Filosofía en español 
Filosofía en español


Vicisitudes y Anhelos del Pueblo Español

Primera parte ❦ Génesis de la nacionalidad española

§ III
La herencia y la selección

Formación de nuestra historia.– Alcance de los fenómenos intrahistóricos.– Nueva orientación histórica.– Influencia de las invasiones.– Descubrimiento de América. Advenimiento de la casa de Austria.– El ideal del pueblo en la Edad Moderna.– La fe de la colectividad.– Anomalías del carácter.– La superstición y el crimen.
 

FORMACIÓN DE NUESTRA HISTORIA.– Hablar de nuestro pasado es una de las tareas más ingratas que puede acometer al escritor que sienta preferencia por las indagaciones sociológicas. Ha de convenirse en que la historia interna de nuestro pueblo es, sin disputa, la más luctuosa entre la de las demás naciones contemporáneas. No pueden olvidarse ni por un momento los descubrimientos de la Etnografía, porque su conocimiento ofrece un rico venero de datos indispensables para adueñarnos nociones primordiales, y hacer algo más que inventariar fríamente los sucesos desarrollados en los distintos períodos de la historia patria. Las luchas entre arios y semitas han de servir como de antecedente utilísimo para explicar la serie de conflagraciones que ensangrentaron el territorio hispano. Aun cuando en España la leyenda haya obscurecido frecuentemente la narración verídica, la crítica moderna ha restringido e iluminado nuestro período fabuloso, substituyendo sus ficciones por los descubrimientos prehistóricos y expurgando de inexactitudes la colonización greco-libeo-fenicia, la dominación púnico-romana y las invasiones de vándalos y silingos, alanos y suevos, godos y normandos, que constituyen un ciclo de inmigración, de importación, de elementos étnicos que cerraron los árabes y bereberes, cayendo sobre nuestro territorio impulsados por el ansia de difundir sus ideales religiosos.

 
ALCANCE DE LOS FENÓMENOS INTRAHISTÓRICOS.– Al hacer un estudio de la selección de los pueblos que han perdurado en nuestro país, se ha prescindido de la prole oculta que hayan podido dejar las razas expulsadas. Los fenómenos de la simpatía, de la atracción sexual y del amor, que forman la intrahistoria del hogar, presiden el desenvolvimiento de los pueblos, dejando sentir su influencia desde lo más elevado de la corte al humilde home obrero; la psicología intima del organismo colectivo, está por completo inobservada, inexperimentada, en la Historia de España. Y si bien conocemos el desenvolvimiento externo de los pueblos –industria, arte, comercio, agricultura, lenguas, &c.– con lujo exuberante de detalles, lo que no nos permite por sí sólo reconstruir el modo de ser de las distintas variedades étnicas, nos falta, en cambio, esta historia intima de las afecciones, de los fenómenos subconscientes de las masas rural y urbana, expresada en anécdotas y aforismos, que significan la conciencia colectiva, en la que están encarnados los móviles de la acción popular y que determinan, por lo tanto, la vida y el desenvolvimiento de una nación.

 
NUEVA ORIENTACIÓN HISTÓRICA.– Urge, pues, imponer una orientación moderna a la recopilación, seriación e interpretación de los datos históricos. Hemos de señalar en la Historia una nueva etapa, que no sólo tienda a investigar y descubrir el desenvolvimiento de las actividades humanas (evolución del Derecho, del arte, de las ciencias, de las industrias, &c.), sino que aspire a interpretar en cada época la psicología colectiva del pueblo, su desarrollo, las causas que condicionan su génesis y transformaciones, para obtener el fin provechoso señalado a la Historia: servir de guía, experiencia y norma a la conducta política y social, individual y colectiva del ser humano.

 
INFLUENCIA DE LAS INVASIONES.– Además de no consignarse en los tratados históricos los fenómenos de vida interna que hemos señalado, los autores ni siquiera están de acuerdo en lo que se refiere a las influencias externas que las primeras invasiones pudieron ejercer en la raza hispana, y, por lo tanto, carecemos de punto de apoyo fijo para señalar los remotos influjos en el ideal de vida del pueblo español.

