Capítulo XII Idea general del Renacimiento
La Edad media conservó asaz vago recuerdo del clasicismo, por lo cual el Renacimiento, intermedio entre dos magnos ciclos, es a la vez una reacción y una liberación.
Un cúmulo de acontecimientos contribuye a la inmensa explosión de vida que se llama Renacimiento. La toma de Constantinopla por los turcos esparce por Europa los textos griegos que la cristiandad occidental no conocía; el comercio se vitaliza, venciendo las distancias, por la invención de la letra de cambio; la pólvora inutiliza los castillos, y la arquitectura los transforma en palacios; la castellana se convierte en señora; renace el arte helénico con la pureza y armonía de sus formas; la imprenta difunde las ideas y el grabado refuerza la impresión artística; las lenguas romanas se constituyen definitivamente; el pensamiento quebranta el formalismo escolástico; la sociedad feudal se hunde; nuevos ideales se levantan, y parece que un soplo de vida circula por las venas de una nueva humanidad.
En la esfera de la especulación, la evidencia subjetiva se sobrepone a la prueba testifical y la conciencia se erige en arbitro supremo, ora dirigiendo su mirada a la luz exterior en que se bañan los objetos y los fenómenos de la naturaleza, ora escudriñando las intimidades del pensamiento.
Al par que se rompe la unidad católica, se inician las grandes unidades políticas. La centralización que hoy sofoca, oprime y aniquila la vida de los pueblos latinos, [118] entonces fue necesidad del tiempo y cooperó al florecimiento literario, surgiendo las edades de oro en casi todas las naciones europeas. La unidad política aceleró la marcha unificativa de los idiomas, la imprenta dilató el radio de acción de los focos culturales, y el olvido de los dialectos aumentó el aún escaso público de los autores.
La formación definitiva o casi definitiva de las nacionalidades acabó de determinar el carácter de cada una, y así cada literatura adquirió fisonomía propia, se individualizó en el concierto de la civilización moderna, y, al aceptar una misión privativa, se conquistó el derecho a un lugar indiscutible en la historia de la civilización.
Los peligrosos viajes, los increíbles descubrimientos, inflamaron la fantasía de la humanidad, abriendo un nuevo ciclo épico ante sus ojos, en tanto que el renacimiento clásico despertaba el amor a las formas puras y armoniosas en que debían encarnar los entrevistos ideales de un espléndido porvenir.
Una actividad febril invadió a la humanidad, que tornaba con los progresos de la madurez a la alegría de la infancia, y religión, ciencia, arte, industria, organizaciones sociales, estados políticos, todo se vio conmovido y transformado por el impulso audaz de aquella inmensa renovación; Colón ensancha la tierra, Copérnico los cielos y Gutemberg la inteligencia. La prensa nivelaba los espíritus, en tanto que la pólvora nivelaba a un tiempo el territorio y las clases sociales La propiedad se espiritualizó al convertirse en crédito, y el palacio artístico y risueño destronó al sombrío torreón y la oscura poterna. La ciencia se democratizó sacudiendo el hieratismo y descendiendo, como en una Pascua espiritual, en mil variadas lenguas para comunicarse con los pueblos, y los nuevos idiomas, al contacto de ideas para ellos desconocidas, se pulieron y vigorizaron, dignificándose para interpretar las más altas concepciones humanas.
La prosa adquiere en la Edad Moderna la importancia natural de un elemento llamado a ser medio común de las [119] inteligencias, a interpretar necesidades más apremiantes, si no más reales, que la poesía, y a encarnar aspiraciones antes no sentidas o apenas vagamente vislumbradas.
Con la importancia de la prosa se acelera el conocimiento de ciertos géneros ya con recursos para más amplio desenvolvimiento. La Historia se depura con la crítica; la Novela se amplía con todo el movimiento intelectual y va minando el terreno a la Poesía; la Didáctica se vigoriza en intensidad y en extensión, viendo aumentarse cada día su público y sus sacerdotes; la Elocuencia, sepultada en el fondo de los escombros de las libertades griega y latina, reaparece a los albores de las emancipaciones modernas, e interpreta el alma de la santa renovación.
