzo, el ejército a las del mariscal La Tremouille, uno de los mejores generales de aquel tiempo, y tal vez el primer capitán de Francia. Formaban parte de este ejército un brillante cuerpo de infantería suiza, otro de escogida caballería francesa, el mejor tren de artillería que hasta entonces se había visto en Europa, multitud de nobles y caballeros de las más ilustres casas de Francia; entre todos cerca de treinta mil hombres.

Cruzó este ejército la Lombardía en el estío de 1503, mas detúvose al llegar a Parma con la noticia que se recibió de la muerte del papa Alejandro VI (18 de agosto), que si no alteró las relaciones de España, influyó mucho en la dirección y en las operaciones de los franceses{1}. Porque aspirando el cardenal de Amboisse, ministro favorito de Luis XII a ocupar la silla pontificia, se dio orden al ejército francés para que avanzara hacia Roma. Indignó este movimiento al colegio de cardenales, interpretándole como dirigido a coartar la elección. Mas el Gran Capitán, ya excitado por el valeroso César de Borgia, duque de Valentinois, que empezaba a declararse por el Rey Católico, ya con pretexto de proteger la libertad del cónclave, envió también a la Ciudad Santa una hueste mandada por Próspero Colona y por Diego de Mendoza. Las pretensiones del cardenal francés quedaron frustradas: se proclamó al cardenal de Sena, que tomó el nombre de Pío III; pero habiendo fallecido el nuevo pontífice al mes de su exaltación{2}, fue elegido para sucederle en la silla apostólica el cardenal de San Pedro con el título de Julio II, hombre de genio turbulento y belicoso, el menos a propósito para restituir a Italia la paz de que tanto necesitaba, y por la cual Pío III había comenzado a trabajar.

Visto el resultado desfavorable de la elección, el ejército francés continuó su marcha al reino napolitano. Tal era la confianza que llevaba La Tremouille, que no tuvo reparo en decir: «Daría yo veinte mil ducados por hallar al Gran Capitán en el campo de Viterbo.» Sabido lo cual por el embajador español en Venecia, Lorenzo Suárez de la Vega, respondió con mucho donaire: «El duque de Nemours hubiera dado doble por no encontrarle en el campo de Ceriñola.» Pero no llegó el caso de que se vieran estos dos guerreros. Una enfermedad que acometió al mariscal francés y que le acarreó la muerte, privó al ejército de aquella nación de su mejor y más acreditado caudillo, reemplazáronle en el mando el marqués de Mantua, noble caballero italiano, experimentado en la guerra, pero cuyo genio no estaba a la altura de el del capitán español con quien se iba a medir. Habían perdido los franceses mucho tiempo delante de Roma, y Gonzalo le aprovechó bien para reforzar su escasa hueste con las tropas que pudo reunir de Calabria. Sin embargo, halló en Gaeta una resistencia a que no estaba acostumbrado. Hacíanle de la plaza un fuego mortífero: una bala de cañón le arrebató a su amigo don Hugo de Cardona, uno de los vencedores de Aubigny en Seminara, con quien el Gran Capitán estaba hablando. Había llegado a la plaza el marqués de Saluzzo con cuatro mil hombres, y Gonzalo tuvo por conveniente alejarse un poco del campo de Gaeta y retirarse a Castellone, donde supo que los franceses habían pasado el Tíber.

Todas las fuerzas del Gran Capitán, inclusos dos o tres mil españoles, italianos y alemanes que el embajador Francisco de Rojas pudo reclutarle y enviarle de Roma, no pasaban, ni llegaban tal vez a doce mil hombres. Triple por lo menos era el número de los franceses, contando la guarnición de Gaeta; la artillería y caballería de estos aventajaba en mucho a la española; Gonzalo tenía su mayor confianza en el valor, la firmeza y la disciplina de su infantería, amaestrada por él mismo. De todos modos no era prudente aventurar una batalla en campo raso con fuerzas tan desiguales. Discurrió pues, mientras no le llegaran más refuerzos, tomar una posición en que pudiera contener la marcha del enemigo, y se situó a orillas del rio Garillano, en un lugar llamado San Germán, defendido por las dos fortalezas de Monte Casino y Roca Seca, cuya defensa encomendó a Pizarro, Zamudio y Villalba (octubre). Pronto se divisaron las columnas francesas, que vadeando el río se presentaron orgullosamente delante de Roca Seca. El marqués de Mantua envió por un trompeta a requerir a los capitanes españoles que saliesen a pelear si querían ser hechos pedazos. La respuesta de los españoles fue coger al trompeta y ahorcarle de un olivo. Entonces comenzó un furioso combate contra el fuerte, pero rechazados siempre los franceses en todos sus ataques con no poca pérdida, tuvo a bien el de Mantua retroceder y repasar el río, para volverle a cruzar otro día por otra parte, y dar nuevas acometidas sin alcanzar más ventajosos resultados.

