Revista Ibérica
Madrid, 15 de diciembre de 1861
Tomo I, número V
páginas 349-362

Juan Valera

España y Portugal

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I

Las más importantes verdades se reconocen por sentimiento y por instinto, antes de que por medio del raciocinio se demuestre la certidumbre de ellas, y se declare y explique el fundamento en que se apoyan y sostienen. En este número de verdades se cuenta la de que en la Península que habitamos hay dos naciones distintas, portuguesa y española. Si hubiera dos Estados y una sola nación, los Estados fácilmente se fundirían. Lo difícil, lo punto menos que imposible, es fundir las nacionalidades. Así es que nosotros, aunque siempre hemos tenido un amor entrañable a la idea de la unión ibérica, más hemos creído que esta idea es una aspiración sublime, casi irrealizable, o realizable sólo en un remoto porvenir, que un plan político, para cuya realización y cumplimiento están ya preparados los ánimos y las cosas, y que a poca costa puede llevarse a cabo, con buena voluntad, audacia y fortuna.

El ejemplo de Italia, aun presuponiendo que tenga dichoso término la revolución italiana, no debe en manera alguna [350] alucinarnos ni movernos a la imitación. Las circunstancias son muy otras en aquella que en esta Península. Allí, o no hay nación, o tiene que haber una Italia: aquí hay dos naciones, y aun seguiría, acaso durante siglos, habiendo dos naciones, aunque ambas, o por una revolución, o por una conquista, o por un enlace regio, vinieran a formar un Estado sólo.

Génova, Venecia, Pisa, Florencia y Amalfí han sido poderosas y gloriosas repúblicas; pero como naciones no han existido. No es menester buscar razones, basta el sentido común, basta el oído para percibir que suenan disparatadamente estas frases: la nación pisana, la nación genovesa y hasta la misma nación milanesa o napolitana. En Italia, porque la historia o el destino, porque Dios, en suma, lo ha querido así, no hay más que una nación, aunque haya habido numerosos e independientes Estados; señoría en Venecia, ducado en Milán y reino en Nápoles.

En nuestra Península sucede lo contrario. Portugal, aunque es una nación hermana, no forma parte, no es la misma nación española. La historia de Portugal es tan grande que no puede perderse ni confundirse en la historia de otro pueblo; pero no es esta la mayor dificultad. Grande, heroica, admirable es también la historia de Aragón, que tampoco puede perderse ni confundirse, y sin embargo la nacionalidad, la autonomía aragonesa vino en sazón oportuna a amalgamarse con la de Castilla, formando ambas la nacionalidad española. La mayor dificultad es que la sazón oportuna, el momento propicio en que la fusión hubiera sido fácil, pasó, mucho tiempo ha. Las diferencias se han hecho cada vez mayores desde entonces, y nos han ido separando, en lugar de irnos uniendo. [351]

En aquellos buenos tiempos de mutua prosperidad, cuando portugueses y castellanos nos dividíamos el imperio de los mares nunca de antes navegados; en aquellos buenos tiempos en que podía decir el poeta, en elogio de la noble España, que era la cabeza de la Europa toda, y de Portugal que era la cima de la cabeza, y en que podía dudar, hablando de los portugueses, sobre qué era

mais escellente
Se ser do mundo rey, se de tal gente;

en resolución, en aquellos buenos tiempos de los Reyes Católicos y de D. Juan III, cuando el papa Alejandro VI,

Uma linha lanzando ao ceo profundo,
Por Fernando é Joao reparte o mundo,

y en que, sin pecar de hinchados ni de fanfarrones, podíamos hacer decir a nuestros héroes:

