La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Zeferino González 1831-1894

Zeferino González
La Economía política y el Cristianismo
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VIII

Se nos dirá tal vez, que la Economía política ha prestado también servicios no despreciables a los diferentes miembros de la sociedad en general, y a las clases indigentes en particular. Es verdad, y no seremos nosotros ciertamente los que neguemos esos servicios ni los que desconozcamos los bienes y ventajas que las modernas naciones deben a la ciencia económica. Empero sí afirmaremos otra vez más, que esos servicios hubieran sido y serian más sensibles, más universales y, sobre todo, más fecundos, si la ciencia económico-política se hubiera inspirado en los [105] principios cristianos, si no se hallara informada por cierto espíritu de hostilidad más o menos encubierta contra las ideas, instituciones y tendencias de la doctrina católica, dejándose arrastrar y avasallar por el espíritu racionalista, que al depositar en su seno los gérmenes del sensualismo, ha torcido y falseado su marcha natural y racional. Las investigaciones y enseñanzas de esta ciencia sobre las leyes que rigen la producción de las riquezas, sobre la importancia y dignidad del trabajo, sobre las condiciones y causas de su energía y fecundidad, sobre el cambio y distribución de las riquezas, sobre las ventajas e inconvenientes de la libre concurrencia, sobre el poder y resultados del crédito, sobre organización del trabajo y de los impuestos, sobre mejoramiento de las clases indigentes, etc., etc., hubieran sido, a no dudarlo, más acertadas, más legítimas, y sobre todo, más provechosas y fecundas en resultados prácticos, si se hubieran verificado bajo las inspiraciones de la idea católica y con subordinación al criterio cristiano. La Economía política, como toda ciencia, merece los homenajes de todo hombre pensador y de recto corazón, considerada en si misma; pero esto no quita que sea por desgracia una verdad, que no ha producido todo el bien que pudiera y debiera haber producido, a no haberse separado del cristianismo. Más aún; en virtud de esta separación y hostilidad contra el cristianismo, ha sido arrastrada fatalmente a abrazar, sobre ciertos problemas, soluciones [106] racionalistas y teorías sensualistas, perniciosas en sumo grado a la sociedad en general, y a las clases indigentes en particular.

Y no es por cierto necesario buscar muy lejos la prueba de esta afirmación, porque nos la suministra manifiesta y palpable el problema de la miseria que nos viene ocupando. Acabamos de indicar, en efecto, los medios morales y materiales que la Economía político-cristiana recomienda y practica para combatir la llaga del pauperismo, disminuir sus fatales resultados y dulcificar los padecimientos de las clases necesitadas. Y bien: pongamos ahora en frente de esos medios y de las instituciones católicas, los medios e instituciones de la Economía política racionalista: pongamos en frente de la teoría cristiana las teorías de las escuelas económicas inspiradas en el racionalismo y el sensualismo.

El primer medio excogitado por la ciencia racionalista para resolver el problema de la pobreza y miseria, fue la abolición de la mendicidad por la ley; es decir, el castigo de la mendicidad, castigo que lleva consigo la idea de la criminalidad de la pobreza. Compréndese, sin dificultad, que la ley reprima y hasta imponga privaciones y penalidades a la pobreza, cuando es culpable, o cuando la mendicidad es efecto de la vagancia, de la pereza y del vicio, pero imponer penas y castigar duramente la pobreza y mendicidad sin distinción, parécenos cosa tan repugnante a la razón y a [107] la justicia, como contraria a las enseñanzas y prácticas del cristianismo. Y, sin embargo, apenas las naciones europeas fijan su pie en el terreno resbaladizo del racionalismo, al adoptar el principio del libre examen y rechazar la idea católica, cuando aparecen en sus códigos leyes penales y castigos severos contra la mendicidad.

