Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ XII
Cerebro y alma

«Si es cierto –dice Moleschott– que son mutuamente indispensables la combinación, la forma y la fuerza y que sus modificaciones están siempre en tan íntima relación, que el cambio de una de ellas supone al propio tiempo el cambio inmediato de las otras dos; si esta proposición es igualmente aplicable al cerebro, preciso es que las modificaciones descubiertas en la substancia cerebral ejerzan su influjo en el pensamiento. Preciso es, recíprocamente, que el pensamiento se refleje en las disposiciones materiales del cuerpo.» [108]

Que el cerebro es el órgano del pensamiento, y que ambos están en una relación tan inmediata y necesaria que el uno no puede existir, ni aun imaginarse, sin el otro, es una verdad de la cual ningún médico ni fisiólogo pueden dudar. La experiencia diaria e infinidad de hechos demuestran esta verdad. No es, pues, para los médicos para quienes escribo este capítulo, sino para la inmensa mayoría del público, que considera aún como enigma las verdades más sencillas y evidentes de las ciencias naturales. Es raro que el vulgo haya mostrado precisamente en este punto una oposición tan fuerte a los hechos; las razones por las cuales se persiste en esta oposición, no son difíciles de adivinar.

El cerebro es el asiento y el órgano del pensamiento. Su magnitud, su forma y su composición están en razón directa de la magnitud y fuerza de la inteligencia que en él reside. La anatomía comparada nos ofrece las pruebas más evidentes de esta afirmación, mostrándonos en toda la escala animal, incluyendo al hombre, que la energía de la inteligencia está en razón constante y ascendente con la constitución material y la magnitud del cerebro. Los animales que no tienen cerebro verdadero, sino sólo ganglios o rudimentos de cerebro, ocupan generalmente el último grado de la escala intelectual. Por el contrario, el hombre, el ser superior a todos por su inteligencia, tiene también absoluta y relativamente un cerebro mayor que los demás. Si el cerebro de algunos animales, que son considerados como los mayores de la creación actual excede en masa al del hombre, esta aparente anomalía sólo proviene del volumen de las partes cerebrales, que, como órgano central del sistema nervioso del cuerpo, presiden a las funciones [109] del movimiento y de la sensación, las cuales, a causa del número y del grosor de los cordones nerviosos que en él se reúnen, presentan naturalmente una masa mayor. Pero las partes del cerebro que presiden principalmente a las funciones de la inteligencia, no son comparables en ningún animal a la magnitud y forma de las del hombre. Entre los mismos animales sucede que aquellos cuyo cerebro presenta mayor desarrollo, son conocidos en todos tiempos como los más inteligentes. Por ejemplo, el elefante, el delfín, mono, perro, &c. En toda la serie de los animales encontramos el desarrollo gradual de la inteligencia siempre en razón directa con la magnitud y forma del cerebro. M. Bibra, concienzudo naturalista de nuestra época, ha hecho investigaciones acerca de los cerebros en hombres y animales, pesándoles exactamente. El resultado general de estas operaciones demuestra que el hombre se halla en el primer grado de la escala de los seres, que la disminución del cerebro de los animales aumenta según se va descendiendo esta escala, y que los animales que ocupan el último escalón, tales como los anfibios y los peces, son los que tienen menos cerebro. Esta ley del desarrollo gradual del cerebro en toda la serie animal, en línea ascendente y descendente, es demasiado clara y profunda para que se le niegue o restrinja por algunos hechos contradictorios en apariencia. Esas excepciones aparentes y aisladas son la mayor parte de las veces resultado de observaciones mal hechas, o de no interpretar ni aplicar bien estos hechos. Con frecuencia omiten en las observaciones el hecho de que, para determinar la inteligencia de un cerebro, no sólo se trata de considerar su magnitud y peso, sino también su organización, y por consiguiente, la forma, estructura y [110] conformación de sus anfractuosidades y su composición química. Valentín dice en su Curso de fisiología: «No es sólo la cantidad, sino también la calidad de los tubos nerviosos, y en tal concepto la intensidad de las fuerzas y la actividad recíproca de cada elemento, lo que dice respeto a la excelencia de las facultades intelectuales.» Puede suceder que la anomalía aparente de una parte esté compensada por el desarrollo de otra parte. Pero sobre esta última suposición, tenemos por desgracia muy pocos datos establecidos por la ciencia. Sin embargo, el citado Bibra ha hecho un análisis comparado de la composición química de los cerebros de diferentes animales. Resulta de estas investigaciones, que los cerebros de los animales de orden superior tienen generalmente más grasa, y por consiguiente también más fósforo (la cual se encuentra en combinación con la grasa del cerebro) que los cerebros de los animales de orden inferior (1). El cerebro del feto y del recién nacido tiene considerablemente menos grasa que el del hombre adulto; pero el del cerebro del niño encierra gran cantidad de agua. El cerebro del recién nacido tiene ya más grasa que el del feto, y la grasa parece, según Bibra, aumentar con los años rápidamente en cantidad. El peso de la grasa del cerebro de los animales a quienes se priva de alimento, en nada disminuye, prueba evidente de que las funciones cerebrales exigen cierta cantidad de grasa. Algunos pequeñísimos cerebros de animales (por ejemplo, los del caballo y el buey) contienen, [111] en razón a su pequeño volumen, una gran cantidad de grasa. De modo que, según Bibra, la cantidad parece compensar por la calidad, relación indicada y determinada además por otros hechos. Scholssberger ha descubierto que el cerebro de un niño recién nacido contenía mucha más agua y menos grasa que el de los adultos. Sin embargo, para apreciar el grado de inteligencia del cerebro, necesitamos, además de las relaciones químicas, considerar sobre todo las proporciones de su forma. Hace mucho tiempo que algunos sabios han fijado la atención de las anfractuosidades de la superficie cerebral y han tratado en varias ocasiones de establecer una relación entre ellas y la actividad del cerebro o del alma. Esta relación está demostrada recientemente con toda evidencia por las investigaciones del profesor Huschke, quien ha descubierto que una especie animal es superior o más inteligente que otra cuando las anfractuosidades del cerebro presentan más sinuosidades, más profundidad en los surcos, más depresiones y ramificaciones irregulares y poco simétricas. Según el proceso verbal de disección del Dr. J. Wagner, el cerebro del gran Beethoven presentaba anfractuosidades doblemente profundas y numerosas que las de un cerebro ordinario.