Do Tejo ao China o portuguez impera,
De un polo a autro o castelhano voa,
E os dois estremos da redonda esfera
Dependem de Sevilha e de Lisboa
;

en aquellos buenos tiempos, repetimos, sin estar llenas de recelos y agriadas por el infortunio, hubieran podido estrecharse y confundirse ambas naciones en la cumbre de la grandeza y de la gloria, como Aragón y Castilla se confundieron; pero después de la rota de Alcázarquivir, humillada y moribunda la nación portuguesa, y sujeta y postrada bajo el cetro de hierro de Felipe II, no pudo unirse, aunque tuvo que someterse a Castilla. Así es que la revolución de 1640 fue indispensable: fue el renacimiento de un pueblo que había muerto, o que gemía esclavo, cuya gloria eclipsada era preciso que volviese a brillar. La dominación de los Felipes en Portugal quitó a aquel pueblo libertad, y no le dio fuerza [352] ni amparo. Las ricas colonias, el hoy tan próspero imperio del Brasil, tal vez hubieran sido mejor defendidos por los portugueses solos, aun en medio de su postración, que por el pujante, pero mal gobernado poder de España.

No se ha de extrañar, por lo tanto, que los portugueses suspirasen por la perdida independencia, y que la recobraran. Con ella parecía renacer la pasada gloria y algo del poder pasado. El advenimiento al trono de la casa de Braganza fue más popular que el de la nobilísima y heroica dinastía de Avis. Desde entonces la división entre España y Portugal se ha hecho cien veces más honda, la rotura más difícil de soldar, los signos característicos de ambas nacionalidades más prominentes y diversos.

En Italia, la literatura es la misma, y la lengua literaria la misma en todas las provincias: Tasso no es una gloria del reino de Nápoles, sino de toda Italia: Dante y Machiavelli son italianos antes de ser florentinos. En Portugal, por el contrario, se levanta, y crece y se desarrolla, y se aparta cada vez más de la nuestra, una literatura nacional, propia y exclusiva de aquel pueblo. En un principio nuestros trovadores, nuestros príncipes poetas, escribieron en portugués, como Macías y el Rey Sabio. Los trovadores portugueses se complacían en escribir en castellano. El castellano y el portugués no parecían dos idiomas diversos, sino dos formas, dos modos del mismo idioma. En la magnífica corte del rey D. Manuel suena en prosa y en verso el habla de Castilla. El Cancionero de Resende está lleno de versos castellanos. La musa dramática portuguesa hace sus primeros felices ensayos en los Autos de Gil Vicente, muchos de ellos en castellano, y otros en castellano y en portugués mezclados y confundidos. El primer poeta lírico portugués, el justamente [353] celebrado Sá de Miranda, escribe gran parte de sus obras en nuestra lengua; el mismo Camoens le imita y le sigue en esto. Todavía, a pesar de Aljubarrota, y lo que es más, a pesar de Vasco de Gama, del infante D. Enrique, y del grande Alburquerque, esto es, a pesar de la magnífica epopeya de la historia de Portugal en el siglo XV, epopeya que no sólo hace de Portugal una nación, sino una nación gloriosísima, importantísima y con una gran misión providencial en el mundo, Portugal se creía parte de España.

España era la cabeza de Europa toda; pero Portugal era la cima de la cabeza, esto es, parte de ella, como dice el llamado por los portugueses mismos príncipe de los poetas españoles. La conquista hecha por corrupción y violencia sobre un enemigo postrado, y la perversa dominación y peor administración de los Felipes, vinieron a destruir o a retardar la verdadera unión de ambos pueblos, que ya se iba formando. La revolución de 1640 acabó de romper los lazos amistosos que nos unían. ¿Qué portugués, sin pasar por mal portugués, hubiera osado, desde entonces hasta hace pocos años, hablar de la unidad ibérica? En Italia, al contrario, en todas las edades, en todas las provincias y Estados, han suspirado y defendido y aconsejado la unidad los más amantes de la patria y los que han alcanzado más fama por haberla amado e ilustrado. Dante, Petrarca, Machiavelli, Manzoni, Leopardi, Tosti, Botta, todos los hombres eminentes de aquella península, se muestran partidarios de su unidad, y no reconocen sino una sola nacionalidad en ella. Allí se han ido cada día estrechando más; aquí nos hemos ido separando. Allí una misma literatura; allí un mismo idioma: las glorias alcanzadas y las afrentas recibidas son allí comunes. Los que encomian a Italia la llaman a toda ella cuna de las artes, [354] maestra de las gentes, patria de los grandes poetas y de los eminentes capitanes, y los que la denigraban cuando vivía esclava y abatida, lanzaban también la injuria y el vilipendio sobre toda ella, sin exceptuar una sola provincia, o diciendo si la exceptuaban, que aquella provincia no era Italia. Pero entre España y Portugal no ha habido nunca solidaridad semejante, sobre todo, en la desgracia. Acaso seamos harto orgullosos para aceptar como nuestras las faltas de nuestros hermanos. Acaso lo seamos también, aunque no tanto, para tener sus glorias por nuestras.