He aquí en prueba de ello la legislación inglesa, según la resume Mr. Naville en su excelente obra De la Charité légale {(1) Tomo 1, pág. 281}: «Una ley dada bajo Enrique VIII en 1530, condena a los mendigos inválidos a ser sepultados en calabozos o azotados, y a los válidos a ser atados a la extremidad de una carreta y azotados hasta derramar sangre. En 1535 se añade a estas penas, que a la primera reincidencia se les cortaría la oreja derecha, y a la segunda que fueran condenados a muerte. Pareciendo aun demasiado suaves estas penas, el Parlamento decretó bajo Eduardo VI en 1547 que todo pobre válido que permaneciera ocioso por espacio de tres días sería marcado con un hierro caliente en el pecho y serviría además en calidad de esclavo durante dos años a la persona que lo hubiera denunciado. Si se escapaba y permanecía ausente por espacio de doce días, era marcado con un hierro ardiente en la mejilla o la frente y quedaba reducido a esclavitud por toda la vida: a la segunda deserción, era condenado a [108] muerte. Podía consiguientemente ser vendido o alquilado a otros dueños, a los cuales el primero trasmitía todos sus derechos. En 1574 la ley condena al mendigo a ser severamente azotado, siéndole además quemado el cartílago de la oreja. Si reincidía y tenia más de diez y ocho años se le imponía y se ejecutaba la pena de muerte, a no ser que alguna persona caritativa consintiera en tomarlo a su servicio por un año.»

¡Qué diferencia, o mejor dicho, qué contraste entre los sentimientos de dureza y crueldad que se revelan en esta legislación, y los sentimientos y enseñanzas de la Iglesia católica respecto de los pobres! Mientras el orgullo racionalista confunde la pobreza y la mendicidad con el crimen sin distinción, añadiendo aflicción al afligido, la doctrina católica nos enseña a honrar y respetar al pobre verdaderamente tal o que lo es sin culpa suya; porque la doctrina católica nos enseña que la pobreza digna y resignada fue honrada y practicada por Jesucristo y sus discípulos; que el Salvador del mundo amó a los pobres con especial amor; que prometió el reino de los cielos al que socorre al hambriento y al sediento en su nombre, que el pobre, en fin, y el mendigo más abandonado y miserable es nuestro hermano en Jesucristo, heredero de las mismas promesas y esperanzas, igual a nosotros en la presencia de Dios, que no es aceptador de personas, ni experimenta repulsión hacia la pobreza, como los adeptos del sensualismo. [109]

Es cierto que las leyes indicadas y otras análogas que pudiéramos citar, o han desaparecido de los códigos, o han caído en desuso, porque el estado actual de la civilización y la conciencia pública no permitirían su aplicación; pero no es menos cierto que su espíritu, sus tendencias y su injusticia se hallan, por decirlo así, encarnados bajo formas menos repugnantes, ya en la teoría de la caridad restrictiva iniciada por Malthus y desarrollada por sus discípulos, ya principalmente en la legislación referente a los depósitos de mendicidad. Porque la represión de la mendicidad por medio de los work-houses inglesas y depósitos de mendicidad de otras naciones es, en último resultado, una verdadera detención, una verdadera prisión, más dura y penosa con frecuencia, que la que imponen los tribunales por delitos muy reprensibles. En medio, y a pesar de sus visos de beneficencia, estos establecimientos encierran un fondo de injusticia que no es posible desconocer. ¿Con qué derecho y en qué regla de justicia cabe llevar ante la policía correccional, encerrar en una casa y privar de su libertad al padre de familia, que, o bien a causa de una de esas crisis industriales, o bien acosado por enfermedades y desgracias imprevistas, ha agotado todos sus recursos, y se decide con harta resignación a mendigar, cuando la caridad se olvida de él, o sólo le suministra recursos insuficientes para conservar su vida y la de su familia? ¿Qué crimen ha cometido que [110] merezca la separación de su familia y la pérdida de su libertad? ¿Será por ventura un delito ser hombre, necesitar de comida y no ser rico? Aun suponiendo que la mendicidad fuera debida en todos los casos a la ociosidad y pereza, suposición que dista mucho de la realidad, ¿de cuando acá las leyes castigan la pereza y la ociosidad? La ley debe ser igual para todos, como lo son los preceptos de la justicia natural. Si la pereza y la ociosidad son un delito en los pobres, ¿por qué no lo serán también en los ricos? Y sin embargo, no vemos que los códigos establezcan penas, ni mucho menos castiguen la pereza y la ociosidad de otras clases con la privación de la libertad. ¿Será por ventura que las prescripciones de la justicia no alcanzan igualmente a todos los hombres? ¿Tendrá derecho el Estado para tratar a los desheredados de la fortuna como enemigos y vencidos? ¿Será, finalmente, que es conforme a justicia tener dos pesos y dos medidas, o una ley para los pobres y otra para los ricos?