{(1) Resulta de las últimas investigaciones de Borsarelli que el contenido medio de fósforo en el cerebro es mucho mayor que se creía hasta ahora, y que entre todos los órganos del cuerpo el cerebro es el que más contiene. Hay, por ejemplo, doble del que se halla en la substancia muscular.}

La misma ley que nos indica el desarrollo del cerebro en la escala animal, aparece en la historia del desarrollo del hombre. Con el desenvolvimiento sucesivo y material del cerebro crece la inteligencia del hombre, disminuyendo con la edad a causa de la deformación sucesiva de este órgano. Según las exactas investigaciones del inglés Peacock, el peso del cerebro humano va aumentando continua y rápidamente hasta la edad de los veinticinco años; permanece con este peso normal hasta [112] los cincuenta, y desde entonces va en descenso sin interrupción. Según Sims, el cerebro que aumenta en masa hasta la edad de treinta o cuarenta años, no llega al máximum de su volumen hasta la edad de cuarenta o cincuenta. El cerebro de los ancianos llega a ser atrofo, es decir, más pequeño. Se contrae, formándose cavidades entre las anfractuosidades que estaban antes yuxtapuestas. Al propio tiempo adquiere la substancia más tenacidad, un color más obscuro; la sangre se hace menos abundante y las sinuosidades más estrechas. La constitución química del cerebro del anciano se aproxima, según Schlossberg, a la del niño de corta edad. Todo el mundo sabe que con los años disminuye la inteligencia y que los viejos se convierten en niños.

¡El gran Newton, a cuyo genio deben las ciencias naturales los mayores y más importantes descubrimientos, se ocupaba en su vejez del profeta Daniel y del apocalipsis de San Juan (1). El alma del niño se desarrolla insensiblemente a medida que se perfecciona la organización material de su cerebro. La substancia cerebral del niño es más fluida, más semejante a la papilla, contiene más agua y menos grasas que la de los adultos. Las diferencias que existen entre la substancia gris o blanca, y las particularidades microscópicas del cerebro, sólo aparecen insensiblemente; las estrías o surcos, muy visibles en el cerebro del adulto, no se presentan en el [113] cerebro del niño. Mientras más visibles llegan a ser esos surcos, más se aumenta la actividad intelectual. La substancia gris de la superficie cerebral del niño se presenta todavía poco desarrollada, las anfractuosidades poco elevadas y raras y la sangre poco abundante. «El desarrollo histonómico –dice Valentín– de muchos puntos del sistema nervioso central es aún más imperfecto en el niño recién nacido y en el que mama todavía.» «Con el desarrollo sucesivo de los hemisferios –dice Vogt– aparecen insensiblemente las diversas facultades intelectuales.» La inferioridad intelectual de las mujeres con respecto a los hombres, es un hecho averiguado. Peacock halló que el peso medio del cerebro del hombre era algo mayor que el de la mujer. Según él, el peso medio del cerebro del hombre es de 50 onzas, y de 44 el de la mujer.

{(1) «El pensador más grande de su siglo –dice Tuttle– puede perder toda su inteligencia en una hora, si cae enfermo. Vuelve a la infancia cuando llega a la vejez, y es tan torpe y tan inocente como cuando era niño. Con la decadencia del cuerpo se debilita la razón, y con el último aliento parece extinguirse también, semejante a una lámpara que, por falta de aceite, esparce los últimos fulgores.»}