De todos modos, la unidad ibérica, aunque dificilísima, aunque sólo sea un hermoso ensueño en el día, no se puede afirmar que sea completamente imposible, ni menos que pudiera redundar en desdoro de una de las dos naciones, si éstas acertaran a unirse como Inglaterra y Escocia, y no como Inglaterra e Irlanda, Austria y Hungría, Polonia y Rusia.

Partidarios en cierto modo de esta unión futura, más o menos completa e íntima, de esta unión celebrada con mutuo consentimiento y beneplácito y para bien de ambos pueblos, de esta unión que si alguna vez ha de lograrse, es menester preparar muy de antemano y con exquisita prudencia, han sido y quizás sigan siendo aún muchos de los hombres más ilustres que honran hoy a Portugal, muchos de los que más le aman y veneran y adoran su gloria, y asimismo no pocos españoles, que no quieren a Portugal para redondear el territorio, sino para que unidos dos pueblos tan generosos y grandes, vuelvan acaso a ser en los futuros siglos lo que fueron en los pasados, la cabeza de Europa toda.

Si algún español sueña con la dificilísima unión de Portugal y de España como realizable en el día, y tiene el extravío de menospreciar a Portugal, y el mal gusto y poco tacto de [355] decirlo, no es esto culpa de toda la nación española, que piensa y siente respecto a Portugal de muy diversa manera.

No creemos que ningún patriota portugués, aun negando absolutamente y para siempre, hasta la posibilidad de la unión ibérica, haya podido ofenderse del iberismo de D. Sinibaldo de Mas, de Castelar y de tantos otros, cuya buena fe, cuyo amor y cuyo entusiasmo, ya que no lisonjearlos, debiera satisfacerlos.

Si más tarde, según hemos oído decir, ha venido un escritor animado de otros sentimientos poco favorables a Portugal, y pidiendo o deseando en nombre de ellos la unión de aquella monarquía a la española, bien pueden creer los portugueses que ese escritor español no es el órgano fiel y legítimo de la opinión pública en España. Nosotros aún no hemos leído el folleto a que se alude aquí; pero sabemos por los periódicos de aquel país, que ha producido en Portugal un profundísimo disgusto, y esto nos impulsa a examinarle imparcialmente, volviendo por la dignidad de la nación portuguesa, y si en dicho folleto ha sido injuriada, y reprobando esa inmediata unión forzosa o poco decorosa para Portugal que desea el folletista, ya que no en nombre de una unión futura espontánea y honrosa para todos, en nombre de la igualdad y del fraternal afecto, y de la alianza estrecha que debiera haber entre las dos egregias naciones de esta península.

II

La idea o el principio de las nacionalidades, que ahora priva, tiene como todo lo muy comprensivo y general, no poco de vago, y cuando no de vago, de contradictorio. Las nacionalidades no se determinan por la geografía, ni por el [356] idioma, ni por la identidad de estirpe, ni por la semejanza o igualdad de historia, de religión y de costumbres. Todo esto concurre a formarlas; pero lo esencial y fundamental, es el sentimiento, que se advierte, que se reconoce, pero que no se sujeta a reglas ni a raciocinios.

Italia, que es el grande ejemplo que se alega, es una sola nación, porque es una sola nación. En favor de la unidad de Italia no hay argumento más fuerte que el sentir de sus hijos. Desde la caída del imperio romano, bajo el cual, si toda Italia estuvo unida, también estuvo unida gran parte de Europa, no se ha realizado la completa unidad italiana, sino por breve tiempo y bajo el cetro de un rey bárbaro, de Teodorico. Pero desde entonces hasta el día presente, el pensamiento de la unión, el anhelo de llevarla a cabo, y el sentimiento de ser Italia una nación sola, han dominado el alma de cuantos hombres ilustres han nacido en aquella península.

