Luis Vidart Schuch (1833-1897)La filosofía española (1866)

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<   Apuntes sobre la Historia de la Filosofía en la Península Ibérica   >

LI.

Se dice que siendo el epicureísmo y el estoicismo dos sistemas radicalmente opuestos, y habiendo escrito don Francisco de Quevedo (1580) la Defensa de Epicuro, libro cuyo solo nombre indica su tendencia filosófica, y la Vida de Marco Bruto, cuyas máximas morales recuerdan la severidad de Zenón, si bien templada por el amoroso espíritu de la caridad cristiana, es patente lo vacilante de su criterio racional y el escaso valor de sus meditaciones filosóficas. Para destruir este argumento, empezaremos por negar la oposición radical entre las teorías de Epicuro y las de Zenón. Epicuro enseñaba, que [87] buscar el placer es la regla de la moral y el fundamento necesario de la felicidad humana. Zenón decía que negar el dolor es la perfecta sabiduría, y estatuía la apatía por los ajenos y los propios males como el último grado de la percepción moral. Epicuro y Zenón se apoyan en una concepción del bien puramente individual y subjetiva. La idea de Dios, Epicuro la reduce a la nada, y es ateo: Zenón la extiende a todo, que es otro modo de negarla, y es panteísta. Epicuro niega la libertad humana, dejando al azar sin finalidad que domine en el universo; Zenón niega también la libertad humana, poniendo la necesidad sin primera causalidad como ley de todo lo que es. En resumen: Epicuro y Zenón establecen sus sistemas sobre una teoría subjetiva del bien; pero el primero pone la felicidad en el goce, y el segundo en la abstención, diferencia notable, sí, pero no radical ni contradictoria, puesto que reconoce un origen común en su concepción primera y racional fundamento.

LII.

Quevedo es antes que todo un gran poeta lírico, y con esto queda manifestada la índole [88] subjetiva de su inteligencia. De aquí su amor a las doctrinas de Epicuro y de Zenón que su alta razón encontraba perfectamente conciliables en una idea más comprensiva sobre la felicidad individual, es a saber; el goce cuando el goce causa placer, la abstención cuando el goce causa hastío.

Pero la fe religiosa salva a Quevedo de los grandes errores que entraña este egoísmo meditado, poniendo delante de sus ojos las altísimas enseñanzas sobre el sacrificio, ley regeneradora de la humanidad según la Iglesia católica, y único fundamento posible del bien social, según la experiencia de los siglos; que en esto, como en todo, la verdad revelada y la verdad racional, siendo uno mismo su origen, las mismas son también sus lógicas enseñanzas y necesarias aplicaciones.

De todo lo dicho, se deduce que la concepción moral de Quevedo es un eclecticismo en donde trata de conciliarse la feroz apatía estoica y el afanoso anhelo de goces del epicureísmo, en un término medio que no niega, en determinadas ocasiones, las grandezas del heroísmo, ni las maravillas del sacrificio. [89]

LIII.

Cuando aparecen turbios los horizontes científicos, las inteligencias cegadas por el orgullo, proclaman su idea subjetiva como la única verdad absoluta y engendran el escepticismo; las inteligencias alumbradas por la luz de la fe, dicen y creen, que toda verdad sólo puede llegar a nosotros por estática y maravillosa comunicación con la divinidad y se acogen al misticismo. Por esta causa, cuando la escolástica amenguaba la grandeza del pensamiento racional, apareció la escuela mística española como una lágrima que humedece la tumba de nuestra ciencia filosófica.

Requeriría mayor espacio del que ahora disponemos el análisis y comento de obras tan notables como la Guía de pecadores de Fr. Luis de Granada (1504), las Cartas espirituales del venerable Ávila (1500), la Diferencia de libros que hay en el universo, del maestro Venegas, el Tratado de la conversión de la gloriosa María Magdalena, de Fr. Pedro Malon de Chaide (1530), las Obras y días del P. Nieremberg, la Vanidad del mundo de Fr. Diego de Estella, y tantas otras que pasamos en silencio para concluir [90] esta larga enumeración, a riesgo de cometer injusticias, dejando en olvido nombres que ocupan eminentes puestos en la historia de la ciencia española.

LIV.

Quizá se dirá que los escritores que acabamos de nombrar, más pertenecen a la elocuencia y a la literatura que a las especulaciones racionales. Pero no podrá hacerse esta observación si citamos los nombres de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Fr. Luis de León.