El primer efecto general del Renacimiento en Europa fue una alegría infinita que inundó las almas. Al despertar la naturaleza, encerrada por diez siglos en olvidada tumba, pareció renacer aquel sincero regocijo de los tiempos clásicos; pero esta animación no era, como antiguamente, la plenitud de la vida en un ideal conocido y realizado, sino el fervor de una esperanza que, fundada en lo conseguido, juzga que todo es accesible a su esfuerzo. Así la alegría del Renacimiento carece de la serenidad clásica, y muestra la inquieta curiosidad de una generación acosada por la sed de saber. {(1) Discurso pronunciado por el autor en la Universidad de Madrid (1905).}
Cansado su pensamiento de torturas, aún estremecida por los terrores milenarios, Europa volvía el rostro y brindaba sus labios al ósculo fecundante de la sabiduría clásica.
Roto el troquel de la Edad Media, desangrada una concepción que nada nuevo podía dar, agotado su contenido vital, de cuerpo presente la exhausta escolástica, a su lado, más bella y más humana, la vieja sabiduría, semejaba ser la joven trayendo en su rostro promesas con que reemplazar los desengaños.
Con el remozamiento resurge la ilusión helénica, la [120] mitología vuelve a hacer presa en la poesía; se espiritualiza el paganismo y se materializa el cristianismo, cuya ascética severidad se desvanece con el culto del arte por el arte y el refinamiento de los sentidos. Un ansia inmensa de saber, de hacer y de gozar invade al mundo. Parece que se redoblan las palpitaciones de la tierra y un himno triunfal resuena en el espacio. Es, como decía Gregorovius, una bacanal de la civilización.
El hombre se desposa de nuevo con la naturaleza y la adora con el recrudecimiento de pasión que acompaña a las reconciliaciones, anhelando desquitar el tiempo perdido, viviendo en su seno y confiando en su amor.
A la evocación de la antigüedad, renace en Florencia la filosofía platónica; se pronuncia el nombre del maestro con la misma veneración que Petrarca había besado el manuscrito de Homero que no entendía. En Roma Pomponio Leto cultiva su viña ciñendo la toga latina: el cardenal Bembo rehusa leer su breviario por temor de estragar el gusto de la bella latinidad; los eruditos se decoran con nombres griegos y latinos, y hasta Eneas Silvio, exaltado al trono pontificio, adopta el nombre de Pío II en homenaje al Pío Eneas.
No trata el movimiento renovador de renunciar a una fe incrustada en el alma por el continuo golpear de diez siglos. Admira la naturaleza, pero quiere mantenerse en la fe de Cristo; ora hermana los poemas gentiles con el maravilloso cristiano, ora baraja los filósofos atenienses con los apologistas; intenta pensar con los Santos Padres a la vez que escribir como Cicerón, mas en el fondo prefiere las estrofas de Píndaro a los versículos de los Salmos.
Procura revestir el dogma con los esplendores clásicos; mas ¡ah! si la forma es la posición de la esencia, parece imposible arañar la forma sin clavar algo la garra en la sustancia del fondo.
Estalló en esta fiera pugna el hambre de saber, y los renacentistas, olvidados de Santo Tomás, adoraron a Rabelais, que no tenía más fe que la ciencia. A esta inquietud [121] del ánimo se debió que no copiasen a modo servil los modelos de la antigüedad, antes bien, imitaron con briosa originalidad, porque llevaban en las entrañas el principio del libre examen.
A su curiosidad, a su espíritu crítico, debió el Renacimiento su carácter profundamente liberal, que relampagueó con gallardías de emancipación. Así Luis Vives apellida a los renacientes libera ingenua, ciudadanos de la República literaria que vindicaban su libertad. Las energías sociales sacuden las tutelas que las mediatizaban, se desploma la jerarquía feudal, el plebeyo ascendió de la gleba al estrado, y el individuo, con mayor conciencia de su personalidad, se une a la soberanía.
No bastó su médula liberal a sustraer la florescencia renacentista al peligro iconoclasta. Secta, escuela o partido, toda opinión triunfante se ceba en el vencido y aspira a borrar su recuerdo. Cristianos y musulmanes destrozaron las maravillas artísticas del pasado, que, con la belleza de las formas, parecían insultar su exaltación religiosa. La iglesia bizantina, enseñoreada del Oriente, persiguió a la Latina, destruyó sus libros, proscribió hasta su alfabeto, y tanto la Historia antigua como la renaciente hierve de análogos excesos.