Muy largo sería investigar las causas de por qué en la Península ibérica no ha acontecido lo propio; pero es lo cierto que no ha acontecido.

En Italia, a pesar de la división de Estados y de las guerras, celos y enemistades que entre ellos ha habido, no hay más que una sola nación, no hay más que el sentimiento de una sola nacionalidad y el amor de una sola patria, por lo menos desde los tiempos de Dante. Ora predomine el partido gibelino, ora el güelfo, ora sea el emperador, ora el Papa, el que se busque como centro de la unidad, la unidad es lo que se busca.

En España y en Portugal, preciso es confesarlo, no se ha soñado nunca en esta unidad, ni aun en la época en que ambas coronas estaban reunidas y adornaban las sienes de los Felipes. Portugal era entonces un reino más de los que [357] componían el vasto imperio español. Era como Nápoles, como Sicilia, como el Milanesado, como Flandes: nadie imaginaba que Portugal y España fuesen una sola nación y un mismo pueblo.

Esta idea es reciente, es consecuencia ilegítima de lo que llaman el principio de las nacionalidades. En virtud de este principio, los pueblos de Portugal y España debieran seguir eternamente separados, porque son dos pueblos distintos, aunque reconozcan un tronco común y sean hermanos. Slavos son, esto es, hermanos, de la misma raza, los rusos, los bohemos, los polacos y los croatas, y no por eso constituyen una sola nación; no por eso deja de ser casi irrealizable el ensueño del panslavismo.

No es, pues, en el principio de las nacionalidades en lo que debe fundarse la aspiración a la unidad ibérica. No hay que negar, ni hay razón para negar la nacionalidad portuguesa, a fin de fingirse posible la fusión de ambas naciones en una. Aragón y Castilla, Inglaterra y Escocia, eran naciones distintas y se han fundido. Dinamarca y Suecia aspiran a unirse también, como ya lo estuvieron en otro tiempo, sin desconocer por eso que son dos naciones perfectas, que han tenido y siguen teniendo razón de ser y de existir separadamente.

Es posible, es a veces conveniente y glorioso, que dos naciones se fundan; pero es sumamente difícil. Es menester para ello un conjunto de circunstancias dichosas, que rara vez la prudencia humana puede proporcionar; y que casi siempre dispone con especial disposición la Providencia divina. Uniones como la de Castilla y Aragón, necesitan, a más de la fortuna y del saber de los príncipes y hombres políticos que las llevan a cabo, de una ocasión propicia y de un acuerdo feliz [358] de los pueblos, que más que resultado natural, parece milagro. Uniones de esta clase se hacen cada día más difíciles, porque mientras más se retardan, mayores diferencias y rivalidades nacen entre las naciones de que se desea componer una sola.