Las investigaciones de Geist, médico del hospital de Nuremberg, citadas por Bibra, conducen al mismo resultado. Geist halló al propio tiempo que el cerebro se empequeñecía considerablemente con la edad. El doctor Hoffman, que ha pesado de 60 a 70 cerebros, dice que sus observaciones han dado por resultado que el cerebro de las mujeres era, por término medio, dos onzas más ligero que el de los hombres. Laurent ha medido la cabeza a dos mil personas, y el resultado medio ha sido que el diámetro de la circunferencia, así como el de otros sitios de la misma, era siempre menor en las mujeres que en los hombres. Comparando, bajo el punto de vista intelectual, los cerebros humanos entre sí en su estado de salud o enfermedad, obtendremos el mismo resultado. El peso normal de un cerebro humano es próximamente de tres libras a tres y media, pero el del naturalista Cuvier pesó más de cuatro libras. Tiedemann, que pesó los [114] cerebros de tres idiotas adultos (el idiotismo es la debilidad natural de la inteligencia), halló que el peso variaba entre una y dos libras. Laurent ha medido cabezas de idiotas, hallando que el diámetro medio, tanto en los hombres como en las mujeres, era muy inferior al de las cabezas normales. Los hombres cuya cabeza no tiene 16 pulgadas de circunferencia, son idiotas. «La pequeñez anormal del cerebro –dice Valentín– es siempre un signo de imbecilidad.» El célebre poeta Lenau, cuyo juicio se trastornó, murió demente. Su cerebro, atrofiado por la enfermedad, sólo pesó dos libras y ocho onzas. Según Parcahppe, la disminución sucesiva de la inteligencia en el estado de locura se halla en razón directa a la del cerebro. Habiendo tomado el término medio de 782 casos, prueba con números que la disminución del peso del cerebro está en razón del grado de demencia. Hauner, médico del hospital de niños de Munich, tomando por base sus experimentos, dice: «Dedicado durante muchos años al examen minucioso del cráneo de los niños, he adquirido la convicción de que la pequeñez anormal de la bóveda del cráneo, si no da siempre por resultado el cretinismo y el idiotismo con las enfermedades que les son anexas, conduce infaliblemente a debilitar las facultades intelectuales, si es que no llega pronto a originar una enfermedad mortal, mientras que el grandor anormal del cráneo ofrece muy rara vez, o casi nunca, la alteración de las funciones intelectuales.» Las vivisecciones y experimentos de Flourens, tan importantes para el progreso de la fisiología, son tan concluyentes que no admiten réplica alguna. Flourens ha hecho experimentos en animales cuya disposición corporal les permitía soportar heridas graves en el cráneo y en el cerebro. Fue quitando sucesivamente, y por [115] capas, las partes superiores del cerebro, y no exagera al decir que las facultades intelectuales disminuyeron poco a poco y por capas, desapareciendo enteramente al fin. Algunas gallinas, en las que Flourens operó de este modo, cayeron en una debilidad intelectual de tal género, que cesaron completamente las funciones cerebrales y la facultad de percibir las impresiones de los sentidos, y sin embargo, continuó su vida. Estos animales permanecían inmóviles en el lugar en que se les ponía, cual si estuvieran sumergidos en un profundo sueño; no experimentaron sensación alguna exterior, y fueron artificialmente alimentados. En una palabra, llevaron, por decirlo así, una vida vegetativa. Conserváronse de este modo meses y aun años, creciendo en cuerpo y aumentando en peso. «Si se quitan por capas los dos hemisferios cerebrales de un mamífero –dice Valentín–, la actividad intelectual disminuye en razón al volumen de la masa suprimida. Cuando se llega a los ventrículos, el animal pierde todo conocimiento.» ¿Puede exigirse una prueba más patente para demostrar la absoluta conexión del alma y del cerebro, que la que nos ofrece el escalpelo anatómico, quitando el alma pedazo a pedazo? Encuéntrase en casi todos los valles húmedos y profundos de las grandes cordilleras, la de los Alpes por ejemplo, una infeliz raza humana, o mejor dicho, semihumana, cuya existencia semeja más bien la de los brutos que la de los hombres. Son seres repugnantes, sucios y disformes, cuya cabeza es pequeña o excesivamente grande. Están provistos de mandíbulas y de dientes muy fuertes; tienen el cráneo muy mal formado, angular, semejante al de los monos, la frente estrecha y deprimida, el vientre hinchado, las piernas delgadas y el cuerpo postrado. Tienen poca sensibilidad [116] y rara vez son capaces de proferir sonidos articulados. Sólo experimentan hambre y el instinto sexual, ya que los únicos órganos que tienen desarrollados son los digestivos y los sexuales. ¿Quién no ha visto al viajar por las montañas a los idiotas, acurrucados en las orillas de los caminos o delante de las chozas, fijando sus miradas estúpidas e insensibles sobre un objeto cualquiera? El origen de esta repugnante anomalía del género humano proviene casi siempre de una deformación natural del cerebro. Una comisión nombrada por el gobierno sardo presentó un informe exacto y detallado acerca de los idiotas, del que resulta que esta anomalía proviene de un vicio de conformación del cráneo, o del desarrollo defectuoso del cerebro. «En los idiotas –dice Foerster en su Curso de anatomía patológica– el cerebro es siempre en los grandes hemisferios inferior al estado normal. El cráneo presenta una conformación anormal, tomando diversas formas caracterizadas generalmente por la pequeñez, la falta de simetría y la deformidad de la bóveda.» El doctor Knolz ha observado que los idiotas eran toda su vida niños, conduciéndose habitualmente como tales. «Estudiando detalladamente los rasgos característicos del desarrollo de los idiotas –dice Baillarger– he hallado que las formas generales de sus cuerpos y de sus miembros seguían siendo las mismas que cuando muy niños, y que lo propio sucedía respecto de sus deseos e instintos, que son y siguen siendo los de su infancia.» Vrolik, de Amsterdam, da cuenta del resultado de la disección de un niño idiota de nueve años, muerto en Abendberg. Tan débil era el desarrollo intelectual de este muchacho, que sólo sabía algunas palabras. Su cráneo era pequeño y oblicuo, la frente estrecha y el occipio aplanado. Además, [117] las anfractuosidades del cerebro eran pocas e imperfectas, de escasa profundidad los surcos, falta de simetría en el cerebro, desarrollado cruzado e imperfecto de éste y del cerebelo, y la dilatación de los ventrículos laterales por serosidades.

