IX
Rossi.– Julián Romea.– El teatro Real en 1866.– María Buschental y D. José Rivero.– El baile del Conservatorio.– Las Exposiciones de pinturas.– El colegio de Masarnau.– El duque de la Torre.– El veraneo.
Por el segundo semestre de 1866, Rossi, el eminente trágico italiano, hacía las delicias del público de Madrid en la Zarzuela, que entonces la gente distinguida llamaba Jovellanos. Hamlet, Otelo, Kean, y sobre todo, Sullivan, proporcionaron al gran artista muchas ovaciones.
No faltaba, sin embargo, quien en esta última producción sostenía que el inolvidable Julián Romea nada tenía que envidiar al actor italiano, y realmente, era verdad.
La actual generación joven, con haber conocido actores de tanto mérito como Rafael Calvo y Antonio Vico, no puede tener idea, sin haberlo conocido, del genio colosal de D. Julián Romea. Hombre cultísimo, inspirado poeta y actor incomparable, llegó a Madrid casi al frente de una numerosa familia, creo que sin gran fortuna; pero con una cantidad de talento y de condiciones y de propio valer, que le abrieron de par en par las puertas de la influencia y de la gloria. Emparentó con lo más ilustre de aquella sociedad. Su hermana Joaquina, mujer de grandísima distinción y de un talento y de una simpatía extraordinaria, fue la esposa de D. Luis González Brabo; su otra hermana, Manuela, señora también de gran distinción y claro talento, casó con D. Cándido Nocedal; otro Romea fue un diplomático distinguidísimo; alto funcionario el otro hermano; actor también muy apreciable D. Florencio, y esta familia, en la que la simpatía y el entendimiento parecen hereditarios, tiene hoy todavía representantes de su genio en las artes y en las letras.
La naturalidad con que representaba D. Julián, el primor con que ha recorrido toda la escala del arte, desde Los hijos de Eduardo hasta La casa de Tócame Roque, la forma en que sugestionaba al público, no pueden explicársela los que no han conocido aquel coloso.
Era un hombre de grandísimo ingenio y de frase oportuna. Ya en sus últimos años, enfermo y caído, le llevaron a Murcia, donde unos amigos se propusieron obsequiarle con una partida de campo. Con objeto de demostrarle su respeto, en lugar de ofrecerle una galera de la tierra, le pusieron una berlina muy pequeña, de aquellas que se llamaban butacas, y en las que difícilmente cabían dos personas. Romea, que estaba gordo, que se movía difícilmente, y que era de alta estatura, suspiraba con frecuencia.
–¿Qué tiene usted, D. Julián? Con franqueza– le dijo el anfitrión.
–Con franqueza; que este coche no me viene.
Cuando murió, el 10 de Agosto de 1868 (murió en Loeches), en su entierro, verificado en Madrid, una mujer del pueblo dijo, mientras tapiaban el nicho del gran actor: «Dios te dé en el cielo tantas palmas como has oído en la tierra.»
Rogando al lector que perdone esta digresión, y eso que ahora caigo en la cuenta de que todas estas crónicas están compuestas de digresiones, diré a ustedes que a pesar de los acontecimientos políticos, el público de Madrid se divertía de lo lindo.
El teatro Real ofrecía brillante espectáculo.
Tamberlick cantaba un Poliuto como no hemos vuelto a oírlo, y las hermanas Marchisios un dúo de la Semiramis, que todavía recuerdan los aficionados viejos.
Aquí quisiera yo tener la pluma de esos revisteros de salones que zurcen, bordan y pespuntean sus artículos, haciendo esa literatura que, así como había comedias de figurón, podría llamarse periodismo de figurín, para dar principalmente a las lectoras idea de lo que era la sala de nuestro primer teatro por aquellos tiempos.