Especialmente los semitas, hebreos y árabes, forjaron nuestro carácter durante largos siglos de convivencia o de cruenta lucha, dejándonos una herencia harto poco halagüeña, puesto que infiltraron entre los indígenas el pesimismo, la melancolía y la indolencia, propios de los habitantes de las zonas esteparias. Con el tiempo, estas cualidades arraigaron aquí de una manera tan positiva que acabaron por ahogar las energías ingénitas de nuestras primitivas razas.

 
DESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA.– Sabido es por cuantos han cultivado el estudio de la Historia general de España, que con tales elementos (o con otros parecidos) llegamos a las luchas entabladas durante el siglo XV, y en aquella época, cuando el impulso de los hombres de ciencia empezaba a derrocar los errores y las preocupaciones de la Edad Media; cuando a compás de los descubrimientos llevados a cabo por las disciplinas naturales y sociales empezaba la Religión a humanizarse en otros pueblos, lanzando por la borda el fiero dogmatismo como elemento negativo y nefasto, por ser contrario al imperio de la razón, el nuestro tuvo la fortuna de descubrir y colonizar el Nuevo Mundo.

Pero en aquella época, que debiera haber sido de luminosa apoteosis para España, la estrecha y egoísta política de Fernando el Católico sembró los gérmenes del engrandecimiento fugaz, pero de la ruina definitiva de la nación, recién unificada. Expulsados los árabes y los hebreos, que habían convertido en vergeles nuestras vegas andaluzas y levantinas, que impulsaban la industria, sostenían el comercio y representaban la alta banca, la Inquisición enarboló su fatídica enseña sobre las regiones abandonadas por los emigrantes y millares de judaizantes y moriscos –cristianos nuevos– sirvieron de luminarias y de incienso en el altar del fanatismo. Mientras tanto, el egoísmo de Fernando hacía solidaria a la nación entera de los compromisos de Aragón, empeñando a Castilla –cuyos intereses eran transatlánticos– en una lucha estéril contra Francia por defender los dominios italianos, iniciando así la política de intervención europea que, en detrimento de nuestros intereses peninsulares, coloniales y africanos, habían de proseguir sus descendientes.

 
ADVENIMIENTO DE LA CASA DE AUSTRIA.– El espejismo de dominación universal que deslumbró a Carlos V, convirtió su política en una máquina de extraer impuestos de nuestro suelo, que quedó esquilmado, exangüe en las campañas de aquel extraño campeón del Catolicismo, que no vacilaba en permitir el saqueo de Roma y la prisión de Clemente VII, mientras ordenaba piadosas funciones de desagravios y rogativas por la libertad del Papa. Retirado a Yuste, el César, su hijo Felipe II, aquel rey sombrío, falaz como su bisabuelo, torturado por las tétricas visiones que, cual funesto atavismo, perturbaron la razón del último de sus descendientes, se erige en pastor de un pueblo sojuzgado por la negra obsesión de un ideal de ultratumba. Nuestro pueblo, hambriento, fanatizado, empobrecido, se deja conducir por el solitario de El Escorial, y la crueldad y el quijotismo se enseñorearon de la conciencia española, oprimiéndola y deformándola. Examinando con riguroso método los acontecimientos de aquellas épocas, se convence el investigador del inmenso influjo que ejercieron en el alma de las muchedumbres las absurdas concepciones basadas en el ideal místico-guerrero, y al propio tiempo, se observa cuánto contribuyeron los erróneos sistemas económicos para deprimir el espíritu colectivo y ponerlo al borde del abismo y de la bancarrota. Y, sin embargo, sería pueril negar que en lo íntimo de la subconsciencia hispana existía una idealidad, que por imperio de las circunstancias ambientes no plasmó y, por lo tanto, no pudo adquirir forma externa ni devenir en instituciones, leyes, &c.