Larga tarea sería, y más propia de una historia particular que de la nuestra, describir los repetidos combates que en todo aquel mes de octubre sostuvieron Gonzalo y sus valerosos capitanes a orillas del Garillano contra todo el ejército francés casi siempre con igual éxito, desesperando al marqués de Mantua y a sus generales. Determinó ya este descender hasta la desembocadura del río, construir un puente de barcas al abrigo de su artillería que dominaba el terreno bajo de la parte opuesta, e inutilizaba los esfuerzos que por estorbarlo hacían los pocos españoles que en ella se hallaban. Concluido el puente (6 de noviembre), y acometida y dispersada la pequeña guardia española, apercibido Gonzalo del peligro por los dispersos, monta a caballo, hace tocar el clarín de batalla, recorre a galope las filas, ordena las huestes, y marchando él delante de todos y siguiéndole Fabricio Colona, Navarro, Paredes, Zamudio, Andrade y Moncada, va a encontrar a los franceses, y Gonzalo toma una alabarda de sus soldados. Colona se precipita el primero sobre ellos, y los hace retroceder sobre el puente. Revolviéronse allí unos con otros peleando brazo a brazo, y haciendo inútil la artillería enemiga en aquel trance, porque hubiera hecho igual estrago en los unos que en los otros. Muchos cayeron precipitados en el río, cuyas aguas se vieron cubiertas de hombres y caballos, o muertos y arrastrados por la corriente, o moribundos que pugnaban en vano por ganar la orilla. Pero los franceses podían ser fácilmente reforzados, mientras las columnas españolas que acudían en auxilio de los del puente recibían al descubierto los tiros de la artillería francesa, y bien que los sufriesen con tan poco cuidado de sus personas cual si fuesen, como decía el marqués de Mantua, «espíritus aéreos y no hombres de carne y hueso,» el estrago era grande, y faltos de apoyo los del puente y rendidos de cansancio y de matanza, abandonaron aquel al enemigo, que no hizo sino retirarse a su campamento{3}.

Había dicho antes el marqués de Mantua a Ivo de Alegre: «No sé cómo os dejásteis desbaratar en Ceriñola por aquella canalla» (así llamaba a los españoles). Después del combate del puente le decía Alegre al de Mantua: «Estos son los españoles que nos desbarataron; considerad ahora lo que es esa canalla que decís.» La prueba en verdad había sido sangrienta, y absteníase ya el de Mantua de tomar la ofensiva, mientras los campeones españoles solían salir a retar a los franceses a cuerpo descubierto en el puente mismo. Un día picado García de Paredes por algunas expresiones del Gran Capitán, se apeó de su caballo, embrazó un yelmo, tomó un montante, y se entró solo por el puente, diciendo en altas voces que allí estaba para hacer prueba de su persona con los que quisiesen pelear con él. Acudieron bastantes franceses, defendíase de ellos el campeón español con admirable bravura, y al fin se retiró ileso, protegido por algunos soldados que fueron en auxilio de su capitán. La cobardía o la traición se castigaba en el campo español horriblemente. O por lo uno o por lo otro se apoderaron un día los franceses de la torre del Garillano, fortaleza que podía defenderse con solos diez hombres. Los que la habían rendido se presentaron en el cuartel de Gonzalo dando mil escusas, y fue tanta la indignación que causó en los soldados aquel acto de traición o de cobardía, que con sus picas hicieron pedazos a todos aquellos miserables que no habían sabido morir en su puesto. Gonzalo vio en esto la resolución de que estaba animada su gente, y no lo castigó.

