Filosofía en español 
Filosofía en español


XXI

Trufas.– Ministerio Ruiz Zorrilla.– Viaje de D. Amadeo.– Nueva nobleza.– La Prensa.– Ministerio Sagasta.– Los cimbrios.– La Internacional.– Malcampo.– La coalición.– Toros.

Si escritores muy notables se han lamentado alguna vez de que apenas se cultiva un género que tiene aceptación, vienen otros muchos a hacer trabajos parecidos, calculen ustedes si podrá extrañar un pobre portero, escritor pedestre, congrio por sus años y pesado por naturaleza, que después de haber principiado a hacer estas crónicas, cunda la afición a hacer trabajos retrospectivos.

Mi instinto –observen ustedes que soy justo y no hablo de mi entendimiento– me hizo creer que el público podría gustar de la índole de este género de prosa –tampoco hablo de literatura,– y me ha pasado lo que a cierto animal muy sustancioso, que es una notabilidad para hocicar en las tierras en que hay trufas: él las hocica, y otros artistas, en cuanto se aperciben de su existencia, las presentan perfumadas, olorosas, limpias y relucientes; volviendo el bicho, del que decía un clásico «que con perdón así se llama» –y no lo nombro– a holgarse en su dornajo, y hasta que otra vez hocique en algo que pueda dar motivo a que otros luzcan ingenio y galanuras de estilo que es el primero en admirar.

Y quedamos en la crónica anterior en que el segundo ministerio de D. Amadeo de Saboya lo presidió D. Manuel Ruiz Zorrilla, que se encargó también de Gobernación; Montero Ríos fue a Gracia y Justicia, Ruiz Gómez a Hacienda, Madrazo a Fomento, Baránger a Marina, Mosquera a Ultramar y el general Córdova fue nombrado ministro de la Guerra e interino de Estado.

Este gabinete, que se conocía en la política por el Gobierno radical, hizo algunas economías en los gastos públicos, y en su tiempo se presentó el presupuesto eclesiástico de Montero Ríos, en el que se daba un grandísimo corte a este género de atenciones.

Por aquella época realizó Ruiz Gómez una emisión de 220 millones de pesetas en billetes del Tesoro y un empréstito de 150, operaciones financieras que fueron brillantísimas.

Hizo el rey un viaje a distintas provincias, entre otras a Logroño, donde, después de visitar al duque de la Victoria, le confirió el título de príncipe de Vergara.

Darían estos viajes motivo para largas crónicas anecdóticas. Logré colocarme, siempre en el ejercicio de mis domésticas funciones, en la comitiva de D. Amadeo de Saboya, e hice el viaje, me parece que por este orden: a Alicante, Valencia, Castellón, Tarragona, Barcelona, Gerona, Lérida y Zaragoza.

En una estación de la provincia de Albacete, que no citaré por si todavía vive aquel gran vividor, se distinguía un caballero ataviado con frac y sombrero de copa, que agitaba con la mano derecha, gritando furiosamente y hasta perder el pulmón:

–¡Viva la casa de Saboya!… ¡Viva la casa de Saboya!…

Y así hasta quince o veinte vivas seguidos, materialmente sin respirar y a grito pelado.

Llamó la atención del rey y la de todos, y cuando Dragoneti –ayudante italiano que vino con el rey a España– preguntó a un senador por Albacete, quién era aquel entusiasta del rey D. Amadeo, contestó el prócer:

–Es un decidido partidario de los poderes constituidos; lo que hoy grita y gesticula no vale nada; si lo hubiera usted visto cuando pasó Doña Isabel II, se quedó afónico ocho días después de los gritos que dio.

En la provincia de Castellón, me parece que cerca de Burriana, cierto alcalde entró en el coche real e intentó espetar al rey un discurso así comenzado:

–Señor rey, los pueblos, los pueblos, señor rey, los pueblos, los alcaldes…

–Señor alcalde –dijo el rey,– los pueblos; agradezco… y con gran vivacidad de ingenio interrumpió el discurso, exclamando: «Está bueno, alcalde; los dos somos nuevos en el oficio y nos imbrogliamos

Fue aquel viaje sumamente curioso: el rey, a muchas de las personas que le obsequiaban, les concedía títulos de Castilla, nobleza que los alfonsinos calificaban de nobleza haitiana y que hizo decir a mi amo, cuando le preguntaron: «¿Marqués de Casa de qué ha nombrado el rey al señor Tal, que le alojó en su casa en tal provincia? –Marqués de Casa de Huéspedes.»

