
Universidad de Madrid
Conferencias dominicales sobre la educación de la mujer
Lamentos de Jeremías
Lectura
en la conferencia dominical del 21 de marzo de 1869,
Domingo de Ramos
Traducción del original hebreo
por
Don Antonio M. García Blanco
Presbítero.
——
MADRID, 1869
Establecimiento tipográfico de Tomás Rey y Compañía,
Fomento, 6.
Señoras:
Voy a leer unos trozos de los Lamentos o Lamentaciones del profeta Jeremías, traducción que hice ahora veintidós años, y publiqué en el de 1851, según la verdad hebraica, o conforme al original hebreo; queriendo solemnizar de este modo la fiesta de Ramos que celebra hoy la Iglesia, y patentizar la ciencia y sabiduría del Oriente.
Pero antes me parece oportuno deciros algo sobre el asunto de los Lamentos de Jeremías y sobre este santo profeta, para que sepáis lo que era un profeta, y cómo profetizaba, y por qué se lamentaba tan amargamente el autor de esta endecha. ¿Qué era un profeta? Responderé con Fleury en su Catecismo: Un hombre lleno del espíritu de Dios.– Y ¿quién es este espíritu? pregunta el mismo.– El Espíritu Santo, Señor, Dios y Vivificador.– Verdad: muy cierto: ¿quién lo ha de negar esto? Pero yo insisto: Y ¿qué es un hombre lleno del espíritu de Dios? Y ¿cuál es el espíritu de Dios? El mismo Dios lo ha dicho: כָל־דַרְכֵי יְהוָה חֶסֶד וְאֶמֶת Omnes viæ Domini misericordia et veritas (dispensadme, señoras, que lo diga antes en hebreo y latín para inspirarme): Todos los caminos, todas las direcciones de Dios son misericordia y verdad. Luego, un hombre lleno del espíritu de Dios, es un hombre lleno de misericordia y de verdad: éste es el espíritu de Dios; éste es Dios: Misericordia y Verdad: quien no tiene misericordia, quien no tiene caridad, no es de Dios: quien miente, quien no obra ni habla en verdad, no es de Dios: quien no procura instruirse en todo orden de verdades, principalmente las que conducen para el recto cumplimiento de sus deberes, no está en Dios, no es de Dios. Veamos, pues, cómo se llenaban los profetas de este espíritu de misericordia y de verdad, de este espíritu de Dios.
Increíble parecerá a algunos que esto se pueda aprender; que por medios naturales, que llamamos, pueda aprenderse a ser misericordioso y veraz; pero no lo creerá imposible quien sepa o luego que se sepa que en Oriente, en aquel pueblo que se llama Pueblo de Dios, y que los griegos despreciaron altamente, había colegios de profetizantes, en donde se educaban y enseñaban jóvenes que, concluida su carrera, salían profetizando, unos se supone con la nota de sobresalientes, otros con la de buenos, otros con la de medianos, y los más con la de malos, como sucede entre nosotros y en todo establecimiento de instrucción; pues que no todos podemos ser iguales, ni todos somos para todo. Pues de aquel primer género era Jeremías: profeta grande que ejerció la ciencia profética desde la edad de veinte o veinticinco años hasta la de setenta, en que ya compuso o prorrumpió en los Lamentos que os voy a leer.
Para aprender en aquellos colegios a profetizar; para llenarse del espíritu de Dios; para ejercer la misericordia con prudencia, y obrar y hablar con verdad, claro es que aprenderían los alumnos todo género de ciencias físicas, naturales, morales, teológicas, abstractas y prácticas. Allí se aprendería eso que hoy llamamos Teología o ciencia de Dios; Cosmología o ciencia del Universo; Astrología o ciencia de los astros; Meteorología o ciencia de los meteoros y señales astronómicas; Geología o ciencia de la tierra; Biología o ciencia de la vida; Antropología o ciencia del hombre; Psicología o ciencia del espíritu; Fisiología o ciencia del físico humano; Ética o ciencia de las costumbres; Estética o ciencia del sentimiento; Política o ciencia de la civilización; Aritmética o ciencia de los números; Matemática, Química, Zoología, &c., todo cuanto conducía y conduce para conocer al hombre en sí y en todas sus relaciones con la naturaleza y con la sociedad, como cosmopolita o destinado a tomar parte en la organización y armonía universal.