Observábanse los dos ejércitos de uno y otro lado del río, y toda Italia, o por mejor decir, toda Europa tenía la vista fija en ellos. El terreno que ocupaban los españoles era bajo y pantanoso. Las grandes lluvias que sobrevinieron hicieron salir de su cauce el Garillano, y sus aguas acabaron de convertir el campamento en un lodazal: a fuerza de ramas de árboles, de piedras y de maderos podían los soldados poner un débil reparo a las aguas, que o rebalsaban o crecían. Las miserables chozas que levantaban eran destruidas por los vientos y los aguaceros de un invierno crudo: los víveres escaseaban, faltaban las pagas y picaban las enfermedades. No solamente los soldados, sino los más valientes capitanes sentían decaer su ánimo en tan deplorable y triste situación, y los Colonas, Mendoza y otros de igual crédito juzgaron prudente exponer a su general lo insoportable de aquel estado, suplicándole que por lo menos hasta que templase el rigor de la estación levantara el campo, y diera un alivio a sus tropas pasando a Capua, donde había cuarteles y mejor proporción de mantenimientos. Gonzalo les dejó hablar, y luego que concluyeron, «permanecer aquí, les dijo, es lo que conviene al mejor servicio del rey y al logro de la victoria; y tened entendido que más quiero la muerte dando dos pasos adelante que vivir cien años dando uno solo hacia atrás.» La severidad de la respuesta convenció a jefes y soldados de que no les quedaba otro remedio sino sufrir y esperar. Solo mitigaba su sufrimiento el ver al Gran Capitán tomar parte en las fatigas, en los padecimientos y en el servicio como el último soldado. Su ejemplo los hacía enmudecer. Gonzalo confiaba en la robustez y en la constancia de los soldados españoles; estaba seguro de su adhesión, y esperaba triunfar a fuerza de sufrir.

El terreno que ocupaban los franceses era más elevado y menos insalubre: tenían donde guarecerse, y se distribuían y albergaban por los lugares comarcanos. Pero escaseábanles los víveres por la mala fe o la mala administración de los contratistas y proveedores, y la crudeza de la estación se les hacía insoportable. Resueltos y decididos los soldados franceses para acometer y pelear en batalla, pero poco sufridos en las privaciones, trabajos y penalidades que exigen paciencia y robustez, desfallecían pronto, y la intemperie y las enfermedades hacían en ellos más estragos que en los españoles. El descontento les hacía prorrumpir en quejas y acusaciones contra el marqués de Mantua, de quien nunca habían sido devotos; los soldados se insolentaban con él y le insultaban con difamantes epítetos, y los jefes mismos, aunque en términos menos groseros, le dirigían atrevidas increpaciones, que al fin obligaron al de Mantua a resignar el mando y abandonar un ejército que así menospreciaba su autoridad. Sucediole el marqués de Saluzzo, italiano también, pero que gozaba reputación de inteligente y activo. La primera operación fue fortificar la punta del puente, y su primer cuidado restablecer la disciplina y la subordinación: sin embargo, el marqués de Mantua había dejado algunos adictos en el ejército, y los descontentos del cambio se desertaban sin que bastara la vigilancia del nuevo jefe a contenerlos.

Habían negociado en este intermedio entre el Gran Capitán y Francisco de Rojas, embajador en Roma, traer a su partido la poderosa familia de los Ursinos, enemiga mortal de los Colonas que estaban al servicio del monarca español y de Gonzalo. Y negociáronlo tan a satisfacción, que reconciliadas las dos ilustres y rivales familias, se presentó en el campamento español a la cabeza de tres mil hombres el jefe de los Ursinos Bartolomé Albiano, militar valiente y experto, el cual desde luego comenzó a excitar a Gonzalo a que aprovechando el refuerzo que le llevaba tomara ya la ofensiva y atacara al enemigo en sus mismos reales. El plan de Albiano era echar un puente para cruzar el río a cuatro millas más arriba de donde tenían el suyo los franceses. Gonzalo calculó sus fuerzas, contando con las bajas que suponía habría tenido el enemigo; aprobó el plan de Albiano, y le encomendó la obra del puente. Con prodigiosa celeridad y no menos admirable silencio se echaron sobre el río barcas, toneles y ruedas de carros, trabado todo con maromas, y la noche del 27 de diciembre se hallaba ya transitable. Gonzalo dispuso lo demás, y pasó el río la mayor parte del ejército. A la mañana siguiente se encaminaba al campamento francés. Llevaban la vanguardia Albiano, Paredes, Pizarro y Villalba: guiaba el centro el Gran Capitán; la retaguardia, que quedó del otro lado del río, al mando de Andrade, había de cruzarle por el puente mismo de los franceses, forzando el fuerte que defendía su cabeza.