Las diferencias corporales e intelectuales de las razas humanas entre sí, son generalmente conocidas, por lo cual hablaremos poco de ellas. ¿Quién no ha visto al natural o dibujado el cráneo de un negro, sin compararlo inmediatamente al cráneo más voluminoso de la raza caucásica? ¡Qué diferencia entre esta noble forma y aquel cráneo con la frente deprimida y estrecha, y la cabeza pequeña y semejante a la del mono! ¿Quién ignora la inferioridad intelectual de la raza etiópica y su estado infantil en comparación con la raza blanca? ¡Inferioridad que durará siempre! El cerebro del negro es mucho más pequeño que el del europeo, y, sobre todo, más semejante al de los animales. Sus anfractuosidades son menores en número. Un escritor muy distinguido muy distinguido describe admirablemente a los negros bajo el punto de vista del carácter y de las facultades intelectuales, y los compara a los niños. El conde Goertz, en su Viaje alrededor del mundo, dice de los negros de Cuba: «Son de un carácter muy vil y carecen de sentimiento moral; un instinto brutal o un cálculo astuto es el móvil de todas sus acciones. Miran como debilidad la generosidad y la indulgencia de los blancos; sólo les impone la fuerza, pero excita en ellos un odio que acabaría por ser mortal si no conocieran que son más débiles. El látigo es el único castigo para ellos eficaz. Gustan de fomentar la discordia. Su inclinación es al robo y a la venganza: privados de todo sentimiento religioso, se entregan a la más grosera superstición: tienen el cuerpo bien desarrollado y [118] vigoroso, el cráneo de un espesor extraordinario, los dientes blanquísimos, las piernas delgadas; digieren como las bestias feroces», &c. «He tratado muchas veces –dice Burmeister– de penetrar en el alma del negro, y siempre fue trabajo perdido, pues en último resultado viene a deducir que el negro tiene poca inteligencia, y que todos sus pensamientos y acciones llevan el sello del último grado de la cultura humana.» Lo propio sucede con las demás razas inferiores a la caucásica. Los indígenas de Nueva Holanda, que están casi privados de las partes superiores del cerebro, carecen completamente de aptitud intelectual, de sentimientos artísticos y de facultades morales. Lo mismo puede decirse de los caribes. Todos los ensayos de los ingleses para civilizar a los habitantes de Nueva Holanda no han tenido éxito. Los indios de América, que tienen el cráneo pequeño y singularmente formado, son salvajes y feroces; han opuesto una gran resistencia a la civilización. Los progresos de los europeos sólo sirven para exterminarlos.

De este resumen de los hechos que nos ofrece la anatomía, pasemos a los que presenta la fisiología, para demostrar la relación necesaria e íntima del cerebro con el alma. Por el sistema nervioso que se ramifica desde el cerebro, y que preside en cierto modo a todas las funciones orgánicas, el cerebro domina completamente a la organización, y hace que se reflejen en los diferentes puntos de esta última las impresiones materiales o espirituales que recibe de fuera. Así es como los efectos de los movimientos del alma llegan a nuestro conocimiento. Palidecemos de miedo y nos sonrojamos de cólera o de vergüenza. La alegría hace que brillen nuestros ojos, y una emoción de este género nos produce pulsaciones fuertes. El miedo causa [119] súbitos desvanecimientos y la cólera derrames de bilis. El solo pensamiento de un objeto repugnante, puede instantáneamente producir vómitos; la vista de un manjar apetecible acelera la secreción de la boca, aumentando su cantidad. Las emociones fuertes pueden alterar en poco tiempo la leche de una madre, hasta el punto de causar grave daño al niño que cría. Un interesante experimento nos enseña que el trabajo del espíritu no sólo contribuye a estimular el apetito, sino que aumenta también, según las observaciones de Davy, el calor animal. Los hombres de temperamento sanguíneo viven menos tiempo y más deprisa que otros, porque su sistema nervioso, más excitado por el espíritu, acelera la metamorfosis de las substancias y consume en menos tiempo la vida. Lo contrario sucede a los flemáticos. Los que tienen el cuello corto son vivos, apasionados; los que lo tienen largo son más tranquilos, porque los accesos de sangre que van al cerebro tienen que recorrer mayor distancia desde el corazón, foco y causa de la circulación. Parry consiguió extinguir los accesos de locura, comprimiendo la vena yugular, y, según las experiencias de Fleming, el mismo tratamiento aplicado a individuos que gozan de buena salud, les hizo dormir y tener sueños febriles. La diferencia de carácter a causa de la longitud del cuello es aún más notable en los animales que en los hombres, y por esta circunstancia se aprecian los caballos y los perros. Una gran sabiduría y fuerza de espíritu ejercen un poderoso influjo en las fuerzas y la conservación del cuerpo. Alibert refiere que las observaciones constantes de los médicos han comprobado que el número de ancianos es incomparablemente mayor entre los sabios. Recíprocamente, las diversas disposiciones del cuerpo obran reflejándose inmediatamente [120] en el alma. ¿Qué poderoso influjo no ejerce la secreción de la bilis en las disposiciones del espíritu? La depravación de los ovarios produce la satiriasis y la ninfomanía. Las enfermedades de los órganos genitales impelen algunas veces irresistiblemente al homicidio y otros crímenes. ¡Cuántas veces se ven estrechamente unidos el libertinaje y la devoción!...