No sólo en el mundo físico se regulan los fenómenos por la relación de la potencia a la resistencia; también en la esfera espiritual y social todo impulso se encauza por la oposición de lo existente. Cuando las Universidades, entregadas a un híbrido ergotismo, se vieron amenazadas por la enseñanza del griego, alguien alzó la voz de alarma exclamando «Vade retro. El griego es la lengua de los herejes», y las avanzadas del torrente se estrellaron en las Universidades a modo de rugiente oleaje, y las salpicaron con sátiras y protestas.
Como si despertase de horrible pesadilla, Europa se bañaba ebria de júbilo en la luz de los descubrimientos. Hasta Urania con su veste azul y su corona estelar, mostrándole un infinito sideral con el cual no veía relación [122] inmediata, la inducía a suponer ignotas magnitudes, sugiriendo la sospecha de que todo el Universo era algo más que el escenario de los terrícolas.
La filosofía reacciona contra la agotada Escolástica, fruto seco y sin color, desde que, arrancado de su rama, no recibió más savia y hubo de nutrirse de la que consumiéndose por sus fibras discurría. Se restaura la filosofía griega, aunque libremente interpretada. El platonismo, la altísima concepción, rectora del Occidente, que saltó al Oriente y unió dos mundos para legar la humanidad al cristianismo, no satisfecho de la filosofía posterior, salió de su tumba para guiar de nuevo la conciencia y resucita a orillas del Arno, al amparo de los Médicis y por ministerio de Marsilio Ficino, los laureles de los jardines de Academo, entre las aclamaciones de Erasmo, que fundía en un arrebato el paganismo y el cristianismo, prorrumpiendo: «¡Qué felices serían los pueblos cristianos gobernados por Antoninos y Trajanos!»
Supone el movimiento que culmina en el siglo XVI una total renovación de la mentalidad y de la vida. Su espíritu vertió a raudales la gracia y la armonía en un arte confuso y desordenado, que se coloreó ante el clasicismo con rubores de sorprendida modestia. La arquitectura inició el regreso a los modelos de la antigüedad, y, con amplitud de horizontes, hermanó la línea pura, símbolo de la severidad griega, con el círculo, genuinamente romano, que representa una más alta y comprensiva idea de la vida. La escultura arroja las envolturas o sudarios de la forma humana que concentran toda la existencia en el rostro, sustituyendo a las imágenes bizantinas aquellas espléndidas madonas que reconcilian el misticismo con la naturaleza. La pintura inmola el hieratismo, abismándose en la contemplación del natural. Había sonado la revancha de la naturaleza sobre diez centurias de menosprecio.
Ofrece el Renacimiento un sagrado connubio de la ciencia con la inspiración. Todos sus artistas y sus sabios se encadenan entre sí por la solidaridad de su misión. Al [123] par que se remozan arte y poesía, la Mecánica fija sus leyes, las Matemáticas y la Cosmografía ensanchan sus paupérrimos conceptos y Torricelli presiente en misteriosa anunciación el advenimiento de una nueva edad.
Es el resurgir occidental algo así como el descubrimiento del mundo por la inteligencia. Hasta entonces orbe y humanidad se consideraban sostenidos o por el azar o por la mano de la Providencia. Cuando el hombre recobró o adquirió la confianza en sí, reanudó el hilo de la tradición humana.
Por su amor a la antigüedad y por la solidaridad en el tiempo, dio el Renacimiento por primer fruto el Humanismo, que llevaba en el alma la sed de Prometeo y la fiebre de lo bello. Nada arredra a los humanistas, ni en la especulación ni en la práctica. Por todas las disciplinas acometen sin dividir el trabajo. Los sabios, convencidos de que elaboran una completa transfiguración social, se sienten enciclopédicos. Los artistas mismos promiscuaban en las Artes y en las ciencias. Así, Miguel Ángel, que pintó y esculpió; así, León Batista Alberti, además de artista, físico, matemático y moralista; así, el holandés Rodolfo Agrícola, filósofo, poeta, pintor y músico; así, Leonardo de Vinci, artista, científico e ingeniero que señaló, ya que no los inventara, el termómetro y el barómetro, las máquinas de vapor y la nueva comprensión del sistema planetario, en tanto construía las obras hidráulicas que hasta nuestros días han abastecido de aguas a Milán. Diríase que reencarnaban los Dioses o que nuevos Titanes habían sorprendido algo más que los rayos de Júpiter, los eternos arquetipos de las cosas.