Todo se ejecutó así. Nada podía sobrecoger más al marqués de Saluzzo que la noticia que recibió de que el ejército español había cruzado el río y avanzaba rápidamente a su campo. Faltóle tiempo para reunir su gente y disponer con la mayor precipitación su retirada a Gaeta. Temeroso Gonzalo de que se le escaparan, envió delante a Próspero Colona con la caballería ligera para que les embarazara la huida. Los franceses se retiraban en buen orden, pero costábales inmenso trabajo arrastrar la artillería gruesa por un terreno fangoso y movedizo. Colona alcanzó la retaguardia enemiga, mas como en ella fuesen Bayard, La Fayette, Sandricourt y los más briosos caballeros franceses, era forzoso sostener frecuentes y personales combates en los pasos más difíciles y estrechos. Llegaron así los franceses al puente que está delante de Mola di Gaeta. El marqués de Saluzzo mandó hacer alto en aquella fuerte posición para hacer frente al enemigo. Allí se trabó una lucha terrible. Los caballeros franceses arremetían denodadamente a las filas españolas. Bayard, el caballero sin miedo y sin tacha, siempre en el puesto de más peligro, perdió tres caballos, y en una ocasión se adelantó tanto que con mucha dificultad pudo librarle de caer en manos de los españoles su amigo Sandricourt dando una carga vigorosa. Estos combates dieron lugar a que llegara Gonzalo con sus hombres de armas a tiempo de sostener las vacilantes columnas españolas. A la presencia del Gran Capitán se reanimaron los nuestros. Hubo un momento de sobresalto general. El caballo de Gonzalo resbaló y cayó con su jinete: felizmente se levantó sin lesión, y animó a sus soldados repitiendo jovialmente las palabras de César en una ocasión semejante: «Ea, amigos, que pues la tierra nos abraza, bien nos quiere.»

Llegó en esto la retaguardia que al mando de Andrade había cruzado por el puente de abajo, y el esforzado general español mandó a los tres cuerpos de su ejército embestir al enemigo por tres puntos diferentes. Aterrados, envueltos y atropellados los franceses, huyeron desordenados y dispersos, abandonando artillería, banderas, acémilas y bagajes, acosados por la caballería ligera española, atajados por grupos que les cortaban el camino, y sufriendo horrible degüello y estrago (29 de diciembre). Los que pudieron librarse de las espadas españolas lograron entrar en Gaeta, y Gonzalo acampó aquella noche en la inmediata villa de Castellone (1 1/2 legua), donde dio a sus soldados el descanso de que tanto habían menester, después de haber andado y peleado todo el día en un terreno blando y fangoso y en medio de una lluvia incesante. Los franceses habían dejado en el campo de tres a cuatro mil hombres, con cerca de otros tantos de baja entre prisioneros y extraviados, y perdido aquel magnífico tren de artillería que era la admiración de Europa y que parecía hacerlos invencibles.

Tal fue la famosa rota de Garillano, el más completo y el más importante triunfo que ganó Gonzalo de Córdoba, y con el cual acabó de merecer el renombre de Gran Capitán, porque nada se debió allí a la fortuna, todo a la capacidad e inteligencia del caudillo español, todo a la constancia con que supo mantenerse por espacio de cincuenta días delante del enemigo sufriendo penalidades y trabajos para recoger en un día dado el fruto de su calculada perseverancia. La Italia vio en este día deshecho y anonadado aquel poderoso ejército, cuyo número y cuyo aparato parecía iba a absorber y derrotar en un momento cuanto se le presentara y opusiera{4}.

Al siguiente día muy temprano marchó el Gran Capitán sobre Gaeta, plaza bien fortificada y abastecida, protegida además por una escuadra que podía llevar a su numerosa guarnición cuantos auxilios necesitara de los vecinos puertos. Pero tenía dentro de sí misma el enemigo mayor y más terrible, a saber, el desaliento y el espanto de la derrota de la víspera. Así fue que los defensores del Monte Orlando, altura que domina la ciudad, rindieron aquella fuerte posición antes de dar lugar a que se disparase un tiro; y no bien había Gonzalo sentado su artillería, cuando los de Gaeta le ofrecieron la rendición con tal que les otorgara ciertas condiciones, a que el general español no tuvo reparo en acceder. Firmose, pues, la capitulación (1.° de enero, 1504), la cual contenía sencillamente que los franceses evacuarían la plaza, entregando a los españoles la artillería y todos los pertrechos de guerra que se restituirían mutuamente los prisioneros de ambas campañas: y que a las tropas francesas se les daría libre paso por mar o por tierra para volverse a su país. Nada se dijo en ella de los italianos que servían en el ejército francés, y en su virtud Gonzalo, como no comprendidos en la capitulación, los envió a las prisiones del castillo Nuevo de Nápoles. Severo solamente con estos, mostrose Gonzalo con los franceses generoso, atento y cortés en extremo; elogió su valor, alivió su suerte cuanto pudo, e hizo cumplir la capitulación tan escrupulosamente, que como viese que un soldado suyo intentó arrancar  un suizo una cadena de oro que llevaba al cuello, se lanzó al soldado con la espada desnuda y hubiéralo atravesado si el delincuente no se hubiera arrojado al mar. Con esto ganó Gonzalo gran fama entre los que acababan de ser sus enemigos, y llamábanle gentil capitán y gentil caballero.