 
EL IDEAL DEL PUEBLO EN LA EDAD MODERNA.– Analizando, no obstante, la manera de ser de nuestros antepasados, refiriéndonos singularmente al siglo XVI, hay que convenir en que el individuo tendía constantemente a la vagancia; y de ahí que por cualquier motivo nimio se lanzase, cuando no a la penitencia, a la vida andariega y de aventuras, para satisfacción de su espíritu provocador y petulante. La literatura, que cristaliza en cada período los ideales, errores y costumbres de los pueblos, lo patentiza entre nosotros con los tipos creados por la novela picaresca, con aquellos truhanes donosísimos, con aquellos merodeadores sempiternos que pululan en las obras de Mateo Alemán, de Hurtado de Mendoza, Cervantes y Quevedo, patentizando también los instintos vagabundos y pendencieros de la raza, no sólo los graciosos, sino los mismos galanes de nuestro teatro clásico. Concausas de estas características individuales y colectivas, las hallamos a cada paso; pero nos basta con una observación que se desprende del estudio de la intrahistoria, para convencernos de que la aversión al trabajo era, y todavía es, una inclinación invencible en casi todas las regiones de la Península. En realidad, se ve como las antiguas prevenciones patrióticas llevaban a las gentes a abandonar sus quehaceres normales. Y, en el fondo, lo que ocurría era sencillamente que los españoles se creían elegidos por Dios para realizar en el mundo el afán de dominio que ha constituido siempre la entraña de la Iglesia católica.

Y si fracasó el intento de expansionar por Europa los gérmenes del catolicismo, fue porque los países hollados por la invasión de los ejércitos españoles, vieron en nosotros los espectros del pasado y porque nuestra ejecutoria, entonces como ahora, era incompatible con el pensamiento de la época. Frente a Felipe II se alzaron todos los estadistas que tenían un concepto claro de su misión.

 
LA FE DE LA COLECTIVIDAD.– Hay que considerar, sin embargo, siempre el aspecto afirmativo que necesariamente existe, más o menos oculto, en toda acción colectiva. Los pueblos, como los individuos, se mueven, en muchas ocasiones, más que por lo que pueden obtener inmediatamente, por aquello que constituye su aspiración remota; por eso el individuo se hace superior a cuanto le rodea, resiste los embates de la adversidad y sólo obedece a los estímulos de la ilusión.

También debe fijar el investigador su atención en la pletórica confianza que los guerreros españoles tuvieron al fiar siempre en su sino, lo que revela el empuje de que estaba dotada la raza. En este respecto acierta Miguel de Unamuno, cuando dice que las cosas son tanto más verdaderas cuanto más creídas y que no es la inteligencia quien las impone, sino la voluntad. Por esto, sin duda, aun los mismos hispanófobos, sienten cierta simpatía por los arrestos y la gallardía que en tantas y tan repetidas ocasiones demostró nuestro pueblo, sobre todo en las conquistas de América, realizadas sin ejércitos regulares, por bandadas de aventureros. Las creencias le llevaban a ser, a través de Europa, el vocero de un ideal que encarnaba en la fe, que obraba el milagro de asociar al noble y al mendigo para abandonar sus hogares y su patria y lanzarse a la conquista, derrotando al francés en Pavía, San Quintín y Gravelinas, al turco en Lepanto y al mismo romano pontífice cuando un Papa se oponía enérgicamente a la ambiciosa pretensión del César hispanoflamenco.

 
ANOMALÍAS DEL CARÁCTER.– La simultaneidad de placeres, al parecer antitéticos, se nos revela en los grandes personajes españoles lo mismo que en la multidad. Si alguna duda pudiera germinar en nuestro espíritu, recordemos a Domingo de Guzmán, uno de los tipos representativos de la mentalidad mediocre y unilateral, que, acaso más por inconsciencia o por error que por maldad, presidió, al parecer impasible, la tortura de innumerables infelices que pagaron en la hoguera supuestos o reales delitos de herejía. ¿Qué decir de aquel misántropo y medular Felipe II, que alternaba en 1559 la presidencia de los grandes autos de fe con la asistencia a secretas orgías desenfrenadas, en que no sólo la dignidad real, sino la del hombre era pisoteada y maltrecha por la lujuria triunfadora? ¿Qué de aquel duque de Alba, que conquistó en la Historia triste celebridad por su fanatismo inexorable, que asoló los Países Bajos? ¿Y cómo concebir que una gran parte del pueblo español acudiera, para dar rienda suelta a sus malas pasiones, a sus instintos de bestia carnívora, a presenciar las horripilantes escenas que se desarrollaban en los quemaderos?