María Buschental, que primero tuvo el proscenio principal de la derecha, y después la platea proscenio del mismo lado, lucía su busto escultural, generalmente vestida de blanco y casi siempre sin alhajas, y a aquel palco concurrían el general Mendoza, Castro, Fernández Jiménez, Manuel Palacio, Leopoldo Ortega, Pepe Casares y muchos más, porque aquella platea era una sucursal de su tertulia, a la que, andando el tiempo, asistían también Juanito Prim, Saturnino Collantes, Isidoro Flórez y todo cuanto en la política, en la literatura y en el arte tenía relieve y representación. María, como familiarmente la llamaban sus amigos, algunas veces solía ir acompañada de Carolina Bassecourt, Ana Echegaray y Juanita Miranda.
En palcos y butacas solía verse a los Marqueses de Malpica, a los de las Amarillas, al duque de Baena, a los Condes de Puñonrostro, a la Condesa de Campo Alange, a los Marqueses de Santiago, al Barón y a la Baronesa de Ortega, a la Duquesa de Medinaceli con su hermana la Marquesa de Villaseca, a la señora de Fonseca, a Gloria Marfori, a la señora de Barzanallana, de Rábago, de Albareda (María Luisa y María Lon); y entre los hombres a Don Alejandro Llorente, al Duque de Valencia, a Orovio, González Brabo, Calderón, Martín Belda, Víctor Cardenal, Roncali, general San Román, D. Luis Mayans, que tenía una misma butaca todas las temporadas, y D. José Rivero, el gordo; Riverón, como le llamaban algunos; hombre finísimo, de distinguida educación, verdadero gourmet y director que fue de Rentas mucho tiempo.
Entonces los elegantes llevaban pantalón de color de tórtola con frac negro; las señoras usaban para las butacas sombreros mucho más minúsculos que hoy; Pavía tenía también una misma butaca todas las temporadas; no había palco del Veloz, pero había uno que se llamaba «de la caza», y que era una verdadera garçonière, al que asistían Albareda, Manolo Romano, Escipión Morillo y muchos otros.
Madrid, que siempre tiene cierta gracia para poner motes, a cierto palco donde se reunían hombres solos, pero de edad provecta, lo llamaba «La Infantil», y a un caballero distinguido en política, pero de andar jacarandoso, «dulces meneos».
A los bailes de máscaras del Real iban todavía bastantes señoras, y una altísima dama tuvo en una ocasión el capricho de acudir. Aunque ella y su comitiva iban de riguroso incógnito y cubiertas con careta y capuchón, el público, que sabía quiénes eran, las recibió con gran respeto.
Pero los bailes de máscaras, que verdaderamente apasionaban a la buena sociedad, eran los que se daban en el Conservatorio, a los que asistía una concurrencia tan distinguida como podría hacerlo a un baile de Palacio. Si se hubieran tirado confetti y serpentinas, se hubieran materialmente horrorizado las señoras que concurrían a aquellos espectáculos.
Por entonces principió a desarrollarse la afición a las Exposiciones de pinturas, y aunque los locales en que se verificaban no eran de lo más suntuoso, solían exhibirse grandes obras de arte. Gisbert, Rosales, Manzano, Fortuny y muchos otros dieron pruebas palpables de la altura a que estaba colocado el arte por estos tiempos. Y aquí hago constar una vez más que, escritas estas crónicas materialmente a vuela pluma, y siendo el recuerdo, no de un limitado período de tiempo, sino de una época, no hay que zaherirme si no respeto el absoluto orden cronológico.
Seguramente los locales en que se verificaban las Exposiciones de pinturas no solían brillar por su esplendidez.
Poco tiempo antes del año 66, en el mismo local que hoy ocupa el café de Fornos, se levantó un verdadero tinglado y en él se llevó a efecto una Exposición de pinturas.
Por cierto que un gacetillero de la época decía de él:
Este es aquel barracón
que por mengua de las artes,
al más leve chaparrón
se cala por todas partes.
Este solar de las Vallecas tiene grandes recuerdos para muchos que todavía viven.
Allí estuvo por espacio de muchos años el célebre Colegio de Masarnau, donde hicieron sus estudios de filosofía (latinidad y humanidades) muchos que han llegado a ser algo en el mundo. Celestino Olózaga, arrebatado a la vida en la flor de su edad; Utrilla, el sainetero; Pepe Torre, Acebo, Trelles, Álvarez Guerra, Beruete, Alberto Aguilera, jefe que era de Cartago, partido latinista; Santa María, el Conde de Villardompardo, Ramírez Guinea y otros, aprendieron allí el latín que hoy saben, que, sin adularles, no me parece mucho.
