Filosofía en español 
Filosofía en español


XXV

El toreo.– La plaza vieja.– Un poco de filosofía sobre los toros.– Grecia y Roma.– Algo de historia.– Los toros y los Papas.– Costillares.– José I.– Fernando VII.– Lo que sé.– Teorías.– Práctica.

Creerán ustedes que yo no soy inteligente en el arte del toreo y es porque ignoran que, como he sido de todo, fui una temporada mono-sabio, y otra bastante larga iba al 3 de la plaza vieja, y en ella en el antiguo café de la Iberia, he cultivado la amistad de Joaquín Marraci, de Santa Coloma, del Marqués del Sobroso, de D. Pedro Agüera, de D. Eduardo de La Loma y de otros aficionados antiguos, sin dejar de haber tratado después a Sentimientos, a Don Modesto, a los Rafaeles, a Salvador, con quien fui miliciano de Caballería en el escuadrón que mandaba el Marqués de Bogaraya, por todo lo cual, y a pesar de no estar en la primera juventud, cuando me pongo, tengo todavía una pinta flamenca que quita el sentío.

Principiaré por decir que, en mi concepto, distan mucho las fiestas de toros de ser bárbaras, y que los cultos romanos en las que daban a Flora y a Cloris, y en las que se verificaron en Lemuria, presentaban funciones en las que el sport consistía en espectáculos indecentes, con detalles tan humanitarios como el de arrojar al Tíber treinta ancianos y otros divertimientos parecidos.

Grecia se afanaba por ver a los gladiadores morir unos a manos de otros: los estirados ingleses se vuelven locos por la lucha a puñetazo limpio, y recientemente en París un francés y un inglés han dado la fiesta –todo esto por sport– de deshacerse a coces y a puñadas. Me parece que al lado de estas diversiones, los toros resultan una especie de cátedra de estudios superiores del Ateneo de Madrid.

Para demostrar a ustedes mis conocimientos en la materia, les diré que el origen de las fiestas de toros se pierde en la noche de los tiempos –esta frase estuvo muy de moda en el año 40 del pasado siglo;– unos sostienen que las importaron los romanos, y otros que los árabes, y estos últimos demostraron gran destreza, tanto a pie como a caballo, en las fiestas de toros; pero así y todo, parece probado que las primeras fiestas de toros que se dieron en local cerrado, fueron en el año 1100. Si siguiera este estudio cronológico, se me presentaba ocasión de dar a ustedes una lata taurómaco-histórica, digna de cualquier académico de la ídem; pero como soy generoso, doy un pequeño salto de cuatrocientos años, para decirles que en el año de 1500, Doña Isabel la Católica presenció una corrida de toros que debió resultar un poco desigual, cuando la Reina estuvo para prohibirlas, y posteriormente el Papa Pío V dio su famosa bula excomulgando a los Príncipes cristianos que autorizasen estas fiestas. Y el buen pueblo español, siempre dispuesto a obedecer a los que mandan, a cada prohibición contestaba con nuevas corridas en que los señores y el pueblo se divertían grandemente, llegando el caso de que los teólogos de Salamanca sostenían que los clérigos podían concurrir lícitamente a las fiestas de toros.

¿Qué más? Carlos V –¡cómo domino la historia!,– a pesar de ser un Monarca exótico, como diría Zorrilla, mató un toro en la Plaza Mayor de Valladolid, cuando las fiestas del nacimiento de su hijo D. Felipe.

En tiempo de Felipe IV, se rejoneó y alanceó, y se creó la espinillera, que hoy llamamos mona, y que sirve para librar la pierna de las cornadas del toro.

Fernando VI construyó varias plazas, y a pesar de las bulas, la curia romana se revotó, porque, como dice un historiador, advirtió que las censuras no habían servido de nada para impedir la fiesta, y que esto, antes aumentaba el escándalo que lo disminuía.