El ilustrado catedrático de metafísica en la universidad de Sevilla, D. Federico de Castro, ha dicho en un artículo que publicó en la Revista ibérica, que Santa Teresa de Jesús, y San Juan de la Cruz inventaron la difícil empresa de conciliar el último resultado de la antigua cultura del neo-platonismo con el idealismo cristiano.

El Sr. D. Patricio de Azcárate, en su Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos modernos, pretende que se halla una gran tendencia panteísta en el espíritu de las obras de los citados escritores.

Por último, el académico señor Núñez de Arenas, en el discurso que leyó años pasados al comenzarse el curso de estudios en la Universidad [91] de Madrid, trató de demostrar que hay más relación de la que vulgarmente se cree entre las doctrinas que expuso Fr. Luis de León en Los nombres de Cristo, y las modernas teorías sobre la unidad eterna como generadora de toda variedad fenomenal y transitoria. De este modo el axioma de Schelling: todo es uno y lo mismo, puede oponerse la doctrina de Fr. Luis de León resumida en estas palabras: todo es uno y diferente.

Hemos hecho estas citas, aun cuando no aceptamos del todo sus apreciaciones, para poner de manifiesto la gran importancia y trascendencia científica de la escuela mística española, cuyos aciertos son debidos a la alteza de las enseñanzas católicas, cuyos errores reconocen por origen el haber fiado tan sólo a la fe lo que requiere meditado pensamiento y hasta experiencia externa, pues como probaba doctamente el gran Santo Tomás de Aquino, «la fuerza poco conocida del razonamiento» es base segura de las anticipaciones teológicas.

LV.

En estos apuntes bibliográficos sobre la filosofía española, no debemos pasar en silencio a un [92] escritor que ha contribuido a salvar de un total olvido los nombres y los libros de gran número de nuestros antiguos teólogos y filósofos. Nos referimos al eruditísimo D. Nicolás Antonio, a cuya vida y escritos consagraremos algunos breves renglones.

D. Nicolás Antonio, nació en Sevilla el año de 1617; estudió en su patria filosofía y teología, y después pasó a Salamanca, donde se dedicó a la jurisprudencia. A los cuarenta y dos años de su edad fue enviado a la corte de Roma por el rey D. Felipe IV, como agente general de España, y en dicha capital permaneció hasta el año de 1677. Obtuvo después una canongía en la catedral de Sevilla, y por último fue nombrado por Carlos II consejero de Cruzada, cuyo empleo sirvió hasta el año de 1684 en que terminó su existencia.

Publicó D. Nicolás Antonio dos obras muy importantes en la historia literaria y científica de nuestra patria, la Biblioteca antigua que comprende los escritores desde el siglo de Augusto hasta el año de 1500 y la Biblioteca nueva de los autores españoles desde 1500 hasta 1670. En ambas obras se halla un verdadero manantial de curiosísimos datos biográficos que deben ser tenidos muy en cuenta, si algún día trata de [93] historiarse la vida científica de la península ibérica.

La Biblioteca de D. Nicolás Antonio fue reimpresa por orden del ilustre rey D. Carlos III, con muchas notas y adiciones, cuyo trabajo corrió a cargo del erudito bibliotecario de S. M. D. Francisco Pérez Bayer.{24}

LVI.

Cuanto más nos acercamos a la edad presente, es mayor el abandono y olvido en que yacen las tradiciones científicas de nuestra patria. Los nombres de Séneca y de Columela, de Raimundo Lulio y de Luis Vives, de Maimónides y Averroes, han llegado a ser conocidos de todos los doctos, así nacionales como extranjeros; no [94] sucede lo mismo con nuestros pensadores del pasado siglo. Y cuenta que las obras del P. Feijóo, Hervás, Forner, Mayans, el médico Piquer, Almeida y el doctor Martínez, por medio de las cuales se iniciaron en la península algunas teorías nacidas en tierras extrañas, pero modificadas sabiamente, según la índole propia y necesidades tradicionales del carácter español, son dignas por más de un concepto de meditado estudio y no escasas alabanzas.