Por último, la patología presenta una infinidad de hechos evidentes, enseñándonos que si las partes del cerebro que presiden a las funciones intelectuales se ven atacadas de una grave enfermedad, no dejan de causar perturbaciones análogas en el espíritu. No obstante, cuando hay casos excepcionales, es preciso atribuir la causa a uno de los dos hemisferios que, por hallarse preservado del mal, ha suplido las funciones del hemisferio enfermo. Consideramos como mentira la afirmación de que algunos hombres no han experimentado ataques mentales, a pesar de la perturbación de los dos hemisferios del cerebro. Las inflamaciones cerebrales producen: el delirio y el frenesí, un derrame del cerebro, el aturdimiento y la privación completa de los sentidos, una presión continua en el cerebro, la debilidad de espíritu y la imbecilidad, &c. ¿Quién no ha presenciado el triste espectáculo de un niño hidrocéfalo? Los dementes sufren siempre del cerebro, bien porque tengan enfermo este órgano, bien por la creación que sobre él ejerzan otros órganos enfermos. La mayor parte de los médicos y de los psicólogos médicos están hoy de acuerdo en que todas las enfermedades mentales reconocen por causa una perturbación corporal, principalmente en el cerebro, o que a él se refieren por más que no se haya podido aún comprobar este aserto en todos los casos, a consecuencia de la imperfección [121] de nuestro diagnósticos. Aun aquellos que no participan enteramente de esta opinión, confiesan que no puede haber enfermedad mental sin una profunda alteración de las funciones cerebrales. Pero semejantes perturbaciones no pueden producirse sin cambios materiales, ya sean permanentes, ya pasajeros, ya imperceptibles. Romain Fischer ha dado los resultados de 318 disecciones de cadáveres de dementes en el hospital de locos de Praga. De éstos sólo 32 cadáveres no representaban alteraciones patológicas en el cerebro o sus membranas, y cinco no ofrecían modificación alguna patológica. Ningún médico que se halle a la altura de la ciencia actual dudará que estos cinco cadáveres sufrieron también alteraciones materiales y patológicas, aunque no visibles. El médico Follet ha hecho la disección de 100 cadáveres de dementes, y deduce de estas afirmaciones que la masa cerebral de un individuo que goce de algunas facultades intelectuales debe ser de cierto espesor, y que mientras más disminuye aquella en densidad y se dilatan los folículos, tanto más se debilitan la memoria y las facultades intelectuales. Según este médico, las enfermedades mentales son consecuencia de una perturbación del equilibrio de la enervación de ambos hemisferios cerebrales. «Todas las perturbaciones intelectuales –dice el doctor Wachsmutg– proviene de las enfermedades que tienen su asiento en el cerebro, órgano de la inteligencia, y cuyas causas conocemos por los experimentos patológicos de la vida corporal.» Las lesiones en el cerebro producen muchas veces sorprendentes efectos en el espíritu. Refiérese, con testimonios fidedignos, que en el hospital de Santo Tomás de Londres un hombre gravemente herido en la cabeza habló después de su curación en una lengua extranjera. Esta lengua era la [122] de su país natal de Gales, que en otro tiempo había hablado, pero que tenía olvidada durante su permanencia de 30 años en Londres. Se ha comprobado que los dementes recobran algunas veces la conciencia, y en parte la razón, poco tiempo antes de su muerte. Alégase frecuentemente este hecho para hacerle valer en pro de una opinión opuesta a la que sustentamos. Pero antes al contrario, este extraordinario fenómeno, lejos de invalidar nuestros argumentos, puede invocarse en su favor, pues demuestra que la proximidad de la muerte, producida por una larga enfermedad y una debilidad, libra al cerebro de las influencias incómodas y morbosas del cuerpo.

Los hechos que la patología ofrece en apoyo de nuestra opinión son tan numerosos, que se podrían llenar muchos libros con ellos. Así es que todos los grandes pensadores han reconocido su importancia, siendo tan evidente que podemos convencernos de ellos por una observación diaria. «Si la sangre –dice Federico el Grande en una de sus cartas a Voltaire en 1755– circula con demasiada precipitación, como en la embriaguez y en las fiebres agudas, turba el espíritu y trastorna las ideas. Si se obstruyen, aunque ligeramente, los nervios del cerebro, producen éstos la locura. Si una gota de agua se derrama en el cráneo, resulta la pérdida de la memoria. Si una gota de sangre se desborda de los vasos, ejerce una presión sobre el cerebro y los nervios de la inteligencia, y es causa de las apoplejías, &c.

Una ley rigurosa e incontestable nos enseña: que el cerebro y el alma se completan necesariamente, de manera que el volumen del primero, así como su forma y substancia material, están en una relación determinada y proporcional a la intensidad [123] de las funciones intelectuales; que el espíritu obra a su vez esencialmente sobre el desarrollo y formación sucesiva del órgano que le sirve, y que este órgano crece en fuerza y en masa por medio de la actividad intelectual, del mismo modo que un músculo crece y se fortifica con el uso y el ejercicio. Albers, de Bonn, refiere que habiendo disecado los cerebros de algunas personas dedicadas durante muchos años a un gran trabajo intelectual, ha encontrado que la substancia de todos esos cerebros era muy consistente, y la substancia gris, como las anfractuosidades, muy desarrolladas. Es interesante comparar los antiguos cráneos encontrados en las excavaciones y las estatuas de la antigüedad, con las cabezas de las generaciones actuales. De esto resulta que la forma del cráneo de los europeos ha aumentado en volumen desde los tiempos históricos. El abate Frère, de París, ha hecho interesantes estudios en este punto, que prueban que cuanto más antiguo y primitivo es un tipo humano, más desarrollado se presenta su cráneo en la región occipital y aplanado en la frontal. Los progresos de la civilización parecen haber tenido por resultado elevar la parte anterior del cráneo y deprimir la occipital. La rica colección del abate Frére muestra las diferentes fases de este desarrollo {(1) La colección se ha trasladado al Museo Antropológico de París.}. En presencia de tales hechos, no se considerará ya imposible que en el género humano se haya desarrollado gradualmente en un espacio de tiempo de 80 a 100.000 años, y aún más allá, desde su estado primitivo grosero y semejante al de los brutos, a su perfección actual. La comparación de la forma del cráneo de las clases altas y bajas de [124] la actual sociedad ofrece un resultado semejante. Los sombrereros saben que la clase ilustrada necesita sombreros mayores que la clase ignorante. Asimismo vemos diariamente que la frente y sus partes laterales están menos desarrolladas en las clases inferiores que en las elevadas. Para refutar la afirmación de que la intensidad intelectual guarda proporción con la substancia material del cerebro, óyese decir que hay personas inteligentes que tienen la cabeza relativamente pequeña, y personas estúpidas cuya cabeza es en proporción muy grande. El hecho no es dudoso, pero la interpretación es falsa. Hemos demostrado, al comenzar este capítulo, que no se trata sólo de la magnitud del cerebro al apreciar la intensidad intelectual, sino también de su forma y composición, de modo que la falta de una circunstancia queda compensada por el exceso de la otra, y recíprocamente. Más importantes aún son las modificaciones que sufre el hombre por la influencia de la educación y de la cultura. Un hombre dotado de las mejores disposiciones puede parecer estúpido; mientras que otro de una organización cerebral débil e inferior puede reparar u ocultar la falta originaria por medio del estudio, la aplicación o la cultura. Sin embargo, un observador atento y ejercitado no dejará de encontrar siempre la justa proporción de estas relaciones originarias.