Era D. Amadeo alto, esbelto, de fisonomía más viva que simpática, cortés hasta la exageración –en términos que todavía se recuerda la viveza de sus saludos,– algo aficionado al bello sexo, y tan demócrata en su manera de ser, que se le ha visto muchas veces pasear a pie por los jardines del Retiro, en los tiempos en que se representaba en el teatro El príncipe lila, coincidencia que daba lugar a más de una cuchufleta entre la goma alfonsina de la época.

De lo que decían de sus conquistas, sin que yo ni nadie pueda afirmar la exactitud de los hechos que se relataban, sacó la Prensa de aquel entonces gran partido.

Estaba muy en boga una zarzuela, del pobre Liern, que se titulaba El barón de la Castaña, y un periódico –me parece que fue El Diario del Pueblo– publicó una parodia de ciertos couplets entonces muy populares, que, si no recuerdo mal, decían así:

«Príncipe gentil,
gloria del candil,
liberal de fama,
mi oficio es reinar;
dulce trovador,
también busco amor,
pero cierta dama
me quiere arañar;
mira que mico,
mira que mico,
que mi corazón quizás
muerto verás.»

Por aquí puede juzgarse de cómo se escribía en aquellos tiempos.

Y esto no es nada, porque se llegó a publicar un periódico en papel de estraza, que se titulaba así y tenía el siguiente lema:

La Loca Gamos.

«Al pan, pan; al vino, vino, y al radical…» y aquí la palabra de Cambrone.

Mientras el público se ocupaba de estas y otras cosas, iban poco a poco las ambiciones políticas minando la fuerza del gabinete radical.

Con motivo de la elección de Presidente del Congreso –esto fue el día 2 o 3 de Octubre,– y habiendo el Gobierno presentado a Rivero como Presidente, lo derrotó Sagasta, apoyado por los alfonsinos, los carlistas y los unionistes, y el Gobierno de Ruiz Zorrilla presentó la dimisión. Después de consultas con Olózaga, que era Embajador en París, y con Sagasta, que no quiso ser Gobierno, llamó el Rey a Malcampo, que fue Presidente y Ministro de Marina y Estado; Basols, de Guerra; Alonso Colmenares, de Gracia y Justicia; Angulo de Hacienda; Montejo, de Fomento, y Balaguer de Ultramar.

La Tertulia progresista, fundida con los cimbrios, hizo una guerra cruda al nuevo Ministerio.

Muchos de los actuales lectores de periódico ignoran de seguro lo que eran los cimbrios, y aquí viene como anillo al dedo copiar un parrafito de un librejo anónimo de aquellos tiempos, que después de describir a los progresistas de por entonces, decía de los cimbrios:

«Los cimbrios son mozos, más listos. A fuerza de predicar el adelanto de los intereses materiales, son capaces de cortar un pelo en el aire. No se admiten más que Ingenieros y Abogados. Su niñez no presenta caracteres uniformes. Todos han leído a Smith, a Bastiat y a Ahrens. Son economistas y de los primeros que han leído a Pelletán. Creen que la política sólo es un medio de mejorar las condiciones de la vida social. Como es justo, principian por mejorar las suyas. Conocen a Kant, Krause y Hegel. Hablan mucho de América. No hay que olvidar su afición al desarrollo de los intereses materiales. Fueron los primeros que popularizaron la palabra meeting. No perdonan ocasión de defender las democracias. Frecuentan las clases elevadas. Adoran la música y se manifiestan acérrimos defensores de las artes. Mantienen buenas relaciones con la alta banca. Se visten bien. Fuman buen tabaco. Distinguen un beefsteak de un Chateaubriand, y no preguntan, como los progresistas, si la salsa mayonesa viene de Mahón. Todos gastan anteojos. El estudio debe haberles acortado la vista. En verano salen a baños: nunca en tren de recreo. Hablan mal del ejército permanente y van a caza con los generales.

Cuando se les habla de los progresistas, sus indisputables antepasados, se sonríen.»

Los cimbrios, que constituyeron lo que ahora se llama el mundo intelectual de la Revolución de Septiembre, que tenían indudable superioridad de preparación política para la gobernación moderna de los pueblos, a pesar de todas las bromas de que fueron objeto en su época, se afiliaron resueltamente al bando de Ruiz Zorrilla, y alguno de ellos fue de los que en la manifestación del 4 de Octubre dieron vivas al Gobierno radical y mueras a Sagasta y a los traidores.