No se detuvo el vencedor en Gaeta sino los días necesarios para dar algún descanso a sus tropas; al cabo de los cuales, dejando el gobierno de la plaza a Luis de Herrera, dirigiose a Nápoles, donde hizo una entrada triunfal, que faltó poco para que se convirtiera en llanto y desolación, por la aguda enfermedad que le sobrevino, efecto sin duda de las fatigas y padecimientos anteriores, y que le puso a punto de dudarse de su vida. Entonces se vio la popularidad de que gozaba el vencedor ilustre. Durante los días de peligro se hicieron por él rogativas y votos en todas las iglesias y monasterios de Nápoles. Cuando se supo que la robustez de su naturaleza había triunfado de la enfermedad, el pueblo se entregó a un loco regocijo. Todos le felicitaban y aplaudían, y los poetas le tributaban loores, aunque hubiera sido de desear que la grandeza del héroe hubiera encontrado más dignos intérpretes y mejores plectros{5}. Restablecido Gonzalo, congregó los Estados del reino para recibirles el juramento de fidelidad a Fernando de Aragón y de Castilla, dedicose a organizar el dislocado gobierno y la desconcertada administración de justicia, hizo nuevas alianzas y estrechó las antiguas con los estados de Italia, envió varios de sus oficiales a ocupar las pocas fortalezas que aun tenían los franceses, y empezó a dar recompensas a los esforzados capitanes que le habían ayudado en la guerra y cooperado a sus triunfos.

Entonces fue cuando dio con regia liberalidad aquellas espléndidas remuneraciones que comenzaron a excitar los celos del monarca español. A Próspero y Fabricio Colona les restituyó los estados que les habían usurpado los franceses; a Albiano, jefe de los Ursinos, le dio la ciudad de San Marcos; el condado de Mélito a Diego de Mendoza; el de Oliveto a Pedro Navarro; a Diego de Paredes el señorío de Caloneta; y así fue dando ciudades, fortalezas y estados a Andrade, Benavides, Leiva y demás caudillos que se habían distinguido en la campaña. Deshacíanse todos en lenguas para ensalzar su magnificencia y generosidad; mas como aquello lo hiciese sin esperar la aprobación de su soberano, y aun contra el espíritu económico de éste, no extrañamos que en medio de la alegría que causaron en la corte de España las victorias del Garillano, comenzara Fernando a mirar al Gran Capitán con cierto recelo de su gran poder y prestigio, y que exclamara entre enojado y sentido: «¿Qué importa que Gonzalo haya ganado para mí un reino, si le reparte antes que llegue a mis manos?{6}»

Un disgusto tuvo Gonzalo en medio de tantas satisfacciones. Los soldados se le insubordinaron reclamando los atrasos de sus pagas, y llevaron su rebelión tan adelante que se apoderaron de dos plazas del reino para asegurarse de su pago. Mal antiguo era este en el ejército español de Italia, y que había producido ya no pocos disgustos y peligros. Muchas veces desatendido y casi siempre atrasado, habíase visto así, ya en Calabria, ya en Barletta, ya en las orillas del Garillano, y al decir de los historiadores italianos, cuando se ajustó la capitulación de Gaeta no había una sola ración de pan en el campamento de los españoles. Esto manifiesta el sufrimiento del soldado español, aumenta el mérito de las victorias del Gran Capitán, pero no deja de ser un cargo contra la estrecha economía de Fernando. Tuvo no obstante Gonzalo que sofocar la sublevación a fuerza de energía y severidad, y sin perjuicio de procurar satisfacer una parte de las pagas atrasadas, aunque a costa de acudir al sensible recurso de imponer contribuciones al reino conquistado, disolvió las compañías más rebeldes, y envió los más revoltosos a España para que fuesen castigados. Esto no podía menos también de dar ocasión a los soldados a entregarse a excesos perjudiciales a la disciplina, y nada a propósito para captarse las voluntades y los ánimos en países recién adquiridos.