No son estas, en verdad, las enseñanzas del cristianismo, ni es este el espíritu que preside y regula sus instituciones benéficas. Reprobando, como reprueba altamente, la ociosidad, la pereza y la vagancia con los vicios que de ellas emanan, respeta, sin embargo, la libertad del individuo y jamás convierte sus instituciones, sus fundaciones, sus establecimientos de caridad en prisiones o detenciones forzadas. Esfuérzase sí en moralizar las clases indigentes, en [111] desarraigar y corregir sus hábitos de vagancia y ociosidad, inspirándoles amor al trabajo y la virtud, pero no echa mano de la violencia: cuando se trata de la pobreza inculpable, hasta la rodea de honor y consideración, y en todo caso respeta la libertad y la dignidad del mendigo y del indigente.

Otro de los expedientes excogitados por la Economía racionalista para resolver el problema de la pobreza es el conocido con el nombre de caridad legal, o sea el socorro y subvención que el Estado concede a los pobres, por medio de un impuesto especial destinado ad hoc. Así como la filosofía, al separarse de la ciencia cristiana, no ha hecho más que renovar y trasformar los sistemas filosóficos anteriores al cristianismo, así también la Economía política, al prescindir de las enseñanzas del cristianismo y rechazar sus inspiraciones, hase visto conducida y arrastrada fatalmente a las teorías e instituciones del paganismo para resolver los problemas económicos. Tal sucede con respecto al que aquí nos ocupa, toda vez que la teoría de la caridad legal puede y debe considerarse como una reproducción y reminiscencia de las distribuciones que en las antiguas sociedades se hacían al pueblo, de las cuales apenas se distingue más que en la forma y en ciertos detalles. Aunque bajo otro nombre, es incontestable que la caridad legal era el expediente adoptado en Atenas para resolver la cuestión del pauperismo; porque esto y no otra cosa significan los [112] salarios que por cuenta del erario público se hacían al pueblo, especialmente después de la guerra del Peloponeso. En Roma, en donde el problema social del pauperismo alcanzó mayores proporciones en los últimos tiempos de la república y durante la época de los emperadores, merced a la corrupción de las costumbres, al exceso de población y otras causas que no es del caso enumerar, el expediente de la caridad legal preséntase bajo formas diversas y en mayor escala que en Atenas. Practícase primero la caridad legal bajo la forma de distribuciones de cargamentos de trigo vendido al pueblo a precios reducidos. El mal y las exigencias del pauperismo acreciéntanse luego con el aumento de la población, y más aún con la corrupción de las costumbres, y el Estado se ve precisado a acallar los gritos de la plebe por medio de distribuciones públicas de alimento y dinero por cuenta del erario. Añádense después a estas distribuciones públicas las que solían hacer los grandes propietarios y dignatarios de la república y del imperio, arrojando a la plebe panem et decentes para que cerrara sus ojos sobre las rapiñas y concusiones con que asolaban las provincias. Es digno de notarse que estas distribuciones públicas que representan la caridad legal de nuestra época, crecen y se desarrollan en Grecia y Roma, a medida que crece y se desarrolla la corrupción de las costumbres públicas y privadas, lo cual pudiera hacernos sospechar con fundamento que la aplicación de este [113] expediente es un síntoma de corrupción y decadencia moral en las naciones en que se realiza.

