Filosofía en español 
Filosofía en español


II

1854.– La tertulia de la Reina Madre.– El Murciélago.– 17 de Julio del 54.– Los periódicos.– Pucheta.– La Reina Cristina en Francia.– Teatros.

Por la primavera de 1854 tenía yo ya pretensiones literarias y políticas. Había meditado sobre el lema del periódico Las Novedades, que debajo de un león, nada heráldico, decía: «por el pueblo y para el pueblo», y era uno de los más jóvenes asistentes a las tertulias –entonces todavía se llamaban así– del Duque de Riánzares.

Don Fernando Muñoz, marido de la Reina Cristina, fue en su tiempo una influencia política de primera fuerza; hombre de mucha mejor intención de la que el público suponía, aunque apegado a las ideas reaccionarias, reunía por la noche a sus amigos en sus habitaciones del palacio de la Reina madre, que estaba esquina a la calle de las Rejas, y que, por cierto, tenía una decoración de cristales de colores de lo más cursi que ustedes pueden imaginar.

A estas tertulias íntimas del Duque de Riánzares asistíamos D. José Salamanca, Fariñas, Ángel Ollauri, antiguo guardia de Corps, a cuyo cuerpo perteneció también el Duque; D. José Romeu, Valero y Soto, los dos Gándaras, Ochoa, el Conde de Quinto, D. José Arana, después Duque de Baena; mi humilde persona, y algunas otras que, como dicen los novelistas malos, sería prolijo enumerar.

Allí se discutía, principalmente, de política, y cuando el Ministerio de Sartorius, con Collantes, con Domenech, con Blaser, es decir, en plena dominación polaca, ya se sentía que había en el ambiente algo que traía aparejada la Revolución.

Una noche, que, por cierto, fue la primera vez que tomé en Madrid chocolate con vainilla, porque el Duque, antiguo chocolatero, nos lo daba todas las noches, Ollauri llevó un número de El Murciélago, que era un periódico clandestino que trataba muy mal a la Reina Isabel, y que se suponía inspirado por el entonces Conde de Lucena y los suyos, que estaban escondidos, sin que la Policía, representada por el célebre D. Francisco Chico, pudiera dar con ellos.

Un periódico clandestino que, sin saber por dónde, se encontraba la Reina en su Palacio y atacaba lo que hasta entonces no había sido costumbre atacar en España, era un verdadero acontecimiento.

Con tanto escándalo como curiosidad, nos abalanzamos todos a leer el periódico; es decir, a oírlo leer. Romeu se encargó de la lectura a media voz, y aquellas insolencias, con alguna que otra verdad, y una literatura muy mediocre, acabaron por ponernos a todos serios, no sólo por indignación monárquica, sino porque el que más y el que menos teníamos unido lo que entonces se llamaba el porvenir, a la causa de la Monarquía.

Salamanca, a quien dedicaré un artículo entero, porque ha ejercido una influencia muy directa en el progreso del país, era siempre consultado en todo lo dificultoso, porque, como decía Ollauri, estaba mucho más en la vida extranjera.

–¿Qué opina usted de esto, D. José?– preguntó el Duque de Riánzares.

–Que los periódicos clandestinos son a los Gobiernos algo así como los síntomas terciarios de ciertas enfermedades, vicios constitucionales.

La contestación, que tenía muchísima miga, nos hizo variar de asunto, y se habló del interés que la Reina Cristina manifestaba por salvar a Garrigó, que, a consecuencia de los sucesos de Vicálvaro, había sido hecho prisionero por las tropas del Gobierno.

Como, no escribo nada que ni aun pueda parecerse a los conatos de un trabajo histórico, si algún contemporáneo encuentra que no hay toda la correlación de hechos que debiera haber, disculpe al autor de estos articulejos, que, por lo próximo que se halla a la chochez, todo lo mezcla y lo confunde en el laboratorio de los recuerdos de su ya larguísima vida.

Quedamos, pues, en que la tertulia del Duque de Riánzares, aunque era eminentemente polaca, por aquello de que apoyaba al Gobierno Sartorius, no era enemiga del pueblo, y que, antes al contrario, la mayor parte de las grandes empresas de aquella época, debidas a la iniciativa de Salamanca, tuvieron por base el capital particular de la Reina Cristina, que el Duque de Riánzares, a quien le daba por los negocios, ponía a la disposición de Salamanca y de los Gándaras.

Las reuniones del Duque de Riánzares, a quien llamaban Duque de Mont-morot los pretenciosos de aquellos tiempos, tenían más carácter de tertulias íntimas que de políticas. Solían asistir a ellas algunos días D. Pedro y D. Antonio Rubio, los Rubios que se los llamaba entonces, Médico el primero de S. M. la Reina Cristina, y su Secretario particular el segundo.