Y en el opuesto bando, los que aún sostenían el antiguo escolasticismo, enemigos de todo cambio por la sola razón de ser diferente a lo pasado, esos ingenios estadizos que se llaman el P. Pascual, D. Salvador José Mañer, el P. Losada, el canónigo Valcárcel y el P. Castro, aun en medio de la exageración anti-progresiva de sus doctrinas, y acaso por esta misma causa, vieron, tal vez antes de que escribiese Kant su Crítica de la razón pura, que el psicologismo cartesiano encerraba los gérmenes del idealismo absoluto, y que el empirismo baconiano era el camino derecho para llegar al materialismo, como en aquella misma época lo estaban demostrando la estatua de Condillac y los artículos de la Enciclopedia, que eran consecuencias lógicas de los principios establecidos [95] en el Novum organum y en la Dignitate et augmentis scientiarum.{25}

LVII.

Entre todos los filósofos del pasado siglo que hemos mencionado, ocupa el primer lugar, según nuestro juicio, el R. M. Fr. Benito Jerónimo Feijóo (1676), cuyo nombre no brilla tan alto como debiera, por haber nacido en España, tierra clásica de la ingratitud para los merecimientos de sus hijos, y más si estos merecimientos son del orden científico y requieren algún estudio y meditación para ser detenidamente apreciados.

Dado nuestro abandono, no debemos [96] extrañarnos de que un escritor extranjero no escaso de ciencia ni doctrina, haya dicho en una obra destinada a historiar las letras castellanas: «en conciencia, no puede colocarse entre las obras de filosofía el Teatro crítico universal del P. Feijóo, llamado el Voltaire español por algunas personas sencillas. Esta docta obra ataca las preocupaciones de la ignorancia, pero no se remonta a mayor altura y carece de la valentía y elevación de la escuela del siglo XVIII. ¡Un fraile filósofo y en el reinado de Felipe V! Esto hubiese sido un prodigio demasiado grande. Cuando salió a luz ese libro todavía se quemaban a los judíos y los herejes.»

Hemos copiado las apreciaciones que anteceden, porque hallándose en un libro traducido al español y que anda en manos de todos, desearíamos [97] demostrar las equivocaciones que encierran y levantar hasta donde alcancen nuestras fuerzas, la obra del pensador español injustamente menospreciada por el ilustrado crítico extranjero a quien venimos refiriéndonos.

Si no se puede llamar obra de filosofía al Teatro crítico del P. Feijóo, donde se trata de los fundamentos metafísicos del amor de Dios, de la certeza y examen científico de lo sobre-natural, de los fundamentos del criterio de universal consentimiento y de otras muchas cuestiones semejantes, no es fácil averiguar las condiciones que han de llenar las especulaciones racionales para ser contadas y tenidas como pertenecientes a la ciencia filosófica.

Respecto a la valentía y elevación de la escuela del siglo XVIII, las sublimes teorías de Helvecio y Lamettrie, Holbach y Diderot, contestan por nosotros. El materialismo enciclopédico está juzgado y condenado. Hasta sus actuales representantes, el positivismo de la escuela de Augusto Comte y el nihilismo de la extrema izquierda hegeliana, aceptando sus conclusiones, niegan sus fundamentos como anticientíficos y contrarios al movimiento progresivo de la humanidad sobre la tierra. [98]

LVIII.

Llegamos a un punto en el cual estamos conformes con las apreciaciones del extranjero historiador de la literatura española. Es cierto; Feijóo no es el Voltaire español; Feijóo es superior bajo muchos conceptos al celebrado patriarca de Ferney.

Voltaire, despreocupado filósofo, se envanecía de su origen aristocrático, que es el más absurdo de los orgullos humanos pues se funda en un mérito ajeno; Feijóo, sacerdote católico, condenaba la nobleza y no consideraba más superioridad digna de veneración que los altos hechos y las esclarecidas virtudes personales. Voltaire, que era racionalista, negaba la necesidad de un primer principio creador, teniendo que admitir la idea de Dios por medio de la fe; Feijóo, que era creyente, buscaba los fundamentos metafísicos y racionales del amor de Dios: Voltaire decía que la verdad era la mejor consejera de los reyes, y en todas las páginas de sus obras se respira el aire puro de la libertad, la inspiración de las grandes máximas políticas de Santo [99] Tomás de Aquino. Voltaire manchaba su pluma con La doncella de Orleans; Feijóo escribía la racional defensa del bello sexo, prefiriendo ser blanco, como lo fue, de los tiros de la calumnia, a callar cobardemente ante vulgares preocupaciones: Voltaire condenaba inconsideradamente la religión, confundiéndola con la superstición y Feijóo ensalzaba la religión como vínculo eterno y necesario entre el Creador y la criatura: Voltaire vivía rodeado del fausto y de los placeres que siempre condenará toda buena filosofía; Feijóo retirado en una pobre celda de un convento de Asturias, empleaba su soledad y el apartamiento del mundo en alumbrar su patria con las luces de su universal ingenio.

