Filosofía en español 
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René Llanas de Niubó · El Judaísmo

I
El espíritu judío

En el mundo de hoy, donde aristocracias de violencia con máscara de democracia demagógica han destruido las viejas aristocracias de la sangre y de la inteligencia, donde la espiritualidad sublime que informó el Medio-Evo glorioso ha sido aplastada por la materia, donde el amor es brutalidad, donde el arte se apaga y los hombres han vuelto al concepto ancestral de lobos para el hombre, donde plantas inmundas buscan la Cruz para aplastarla y la humana razón ensoberbecida niega a Dios, le ultraja y le persigue, se alza un altar arcaico y bestial en que se yergue el Becerro de Oro, el dios de nuestra época, en cuya ara se consumen en ofrenda vidas y honras, pulula un pueblo raro de nariz robusta, ojos ardientes y gruesos labios sensuales, el judío.

Adonde vayáis le encontraréis: en América del Norte es el potente banquero, hombre de presa de Wall-Street; todo es bueno para él, comercia con caucho, con armas y municiones, con víveres; como el Samuel Wootfshon de El Túnel ha pulido y recortado su nombre semita trocándolo en anglosajón. En América del Sur es el «sirio» odiado, traficante sin entrañas ni escrúpulos, miserable y sucio. En Francia es el «jupin» despreciable, el banquero estafador y audaz que arruina la nación con sus depredaciones. En Alemania es el médico, el abogado o el «Herr professor» que corrompe el mundo entero con su falsa ciencia, con su escepticismo amargo, [10] con sus negaciones absolutas. En Rusia es el revolucionario sanguinario, el nihilista feroz que trueca su nombre por un apodo ruso, o el comunista enfermizo de odio que duerme su sueño bajo la negra mole del sepulcro de la Plaza Roja. En Turquía, en los Balcanes, en Grecia, es el miserable que se cobija bajo los techos ruinosos de un «ghetto» perdido y espera que brille en el cielo una estrella que le anuncie a un mesías implacable que le haga señor del mundo.

Llámese Rostchild o Lenine, Stavisky, Levy o Marx, Mendizábal o Gabrilo Príncip, sea del pueblo que sea, de la patria que incauta le ha acogido, el judío, sefardita o Asch-Kenazim será siempre el mismo, cobarde y altivo, solapado y cruel, avaro y ambicioso, revolucionario y agitador; su raza es aviesa como un pulpo enorme que abraza con sus tentáculos la tierra, absorbe su sangre y la trueca en oro. Su símbolo eterno, símbolo de que ellos mismos hacen gala, es la serpiente, como ellos ágil y escurridiza, como ellos solapada y rastrera, cobarde como ellos, de venenosa y partida lengua, de ojillos crueles e inexpresivos, de relucientes y duras escamas llamativas, que se arrastra por el polvo y anida en las grietas de las ruinas, pero alza la triangular cabeza para ultrajar las rosas o robar la manzana del árbol de la ciencia del bien y del mal y perder con ella a Adán y a Eva, como quieren hoy día perder y arruinar toda nuestra civilización occidental, cobijada bajo el signo victorioso de la Cruz de Cristo, y realizar el sueño de que esa culebra maldita de la vuelta al mundo mordiéndose la cola «cuando todo el Orbe sea Palestina y toda Palestina Jerusalén» y atruenen las trompas guerreras de Israel victorioso sobre el mundo, saludando a su déspota rey, el Rey de los Protocolos. [11]

Se han ido insinuando, como veremos en las páginas de este libro, en todas las esferas de la actividad humana, en los palacios de los magnates y de los gobernantes, y han llegado a gobernar ellos mismos como Disraeli en Inglaterra o Mendizábal en España; han invadido el campo del arte y de la ciencia, como lo han hecho con el de la Banca, de la Industria y del Comercio; han agitado y dirigido las revoluciones, y cien veces perseguidos se han reído de sus perseguidores, creciendo y extendiéndose cada vez más amenazadores, pujantes y altivos, derramando el oro a manos llenas para recogerlo centuplicado y manchado de sangre.

Ese es el enemigo, el Judío Errante, miserable como Ahasverus, rico como Sylok, infatigable como el primero, sin corazón como el segundo, cargado con su saco de oro, riendo implacable al desencadenar a su paso catástrofes y miserias sin cuento, pero sin recordar la infalible condenación de Dios a la serpiente, cuyo cuerpo se retorcerá en espasmos de agonía con la cabeza aplastada bajo la planta de María, la Virgen pura e inmaculada.