Compréndese bien la consternación que produciría en toda la Francia la noticia de la derrota del Garillano y de la rendición de Gaeta. La corte se vistió de luto, y el rey se encerró en su palacio, sin dejarse ver de nadie, escondiéndose de los ojos de sus mismos súbditos, como abochornado de ver deshecho por un puñado de españoles el magnífico edificio de sus vastos planes. Costole la pena una grave enfermedad, y no faltó mucho para que le costara la vida. El que se ve humillado, o se abate o se exaspera, y Luis XII sufrió sucesivamente las dos afecciones: en la primera estuvo para sucumbir él, y en la segunda hizo sucumbir a muchos, puesto que descargando su encono en todos los que creyó culpables de aquel resultado, hizo ahorcar a los comisarios del ejército, acusados, no sin fundamento, de rapacidad; desterró a dos de los más bravos caudillos, Sandricourt y Alegre, por haberse rebelado contra su general; y prohibió a las tropas de la guarnición de Gaeta pasar los Alpes, obligándolas a invernar en Italia. Solo faltaba esto a los infelices soldados franceses, que por todas partes ofrecían un cuadro aflictivo de desolación y de miseria. He aquí como la pinta un historiador extranjero. «Muchos de los que se embarcaron para Génova murieron de enfermedades contraídas en el largo espacio que estuvieron acampados en los pantanos de Minturna. Los demás pasaron los Alpes y entraron en Francia, porque su desesperación les hizo atropellar por la prohibición de su rey. Los que se encaminaron por tierra padecieron más, por los insultos de los italianos, que se vengaron a su sabor de los actos de barbarie y de violencia que por tanto tiempo habían sufrido de los franceses. Veíase a estos errantes a manera de espectros en los caminos y en las ciudades del tránsito ateridos de frío y desfallecidos de hambre: todos los hospitales de Roma, y hasta los establos, las chozas y otros lugares que podían servirles de abrigo, estaban llenos de miserables que solo buscaban algún rincón para morir. No fue mucho mejor la suerte de los caudillos. El marqués de Saluzzo a poco de llegar a Génova falleció de resultas de una fiebre ocasionada por los padecimientos de su espíritu: Sandricourt, demasiado soberbio para soportar su desgracia, se quitó la vida por sus propias manos: Alegre, más culpable, pero más valeroso, sobrevivió para tener la fortuna de reconciliarse con su soberano, y de alcanzar la muerte del guerrero en el campo de batalla{7}

Ya no inquietaba a Luis XII solamente lo de Nápoles, que esto dábalo por perdido, sino que temía también por lo de Milán, viendo como veía las potencias de Italia inclinarse unas y ponerse otras abiertamente bajo la protección del rey de España, sin poder contar con el papa Julio II ni con el emperador Maximiliano, y sabiendo que no faltaban descontentos milaneses que provocaran a Fernando de Aragón y ofrecieran ayudarle a lanzar de Milán a los franceses. Muchos lo esperaban así también, y acaso era la idea que dominaba en Europa, atendido el abatimiento en que habían quedado los franceses y el genio superior de Gonzalo y el prestigio de que le rodeaban sus recientes glorias. No aparece sin embargo que ni Fernando ni Gonzalo, ambos cautos y prudentes, pensaran en realizar tal proyecto. Sirvió no obstante aquel temor del monarca francés para que viniera más blandamente al partido que el español hacía tiempo deseaba. Moviéronse, pues, negociaciones y pláticas para una tregua, y merced a la buena maña de los embajadores españoles se ajustó a poco tiempo tregua de tres años, concertándose; que durante aquel período el rey don Fernando de Aragón poseería tranquilamente el reino de Nápoles; que se restablecerían las relaciones mercantiles en los estados de ambos monarcas, excepto en Nápoles, de donde los franceses quedarían excluidos; que en este intermedio cada uno de los soberanos se abstendría de dar ayuda ni apoyo a ninguno de sus respectivos enemigos. Este tratado, que firmaron los plenipotenciarios del rey de Francia en Lyon (11 de febrero, 1504), había de empezar a regir desde 25 de febrero, y le ratificaron los Reyes Católicos a 31 del siguiente mes de marzo, en Santa María de la Mejorada. «Y túvose por hecho de grande negociación, dice el historiador aragonés, por ser tan dificultosa la concordia sobre tales prendas como era el reino por cuya posesión se tenía por muy justa la guerra{8}

El tratado segundo de Lyon ponía término a las guerras de Nápoles, decidía de la suerte de aquel reino en favor de España, y la misión de Gonzalo en Italia dejaba de ser de guerrero y empezaba a ser de político y de gobernador.

