Filosofía en español 
Filosofía en español


XLI

La Universidad de Madrid en el siglo pasado.– Bocolo.– Rector y bedeles.– Camús.– El conde de Toreno y otros.– La Jesusa.– Los que quedan.– Los que han muerto.– Los textos de entonces.– La cuestión del marqués de la Velada.– Sanz del Río.– D. Fernando Castro.

Ejercía de maestro de ceremonias, se llamaba Bocolo, tenía patillas de picador, y era, por decirlo así, el bedel mayor. Entonces los bedeles gastaban sombrero de copa, y en las grandes solemnidades trajes tan vistosos, que si Ceferino Palencia los llega a conocer, hace una comedia de espectáculo sobre la Universidad de Madrid desde los años del 58 al 67.

El portero se llamaba Soria; Díaz, Maximino y Quintín actuaban de bedeles conocidos; Corral era rector; Mariño secretario; Amador de los Ríos, decano de Filosofía y Letras; Palou de Teología –porque la Teología era Facultad;– Novar y Coronado explicaban Derecho romano; Laso (D. Eustoquio) –aquel que en su Derecho mercantil decía que era navío «toda nave grande o pequeña que navega por la mar»– explicaba Derecho civil; Aragón, que era ya un conato de catedrático a la moderna, pronunciaba discursos elocuentes sobre Economía política; Camús, el gran Camús, uno de los humoristas más salados que han existido en el pasado siglo, explicaba Literatura latina, y decía describiendo a las cortesanas del tiempo de Nerón: «La cortesana con túnica escotada, luciendo el pie y la pierna, de carnes mórbidas, suelta la rubia cabellera, entreabiertos los labios y la nariz al viento como quien olfatea el placer…»

–Quisiera verla –exclamó un alumno.

–Cállese el discípulo –dijo el Sr. Camús;– para esto, antes está aquí vuestro viejo maestro de Literatura.

Tenía la Universidad, por los tiempos de que me voy ocupando, un carácter totalmente distinto del de ahora.

Conservaba algo de la tradición de las antiguas Universidades y comenzaba a tomar el aspecto de las escuelas modernas; pero los estudiantes, que todavía no habían formado la Unión escolar, tenían obligación de asistir a clase, donde todos los días se pasaba lista y a las treinta faltas se perdía el curso; no había enseñanza libre, y se estudiaban un año detrás de otro los siete de que, con el doctorado, constaba la carrera de Derecho.

Yo solía acompañar a mi amo y le llevaba los libros –porque entonces, allá por los años del 59, los estudiantes juiciositos iban con su criado,– y por aquella época conocí a Paco Silvela, que vivía en la calle de las Infantas, y estudiaba primero o segundo año de Derecho con chaquetilla y gorra; a Puigcerver, con sombrero de copa eternamente y siempre acompañado de Miguel Monares y Domínguez Ubayo; al Conde de Toreno, no al actual gobernador, sino a su padre, también siempre con bimba, y constantemente acompañado de su primo Antonio Vázquez Queipo, a quien llamaban el pollo cochinchino por su aventajadísima estatura; a Fernando Aguilera, Pepe Cavanilles y Serafín Cánovas, trinidad inteligente –desgraciadamente, todos han muerto jóvenes;– a Gamazo, ya serio desde jovencito, con un radglán color verde botella; a Alberto Aguilera, aficionadísimo a la caza, peritísimo en latín, ya desarrolladito y también con sombrero de copa; a Santiago de Liniers, que usó el primer carrik y los primeros guantes con costura que vieron los claustros universitarios, siempre acompañado de su primo Vicente La Hoz, hijo de D. Pedro, director de La Esperanza, joven –el Vicente, no Don Pedro– tan simpático como carlista; a Cruz Ochoa, que era guardia civil, y para entrar en clase dejaba el machete en la portería; a Ramón Chico de Guzmán, después Marqués de la Real Piedad, que ya hacía versos, muy buenos por cierto, y algunos de un humorismo desconocido en aquellos tiempos.

Véase la clase.

Había una cierta señora, amable y alegre, de una moral algo acomodaticia, y en cuya casa se reunían varias muchachas bastante expansivas. Esta señora se llamaba Jesusa. Y decía Ramón:

«Derramemos nuestro oro
sin poner tasa ni excusa;
ya encontrará la Jesusa
quien lo gane con decoro.»