Mucho se nos ha echado en cara a los católicos y a los sectores derechistas el atacar sin vacilaciones al judaísmo internacional, y nada más explicable ni más lógico que hacerlo así.

No odiamos al judío por odio de raza, a pesar de las diferencias e incompatibilidades del europeo y el semita.

No es por venganza del delito horrible del deicidio del Gólgota; como católicos no podríamos ir más allá del perdón sublime de Cristo moribundo en la Cruz cuando a su propio Padre le pide por sus enemigos.

No es ni motivo étnico ni religioso; es la natural defensa de aquellos que ven en el judaísmo [12] el enemigo acérrimo de su Religión y de su Patria, los dos grandes amores de todo hombre honrado. Los judíos son los promotores de revueltas y los acaparadores de las riquezas nacionales.

El dinero ha creado en el pueblo de Israel dos castas: el pobre y el rico.

El potentado es ambicioso, cruel, sin escrúpulos. Venderá material de guerra, financiará el espionaje o pagará una mano criminal que limpie su camino de enemigos, multiplicará sus órganos de prensa, provocará las guerras y las dirigirá desde la guarida de una logia masónica; pero, en el fondo, es conservador, enormemente conservador de lo suyo, eterno sediento de oro para acumularlo bajo el rasgo temblón de su firma.

¡Ese es el enemigo!

El otro, el judío pobre, el que arrastra sus pies y recorre la ciudad a diario ofreciendo de tienda en tienda productos inverosímiles, o consume sus ojuelos tras las gruesas gafas garrapateando en las páginas del Mayor o el Diario, en un escritorio pobre, o el que trabaja en el campo de cualquier país, si no es en las históricas tierras que vieron cruzar a los Profetas, allá en Tel-Aviv, en Jerusalén o en Jaffa, bajo el sol de Palestina ardiente o bajo el de Grecia o el pálido del Norte, todos esos no son de temer, no son verdaderamente «judíos», son israelitas, son resignados parias de sus hombres ricos que les odian y los desprecian, y creen en Jehová Todopoderoso, cuyo Hijo, el Mesías, ha de venir aún para salvar a su pueblo, como lee en la sinagoga el «rabino» en el pergamino amarillento del Tora, el santo Libro de la Ley, y escrutan los cielos herméticos esperando el astro deslumbrador. [13]

Esos no son temibles mientras no lleguen a tener dinero, esos no son enemigos más que de su propia miseria, aunque tienen todas las características de su raza, en lo físico y en lo moral; son avaros, ambiciosos, cobardes, sucios, embusteros e hipócritas. Israel es así.

Pero, todo ese retablo de defectos, que es como el estrato básico de la raza, queda quintaesenciado cuando el judío asciende a la categoría de adinerado. Mientras su tupida capa de hipocresía lo cubra todo, él puede seguir adelante, como aconsejaba aquel rabino al hebreo dueño del prostíbulo en la obra de teatro judío de Iglitzky La Mano de Dios, diciéndole que mientras diera limosnas ostentosas, contribuyera al esplendor de la sinagoga y honrara en su casa la santa Tora –que aquél seguramente le vendería a buen precio– no se preocupara de la infamia de su tráfico, prohibido por la ley mosaica.

En general, el verdadero judío, el judío internacional y temible, ya no cree en nada; su Mesías será cualquier caudillo bancario o revolucionario que arruine o destruya al mundo «goy».

Las tablas de la Ley son los tablones bancarios de alzas y bajas, las tupidas tablas de cotizaciones; y su dios, ya no es el Dios del Sinaí, es el ídolo del Becerro de Oro.

Como más adelante veremos, en Israel hubo tres castas antiguamente: el esenio, pobre y bueno, profundamente religioso; el fariseo, rico, altivo e hipócrita, exagerado e implacable en lo externo del culto, y el saduceo, corrompido y malo, ambicioso, brutal y ateo.

Como una marea agobiante, el espíritu judío de las dos últimas clases se esparce hoy por el mundo. Banca judía, prensa judía, música judía, revolución judía, ambición insaciable y odio eterno [14] que clama desde las páginas de los Protocolos en ansias de destrucción de un mundo, de una civilización, de un signo. El mundo y la civilización, la cristiana; el signo, la Cruz.

Ante sus masas aulladoras, ante sus oleadas de oro corruptor, ante su avalancha de pensadores materialistas, ante su pretendido internacionalismo, alcémonos en pie los patriotas católicos y en torno a nuestra Cruz busquemos la cabeza de la serpiente; desenmascaremos al eterno Judas de Iscarioth y lancemos nuestro grito de combate: ¡Atrás, Israel!

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