Por aquel entonces, y siendo Candau Ministro de la Gobernación, se discutió en el Congreso la existencia legal de la Internacional, discusión que apasionó mucho los ánimos y en la que intervinieron oradores tan importantes como Castelar, Salmerón y Alonso, Nocedal y otros.

Candau sostuvo la ilegalidad de la Internacional, lamentándose de que ni el Poder Ejecutivo ni los Tribunales hubieran intervenido en el asunto, y ni el Gobierno, ni las Cortes, ni la Prensa sabían, ni puede que todavía sepan, que el día 5 de Octubre de 1871 el promotor fiscal del Juzgado de primera instancia de Carmona, D. Manuel Mendo de Figueroa, en cumplimiento de lo que creía su deber, denunció al Juzgado a la Internacional como asociación ilícita, haciendo en esta denuncia una explicación del concepto de la moral pública, que no había sido hasta entonces definida por nadie.

Mendo de Figueroa, que pertenecía a aquella pléyade dé jóvenes que terminaron la carrera en 1864, y que se llamaban Paco Silvela –entonces se le decía así,– Pepe Muro, Alberto Aguilera, Joaquín López Puigcerver, Juan Álvarez Guerra, Eugenio Sellés, Enrique Ucelay, Manuel Eguilior, Santiago Liniers, Antonio Vázquez Queipo y otros desconocidos de hoy, creo que vegeta en una Audiencia, después de haber llamado la atención en muchas de España por la brillantez de su palabra y el modernismo que ha sabido traer principalmente al Derecho penal contemporáneo. Cuando recuerdo a los antiguos amigos de mi amo, y cuando veo que éste no ha podido hacer por mí más que darme una plaza de portero, lamento que no se haya pasado la vida en las tertulias y en los comedores de los grandes hombres, que es donde hoy se hacen las carreras.

El Ministerio Malcampo sufría cruda guerra, y cuando ya parecía que estaba caído –esto fue por Noviembre del 71,– Romero Robledo hizo su célebre discurso de siete horas para dar lugar a que el Presidente del Consejo pudiera hablar con el Rey y obtuviera el decreto de suspensión de sesiones, que se leyó en el Congreso de madrugada en medio de un jollín de primer orden.

La disparidad de criterio sobre la manera de entender la vida de la Internacional, la gran cantidad de republicanos que vencieron en las elecciones municipales, hicieron que el Ministerio Malcampo presentara la dimisión, siendo Sagasta llamado a presidir el Gabinete. Entonces se hablaba por algunos de la necesidad de orear Palacio, y como Ruiz Zorrilla tenía mucha fuerza en la opinión y en las Cortes, Sagasta quiso a todo trance disolverlas: lo logró convocando nuevas elecciones para el 24 de Abril y remendando el Ministerio con Martín Herrera, Romero Robledo, que fue entonces Ministro por primera vez, Camacho y el general Rey.

Vinieron aquellas célebres elecciones de coalición, en que se juntaron Figueras con Barzanallana, Castelar con el Conde de Toreno, Ruiz Zorrilla con Nocedal, y Martos con Canga Arguelles. El Gobierno y las oposiciones hicieron una campaña electoral curiosísima, y si en estas crónicas se pudiera hacer algo más que generalidades, con el estudio de aquellas elecciones, en que todos pusimos nuestras manos –yo repartí candidaturas,– se podría escribir un curioso libro sobre lo que llamaba mi amo prolegómenos del Derecho parlamentario.

Mientras en la política oficial se desarrollaban estos acontecimientos, el movimiento carlista tomaba grandes proporciones, y la guerra en América se agigantaba por instantes. Madrid, como siempre, lo pasaba alegremente: si por la mañana había manifestación, por la tarde había toros y por la noche estaban los teatros llenos y los Jardines de bote en bote, y sobre todo, el público muy preocupado, porque casi coincidía con lo tirante de la situación política la construcción de la nueva Plaza de Toros, cuya inauguración ha de darme lugar a otra crónica, que bastante hemos hablado ya de política y otros excesos, resucitando tiempos en que eran jóvenes algunos que todavía pretenden seguir siéndolo, y no lo digo por mí, a quien han dado ya el canuto los chicos de la Prensa.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 239-250.)