Aunque las reflexiones aquí indicadas bastan para condenar y rechazar la teoría de la caridad legal, bueno será exponer sumariamente, a mayor abundamiento, los principales inconvenientes y defectos de la misma. Quien dice caridad legal, dice caridad forzada, caridad impuesta por el Estado, lo cual vale tanto como unir términos contradictorios, porque la caridad es esencialmente libre y voluntaria. Por eso la caridad cristiana, que es la caridad verdadera, la caridad legitima, la única digna de este nombre, reconoce por base y por origen el sacrificio y la abnegación de si mismo por amor de Dios y en favor del prójimo, amado en Dios y por Dios. De aquí nace la eficacia y fecundidad admirable de la caridad cristiana, al paso que la caridad legal tiene que ser ineficaz, estéril e infecunda, como originada de la violencia y obligación legal. A esto se añade que la acción de la caridad legal sólo alcanza al don y al auxilio material del indigente, al paso que la acción de la caridad cristiana se dirige principalmente al mejoramiento y auxilio moral del indigente; y es que el don de la caridad cristiana procede del espíritu de sacrificio y del espíritu de amor, y nada hay tan eficaz y fecundo como el sacrificio y el amor para influir sobre el pobre sin herir su dignidad y su libertad.

Otro de los inconvenientes y peligros de la caridad [114] legal es disminuir y hasta apagar la caridad privada, porque es muy natural, o al menos muy frecuente, que el que ha pagado su cuota o impuesto legal para los pobres, se considere dispensado ya y libre de todo deber para con los mismos. Por otra parte, contribuye también a disminuir la caridad privada y voluntaria, en atención a lo que hay de vejatorio, repugnante y odioso en todo impuesto exigido por el Estado: de donde resulta que la cuota exigida para los pobres seca y esteriliza las fuentes de la caridad privada.

Ni es menor el peligro moral que lleva consigo la caridad legal de inspirar el espíritu de orgullo al que la recibe. Mientras que el don gratuito y libre de la caridad cristiana predispone el corazón del indigente que lo recibe a escuchar con docilidad e interés los consejos de reforma moral del donante, porque el necesitado o socorrido descubre allí el espíritu de sacrificio y la voz del corazón y del amor, la caridad legal suele predisponer al orgullo el corazón del que la recibe; porque este sólo ve en el que la da el cumplimiento de un deber, y la recibe sin experimentar verdaderos sentimientos de gratitud, cuando no con desdeñosa mano, por considerarla como un derecho propio. Y cuenta que nada hemos dicho de los varios delitos, de los hábitos de pereza y vagancia, de la degradación moral, en fin, a que da ocasión frecuentemente el expediente de la caridad legal. He aquí algunas observaciones y datos sobre la materia, suministrados por M. Naville [115] en la obra ya citada: «Por todas partes en donde se halla establecida la contribución de los pobres, son generales las quejas sobre la ociosidad y pereza de los mismos. En Inglaterra rehusan muchas veces aprovechar los medios de trabajo que se les ofrecen. Algunas veces ni siquiera aceptan terrenos que se les ofrecen sin exigir renta. ¿Porqué nos hemos de matar trabajando, dicen, para asegurar nuestra existencia, cuando podemos obtenerla de la parroquia sin trabajar?... La asistencia legal extingue todo sentimiento de honor en los que la reciben. En un informe hecho en 1818, la Asamblea general de Escocia reconoció que el sentimiento de vergüenza que puede estimular la actividad e impedir que se recurra a la parroquia, disminuye y en ocasiones se extingue por completo con los progresos de la contribución para los pobres. Los delitos se multiplican a medida que la caridad legal se extiende y arraiga más. En la sesión de 20 de Junio de 1834, el lord canciller, M. Brougham, señalo en la Cámara de los lores la ley inglesa sobre los pobres como la causa más poderosa de la degeneración moral de la población y de la multiplicación de crímenes. Este estado de degradación va acompañado o seguido de la relajación de los lazos y afecciones domésticas. Los diarios de provincia de este país (Inglaterra) están llenos de nombres de padres escapados, que dejan su familia a cargo del público: algunas veces este culpable abandono se realiza temporalmente, y se repite en [116] virtud de un cálculo que parecen hacer de común consentimiento los dos esposos. Las parroquias de Escocia en que está establecida la tasa legal, presentan hechos del mismo género... En Inglaterra la paternidad es un objeto de especulación frecuentemente: se tienen de propósito los hijos sucios, miserables, en estado de sufrimiento, con la esperanza y designio de obtener por esto de la parroquia auxilios más abundantes. El lazo filial, como los demás lazos de familia, es disuelto por la caridad legal; los hijos, descansando sobre el municipio para la asistencia de sus padres ancianos y enfermos, rehusan hacer sacrificios en su favor.» Estos resultados morales y sociales de la caridad legal demuestran palpablemente que este sistema es insuficiente para resolver por si solo el problema de la miseria, y que únicamente puede llegar a ser fecundo y eficaz para la solución del mismo, a condición de subordinarse a la caridad libre y cristiana, inspirándose en sus principios, favoreciendo su desarrollo, amparando su libertad, y sobre todo, protegiendo y fomentando sus fundaciones e instituciones.