Toda la antropología, toda la ciencia del hombre, no son más que una prueba continua de la necesaria relación entre el cerebro y el alma, y toda la palabrería de los filósofos psicólogos, para probar la independencia que dicen tener el espíritu humano respecto de su organización material, no tiene valor alguno en presencia de los hechos. No hallaremos, pues, exageradas las siguientes palabras [125] de Friedreich, autor distinguido por sus escritos psicológicos: «La fuerza no se concibe sin una base material. Si la fuerza vital humana ha de manifestar su actividad, sólo puede hacerlo por la base material, que son los órganos. Mientras más variados son estos órganos, más distintas y variadas serán las manifestaciones de la actividad de la fuerza vital, según la diversidad de construcción de la base material. Por consiguiente, las funciones intelectuales son especiales manifestaciones de la fuerza vital, determinada ésta por la construcción específica de la substancia del cerebro. La misma fuerza que digiere por el estómago, pasa por el cerebro», &c.

Se ha aducido en contra de la relación del cerebro y del alma la simplicidad material del órgano de la inteligencia, teniendo en cuenta su forma y composición. El cerebro, dicen, forma, en su mayor parte, una masa igual y blanda que nada ofrece de notable en la complicación de su estructura o de su forma, ni en las propiedades de su composición. ¿Cómo ha de ser posible que esa materia uniforme y simple sea la causa única de un mecanismo intelectual tan sutil y complicado como nos lo presenta el alma animal y humana? Es evidente, añaden que esa íntima relación entre el cerebro y el alma es muy imperfecta, casi accidental, y las fuerzas infinitamente complicadas sólo pueden nacer de substancias igualmente complicadas. Así, pues, el alma existe por sí misma, independientemente de las substancias, y sólo accidentalmente y por poco tiempo está unida al conjunto material que llamamos cerebro. Esta objeción, muy lógica en apariencia, deriva de falsas premisas. En efecto, la teoría que considera al alma como producto de la actividad material, tiene que admitir forzosamente [126] que el efecto debe corresponder a su causa, y que los efectos complicados deben también suponer, en cierto modo, combinaciones de materias complicadas. Ahora bien; no conocemos en todo el mundo orgánico ningún organismo que tenga formas tan delicadas y maravillosas, de estructura más fina y característica, ni tampoco, al parecer, de composición química más notable, que el cerebro. Sólo la ignorancia, o un conocimiento superficial, es lo que nos ha llevado a no apreciar estos hechos como merecen. «Para el observador superficial –dice H. Tuttle– sólo presenta una masa blanda y homogénea; pero un examen más profundo nos enseña que la estructura de su organización es delicadísima y de la más acabada perfección.»

Desgraciadamente, los conocimientos exactos que poseemos sobre este punto son aún muy defectuosos e incompletos. Sin embargo, sabemos, por de pronto, que el cerebro no es una masa uniforme, sino que está compuesto, en gran parte, de filamentos o pequeños cilindros huecos llamados filamentos elementales, en extremos delicados, construidos singularmente y provistos de una materia oleaginosa que con facilidad se coagula. Estos filamentos, milésima parte cada uno de una línea, se entrelazan y se cruzan del modo más singular. Aun no se ha podido examinar detalladamente las ramificaciones de estos filamentos, a causa de la gran dificultad que presenta la masa cerebral al examen macroscópico y microscópico. Sólo se ha hecho hasta ahora respecto a las partes menores, y en eso consiste que la anatomía de las partes más blandas del cerebro sea aún, por desgracia, un punto desconocido. La anatomía de la porción más tosca del cerebro ofrece en sus partes más profundas [127] una multitud de formas exteriores maravillosamente entrelazadas, cuyo valor fisiológico sigue siendo enigmático (1). La superficie del cerebro presenta una serie de profundas anfractuosidades, en las que se encuentran las dos substancias principales, gris y blanca, con un gran número de anastómosis, y cuya calidad y formación más particulares se encuentran igualmente, según hemos visto por el examen de la anatomía comparada, en relación con las funciones intelectuales. El segundo elemento histonómico de la masa cerebral, son los glóbulos ganglionares. Se les encuentra especialmente en la substancia gris del cerebro y la médula espinal. Presentan también particularidades y variedades de construcción. Están en parte rodeados de filamentos primitivos, y en parte comunican por una especie de puentes con estos últimos, que a su vez parecen surgir de ellos. No existe, pues, órgano alguno animal que pueda igualar al cerebro en delicadeza y variedad de formas. Los órganos de los sentidos podrían, a lo más, considerarse como excepciones, pero realmente éstos no son más que ramificaciones o derivaciones del sistema nervioso central del cerebro. Por último, el cerebro es de todos los órganos el que recibe, según sabemos por experiencia, más sangre del corazón, y en el que se opera la metamorfosis de la substancia con la mayor rapidez. Así es que para responder a esta necesidad son muy singulares y complicadas las disposiciones anatómicas de los vasos sanguíneos [128] del cerebro. Los químicos, en fin, nos aseguran que la composición del cerebro no es tan sencilla como hasta ahora se ha creído, sino que encierra cuerpos constituidos de una manera muy rara, cuya naturaleza no ha podido darnos a conocer todavía la ciencia, y que no se encuentran en ningún otro tejido orgánico, tales como la cerebrina y la lecitina. Dícese, además, que la constitución química de los nervios, y sobre todo la de la masa cerebral, no es idéntica en todas sus partes, como acontece respecto a los demás tejidos orgánicos, sino que, por el contrario, es en diversos puntos esencialmente distinta, y que es preciso deducir de esto, que el cerebro es una mezcla de varios o de muchos órganos de una composición química diversa. Ya indicamos al principio de este capítulo el papel esencial que parecen desempeñar las materias grasas del cerebro. No es menor la importancia del fósforo en la constitución del cerebro, y el clamoreo que se ha levantado a propósito del conocido axioma de Molechott: «¡Sin fósforo no puede haber pensamientos!» sólo prueba la ignorancia científica de sus adversarios. Resulta de todos estos hechos, que la substancia material del cerebro, por poco conocida que nos sea, presenta en su composición anatómica y química un carácter tal, que las objeciones al aserto de la relación del cerebro con el alma no tienen valor alguno.