Era D. Antonio hombre de finísimo ingenio, con más talento natural que cultura, con algo de la tradición del Palacio de Fernando VII, y muchos vislumbres de la vida moderna. D. Antonio Rubio, si hubiera escrito sus Memorias, con todo lo que supo y vio desde el matrimonio de la Reina Cristina con Fernando Muñoz, hubiera legado a la posteridad un libro curiosísimo.

Y para que no falte detalle de aquellas célebres tertulias, diré a ustedes que algunas veces cruzaba el salón donde nos reuníamos, alumbrado por lámparas solares, un enano de fisonomía dulce y simpática, aunque envejecida, manos pulidas como las de cualquier dama, que tenía la confianza de sus amos, a quienes profesaba gran cariño, y por principal misión la de peinar a la Reina madre.

Faria, el sacerdote, la Condesa de Quinto, Fontán y algunos otros, constituían la servidumbre de la que fue Reina gobernadora, calumniadísima también por el pueblo español, cuando suponía que acaparaba el trigo para que subiera el pan, y otras enormidades que seguramente no merecía la Princesa que; aunque apoyase a los polacos, simbolizaba en España el principio de nuestras libertades políticas.

El mes de Junio y medio Julio del 54 se pasaron temiendo algo, y, por fin, el 17 de Julio, con un sol canicular, amaneció Madrid erizado de barricadas, y decía la Junta Revolucionaria:

«El Gobierno, corrompido y corruptor, que ha ultrajado la majestad de las leyes y ha humillado el honor del país, &c., etcétera…»

Y al pie de este documento firmaban el general San Miguel, D. Juan Sevillano, Escalante, Crespo, Valdés, Iriarte, Mollinedo, Tabuérniga, Fernández de los Ríos, Vega Armijo, Aguirre, Conde González y Ordax Avecilla.

Solo Vega de Armijo puede atestiguar la exactitud de mis palabras; todos los demás, según mis noticias, han muerto.

En aquellos momentos, cuando funcionaba la Junta Revolucionaria, la Reina había nombrado Presidente del Consejo al general Córdova, y las tropas que había en Madrid hacían fuego contra el pueblo. Una batería situada junto al Observatorio barrió la calle de Atocha; y, a pesar de estas resistencias, el pueblo entró en casa de D. José Salamanca y en casa del Conde de San Luis, y, con el mobiliario de ambas casas, se hicieron hogueras en las calles.

En muy pocos días se organizó (a cualquier cosa se llama organizar) el nuevo Gobierno. Las barricadas que, mientras se batieron detrás de ellas, presentaban un aspecto informe, se fueron arreglando y construyendo casi militarmente, esperando que hiciese su entrada en Madrid el general Espartero. Es decir, que se hicieron unas barricadas formidables, detrás de las cuales no hubo para qué combatir, porque –como decía el poeta Díaz, que entonces era un literato a la moda– aquello era gala de barricadas.

Los retratos de Espartero y O’Donnell, puestos en transparentes, adornaban muchos balcones. La Reina Cristina se trasladó a Palacio, y Garrigó se comprometió a sacarla de Madrid, pagando así la deuda de gratitud que tenía con aquella señora. Se organizó la Milicia Nacional; el primer batallón en la plaza de la Constitución, el segundo en la de Bilbao, y desde el tercero al séptimo en las del Progreso, Antón Martín, Cortes, Ángel, Celenque y calle de Alcalá. Los ligeros, es decir, los más bullidores, entusiastas y traviesos, se reunieron en la plaza de la Villa.

Esto pasaba el 22 de Julio de 1854. Naturalmente, los poetas y los periodistas tomaron parte en aquella juerga liberal y revolucionaria, y decía uno, que después se ha distinguido por lo que ha figurado en los partidos conservadores:

«Dulce… Messina, Olano, vuestra gloria
unida está a la gloria de ese bravo.
Vuestro heroísmo pasará a la historia;
que libre un pueblo hacéis, de un pueblo esclavo.»

Así como en nuestros días vemos en los periódicos sueltos parecidos a éste:

«Merced a las gestiones del Sr. Verdolagas, diputado por Villamelones, se ha concedido a aquella importante población una biblioteca popular, &c.» Entonces los periódicos publicaban sueltos, diciendo: «En la barricada de Antón Martín estuvieron toda la tarde haciendo fuego los señores Mengánez y Fulánez», y hay muchos, muchísimos conservadores de hoy, que se arrimaron entonces cada suelto que ardía en un candil. No sé si fue por aquellos tiempos cuando Becerra, que entonces explicaba Matemáticas, sostenía que Europa no sería feliz hasta que se ahorcase al último Pontífice con las tripas del último Monarca.