Italia heredó dos veces el alma de Grecia. Al conquistar aquel suelo sagrado, libó y universalizó su asombrosa cultura, y en el siglo XV, cuando Constantinopla, absorta en sueños y distingos metafísicos, se vio sorprendida por el rugido de la barbarie que conmovía sus muros, Italia recogió de nuevo el Palladium de la civilización.
Inicia el movimiento Manuel Crysoloras, que a fines del [124] siglo XIV arribó a Venecia, concha de asilo para los helenos y ciudad que ha hecho más que ninguna por la difusión de la cultura griega, a demandar, por orden del angustiado emperador de Oriente, auxilio contra los turcos. Dos jóvenes florentinos le suplicaron les enseñara la lengua bendita de Homero. Uno de ellos acompañó al maestro cuando tornó a Bizancio, el otro gestionó que la República le instara a abrir cátedra de griego en Florencia. Poco después el docto embajador regresó a la ciudad de los Médicis, llevando consigo los textos de Homero, Platón y Plutarco; otros eruditos orientales trajeron más códices, mientras impacientes italianos iban a Constantinopla a procurarse manuscritos.
A fines de la decimaquinta centuria, Constantino Lascaris publica en Milán la primera Gramática griega para uso de los extranjeros. La filología engendra una pasión y ésta una revolución. Los príncipes italianos discernían recompensas a los cultivadores de las letras; los Médicis, los Montefeltros, acogían en sus cortes a los sabios constantinopolitanos que habían salvado de la destrucción innumerables libros y tradujeron profusamente obras helénicas; rivalizan con los príncipes en esplendidez los Municipios; allana el saber los altos puestos de la República y se instala con Pío II en el trono pontificio; León X consagra los tesoros por él amontonados y las pingües rentas de la Cámara Apostólica a satisfacer su amor y entusiasmo por las letras y las artes...
Toda Italia se convirtió en una escuela. De allí salió la llama que inflamó el mundo y a su luz acudieron las mariposas de la civilización.
Los humanistas se apoderan de las cátedras y hasta fundan escuelas gratuitas. Cada día les otorga un triunfo sobre la ignorancia. Por doquiera se alumbran versos, libros y fragmentos perdidos. Parece que ha sonado la trompeta del juicio y cada biblioteca es una necrópolis de donde se escapan los olvidados muertos para acudir ante el Tribunal de la posteridad. [125]
Afianzado el humanismo en Italia, sus Apóstoles se difundieron por toda Europa predicando el evangelio de la Belleza.
Como corriente subterránea que modifica su composición según los terrenos humedecidos por sus linfas, el Renacimiento hubo de adaptarse a todas las variantes étnicas, climatológicas y atávicas de cada región. En las penumbras del Norte, donde la hostilidad del aire, los velos de la luz, la ingratitud del suelo y la inclemencia del frío obligan a perenne lucha con el medio; donde el hombre se refugia en el hogar, huyendo de una naturaleza que sólo puede amar cerrando los ojos y recreándola en su fantasía, debió la innovación presentar caracteres de agresividad y de interior análisis que presagiaban el protestantismo; en tanto que en el Sur, donde el hombre sale del hogar y teme volver a su quietud para no interrumpir la convivencia con el medio natural, complementario y amigo, revistió el humanismo formas artísticas y respetó la ortodoxia, a pesar de que su suelo parecía arado para la disidencia por la guerra de los Albigenses y el prolongado cisma de Aviñón.
Los discípulos de Eneas Silvio invadieron las universidades, las escuelas, la cancillería y la corte de Alemania. Nicolás Wile traduce el «Asno de oro» de Luciano; Heidelberg se constituyó en centro de estudios humanísticos; el influjo llegó a Bohemia, donde Juan Tussek y Rabstein se afilian a la bandera de la renovación, y alcanza a la Universidad de Upsal, recientemente fundada, cuyos profesores escribían en latín hasta las crónicas suecas.
Holanda bordea con Erasmo la heterodoxia y en Alemania descuellan Ulrico de Hutten, el Démostenes germano; Conrado Pickel o Celtes, director de un «Collegium Poeticum» y fundador de la Biblioteca Nacional de Viena, y el doctísimo Reuchlin, acogido con amor en Roma y Florencia, perseguido en Alemania y salvado por León X de las iras de la Inquisición de Colonia. El alma de la Humanidad, resurgiendo ex cimeriis tenebris, canta la Pascua de un glorioso porvenir. [126]
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