{(1) «En el cerebro encontramos montañas y valles, puentes y acueductos, vigas y bóvedas, tenazas y escardillos, garras y árboles, haces o gavillas, arpas y tenedores tónicos, &c. Nadie ha podido hasta ahora averiguar la significación de estas singulares formas.» (Hunschke en su célebre obra: Cráneo, cerebro y alma del hombre.)

Existe todavía otra consideración que pudiera confirmar nuestras opiniones, aun cuando la aparente sencillez de las substancias del cerebro estuviesen en contradicción con sus efectos. La Naturaleza sabe producir, con los más insignificantes y aun idénticos medios, efectos muy variados, según como dispone las partes más sutiles de las substancias. Los cuerpos llamados isomeros presentan siempre [129] la misma composición química. Afectan frecuentemente formas que pertenecen al mismo sistema cristalino, y sin embargo, poseen propiedades distintas y relaciones diferentes en la combinación con otros cuerpos. Entre los alcaloides (substancias vegetales cristalizables de una acción venenosa en extremo enérgica) hay algunos que presentan una composición química perfectamente igual, pero producen sobre el organismo animal efectos tan distintos, que algunos son considerados como contravenenos. Minuciosas investigaciones sobre la propiedad que los cuerpos isomorfos tienen de refractar la luz, han mostrado que los átomos de estos cuerpos deben estar colocados del modo más diverso, y que la diferencia de las capas en las substancias más sutiles produce su diferencia de propiedades. Si causas tan ligeras en apariencia pueden producir tan distintos efectos, ¿por qué no ha de admitirse una relación semejante entre el cerebro y el alma? Sabido es que la anatomía no puede establecer diferencias entre los glóbulos ganglionares de la substancia cortical del cerebro que figuran en los procedimientos psicológicos, y aquellos que se encuentran en los ganglios del bajo vientre. Sin embargo, es preciso y posible que aquéllos produzcan efectos muy diferentes a los de estos últimos. «Los fenómenos de polarización de la luz y del calor –dice Valentín–, las relaciones magnéticas y diamagnéticas, prueban que las masas más homogéneas en apariencia, presentan interiormente diferencias esenciales en el agrupamiento de los átomos. La Naturaleza trabaja en todo con infinitas fuerzas infinitamente pequeñas», &c. Los contagios (materias contagiosas de ciertas enfermedades) reconocen por causa, indudablemente, en condiciones materiales [130] completamente determinadas, substancias orgánicas que les sirven para propagarse. Y, sin embargo, ni la química ni el microscopio han podido hasta ahora dar cuenta de esas condiciones y distinguir, por ejemplo, un pus infectado del contagio específico, de una producción ordinaria de este género.

Reflexiónese al mismo tiempo en el hecho notable de la transmisión de las cualidades intelectuales y corporales; de las disposiciones enfermizas o de carácter de padres e hijos; transmisiones que se hacen notar en circunstancias en que no puede alegarse el influjo de la educación, de la vida común, &c. La substancia material que sale del padre para engendrar el germen del hijo (substancia que presenta siempre la misma forma e igual composición a nuestros aparatos diagnósticos) es infinitamente pequeña. Sin embargo, el hijo se parece a su padre, y muestra las cualidades corporales e intelectuales de este último. Las relaciones moleculares de la substancia infinitamente pequeña que contiene esas futuras disposiciones intelectuales y corporales (1) deben ser infinitamente sutiles, y hasta ahora inaccesibles a nuestros sentidos. [131]

{(1) Mientras que se ignoró la existencia de los animalillos espermáticos (seres microscópicos en forma de cola y movibles, que forman el elemento esencial del esperma animal y que se introducen inmediatamente en el huevecillo que del ovario proviene, constituyendo la fecundación y ulterior desarrollo del huevo), se podía admitir el hecho notable de la transmisión de las disposiciones intelectuales en pro de una hipótesis de un alma inmaterial o de una substancia intelectual. Bajo el punto de vista actual de la ciencia, no es ya posible esta pretensión. El animalillo espermático se introducen en el huevecillo, y llega a ser en tal concepto la base material, determinada, de las disposiciones intelectuales transmitidas por él. Este hecho refuta, mediante sólidas razones, la admisión de que lo espiritual pudiera también transmitirse de otro modo que por la vía material.}