Entre la vida y las obras del monje español y del escritor francés hay un abismo: Feijóo es el humilde sabio que dice lo que es verdadero; pero considerando antes el momento histórico en que vive y el estado de la razón pública: Voltaire es el sofista orgulloso que sacrificaría la humanidad entera en aras de su personalidad, si por esta manera llegase a alcanzar la fama infame del incendiario Erostrato. [100]

LIX.

Como representante de doctrinas en muchos puntos distintas a las del R. P. Feijóo, es digno de singularísima mención el jeronimiano Fr. Fernando de Ceballos, al cual llama uno de sus biógrafos: «infatigable defensor de los principios católicos, martillo de los incrédulos y azote de los propagadores de las falsas doctrinas.»{26}

El P. Ceballos nació en Espera (provincia de Cádiz) el 9 de septiembre de 1732. Cursó derecho civil y canónico en la universidad de Sevilla, y poco tiempo después de terminar sus estudios tomó el hábito de San Gerónimo en el monasterio de San Isidro del Campo.

La obra del P. Fr. Fernando de Ceballos que mayor celebridad ha alcanzado es la que lleva por título: La falsa filosofía, crimen de Estado. Sostiénense en este libro teorías tan restrictivas acerca del poder civil, que se prohibió su publicación cuando llegaba al tomo sexto, hecho fácilmente explicable, teniendo en cuenta las [101] ideas regalistas de los Macanaz y Campomanes en aquel entonces dominantes.

No desmayó el P. Ceballos por este contratiempo, y decidido a continuar la publicación de La falsa filosofía, pasó a Lisboa en el año de 1800, donde publicó el tomo séptimo; pero enterado de esto el gobierno español mandó que el regente de la audiencia de Sevilla instruyese la competente averiguación para saber a quién alcanzaba la responsabilidad legal de todo lo ocurrido.

La edad ya avanzada del P. Ceballos no pudo resistir estas amarguras, y falleció el día 1º de marzo de 1802. Hoy descansan sus restos en la iglesia de la universidad de Sevilla, donde también se hallan los del gran escriturario Benito Arias Montano, el poeta Arguijo, el crítico Lista y otros Claros varones que alcanzaban honrosa mención en las páginas de la historia de nuestra patria.

Entre las obras inéditas que dejó Fr. Fernando de Ceballos, cuyos manuscritos posee en su mayor parte el ilustre orientalista D. León Carbonero y Sol, merecen nombrarse las siguientes: Discurso de un teólogo a los filósofos irreligiosos. Causas de la desigualdad de los hombres. Análisis del libro titulado: De los delitos y [102] de las penas. El filósofo, o análisis de la educación, de J. J. Rousseau.

Tampoco debemos pasar en silencio el Juicio final, de Voltaire, que ha pocos años se imprimió en Sevilla. En este juicio son jueces Luciano, Sócrates, Epicuro, Virgilio y Lucrecio. Como era de esperar teniendo en cuenta la sabiduría de tan ilustres ingenios, Voltaire es considerado como trastornador de toda noción de verdad; sentencia que no tacharemos nosotros de injusta, pero tampoco aceptaremos como óptimos los argumentos en que la funda el R. P. Ceballos.

LX.

El año de 1841 publicó el Sr. D. Salvador Bermúdez de Castro, en una revista literaria titulada El Iris, dos curiosos artículos consagrados a recordar el nombre y doctrinas de un escritor español que figuró algún tanto entre los revolucionarios franceses de 1793. Andrés María Santa Cruz, tal es el nombre de este escritor, nació en Guadalajara; estuvo encargado de la educación de los hijos de un príncipe alemán, hasta el año de 1790 en que dejó esta ocupación, por causas que se ignoran, y se trasladó a París, [103] donde desde luego se afilió entre los secuaces del filosofismo enciclopédico y del racionalismo político.

El decreto dado por la convención a instancias de Robespierre estableciendo el culto del Ser Supremo, removió las cuestiones religiosas que siempre ocuparán el primer lugar en todas las sociedades humanas. Tratóse de encontrar un término medio entre la afirmación religiosa del catolicismo y la negación deísta de Voltaire, y entonces se fundó la sociedad de los teofilántropos (amadores del hombre como Dios), para cuyo culto se concedieron varias iglesias de París; S. Sulpicio, S. Roque, S. Germán y S. Eustaquio.