«No es posible, dice con mucha justicia y con loable imparcialidad un historiador extranjero, considerar la magnitud de los resultados conseguidos con tan pequeños medios y contra tal muchedumbre de enemigos, sin llenarse de profunda admiración por el genio del hombre que los había realizado.» Cosa es que asombra en verdad, y que nos parecería inverosímil, si los hechos y los testimonios no lo hicieran tan evidente, ver a un hombre con tan escaso ejército, muchas veces sin pagas, muchas sin víveres y no pocas sin vestuario, en apartadas y extrañas tierras, incomunicado a veces con su patria y entregado a los solos recursos de su genio, triunfar de los mejores generales y de los mejores ejércitos franceses, humillar a dos monarcas de Francia, y ganar un reino entero para los reyes de España sus soberanos. Los que intentan atenuar el mérito de los triunfos de Gonzalo en la primera campaña con las imprudencias y desaciertos de Carlos VIII de Francia, olvidan que sin estos desaciertos e imprudencias triunfó de todo el poder de Luis XII en la segunda; y si imprudencias hubo de parte de los monarcas o de los generales franceses, habíanselas con un general español que no las cometía nunca y sabía aprovechar las de otros. Los que intentan atribuir los desastres de la Francia en la segunda campaña a la prematura muerte del mariscal La Tremouille y a haber encomendado el mando del ejército a generales italianos, olvidan que en la primera venció el capitán español al rey Carlos, a los duques de Montpensier y de Nemours, y al veterano Aubigny, franceses todos: y quien anonadó en la segunda al marqués de Mantua y al de Saluzzo, quien abatió a la flor de los caballeros franceses, Alegre, Bayard, La Fayette y Sandricourt, hubiera humillado lo mismo a La Tremouille.

Era el genio superior de Gonzalo el que obraba aquellos prodigios. Porque Gonzalo no era solo el capitán enérgico, brioso y esforzado, el soldado de lanza y el guerrero de empuje, era también el general de cálculo, el caudillo estratégico, el jefe organizador. El Gran Capitán era al propio tiempo el negociador político. El intrépido batallador era también el astuto diplomático. El castigador severo de la indisciplina era el hombre afable y contemporizador que sabía atraerse el cariño del soldado. El caballero que se distinguía por el magnífico porte y el brillante arreo de su persona, el remunerador espléndido y generoso, era también el modelo de sobriedad, y el tipo y ejemplo de la paciencia y del sufrimiento en las escaseces, en las privaciones, en los trabajos y en las penalidades. Así no sabemos en qué situación admirar más a Gonzalo, si venciendo en Atella y en Ceriñola, si combatiendo a Tarento y a Ruvo, si rescatando a Ostia y a Cefalonia, si batallando y triunfando en el Garillano, si sufriendo con inagotable y calculada paciencia en la plaza de Barletta y en los pantanos de Pontecorbo. No había genio que pudiera medirse con el de un general que ganó todas las batallas que dio en su vida, y que en su larga carrera militar solo perdió una, la única que se dio contra su voluntad y contra su dictamen, anunciando anticipadamente el resultado que no podría menos de tener. Así Gonzalo, vencido con las armas materiales en Seminara, ganó más gloria y más fama que si hubiera sido vencedor, por que triunfaron la capacidad, la previsión, la inteligencia y el talento del que nunca más había de ser ya vencido.

Dejemos ahora al Gran Capitán en Nápoles asegurando su conquista y administrando el reino adquirido con su espada para sus soberanos, y no anticipemos las amarguras que habían de acibarar el resto de su gloriosa vida. Vengamos ya otra vez a la península española. El orden de la historia nos obliga ya a referir el más triste acontecimiento que pudiera sobrevenir a esta nación, donde todo había sido glorias y prosperidades desde el feliz ensalzamiento de los Reyes Católicos.




{1} «Murió, dice Mariana, de veneno con que el duque Valentín (el duque de Valentinois, César Borgia, hijo del papa) pensaba matar algunos cardenales en el jardín del cardenal Adriano Corneto, donde cierto día cenaron, y conforme al tiempo se escanció asaz. Fue así que por yerro los ministros trocaron los frascos, y del vino que tenían inficionado dieron de beber al papa y al dicho cardenal. El duque luego que se sintió herido, ayudado de algunos remedios y por su edad escapó: en particular dicen que le metieron dentro del vientre de una mula recién muerta, aunque la enfermedad le duró muchos días. El papa y cardenal como viejos no tuvieron vigor para resistir a la ponzoña. Tal fue el fin del pontífice Alejandro que poco antes espantaba al mundo, y aun le escandalizaba.» Historia de España, lib. XXVIII, capítulo 2.