¡Qué tiempo! De aquella juventud, que estudiaba por planes atrasadísimos, han salido hombres como Martos, Ruiz Zorrilla, Moret, Sellés, Balbín, Ucelay, Diez Macuso, Álvarez Guerra, Muro, el Marqués de Sardoal y otros muchos que ilustran la política, la toga y las letras.

De aquella pléyade han desaparecido otros: Bazaga, magistrado integérrimo; Leal, poeta de vuelos; Carlos Sanjuán, juez distinguido y gran decidor; Álvarez Bohorques, que fue de los primeros que murieron; Antonio Lobo, que ya hacía zarzuelas por el año 60; Gozalo, que fue alto funcionario y murió no hace todavía muchos años; Múzquiz, que tanto figuró en la guerra carlista; Navarro Ituren, jefe que fue de los conservadores de Zaragoza; Javier Lapiedra, distinguido abogado; Manuel Betegón, funcionario inteligente y hombre honradísimo, muerto hace muy poco tiempo; Celestino Rico, que tanto figuró en los partidos liberales; Felipe Pelayo, víctima de la insurrección de Cuba; Ángel Mansi, eterno director de Correos, con los sagastinos, mientras ha vivido; Esteban Pinel, uno de los fundadores de El Año 61, periódico curiosísimo, del que he de ocuparme en otra crónica; Casimiro Egaña, después Conde de Egaña; González del Busto, uno de los funcionarios más inteligentes que ha tenido la Hacienda española; Ricardo Castro, político bullidor y casi jefe de los conservadores de Albacete, y muchos más se han separado para siempre de nosotros, dejando a su paso por el mundo profunda huella de sus conocimientos y sus condiciones.

No. No debía ser tan atrasada aquella forma de enseñar, cuando de ella han salido tantas ilustraciones del país, y hasta los mismos reformadores de la enseñanza, muchos de los que todavía son prueba viviente de lo que en aquéllos se aprovechaba el tiempo.

Los textos costaban mucho menos, y de los programas no se diga. Podría escribirse un libro con las agudezas y los chistes con que muchos respetables hombres públicos de hoy entretenían los ocios de mi amo y de sus compañeros.

Explicaba disciplina eclesiástica D. Vicente Lafuente, cuyo segundo apellido no me atreveré a estampar, y tenía mucho interés por sacar adelante en los exámenes a cierto, hoy altísimo, magistrado, que no se distinguía por su asiduidad en asistir a clase. La víspera del día en que el examen se verificaba, explicó Lafuente las cuestiones que, con motivo de las regalías, había mantenido el Marqués de la Velada.

Llegó nuestro estudiante, a quien para llamar de algún modo llamaré Manolito, a sentarse en la silla del examinando.

–¿Qué sabe usted de la cuestión del Marqués de la Velada? –le preguntó Lafuente.

–¿Pues qué? ¿Ha pasado algo? No sé nada. Vengo directamente de mi casa.

Andonaegui explicaba Derecho canónico, y hubo de preguntarle a uno de nuestros hoy más conspicuos políticos:

–¿Sabe usted qué son iglesias frías?

–Si, señor. Las que están al Norte de Europa.

Los grados, principalmente el de doctor, se tomaban con grande solemnidad; había música, asistían señoras y derramaban lágrimas cuando el graduando, hablando del matrimonio, decía que «eran un hombre y una mujer que se deshacían en un ángel, y que el amor es la tela de la Naturaleza bordada por la imaginación».

Sanz del Río, Canalejas, Castelar, Don Fernando Castro y otros eminentes profesores habían sembrado con fruto la semilla liberal en aquella juventud, y aunque Catalina, Laso, Coronado y algunos otros eran algo neos –como por entonces se decía,– la Universidad era progresista, los demócratas apenas si se conocían, y los estudiantes de mi tiempo en todas las cuestiones caían del lado de la libertad.

Muchos conservadores de hoy corrieron que se las pelaban la noche de San Daniel, y hasta alguno estuvo en las barricadas el 22 de Junio del 66; y, sin embargo, había una disciplina escolar, que yo no sé si representa o no un retroceso, pero que producía que los escolares fueran una multitud que tenía un solo corazón y que se amaba estrechamente.

Viejos los que quedan, todavía conservan lazos de amistad y se han ayudado y se ayudan en todos los trances de la vida.


(Juan Valero de Tornos, Crónicas retrospectivas, Madrid 1901, páginas 437-444.)