No terminaremos este ligero trabajo sin mencionar, siquiera sea concierta repugnancia, otra de las teorías excogitadas por la escuela económico-sensualista para resolver el problema de la miseria. Tal es la que pudiéramos apellidar la teoría del lujo, toda vez que pretende ocurrir a las necesidades de las clases trabajadoras y resolver el problema del pauperismo, [117] fomentando y desarrollando el lujo en las clases ricas, Esto vale tanto como querer que la inmoralidad, el orgullo, el egoísmo y la sensualidad, produzcan la reforma moral del pobre, el sacrificio, la resignación y el bienestar general: esto vale tanto como pretender que la miseria, que envuelve un mal moral, desaparezca a impulsos de otro mal moral, como es la pasión desenfrenada del lujo; porque conviene no perder de vista que la miseria no debe confundirse ni identificarse con la pobreza. Esta, que sólo incluye la escasez de recursos para satisfacer las necesidades de la vida, es compatible con la moralidad de las costumbres, con las alegrías y goces pacíficos de la familia, con la energía y dignidad del alma: la miseria empero añade a la simple pobreza la degeneración física y moral, a causa de la pérdida y abuso de las fuerzas corporales, de las enfermedades, del desaliento y abandono de sí mismo, y sobre todo a causa de la degradación moral, revelada y representada por los vicios y el embrutecimiento. De aquí es que, hablando en rigor y con propiedad, no es la pobreza sino la miseria, tal cual se acaba de definir, la que constituye la gran plaga y la gran dificultad del pauperismo, porque sus raíces, sus influencias y sus resultados pertenecen más al orden moral que al orden material. Esto quiere decir que, aun en la hipótesis inadmisible de que el fomento y desarrollo del lujo pudieran resolver el problema de la simple pobreza, jamás podría llegarse por este [118] camino a la extinción de la miseria, que es la que mayores estragos produce en el cuerpo social y la que representa la fase más importante del problema complejo del pauperismo. Pero la verdad es que la teoría del lujo es tan impotente para lo uno como para lo otro.

La mejor limosna que puede hacerse al necesitado, nos dicen los economistas preconizadores de esta teoría del lujo, es la limosna del trabajo, porque este moraliza al indigente al propio tiempo que le proporciona los recursos necesarios. La demanda de productos, y por consiguiente, la de trabajo, crece necesariamente con el desarrollo y exigencias del lujo que representan mayor consumo de los productos de la industria. Luego el mejor modo de resolver el problema de la miseria y de la pobreza, es desarrollar indefinidamente las necesidades ficticias y los consumos del lujo, con lo cual se proporciona abundancia de trabajo y salarios a los indigentes. Tal es, en resumen, la teoría del lujo, preconizada por no pocos modernos economistas, teoría la más opuesta sin duda al principio cristiano, pero también la más legítima en el terreno de la Economía racionalista y sensualista.