«Expiró este pontífice, dice Prescott, siendo según toda probabilidad víctima de un tósigo que él mismo había hecho preparar para otros, y concluyendo así una vida infame con una muerte no menos ignominiosa.» Reyes Católicos, part. II, c. 44.

«Murió, dice Zurita, del mismo veneno que el duque su hijo quiso dar al cardenal Adriano…» Y cuenta la misma historia de Mariana, Rey don Hernando, lib. V, c. 42.

Casi todos los historiadores refieren de la misma manera la muerte del papa Alejandro VI. Tal vez lo fueron tomando del florentino Guicciardini, escritor contemporáneo, que lo dejó así escrito en su Historia de Italia, lib. VI.– Aunque no hay quien pueda negar los testimonios contestes de los escritores sobre las desarregladas costumbres con que Alejandro manchó la pureza y dignidad del solio pontificio, no faltan quienes afirmen que fue una invención esto del envenenamiento y de la equivocación de botellas, asegurando que murió de fiebre en su lecho. Ello es que en los Dietarios de los papas que se guardan M. SS. en el archivo del Vaticano, letra L, se lee la muerte de este pontífice como producida por enfermedad, y no se habla nada de veneno, Véase Papebrochius, Conat. Cronolog. part. II, pág. 443.– Artaud de Montor, Vidas de los papas.– Abarca en los Reyes de Aragón, tom. II, p. 143.– Ortíz, en las Notas a Mariana, edic. de Valencia.

{2} Este papa en su breve pontificado confirió a don Fernando el Católico la investidura del reino de Nápoles, y se mostró muy adicto al monarca español. Con este motivo Fernando escribió una carta a su embajador en Roma, don Francisco de Rojas, encargándole diese gracias al pontífice por el amor y buena voluntad que le mostraba y le asegurase de la suya. En ella le hablaba de los excesos de su antecesor Alejandro VI en los términos siguientes: «Direisle que hubimos mucho placer de que él fuese elegido en sumo pontífice, porque según Alejandro su antecesor dejó fuera de orden las cosas de la iglesia romana y muchas de la iglesia universal, bien era menester que sucediese en la silla apostólica persona de tanta experiencia y prudencia como Su Santidad es, para que supiese conocer y enmendar los yerros de aquel, y restituyese a la silla apostólica y a la iglesia la religión, orden y buenas y santas costumbres, como esperamos que S. S. hará con ayuda de Nuestro Señor… &c.»– Esta carta se inserta íntegra en el Semanario erudito de Valladares, tomo XXVIII, p. 173 y sig.

{3} Cron. del Gran Capitán, lib. II, c. 106.– Paolo Giovio, Vitæ. Illustr. Vir.– Guicciardini, Ist. lib. VI.– Garnier, Hist. de France, tom. V.– Bernáldez, Reyes Católicos, c. 188.– Mártir, Opus Epist. ep. 269.– Zurita, Rey don Hernando, l. V, c. 57 a 60.– Abarca, Reyes de Aragón, tom. II, Rey XXX, c. 14.– Quintana, Vida del Gran Capitán, pág. 286 y sig.

{4} Guicciardini, Istoria d'Italia, lib. VI.– Garnier, Hist. de France, tom. V.– Bernáldez, Reyes Católicos, c. 190.– Cron. del Gran Capitán, lib. II, c. 110.– Zurita, Rey don Hernando, lib. V, c. 60, y los demás antes citados.

{5} No se lucieron en verdad en esta ocasión Mantuano, Cantalicio y otros poetas italianos. Y por eso dice bien nuestro Quintana, que hasta ahora la fama de Gonzalo de Córdoba «está depositada con más dignidad en los archivos de la historia que en los ecos de la poesía.»

{6} Chron. del Gran Capitán, lib. III, c. 1.– Giovio, Vitæ Illustr. Viror.

{7} Prescott, Hist. de los Reyes Católicos, part. II, c. 15.– Buonaccorsi, Diario.– Garnier, Hist. de France, tom. V.

{8} Zurita, Rey don Hernando. lib. V, c. 65.– Dumont. Corps Diplomatique, tom. IV, núm. 26, donde se inserta el tratado.