Así instruido un joven, claro es que conocía perfectamente la Historia y la Filosofía de la Historia, como hoy se dice, y pronosticaba, y predecía, y profetizaba con toda seguridad, en virtud del Espíritu de Dios que le iluminaba, que le asistía, que le sostenía en los graves conflictos y compromisos que le ocurrieran. Usaba, sí, un estilo, entonación y lenguaje propios y dignos de estudiarse. «La profecía era un género o manera de decir,» escribía yo en otro tiempo y con distinto objeto, «era un arte o modo de hablar, desconocido enteramente de los retóricos griegos y latinos; no porque unos y otros dejaban de tener sus ariolos, arúspices, augures, sibilas, pitonisas y magos, que pretendían predecir lo futuro, y revelar lo oculto y profundo, como los hebreos, caldeos, asirios, babilonios, persas, egipcios y demás pueblos del Oriente; no; sino porque, habiendo despreciado siempre este linaje de sabios, y tenido en poco todo lo que era extraño a Roma y Atenas, no se curaron de analizar aquel lenguaje o entonación, y llegaron a desconocer del todo los caracteres especiales del verdadero estilo profético.»
Era éste, poético en extremo, didáctico siempre, siempre enigmático, conceptuoso y enérgico, altamente fascinador, imponente y grave; y aún añadía sobre el poético lo inspirado, sobre el enigmático lo conminativo, sobre el didáctico lo sentencioso, sobre el histórico lo sapiencial, sobre el legislativo lo apremiante y severo: en dos palabras, un profeta hablando era un entusiasta tribuno, cuyos pensamientos, aunque a veces triviales, iban envueltos en tantos enigmas, proferidos con tal vehemencia, sostenidos con tantas amenazas, revestidos de tales formas, y acompañados de unos ademanes y gesticulaciones, que con razón fueron mirados más de una vez como dementes o atrabiliarios, cuya insania les impulsaba a prorrumpir en aquellas declamaciones conminatorias contra reyes poderosos y pueblos, que hubieran impuesto a cualquier hombre prudente y juicioso.
Así era que usaban en el lenguaje ciertas fórmulas o notas que los distinguían de todo orador, de todo predicador, por elocuente que se suponga: las etopeyas, prosopopeyas y metáforas eran tan atrevidas, que jamás se usaron semejantes: el enálage de tiempo era tan frecuente en ellos que, prediciendo, parecían historiadores más bien que profetas: arrogábanse con frecuencia las atribuciones divinas, como castigar, infundir espíritu, mandar males, apiadarse, perdonar y salvar: llamaban a sus predicciones visiones, grandes visiones, sueños, ensueños, pesadillas, cargas, mano de Dios, inspiración, oráculo del sempiterno Dios, &c.: últimamente, era carácter del profeta que profetizaba, la libertad en el decir, la severidad en el mandar, la acritud en reprender, la oportunidad en aconsejar, la mediación o intercesión en los castigos, la verdad y precisión en las palabras, la seguridad en los pronósticos, el terrible impulso de la expresión, la autoridad y supremacía sobre pueblos enteros, sobre reyes protervos, ante enemigos mortales, y aun delante de los más crueles verdugos o asesinos.
En medio de tanto oráculo, de tanto signo, de tantos portentos, flores, maravillas, sabias y santas conminaciones, el lenguaje de acción de los profetas imponía más aún que las mismas predicciones, conminaciones y sentencias que proferían; aquella voz ronca, aquellas miradas, aquella actitud corporal, con aquel saco, y aquella ceniza y polvo de que se cubrían, todo aquello aterraba o exasperaba, según la particular disposición de cada uno de los que miraban u oían. Léanse, si no, las descripciones que de sí mismos nos dejaron algunos profetas, como Jacob luchando con el Ángel; Moisés bajando del monte con el rostro radiante, facies cornuta de la Vulgata; Josué espada en mano, con los brazos levantados al cielo mientras duraba la matanza en la ciudad de Haï; Josías destruyendo estatuas y derribando ídolos, y rellenando sus nichos de huesos humanos; Jonás arrojándose al mar y tragándoselo la ballena; Isaías desnudándose de su saco profetal y quitándose sus calzas, en señal de la emigración y desnudez que amenazaban a Egipto y Etiopia; Daniel en medio del lago de los leones; David destrozando al oso, al león, y a Goliath; Ezequiel caído en tierra, boca abajo, al oír el viento aquilón que soplaba, y ver la nube y el fuego y el resplandor que rodeaban a aquel carro misterioso, y a aquellos cuatro grupos de animales que sostenían el trono de zafiro, en medio de aquel arco iris esplendentísimo, semejanza y visión misteriosa de la majestad inefable; el mismo Jeremías, cuyos Lamentos vamos a leer, puesto de pié con otros muchos en el vestíbulo mismo de la cárcel, acabando de ser desatado de las cadenas de Nabuzardam por orden de Nabucodonosor, rey de Babilonia; en fin, cada cual y todos ellos en la actitud más imponente que pueda tomar hombre, eran vivísimas imágenes del espíritu que les animaba, de la ciencia que poseían, de las verdades que predicaban, de la misericordia, de la caridad, celo y amor que habían aprendido en el colegio, y con que la Divinidad los había enriquecido de antemano.