¿Será necesario advertir que la razón y el sentido común protestan contra una teoría, que tiene la estraña pretensión de curar la gran llaga social del pauperismo, por medio de la pasión inmoral del lujo? Si en la llaga social del pauperismo domina más el elemento [119] moral que el material, según reconocen cuantos de buena fe y con sano criterio se han dedicado a su estudio, es a todas luces absurdo afirmar que el lujo puede servir de eficaz remedio contra los males del pauperismo. ¿Será necesario recordarlo que una experiencia de todos los días y de todas las horas nos enseña acerca de los efectos sociales y morales del lujo? Porque ello es cierto que si las lecciones de la experiencia significan algo, es preciso reconocer que la pasión del lujo es una pasión esencialmente devoradora, devoradora del capital, devoradora de la riqueza pública, devoradora de la limosna, devoradora de la paz de las familias, devoradora sobre todo de la virtud; porque sabido es a cuántos crímenes y delitos, a cuántas miserias y degradaciones conduce el afán y la pasión del lujo. Algo más exacto sería afirmar que el lujo contribuye poderosamente a acrecentar los males y peligros del pauperismo, en vez de curarlos ni siquiera aminorarlos. Las miserias de las clases obreras e indigentes se remedian y disminuyen inspirándoles el espíritu de orden, de economía, de moderación, de sacrificio, y de moralidad, y no irritando sus pasiones, sus cóleras, sus envidias y sus odios, desplegando ante sus ojos las magnificencias caprichosas de un lujo insultante, propio para exacerbar sus padecimientos y pasiones, y para ejercer la más desastrosa influencia sobre sus disposiciones morales.

La Economía político-cristiana, sin condenar, [120] antes bien reconociendo la utilidad social y la necesidad relativa de que el consumo, los gastos, la satisfacción de ciertas necesidades, se hallen en relación con la naturaleza y condiciones especiales de ciertas clases y personas, no aprueba ni aprobará jamás esa teoría que convierte al lujo en elemento de prosperidad y de bien, cuando lo es de ruina y de inmoralidad. Predicar el desarrollo y la propagación indefinida del lujo, bajo el especioso pretexto de fomentar la producción y el trabajo, es echar en olvido que la pasión del lujo, nacida y fomentada por la ociosidad , engendra y fomenta a su vez el egoísmo y la dureza de corazón para con el prójimo; es echar en olvido que esa pasión abre la puerta a la seducción de todas las malas pasiones y corrompe las costumbres públicas y privadas, procurando disimular y hasta embellecer el mal y sus manifestaciones; es echar en olvido, para decirlo de una vez, que, según la palabra del evangelio, el hombre no vive de sólo pan, sino de virtud y de moralidad.

Esto sin contar que, aun considerada esta teoría bajo un punto de vista puramente material, es una teoría esencialmente ineficaz e incompleta, toda vez que, según sus principios, la forma del trabajo es la única que representa la subsistencia de las clases necesitadas, lo cual vale tanto como condenar al abandono y a la muerte a los que se hallan imposibilitados para el trabajo a causa de su edad; de sus [121] enfermedades, o de accidentes imprevistos de la vida. La teoría del lujo deshonra ciertamente a la Economía racionalista y sensualista; pero revela al propio tiempo, por una parte, el espíritu y tendencias que anidan en el fondo de esta ciencia, y por otra, que la Economía política será siempre una ciencia relativamente estéril e infecunda, mientras no se halle inspirada e informada por la idea cristiana. Inspirado por esta idea, el apóstol san Pablo, escribía las siguientes palabras, que contienen una condenación implícita de la teoría del lujo: In praesenti tempere vestra abundantia illorum inopiam suppleat, ut et illorum abundantia vestrae inopiae sit supplementum, ut fiat aequalitas, sicut scriptum est: qui multum, non abundavit, et qui modicum, non minoravit.

Manila, Enero de 1862.

{Texto tomado directamente de Zeferino González, Estudios religiosos, filosóficos, científicos y sociales, Tomo segundo, Imprenta de Policarpo López, Madrid 1873, páginas 1-121. Transcribimos la Advertencia que figura al inicio de este volumen: «Advertencia. El artículo que lleva por epígrafe La Economía política y el Cristianismo, aunque escrito en Manila en el año que indica su fecha [1862], ha sido refundido y considerablemente añadido para su publicación en estos Estudios.»}

La Economía política y el Cristianismo
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