Debemos, por último, no olvidar en nuestra réplica a la precedente objeción que, cualesquiera que sean los conocimientos que tengamos de las relaciones más útiles de los cuerpos orgánicos por medio del microscopio y de la química, sólo conocemos los contornos menos delicados. Respecto a las relaciones interiores de las substancias infinitamente pequeñas y finas no tenemos de ellas ni siquiera presentimientos, y mucho menos ideas; ignoramos, pues, completamente los efectos que pueden producir. El médico puede convencerse de la dificultad de este examen, tratando de profundizar el carácter de ciertas enfermedades. Nadie está en el caso de distinguir la sangre infectada con cierta substancia morbífica, de la sangre pura, y sin embargo, ningún médico racional duda de que ciertas alteraciones materiales sean causa de esta enfermedad, cuyos efectos son capaces de destruir todo el organismo. La ignorancia de estas relaciones nos autoriza muy poco a suponer la existencia de fuerzas desconocidas, dinámicas, no inherentes a la materia, y a la sencillez aparente de la substancia cerebral tampoco puede servir de reparo a la relación que acabamos de establecer entre el cerebro y el alma. Por eso se ha juzgado imposible que la facultad intelectual llamada memoria dependiera o fuera producto de la combinación de las substancias cerebrales, en atención a que, según se afirmaba, era aquella una cosa que permanecía, que duraba toda la vida, una cosa infinitamente complicada, mientras que éstas cambian y se metamorfosean de continuo. Pero precisamente en este punto, por inexplicable que ello sea en sí mismo, muestran los hechos que la memoria es producto de combinaciones materiales. Véase si no cómo ninguna otra facultad intelectual sufre con tanta [132] intensidad como la memoria los efectos de los ataques materiales del cerebro. Sabido es que casi todos los sufrimientos, casi todos los dolores que se sienten después de la curación de enfermedades producidas por graves lesiones traumáticas o enfermedades internas de cerebro, atacan principalmente a la memoria, debilitándola o causándole otros daños. Se ha observado en ciertas personas a quienes se ha hecho la operación del trépano que, con la pérdida de algunas partes del cerebro, se han borrado de su memoria determinados años o épocas de su vida. Se ha comprobado además que la memoria de las cosas concretas se debilita en razón a la distancia del tiempo en que se metamorfosean las substancias cerebrales. La vejez, como todos sabemos, hace que se pierda casi enteramente la memoria. Es indudable que las substancias cerebrales cambian; pero la manera de estar compuestas debe ser permanente y determinar el modo de ser de la conciencia individual. Es verdad que los procedimientos interiores de esta relación son inexplicables e inconcebibles, pero no pueden, sin embargo, desmentir los hechos. ¿Quién puede explicarnos las enfermedades que se transmiten del abuelo al nieto, sin atacar al padre? ¿No es más extraordinario este fenómeno que el de la relación del cerebro con la memoria? Y no obstante, ningún médico ilustrado duda hoy de que este fenómeno sea resultado de condiciones materiales, cuyas leyes son completamente desconocidas, y quizás seguirán siendo siempre un misterio.

En presencia de tales hechos, no tenemos razón alguna para desconfiar de la materia negándole la posibilidad de efectos prodigiosos, aun cuando su forma o su composición no es en apariencia muy complicada. Juzgando desde este punto de vista, y [133] fundándonos en los hechos que acabamos de enumerar, no nos será difícil convencernos de la posibilidad, tantas veces controvertida, de que el alma sea producto de una composición específica de la materia. La razón de que no admiramos sus efectos, consiste en no poder ver el conjunto de los resortes que los producen. ¿No nos produce a veces una locomotora, en su ruidosa carrera, el efecto de un ser vivo dotado de razón y de reflexión? ¿No nos hablan los poetas de un corcel de vapor o de fuego? ¿No nos hace involuntariamente sentir la vida de la máquina esa combinación singular de materias y fuerzas? Un reloj, obra mecánica de la mano del hombre, tiene, según se dice, voluntad propia, y al andar o pararse nos parece que obra a su capricho. ¡Y cuán tosca y sencilla es la combinación de las materias y las fuerzas en las máquinas, comparada con la composición mecánica y química del organismo animal!

Hemos demostrado, por medio de hechos, que el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo, son inseparables, y que ambos se encuentran en una relación necesaria. Esta ley es absoluta para todo reino animal. El infusorio más insignificante tiene sensaciones y voluntad, y, por consiguiente, una función intelectual. Un rayo de sol deseca su cuerpo y le hace morir, esto es, hace desaparecer el efecto de su organización, que necesita agua para conservarse. Puede permanecer años enteros en semejante estado, hasta que una gota de lluvia, caída casualmente, le despierta por la movilidad y la vitalidad de la materia, para sufrir quizás otra vez la misma suerte. ¿Qué viene a ser entonces esa alma que vive y obra independientemente de la materia? ¿Dónde se hallaba cuando la materia estaba envuelta en el sudario de la muerte? [134] Por incomparable que nos parezca la relación del alma y la materia, ningún hombre razonable e ilustrado puede negar que es un hecho.

Los filósofos y los psicólogos se han esforzado en pasar sobre estos evidentes hechos por muy diversos caminos, pero siempre con poquísimo éxito. Algunos han adoptado el pretexto de admitir la relación de la indivisibilidad del alma y de la materia; pero han hecho la salvedad de distinguir que el hombre, ser espiritual por excelencia, sólo tenía el cuerpo material como cosa anexa y subordinada. La relación del alma con el cuerpo está bien establecida, y si algunas veces nos parece que el espíritu domina al cuerpo y otras el cuerpo al espíritu, sólo debemos considerar estas diferencias desde el punto de vista individual. En éste es la Naturaleza espiritual la que vence; en aquél, la Naturaleza material. Al primero podríamos compararle con los dioses; al segundo con los brutos. Del animal al hombre más perfecto, hay una no interrumpida escala de facultades intelectuales. Sin embargo, las dos naturalezas se suponen siempre, pero de tal manera, que excluyen toda comparación directa y sólo puede afirmarse que una y otra son inseparables. Cualquiera que sean las contradicciones y los problemas difíciles que el dualismo exterior haga en la conciencia individual, importan poco en una cuestión de hechos. [135]

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y Materia
Materia & Materialismo