Santa Cruz formó parte de la sociedad de los teofilántropos, y para propagar sus doctrinas filosóficas escribió un libro titulado Le culte de l'humanité, que vio la luz pública el año de V de la república. Se sostiene en este libro que el catolicismo es contrario a la libertad humana, error fundamental en que hoy persisten todas las escuelas racionalistas, y se enaltece la moral, afirmando que por sí sola y sin auxilio de la religión puede realizar el bien, que en el fondo es la doctrina que ahora se conoce bajo el nombre de la moral independiente. Cuando [104] Santa Cruz llega a definir la significación religiosa de los teofilántropos se envuelve en una fraseología tan complicada que es imposible penetrar el fondo de su pensamiento, tal vez esto consistirá en lo que Mr. Renau llama la sublime vaguedad del genio, y que es el maduro fruto de las especulaciones racionalistas. En El culto de la humanidad se proclama la tolerancia como la suma y compendio de todas las virtudes humanas, y en verdad que el que nada cree podría tolerar todo, si no fuese porque el más absoluto escepticismo también es una creencia, la creencia en la nada. Lo dicho basta para indicar que el libro de Santa Cruz no carece de alguna importancia y debía ocupar un puesto en estos apuntes, al menos como una curiosidad bibliográfica.

——

{24} Un distinguido literato residente en Córdoba, el señor don Carlos Ramírez de Arellano, hace mucho tiempo que se ocupa en escribir un diccionario biográfico y bibliográfico de autores españoles desde el año de 1500 hasta nuestros días: diccionario que puede considerarse como un complemento y continuación de la Biblioteca de D. Nicolás Antonio. Sería conveniente que la Biblioteca Nacional de Madrid se encargase de la publicación de la obra del Sr. Ramírez de Arellano, que vendría a llenar una necesidad generalmente sentida entre cuantos cultivan la historia científica y literaria de nuestra patria.

{25} En el siglo XVIII se entabló en la península una lucha pertinaz entre el antiguo escolasticismo y las doctrinas que a la sazón imperaban en la vecina Francia. Daremos algunas noticias acerca de este notable movimiento filosófico.
Las Recreaciones filosóficas del P. Teodoro de Almeida, forman un gran número de tomos, que por su espíritu general y el propósito que los inspiraba, hacen que su autor pueda ser considerado como el Feijóo portugués. También aparecían como novadores el P. Tosca en su Compendio de filosofía, D. Gregorio Mayans en sus Instituciones de filosofía moral. Arteaga en sus Investigaciones de la belleza ideal, Pereira en su Teodicea, el médico Piquer en su Lógica moderna, Forner en sus Discursos filosóficos sobre el hombre, D. Antonio Pérez y López en sus Principios esenciales, y principalmente el P. Hervás en su Idea del universo, escrita en italiano, y de la cual se han traducido al español dos tratados filosóficos: la Historia de la vida del hombre, y El hombre físico. [96]
Siguiendo la tendencia de la filosofía escolástica se publicaron, entre otras, las obras siguientes: Curso de filosofía del P. Luis Losada; Desengaños filosóficos del Dr. Fernández Valcárcel, canónigo de Palencia, Apología de la teología escolástica, del P. Castro; la Filosofía de Santo Tomás de Aquino, del P. Puigservet, y el Examen de la crisis del P. Feijóo sobre el Arte Luliana, del R. P. M. Fr. Raimundo Pascual.
Aun pudieran citarse entre los reformadores al sabio don Juan Andrés, el médico Martínez, Montengon, Eximeno Viegas y el P. Antonio Rodríguez, que escribió una muy celebrada refutación de las doctrinas irreligiosas titulada: El Filoteo. En el opuesto bando también debemos añadir los nombres del P. Eliseo García, del P. Aguilar y del autor de la última apología que conocemos de la filosofía de Raimundo Lulio, que lo fue el P. Fornés.

{26} El doctor D. Juan José Bueno, en la noticia biográfica que precede a la edición hecha en Sevilla el año de 1864 del libro de Fr. Fernando de Ceballos, que lleva por título: La Sidonia Bética o disertación acerca del sitio de la colonia Asido y cátedra episcopal sidoniense.

 
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 86-104.}


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