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España en las Exposiciones Universales desde 1850.– En Londres.– El Palacio de la Industria.– Toledo en los Estados Unidos.– Viena.– En Filadelfia.– La de París de 1878.– La Exposición de Barcelona.– Ríus y Taulet.– Una opinión.– La de París de 1889.– D. Matías López.
La primera Exposición universal a que España concurrió fue a la de Londres, en mil ochocientos cincuenta y uno, Exposición que se celebró en Lydanham. Londres era por aquel entonces, para la mayor parte de los españoles, un pedazo de tierra cuyo conocimiento estaba exclusivamente reservado al general Cabrera y a Montesino, únicos que, según el criterio del resto del país, tenían derecho a hablar de Inglaterra, que hasta para los más ilustrados representaba algo así, como lo que hoy representa la China para los incultos, y en aquella Exposición poco hicimos, limitándonos principalmente a productos naturales.
Fuimos también –y entonces era yo un chaval lacayito de cierta condesa española que vivía en la Mailmaison,– fuimos, repito, oficialmente a la de París de mil ochocientos cincuenta y cinco, que se celebró en el Palacio de la Industria de los Campos Elíseos, y España presentó ya su Seccioncita y me parece que uno de los comisarios fue un Sr. Lasala, ingeniero de minas.
Ya principiábamos a saber exponer, pero todavía ni aun conocíamos el tecnicismo de los certámenes, ni había especialistas en Exposiciones, que ya se han creado en España, ni más ni menos que hay especialistas en Hacienda.
Recuerdo que llevamos muestras de nuestros trigos, me parece que de la provincia de Toledo y del pueblo de Vargas, y los presentamos en un saco de arpillera, con los rebordes retorcidos para fuera, ni más ni menos que como se venden las alvellanas en la feria. Hoy, hasta alguno de los que intervienen oficialmente en las Exposiciones, sabe que los granos deben exponerse en cajas con tapas de cristal.
Progresamos; ya lo dije en otra ocasión: el mundo marcha; el Cid correría delante de cualquier chulo que tuviera un revólver, y Justiniano no serviría para registrador de la Propiedad.
Y tanto progresamos, que aquel trigo de Vargas que se expuso en París en mil ochocientos cincuenta y cinco, cuenta la tradición que sirvió de muestra a cierto norteamericano para comprar una gran partida de ciento diez libras, y de muy buen cristal –¡lo que sé de agricultura, cielo santo!– cuyo trigo, de grano poderoso y germinador, sembrado en la tierra virgen de América, dio por resultado el soberano cereal con que hoy nos inundan los Estados Unidos.
Fuimos después a la de París de mil ochocientos sesenta y siete, celebrada en el Campo de Marte, y ya entonces comenzamos a llevar productos industriales; fueron los damasquinados de Eibar, productos siderúrgicos de Asturias y Vizcaya; nuestra pintura, muy en boga ya en París, tuvo representación, y se hizo, principalmente en aguas minerales y algo en vinos, un papel muy airoso.
A la de Viena de mil ochocientos setenta y tres, a aquella Exposición celebrada en el Práter y cuyo Palacio de la Rotonda tanto sorprendió a los inteligentes, también fue España oficialmente, y ya estuvieron Emilio Santos y López Fabra, entre otros, formando parte de la Comisaría. Un respetabilísimo hombre público, que no cito porque todavía vive y es tan respetable y tan tonto y más viejo que entonces, vio por primera vez comer caviar fresco en cierta cervecería titulada Dreher; se espantó y escribió en un libro de apuntes: «Los generales austríacos son tan puercos, que comen excrementos de ratones con manteca y gotas de limón.»
A la Exposición de Filadelfia fue a representarnos López Fabra, uno de los hombres más modestos, más inteligentes y más conocedores de los problemas económicos de España; en este certamen me parece que estuvo también Alfredo Escobar, y aunque se procuró y se logró representar a España en buenas condiciones, la circunstancia de no celebrarse el certamen en Europa le quitó mucho interés entre los productores e industriales españoles.
Hasta aquí llega lo que podría llamarse historia antigua de lo que España ha hecho en las Exposiciones Universales. Hasta 1878 habíamos concurrido, más o menos oficialmente, a seis Exposiciones: dos en Inglaterra; una en 1851 en Lydanham, y otra en 1862 en el extraño edificio de Kensington; dos en París, una en el Palacio de la Industria y otra en el Campo de Marte; la de Viena y la de Filadelfia.
En la Exposición Universal de París, de 1878, en la que fui ordenanza e instalador de alguna sala, España tuvo ya una gran representación. La Comisaría regia la presidía D. Francisco de Asís, y España ocupó una superficie de más de 2.500 metros, obteniendo 20 grandes premios de honor, 28 diplomas de oro y 147 medallas del mismo metal.
