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Política · libro cuarto, capítulo IV

De la extensión que debe tener el Estado

Después de los preliminares que acabamos de desenvolver y de las consideraciones que hemos hecho sobre las diversas formas de gobierno, entraremos en lo que nos resta por decir, indicando cuáles deben ser los principios necesarios y esenciales de un gobierno formado a medida del deseo. Como este Estado perfecto no puede existir sin las condiciones indispensables para su misma perfección, es lícito dárselas todas en hipótesis, y tales como se quiera, con tal que no se vaya hasta lo imposible, por ejemplo, en cuanto al número de ciudadanos y a la extensión del territorio. Si el obrero en general, el tejedor, el constructor de naves o cualquier otro artesano, debe antes de comenzar su trabajo tener la materia primera, de cuyas buenas circunstancias y preparación depende tanto el mérito de la ejecución, es preciso dar también al hombre de Estado y al legislador una materia especial, convenientemente preparada para sus trabajos. Los primeros elementos que exige la ciencia política, son los hombres en el número y con las cualidades naturales que deben tener, y el suelo con la extensión y las propiedades debidas.

Se cree vulgarmente, que un Estado, para ser dichoso, debe ser vasto; y si este principio es verdadero, los que lo proclaman ignoran ciertamente en qué consiste la extensión o la pequeñez de un Estado; porque juzgan únicamente de ellas por el número de sus habitantes, y sin embargo es preciso mirar, no tanto al número, como al poder. Todo Estado tiene una tarea que llenar; y será el más grande el que mejor la desempeñe. Y así, yo puedo decir que Hipócrates{94}, no como hombre, sino como médico, es mucho más grande que otro hombre de una estatura más elevada que la suya. Aun admitiendo que sólo se debe mirar al número, sería preciso no confundir unos con otros los elementos que le forman. Bien que el Estado todo encierre necesariamente una multitud de esclavos, de domiciliados, de [134] extranjeros, sólo pueden tenerse en cuenta los miembros mismos de la ciudad, los que la componen esencialmente; y el gran número de éstos es la señal cierta de la grandeza del Estado. Una ciudad, de la que saliesen una multitud de artesanos y pocos guerreros, no sería nunca un gran Estado, porque es preciso distinguir un gran Estado de un Estado populoso. Ahí están los hechos para probar que es muy difícil, y quizá imposible, organizar una ciudad demasiado populosa{95}; y ninguna de aquellas, cuyas leyes han merecido tantas alabanzas, ha tenido, como puede verse, una excesiva población. El razonamiento viene en apoyo de la observación. La ley es la determinación de cierto orden; las buenas leyes producen necesariamente el buen orden; pero el orden no es posible tratándose de una gran multitud. El poder divino, que abraza el universo entero, sería el único que podría en ese caso establecerlo. La belleza resulta de ordinario de la armonía del número con la extensión; y la perfección para el Estado consistirá necesariamente en reunir una justa extensión y un número conveniente de ciudadanos. Pero la extensión de los Estados está sometida a ciertos límites, como cualquiera otra cosa, como los animales, las plantas, los instrumentos. Cada cosa, para poseer todas las propiedades que le son propias, no debe ser ni desmesuradamente grande, ni desmesuradamente pequeña, porque en tal caso, o ha perdido completamente su naturaleza especial, o se ha pervertido. Una nave de una pulgada tendría tanto de nave como una de dos estadios; si tiene ciertas dimensiones, será completamente inútil, ya sea por su extrema pequeñez, ya por su extrema magnitud. Lo mismo sucede respecto de la ciudad: demasiado pequeña, no puede satisfacer sus necesidades, lo cual es una condición esencial de la ciudad; demasiado extensa, se basta a sí misma, pero no como ciudad sino como nación, y ya casi no es posible en ella el gobierno. En medio de esta inmensa multitud, ¿qué general puede hacerse oír? ¿Qué Stentor podrá servir de heraldo? Se entiende necesariamente formada la ciudad en el momento mismo en que la masa políticamente asociada puede proveer a todas las necesidades de su existencia. Más allá de este límite, la ciudad puede aún existir en más vasta escala, pero esta progresión, lo repito, tiene [135] sus límites. Los hechos mismos nos harán ver fácilmente cuáles deben de ser. En la ciudad los actos políticos son de dos especies: autoridad, obediencia. El magistrado manda y juzga. Para juzgar los negocios litigiosos y para repartir las funciones según el mérito, es preciso que los ciudadanos se conozcan y se aprecien mutuamente. Donde estas condiciones no existen, las elecciones y las sentencias jurídicas son necesariamente malas. Bajo estos dos conceptos, toda resolución tomada a la ligera es funesta, y evidentemente no puede menos de serlo, recayendo sobre una masa tan grande. Por otra parte será muy fácil a los domiciliados y a los extranjeros usurpar el derecho de ciudad, y su fraude pasará desapercibido en medio de la multitud reunida. Puede, pues, sentarse como una verdad, que la justa proporción para el cuerpo político{96} consiste evidentemente en que tenga el mayor número posible de ciudadanos que sean capaces de satisfacer las necesidades de su existencia; pero no tan numerosos, que puedan sustraerse a una fácil inspección o vigilancia. Tales son nuestros principios sobre la extensión del Estado.

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{94} Este es uno de los más antiguos testimonios, además del de Platón en el Fedro, que la antigüedad nos ha dejado acerca de Hipócrates.

{95} Dividida la Grecia en ciudades independientes y soberanas, no podía concebir cómo podría ser bien gobernado un Estado vasto y populoso, cuestión que el sistema representativo ha venido a resolver.

{96} Esta solución general está tomada de Platón. Las Leyes, lib. V.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 133-135