Cuando llegaron a Madrid O’Donnell y Espartero; éste se presentó al pueblo diciéndole:

«Madrileños: Me habéis llamado para afianzar para siempre las libertades patrias; aquí me tenéis.»

Se supo que el Infante D. Enrique había sido nombrado jefe de la escuadra por la Junta Revolucionaria de Valencia. No se publicaban más periódicos que La Nación, El Tribuno, El Miliciano, La Iberia, La Independencia, El Guardia Nacional, El Esparterista, El Diario Español, La Época, Las Novedades, La Unión, La España, La Esperanza, El Católico y La Europa.

El anuncio más a la moda, la madre Seigel de entonces, era uno que se titulaba así:

«El amigo de los españoles.»

Píldoras Holloway: Estas píldoras lo curaban todo; entre otras enfermedades raras, los lamparones.

La servidumbre de la Reina Isabel se había modificado. Entraron la Duquesa viuda de Alba, el Duque de Sotomayor y el de Bailén; Sagasti era Gobernador de Madrid; D. José Rivero, de Toledo, y se sabía que D. José Salamanca había salido de Madrid vestido de farolero, y que se encontraba en Albacete.

Pucheta, un picador de toros bastante malo y un patriota ardiente, continuaba imperando en la calle de Toledo; él y un Vicente Tendero –no de profesión, sino de apellido–fueron los héroes populares. Con el tiempo, Pucheta llegó a ser miliciano de Caballería, y después de haber trotado detrás del Real carruaje algunas horas, sobre todo cuando llovía mucho, se afirmaron sus sentimientos monárquicos, en términos que, en una ocasión en que la Reina le dijo:

–Pero hombre, me aseguran que eres enemigo de la Monarquía y de la dinastía; ¿qué te hemos hecho para que nos aborrezcas?

–No haga caso V. M.; todo eso es…

Y aquí la frase de Pucheta, que ha llegado a ser tan célebre como la de Cambrón.

Poco a poco fue perdiendo Madrid su aspecto de campamento, y ya por el mes de Octubre los teatros funcionaban.

En el de la Cruz se representaba Fuego de Dios en el querer bien; en Variedades, La escuela de las coquetas, y en el Instituto, Margarita de Borgoña.

En el Español, que entonces se llamaba del Príncipe, se estrenaba por aquellos días un proverbio de Dacarrete, titulado Al cabo de los años mil…, y El Wagner, arreglado por Pedrós, donde había desenfados como éste:

«Además, ¿qué es lo que quiere?
¿Puedo remediarlo yo?
Era viejo y se murió;
todo lo viejo se muere.»

Un revistero, que se firmaba Pipó, y que era una especie de semidiós, encontraba la forma del drama sumamente notable.

No solamente principiaron los teatros, sino también las Constituyentes: se abrazaron en pleno Parlamento San Miguel y Espartero: se decretó la desamortización, que realmente fue un beneficio para el país, que otros vinieron a aprovechar; O’Donnell y Espartero estaban cada día más unidos; el retrato de Corradi se publicaba en las petacas; se consideraba como el colmo de la gracia llamar al Congreso, Congreso Infantil, porque lo presidía Infante; los carlistas hicieron su primera aparición, después de la primera guerra, en la provincia de Burgos, en una partida mandada por los Hierros. La Reina Isabel empezaba a sentir más simpatía por O’Donnell que por Espartero; y a pesar de que estos señores se abrazaron varias veces en público, se iban poco a poco elaborando los acontecimientos que produjeron los sucesos de Julio del 56 y el desarme de la Milicia Nacional, de los que me ocuparé en otro artículo, al hablar del nacimiento de la Unión Liberal.

Mientras estas cosas ocurrían en España, la Reina madre Doña María Cristina y el Duque de Riánzares vivían en Francia en la Malmaison (en Reuil, cerca de París), y allí, como posteriormente en el palacio de Basileusky, se principiaron a tirar las líneas que determinaron el cambio de política.

Un hombre público, ya muerto, pero extraordinariamente respetable, fue de Madrid a Reuil con un encargo y una consulta de la Reina Isabel para la Reina madre. Se refería esta consulta a saber en brazos de qué influencia debía Isabel abandonarse: si en la de Espartero o en la de O’Donnell.

Parece que la Reina madre aconsejó la tendencia favorable a O’Donnell. Y el mismo personaje trajo a Madrid la deseada respuesta. No me atreveré a citarlo por su nombre; únicamente, y por si alguno lo recuerda, diré a ustedes que era un caballero que tenía unas mandíbulas tan grandes, que un día fue a verlo un amigo suyo y le dijo el criado:

–Dispense usted, señorito, y aguarde un momento, porque mi amo está afeitándose.

–Hombre, para saber si debo o no esperar, dime en qué kilómetro lleva la navaja.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 11-23.)