Han transcurrido casi cuatro siglos y, a pesar de vivir en un régimen de aparente modernidad, puede decirse que sólo hemos cambiado en lo cortical, en lo meramente externo. Un docto profesor, Andrés Ovejero, señala la indiferencia con que hoy mismo contempla la muchedumbre algunos cuadros que, como el de Ramón Casas, han hecho revivir episodios como aquel del verdugo disponiéndose a agarrotar a un desgraciado. Las romerías terminan, rindiendo culto a Venus afrodita. Los teatros de género chico y de varietés se ven concurridos por fervientes católicos.

Resalta claramente cuán divorciados han estado siempre el sentido moral y el espíritu religioso; y que, por lo tanto, el desarrollo de la Ética y la filantropía nada deben a la herencia histórica del predominio religioso. Sin embargo, el odio y la venganza contra todos aquellos que no comulgan en la ortodoxia católica, siempre aparejados al fanatismo español, se dejan sentir aún en nuestros días.

 
LA SUPERSTICIÓN Y EL CRIMEN.– Examinando con mediana perspicacia las manifestaciones de la actividad de nuestro pueblo, se advierte cuán arraigada se halla todavía en España la superstición. Y no es sólo entre los aldeanos y campesinos en donde se encuentran vestigios de pasadas épocas; además del agricultor, sienten también el influjo de las preocupaciones ancestrales las clases humildes y medias de las villas de importancia, de las capitales de provincia y de ciudades populosas como Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, La Coruña, Málaga, Bilbao, Murcia, &c. Muy a menudo, los periódicos registran en la crónica sucesos criminosos que interesan a la opinión pública y la conmueven hondamente con los relatos de la furia brutal de algún desequilibrado que, por sugestión y por influjo del medio envilecedor, se convierte en protagonista de algún drama fraguado por una pasión salvaje. Un sinnúmero de hechos morbosos, a los cuales se concede de ordinario escasa importancia, ofrece la Prensa a quien tenga asiduidad para recogerlos. Todos ellos son reflejo de costumbres antiquísimas, que desaparecieron ya en los pueblos progresivos. Aquí se da el caso extraño de que algunas formas de la criminalidad apenas han evolucionado. Junto a la estafa y a la corrupción de menores, que son los delitos característicos de nuestra época, hallamos las formas más típicas de la delincuencia de hace dos o tres siglos. Verbigracia, cuanto significa transgresión del orden jurídico en lo que atañe a profesiones como la de médico, farmacéutico y tocólogo.

Abunda todavía el intrusismo, de tal suerte, que no se concibe que en el siglo XX el público semiculto preste oídos a la garrula charla de saludadores, echadoras de cartas, sonámbulas y curanderos. Aun cuando ha desaparecido aparentemente el poder de los nigromantes, que tantos estragos causó en otra época, tienen arraigo en las costumbres el sortilegio y la milagrería.

Las reminiscencias de aquellos períodos de la historia en que se daba crédito a las más estupendas patrañas, perduran, más o menos ocultas, en el alma popular. La muchedumbre siente una atracción irresistible por las cosas que tienen cierto aire de misterio; de ahí que veamos con qué afán comentan aún las comadres de pueblos y ciudades las leyendas en que se habla de aparecidos y las que se refieren al culto a los muertos, que por cierto tienen modalidades altamente curiosas y pintorescas.

Quedan del antiguo régimen y de la teocracia, aquí y allá, una superfetación de hábitos completamente característicos de épocas, ya un tanto lejanas. Algunos de ellos, que en ocasiones revisten detalles típicos, inconfundibles, los encontramos en las aldeas del Norte y Noroeste de España, donde, algo modernizados y con un cierto barniz de catolicismo, reviven no pocos ritos paganos, si bien han perdido todo el hálito de pureza que pudieron tener en sus orígenes y hoy han de considerarse cual productos de la superstición estratificada. En otras regiones de España, como Valencia, Murcia, y Aragón, privan aún entre la opinión pública y se imponen instintos que revelan la influencia atávica, tales como la venganza y el odio, que llegan a veces a transmitirse de padres a hijos los respectivos bandos beligerantes, que se combaten con saña y casi siempre por fútiles motivos.