Pero con unas y otras cosas, me olvido de lo que debo tratar, lo que pasaba en Madrid por el año de 1866 y principios del 67, y como estoy fatigado de hablar de revoluciones, motines y fusilamientos, diré a ustedes que fue también una gran ceremonia la que el 13 de Julio del 66 se verificó para poner el collar del Toisón de Oro al Capitán general D. Francisco Serrano y Domínguez, Duque de la Torre y Conde de San Antonio. Tuvo lugar el acto en la real cámara, y el general escogió por padrino al duque de Medinaceli; asistieron el Rey D. Francisco, los Marqueses de Miraflores y Malpica, el Vizconde del Pontón, y presidió Doña Isabel II, de cuyas manos, después de prestar juramento, recibió el collar el insigne Duque de la Torre.
Estaban entonces muy de moda las comidas de campo, y los Marqueses de Bedmar dieron en su quinta, por Septiembre del 66, una notabilísima, a la que asistieron los Duques de Osuna, los Príncipes Wolkonski, los Condes de Scaflani y Fernandina, el Embajador de Francia, la Condesa de Fuentes y sus hijas, las de Torrejón, el Marqués de la Habana, los de Torrecilla, el de Selva Alegre y D. Miguel de los Santos Álvarez.
También se veraneaba por entonces. Las clases más modestas iban al Escorial, que estaba muy animado, y se daban comidas a escote en la Casita de Arriba, y borricadas en las Arenitas; Miranda servía chocolates y meriendas, y entre sopa de soconusco y bocado de jamón, se han preparado muchas bodas en aquel real sitio, que si bien Felipe II lo edificó para centro de austeridad, ha divertido bastante a la que hoy es generación madura.
Entonces D. Luciano García de Castro era, por decirlo así, alcalde perpetuo del real sitio; en el teatro trabajaba Jordán; D. Ramón Llorente era el cronista; Pedro Madrazo, no el pintor, el que escribió en La Época, amenizaba con sus chistes todas las reuniones; Mora tenía un café; Leonor era el contratista de los ómnibus; se empezaban las obras de los Terreros; comenzaba tímidamente la edificación de hoteles en la Ballestería; lo que hoy es fábrica de D. Matías López, era un conato de refinadora de azúcar; el jardín de los frailes era, como es hoy, el paseo de última hora, y cierto salón donde se bailaba y los bancos de los Alamillos y de la plaza de las Animas, todavía encierran para muchos madrileños y muchas madrileñas recuerdos de color de rosa y memorias amargas.
Las clases más distinguidas iban entonces, como hoy, a San Sebastián y a Biarritz, que tampoco eran lo que son.
En la capital de Guipúzcoa, el Parador Real era casi la mejor fonda; el establecimiento de baños que hoy embellece la playa, no estaba construido; no existía el Casino, y el ensanche se limitaba a San Martín, y era rudimentario. Biarritz tampoco había crecido; sin embargo, ya existían el Hotel de Francia y el Hotel Garder, y había música en la plaza de la Emperatriz y la Villa Eugenia, donde todos los años iba el Emperador Napoleón y nuestra compatriota la Emperatriz a pasar el verano, eran centro de reunión de lo más distinguido de la colonia española, que a pesar de serlo por aquel entonces, no estaba muy fuerte en francés, en términos que cierta distinguida condesita decía un día en Bayona, en la rue Echegaray, a un guantero que la probaba un par de guantes, al observar que la piel no estiraba bastante: «Les gants ne donnent pas de oui.»
Y vuelvo, a caer en la cuenta de que, de uno en otro asunto, maldito lo que he dicho en esta crónica de política, ni de acontecimientos, ni de nada que pueda interesar; por lo cual aquí la corto, aunque tengo la evidencia de que ni las anteriores ni las que sucedan a ésta han de tener gran interés para el lector.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 101-111.)