Por eso (y sería muy del caso el referir aquí), había tantos grados de profetización, y tantos órdenes de profetas, cuyos nombres aún se conservan en los sagrados libros; pero el tiempo apremia y debo circunscribirme: veintiséis, cuando menos, conocemos, señoras y señores; veintiséis especies, grados u órdenes enumera el sapientísimo Arias Montano, cuyos nombres siquiera debemos referir, ya que no nos sea posible detenernos a describir los caracteres esenciales de cada uno de ellos. Videntes, fervorosos o enviados, visionarios o espectantes, hombres divinizados, sabios, sabihondos, entendidos, sabidillos o ariolos, enredadores, ascéticos, magnetizadores, prestidigitadores y prestidigitadoras, astrólogos, encantadores, magos, sonámbulos, nigrománticos, soñadores o ensoñadores, habladores o charlatanes, fatídicos o fatalistas, poseídos, ventrílocuos, silbantes o sibilantes, vanilocuos, fascinadores, sortílegos, idólatras o paganos; en fin, profetas mayores y profetas menores: tales eran las categorías y grados de los que salían de los colegios profetales o proféticos.
De entre éstos, y como profetas mayores, contamos a Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel; y como menores a Oseas, Joel, Amós, Hobadías, Jonás, Micheas, Nahum, Habakuk, Sofonías, Haggeo, Zacarías y Malachías. Jeremías, pues, es uno de los más grandes profetas que salieron de la escuela de Jerusalén, a cuyas inmediaciones nació. Era natural de Anathoth, junto a Jerusalén, de estirpe sacerdotal, hijo de Helcías, en tiempo del rey Josías; profetizó más de cuarenta años, y murió, según los mejores críticos, en Egipto, apedreado por los mismos de su nación, que, contra su dictamen, se habían refugiado allí, llevándoselo casi a la fuerza. A los cinco años de destruida Jerusalén, y estando los judíos sus hermanos cautivos en Babilonia, escribió sus Lamentos o Lamentaciones, llorando en ellas la prevaricación y desolación de la Ciudad Santa, de Sion, y de todo el reino de Judah, que ocupó Nabucodonosor, rey de Babilonia, llevándose cautivos a todos los judíos. En tal ocasión, y con tal motivo, escribió Jeremías este opúsculo o Libro que voy a leer.
En él veréis cómo ostenta el Santo Profeta, llamado por tanto Amante de Dios, de sus hermanos y de su pueblo, su misericordia y los superiores conocimientos que, mediante la divina inspiración y sus estudios, había adquirido en el Colegio: admirareis los grandes rasgos científicos y sapienciales, literarios y divinos, históricos y proféticos que en él dejó consignados; y no podréis menos de entusiasmaros conmigo al leer una composición tan triste como instructiva. Dice así: (aquí se leyó el capítulo 1.º y 5.º de las Lamentaciones.)
Esta, como veis y habréis podido notar, es una endecha, que los griegos llamaron trenos, canción triste, cuyo metro, rima o entonación original desconocemos; y sólo podemos decir que, a imitación de algunos Salmos, guarda la forma acróstica, esto es, cierto artificio en que juegan las letras del alefato hebreo por primeras de cada verso: sobre lo cual quiero también daros alguna idea, para que admiréis más y más lo divino y de buenas humanidades que arroja este santo Libro.