Principalmente en los vinos, los jurados llegaron a gritar ¡hurra por la Rioja! Fue comisario Emilio Santos; secretario, Fernández Neda; representaciones de nuestro ejército estaban encargadas de la vigilancia de las salas, y de esta Exposición del 78, en la que intervine bastante –como siempre en mis funciones de escalera abajo– he de decir poco en esta crónica, porque incidentalmente me he ocupado de ella en otras, y dos tomas de una misma lata es abusar del público.
Conste, sin embargo, que de esta Exposición arranca el período en que algunos españoles han comenzado a estudiar bajo sus distintos aspectos estos grande certámenes. Una revista que se titula La Raza Latina, y que se publicó en francés y en español durante catorce años, publicó un estudio de esta Exposición, que valió al director propietario de aquélla, a quien he servido muchos años, que el Gobierno francés le otorgase una medalla Pour services rendus.
No concurrió, sino que hizo España una Exposición Universal en 1888 en Barcelona, en la que la capital del Principado dio gallarda muestra de sus iniciativas y del poderío de su industria.
Ríus y Taulet, el hombre que en la época moderna ha hecho más por el progreso de Barcelona, eficazmente ayudado por Girona, Durán y Bas, Comillas, Roger y Vidal, Rouvier, Pironzini y algún castellano que no nombro, logró que aquel certamen fuera brillantísimo, y concurrieron a él la mayor parte de las provincias españolas, Bélgica, Francia, el Japón, Italia, Austria, la Argentina, Montevideo y otras naciones.
Hubo allí periodistas de todos los países; se reunieron la mayor parte de las escuadras del mundo; se inauguró un magnífico monumento a Colón; se levantaron el Palacio de la Industria, cuya nave central medía 100 metros de longitud por 28 de anchura; el de Bellas Artes, el de Ciencias y pabellones de Agricultura; el Estado hizo una instalación militar sumamente notable; Filipinas adornó una sala especial; la Sección arqueológica, a que contribuyó la Casa Real y las Catedrales, fue sorprendente; visitaron la Exposición muchos Jefes de Estado, y los edificios, la sala de máquinas y el Parque, no lo olvidarán seguramente los que tuvieron la suerte de visitarlo. Dos libros se han escrito sobre aquella Exposición: uno titulado Cuarenta cartas y otro Guía de la Exposición de Barcelona, ambos de cierto literato congrio con quien me unen algunas relaciones, y realmente, la Exposición Universal de Barcelona constituyó un gran progreso para España.
Yo, que aun desde mi portería me permito tener opinión propia, creo que cuanto se dice de separatismo catalán es sencillamente una preocupación: habrá unas docenas de chiflados que piensen en esto; pero Cataluña está unida al resto de la nación por el corazón y por el bolsillo; por el corazón, lo acaba de demostrar en la catástrofe de Ataquines, como lo demostró en la guerra de África y lo ha demostrado muchas veces, y por el bolsillo, lo está también, porque el único mercado de su trabajo y de su industria está en todas las provincias.
De la misma manera que, hablando a todas horas de agitación carlista, se llegó a creer que la había, de la misma manera, con tanto hablar de lo que no existe, crea un falso estado de opinión.
Barcelona, que fue la primera ciudad de Europa que estableció el seguro marítimo y las Ordenanzas de los gremios, y fundó el primer Banco de Cambios y la Academia de Buenas Letras más antigua de España; que estableció el primer servicio de diligencias y fletó el primer buque de vapor que ha navegado con bandera española; que es la primer ciudad que se alumbró por gas; que en 28 de Octubre de 1848 vio partir el primer tren que ha recorrido territorio español, y que ha celebrado la primera Exposición Universal, no merece que se la calumnie suponiéndola enemiga de sí misma.
Y conste que no soy catalán.
La Exposición de París de 1889, a que no concurrimos oficialmente por distingos y por cuestiones que no son de este lugar, estuvo muy bien representada por el Comité español, que presidia el inolvidable D. Matías López, quien, con una constancia y un desinterés absoluto, defendió la causa nacional como pocos. Le acompañaron en esta tarea D. Antonio Batanero, D. Tomás Caro, D. Enrique Gade, D. Bernardino Martorell, D. Enrique Mélida, D. Miguel Moya, Don Juan Navarrorreverter –el autor del libro Del Turia al Danubio, y uno de los hombres más inteligentes en cuestiones de Exposición como en muchas otras,– D. Mauricio Poupiniel, D. Francisco Rivas Moreno, Don Salvador Vidal y algunos más, en los Comités de París y en el de Madrid trabajaron mucho y lograron para España quince grandes premios de honor, ciento noventa y tres medallas de oro, cuatrocientas ochenta y ocho de plata, trescientas setenta y nueve de bronce, trescientas cuarenta y tres menciones honoríficas, lo que, sobre dos mil doscientos expositores, da una proporción de sesenta y cuatro por ciento.
Comparado este resultado con el que obtuvimos en Londres en 1851, se ve lo que España ha progresado en estas materias, como se verá desde el 14 de Abril de 1900 lo que ha andado nuestra industria en estos últimos diez años.
(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 335-344.)