Alma Española
Madrid, 31 de enero de 1904
Año II, número 13
páginas 10-11

Manuel Feliú
Alma riojana

No sé de alma más nerviosa que la riojana, quizá por el perenne contacto con la excitabilidad de sus vinos. Todo en ella revela una tensión, una tirantez que se acomoda a los distintos sentimientos; sólo así se comprende las grandes aberraciones que extrema; sólo por esto es comprensible que hoy se pelee a navajada limpia por la conducción en rogativa de una imagen y mañana se tire ésta al río.

Tipo enérgico, obstinado, paciente, infatigable, poco estoico, nada hipócrita, con cierto fondo de honor, violento y rápido en sus decisiones, bíblico y protestante a la vez, con sordas fermentaciones de imaginación y de conciencia, esta raza da idea de un corazón fácilmente asequible a todas las emociones. Es un hervidero de afectos; en el paroxismo de su nerviosidad nada hay para ella digno de respeto; se huella lo que antes se bendecía, sin que sea esto empedernimiento ni irreligiosidad, sino más bien ignorancia y nervios.

A mis paisanos pudiera no sonarles tan a hueco la cabeza si abrieran un poco más los ojos a la luz de fuera; son talentos sin desvastar, talentos en bruto, raza de fósforo joven apenas gastado, pero con tamañas impurezas, que duele ahondar en su análisis.

Se escapa a nuestra penetración la causa de su ignorancia; quizá dependa del reducido ambiente en que se mueve, de la escasa fuerza mental que necesita para el logro de sus ansiedades o del abotagamiento en que le sume la plétora del alcohol que liba, y que en fuerza del hábito jamás le hace perder la acuidad de los sentidos. ¿Quién sabe en qué consiste?

Por lo demás, oíd a un riojano explicarse y comprenderéis su valer, ingenio, gracejo, vivacidad en la comprensión, aplomo en los dichos con picardihuelas que dejan advertir su conocimiento de la vida; el riojano tiene en la memoria, su maestro, un vasto repertorio de refranes, y sabido es el sentido práctico que éstos encarnan. Bajo tal punto de vista, es vivo, perspicaz, observador acaso como ninguno, sin que esto lleve aparejado el disfraz de sus sentimientos; el engañarse en los riojanos, es un juego sin máscara, a cartas descubiertas: este es su talento.

Feliz el riojano, no sueña un ideal difícilmente asequible; tiene el don de una conformidad ilimitada que le hace simpático; es sobrio en el comer y en el pensar; se halla contento con el ser de las cosas. Para él, el tiempo no tiene fases, la rueda de la fortuna siempre está de cara; a una granizada que destruye la cosecha, sigue otra granizada de coplas chispeantes al santo tutelar que tan mal se porta; todo esto amenizado con las piruetas de una jota retozona y el rasgueo de las guitarras.

Es la vida para él siempre un juego en el que el perdidoso hace mal en cantar sus modorras y melancolías. Este pueblo tiene el atractivo que producen las cosas desdibujadas e inconcretas cuando en sus marañas se tiende a buscar una definición que lo determine y clasifique. Todo en él es paradójico, menos el buen humor que resbala de sus ojos, chispeantes y reideros, a sus labios secos que se pliegan en un gesto de algazara casi brutal.

El afecto del momento es en ellos tan predominante, que todo lo demás desaparece; no razona, ni discute, ni piensa, pero se doblega. a un influjo mayor; tan pronto uno nuevo le seduce, deja el anterior, y así trajina. de un lado a otro, feliz en su inconstancia.

Su cabeza (como dijo el otro) es un puchero de grillos.

De su corazón no hay para qué hablar; primo hermano del aragonés, atesora las mismas bellas cualidades que éste; amplio, expansivo, crédulo, infantil, de una franqueza primitiva, etrusca, que a veces sonroja y ruboriza; ama con una plétora de pasión que se confunde con el fanatismo; hay grandeza en sus sentimientos buenos o malos; grande es su cariño, pero no lo es menos en el odio.

El paraje soleado; los grandes retazos de tierra esmaltados de verdinegras vides; los frondosos bosques donde asoman las bolas doradas de los melocotoneros; los ensangrentados campos de los guindos con su barniz brillante; el mar escarlata de los pimientos con su coloración monstruosa, que abisma; los predios amarillentos del cereal granudo y macizo, han llevado al alma ardores por el cauce de sus venas explosionantes de amor y odio. ¡Libráos del de un riojano!

Temedlo, porque es sombrío, nebuloso; os seguirá adonde quiera que vayáis. No insultar su credulidad infantil, no jugar con el cariño que instintivamente depositó en vosotros; reveneradlo y reverenciadlo; pagad en la misma moneda, si no –seréis vencidos– nada hay inmune a sus brusquedades.

Temblad si alguno de esos de los brazos al aire, secos y rugosos, con la camisa recogida en el antebrazo, el pecho encanijado, negro y velludo, sus mechones cayendo por la mugrienta boina y la enorme faja cogida en innumerables vueltas, os la jura, porque tarde o temprano, el juramento será cumplido.

Ese odio concentrado, mudo, que no alienta al exterior, aunque tampoco se disfraza con carantoñas sonrientes, es quizá lo más antipático al riojano; depende de su ceguedad, de su fanatismo, de su fe en vosotros, fe pisoteada, fe que clama hasta abrir la navaja.

El riojano no es miserable, ni tasa el cariño que da, ni le vence la prodigalidad, casi despilfarro de lo suyo. Sus ansiedades se ven colmadas con poca cosa; le es suficiente el traguito de aguardiente por la mañana, el cocido al medio día, el chil a la tarde, y una cena frugal por la noche.

Con esto le basta; y si además hay uno que guitarree –raro, es que no sepa hacerlo él–, su felicidad llega al colmo; esto sin que signifique poco aprecio a los más regalones banquetes. Si tiene para ello, bueno; si no, igual. Mucho cariño, caras alegres a su vera, un trago para que el sol no le asfixie y que se pierdan colonias y que triunfe Nozaleda; a él... Espartero; mejor dicho, su paisano Sagasta.

Manuel Feliú

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