Era y es hoy el acróstico, tomando el nombre del griego, ese género de composición poética en cuyos versos juegan, como iniciales, ciertas letras que, leídas juntas, dan un nombre o sentencia notable, como Ave María, Jesús María y José, &c. Esta puerilidad, que tal puede llamarse, tuvo origen en el acróstico hebreo; el cual, a la verdad, no daba con las iniciales de sus versos palabra o sentencia alguna, sino un resumen, compendio o símbolo del gran pensamiento que en cada verso se consignara: atended.
Las letras hebreas tenían todas un nombre, como es claro, y una figura razonada; pues este nombre, el más análogo a la figura, y la figura misma, simbolizaban una idea fundamental en el orden de las ideas: v. g. aleph, jefe; beth, casa; guimel, camello; daleth, puerta; he, afecto, &c., simbolizaban las ideas de creación o criador, criatura o existencia, propiedad, seguridad o justicia, amor, &c. Poniendo, pues, los hebreos estas letras por iniciales de la primera palabra de cada verso, manifestaban, mediante ella, la idea o pensamiento que se consignaba en el verso; idea, se supone, o pensamiento análogo al asunto de la composición: así, en estos lamentos, las ideas son creación u origen del lamento; existencia o consistencia de él; propiedad, justicia y afecto con que se hacía, &c. Ved aquí una opinión mía, que me atrevo a proponer, aún a trueque de parecer atrevido, por dar alguna razón de un procedimiento poético que hasta ahora ha estado envuelto en la más densa oscuridad, a pesar de haber dejado traslucir ya algo San Jerónimo en el prólogo que le puso a este Libro. ¿Sería, digo, un resumen anticipado, o una especie de histerología del contenido de cada verso, la letra con que se empezaba? Leed lo que sobre ello digo en mi prólogo, y leedlo todo, y veréis qué de reflexiones piadosas se desprenden de estos preciosísimos Trenos.
Los capítulos 1.º, 2.º y 4.º son acrósticos sencillos, esto es, cada verso principia con cada letra; veintidós letras había en hebreo; veintidós versos cada capítulo; veintidós pensamientos se consignan en ellos. Mas, el capítulo 3.º tiene el acróstico triple, esto es, cada letra encabeza tres versos, de modo que el capítulo tiene sesenta y seis versos. Vuelvo a preguntar: ¿habría algún misterio en esta trinidad de letras, de ideas y pensamientos? Aleph, Aleph, Aleph; Beth, Beth, Beth; Guimel, Guimel, Guimel, &c., ¿serían algún simbolismo alusivo a las sobrenaturales verdades de nuestra Religión? Ved aquí cuándo y cómo puede saltarse de la letra al espíritu de la Biblia, en donde tantos misterios se encierran: ved aquí lo que es lenguaje y libros sapienciales, en donde todos leen, todos entienden, todos sienten; mas, cada uno siente, entiende y lee según su capacidad; porque, como dicen teólogos, filósofos, naturalistas, políticos, matemáticos y todo linaje de sabios, quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur: dispensadme, y no lo tengáis por pedantería, sino por respeto al primero que lo dijo: cualquiera cosa que se recibe, a medida del recipiente se recibe. Pensad, pues, y meditad sobre este alefato simple y triple, sobre esta unidad y trinidad, sobre este gran profeta que narra y profetiza, que llora y consuela, que conmina y promete, que aparece y está lleno de misericordia y verdad, del verdadero espíritu de Dios.
Por último, os leí su oración, que es el capítulo 5.º y último de los Trenos, y ya oiríais que empezaba cada verso con una letra de nuestro abecedario; y como nosotros tenemos veintiocho letras, y los versos son solamente veintidós, hemos tenido que partir los cuatro penúltimos para que aparezcan nuestras veintiocho letras empezando verso o medio verso, que llamamos hemistiquio. De este modo he querido yo darle cierta homogeneidad a la composición, en cuanto a la forma, ya que tan homogénea, natural y divina se ostenta en su esencia, en sus sentimientos, pensamientos y misterios. He dicho.
Las Conferencias Dominicales se hallan de venta en la portería de la Universidad, y en las librerías de Durán, Bailly-Baillière, Leocadio López y San Martín, al precio de un real de vellón.
(contracubierta)
[ Edición íntegra del texto contenido en un opúsculo impreso sobre papel en Madrid 1869, de 16 páginas más cubiertas. ]