En fin, el Padre Castañeda, de la Compañía de Jesús, fue uno de los que primero han escrito sobre materias taurinas; de modo y manera, que pueden ustedes calcular cómo la historia informa la afición que sentimos por la fiesta nacional, que hace poco más de un siglo estableció reglas fijas para torear, y que, a mediados del XVIII, en tiempos de Fernando VI, construyó la Plaza de Madrid, y en esta época un torero llamado Juanijón, que picaba toros a caballo; pero a caballo sobre otro hombre, espectáculo verdaderamente pistonudo que es lástima que no hayamos presenciado. Carlos III quiso prohibir los toros, pero le salió la criada respondona, y aquel gran Rey tuvo que hacer lo mismo que los Papas, envainársela, que dicen los modernos, cuando necesariamente cambian de opinión. En el reinado de Carlos IV y María Luisa tuvo su apogeo la fiesta de los toros. Francisco Romero y sus hijos ilustraron la lidia, y sobre todo, Joaquín Rodríguez (Costillares), apasionó a los aficionados e inventó el volapié, porque, como él decía, al que no viene, hay que ir a buscarlo. José I, el Rey franchute, como en Madrid se le llamaba, fue entusiasta de los toros; pero como presidian las corridas Autoridades francesas, el buen pueblo madrileño no acudía a ellas; y se dio el caso de que los soldados tuvieran que hacer levas, obligando a las gentes a que por fuerza presenciasen el espectáculo.

Fernando VII, de quien todos esperaban grande incremento para la fiesta nacional, salió por peteneras y prohibió las corridas; y desde 1814 hasta 1815, Madrid estuvo privado de estas fiestas. Pero el Rey, que tuvo que hacer lo que Carlos III y lo que los Papas, se vio obligado a restablecer la fiesta, e hizo más, creó en 29 de Mayo de 1830, de Real orden, una Escuela de tauromaquia en Sevilla, y nombró Rector de aquella Universidad al gran Pedro Romero, y por entonces se presentó en la Plaza de Madrid el inolvidable Francisco Montes, y algunos años después, por 1844, surgen Cúchares y el Chiclanero, y vean ustedes por dónde hemos llegado a la época contemporánea.

Claro es que hombre que sabe de estas cosas tanto como yo, ha estudiado la historia de Francisco Romero, del Africano, de Cándido, de Costillares, de Pedro Romero, de José Delgado, de Curro Guillén, del Sombrerero, del Morenillo, de Rigores, de Cúchares, del Chiclanero, del Salamanquino, de Cayetano, del Lavi, de Desperdicios, de Pepete, del Tato, de Bocanegra, del Gordito, de Lagartijo, de Francisco Arjona, de Frascuelo, de Chicorro, de Hermosilla, de Cara-ancha, de Ángel Pastor, de Mazzantini, del Guerra y algunos otros que todavía hoy aplaudimos a diario.

Para acabar de demostrar mis profundos conocimientos en la materia que hoy trato, les diré que sé que el apartado es el acto de enchiquerar los toros, conduciéndolos de los corrales a los jaulones; que es toro aplomado aquel que no acomete más que sobre corto; que se llama arranque al momento que el toro parte o se dirige al bulto; que la banderilla, la clásica, sólo debe tener 70 centímetros; que bravucón es el toro que manifiesta poca ferocidad y valor; que capote es la capa de lujo que usa el diestro; que las varas largas se llaman castigadoras; que citar no debe aplicarse más que al espada, y, por último, que en las plazas debe haber un orden a que generalmente no estamos acostumbrados.

Los picadores deben colocarse a unos diez pasos el primero y a veinte el segundo de la salida del toril. Cuando hayan de salir de los tableros, deben hacerlo rectamente y a la cabeza del toro, sin acercarse más de metro y medio.

Los peones no deben amontonarse, como lo hacen hoy al lado de los picadores, bastándole a cada uno un buen capote, porque cuando el toro ve a muchos, desparrama la vista.

Lo mismo digo del lance de poner banderillas al sesgo, para auxiliar el que, basta también con dos capotes. El banderillero debe colocarse siempre en los medios o en los tercios de la plaza, dejando al toro el terreno de adentro: las banderillas a media vuelta deben citarse siempre a muy corta distancia, y en las que se coloquen al sesgo o quebrando, debe medirse muy bien el terreno.

Para pasar los toros en pases regulares y naturales, el matador debe colocarse delante de la cuna del toro, cuadrada la muleta; en los pases de pecho debe colocarse más corto y más en el centro de la suerte, y en los cambios, que muchos confunden con los pases, debe colocarse el matador a más distancia.

Esto y algunas cosas más las sabía Montes, y las sé yo, que a pesar de todo me acuerdo de una vez que toreé, y que con todos estos conocimientos y después de haber consultado con un gran torero que me explicó por dónde y cómo había de salir, me cogió el bicho sin darme lugar a lucimiento de ninguna especie, y recuerdo que al entrar en la enfermería, le dije a mi Mentor:

–Maestro, yo he hecho todo lo que usted me ha dicho, pero el toro no.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 287-294.)