El ejemplo de Italia debiera retraernos del iberismo, en vez de animarnos a seguirle y a realizarle. Allí no había más que una nación, humillada y hollada de continuo por el extranjero. Sus diversos Estados eran creaciones artificiales de la diplomacia; casi ninguna de sus dinastías era nacional, sino impuesta por la conquista; muchos de sus príncipes estaban sentados en los tronos en virtud de un poder opresor extraño, para cumplir la voluntad, secundar las miras y remachar más las cadenas que pesaban sobre la patria común. Y sin embargo, ¿cuán difícil no ha sido y es aún el realizar esa unidad, a la que todo estaba convidando y aun provocando: unidad que era indispensable, si Italia había de salir de la postración y servidumbre en que se hallaba? ¿Qué tempestad no ha levantado en toda Europa la caída de los soberanos legítimos, cuyos tronos no tenían raíces en el suelo en que se fundaban? ¿Qué guerra civil no ha promovido en Nápoles la pérdida de una autonomía sin gloria, y de un trono, cuya gloria no era tampoco la del país? Pues si esto ha sucedido en Italia, ¿qué no sucedería en la Península ibérica, si procurásemos imitar aquel movimiento? Allí la unión es indispensable para salir de la servidumbre: aquí la unión es sólo conveniente a nuestra mayor prosperidad y futura grandeza: allí nadie soñaba con que hubiese una nación toscana, parmesana o luquesa; aquí hay dos verdaderas y grandes naciones: allí ninguna dinastía de las caídas estaba enlazada con los recuerdos gloriosos y patrióticos; y aquí, no es sólo [359] un individuo de la familia de Borbón quien se sienta en el trono, sino la nieta de San Fernando, la sucesora de Isabel la Católica, la representante y descendiente de aquellos ilustres, sabios y valerosos reyes de Aragón y de Castilla, cuyos triunfos, cuyos laureles, cuya fortuna hacen el orgullo del pueblo, y viven en su memoria amorosamente conservados: no es solo un Coburgo quien se sienta en el trono, sino el descendiente del elegido del pueblo en 1640, el representante y el heredero de aquel valeroso y noble maestre de Avis, que proclamaron rey las Cortes de Coimbra, y que recapitula y compendia en sí y en su familia todas las glorias de la patria, desde los heroicos esfuerzos del vencedor de Ourique y del conquistador de Silves y de Lisboa, hasta la grandeza y fortuna de D. Manuel y la lastimosa y malograda valentía de D. Sebastián: aquí, en suma, esto es, en Portugal y en España, hay dos naciones, y hay dos dinastías nacionales que personifican, y en las cuales se cifra toda la gloria del uno y del otro pueblo.

Basta lo dicho para comprender cuánto más difícil de realizar es la unión ibérica que la unidad italiana. Españoles y portugueses son amantes de la patria con un sentimiento harto exclusivo; y una y otra dinastía representan de tal suerte la gloria y el gran ser de la respectiva patria, que hasta republicanos y antidinásticos se vuelven monárquicos de Dª Isabel II o de D. Pedro V, el día en que les propone algún mal avisado partidario de la fusión ibérica derribar una de las dos dinastías para realizarla. Agréguese a esto que, tanto en España como en Portugal, el sentimiento monárquico y el amor a la dinastía están aún muy arraigados, y que hay menos antidinásticos y menos republicanos de lo que tal vez piensen algunos. Así se comprenderá, no sólo [360] lo impolítico y lo contraproducente de hablar o de escribir en favor de la fusión ibérica en perjuicio de la dinastía de Borbón, sino también lo contraproducente y lo impolítico de hacerlo en contra de la dinastía de Braganza-Coburgo. En el primer caso, todos los monárquicos y dinásticos de España, esto es, la mayoría de los españoles, se subleva contra el iberismo; de lo cual ya se notaron síntomas en 1854. En el segundo caso, acontece lo propio en Portugal, como se está viendo ahora, con motivo del folleto titulado La Fusión ibérica, debido a la pluma de D. Pío Gullón. Este folleto, salvo la falta indicada y algunas otras que ya indicaremos, está bien escrito y pensado, y contiene ideas y noticias de grande importancia; pero sólo el aconsejar la fusión, condenando, aunque de un modo implícito, a la dinastía Braganza-Coburgo, es suficiente para explicar el efecto que en Portugal ha hecho, tan contrario al que indudablemente su autor se proponía.

No sólo los patriotas y los leales, no sólo los que aman a sus reyes, sino los que buscan ocasión de adularlos para medrar, concurren a enardecer el espíritu público en contra de semejantes planes, y se aprovechan de tan buena coyuntura para hacer gala del patriotismo y del monarquismo que tal vez no tienen. Entretanto la parte sana de la nación se escandaliza sinceramente, y animada por los escritos monárquicos y patrióticos, quiere competir con los autores en amor y devoción a la monarquía y a la patria. De esta suerte, puesto el iberismo en lucha abierta con los más respetables sentimientos, retrocede y pierde terreno, en vez de ganarle. Tal es el resultado, harto nos pesa decirlo, que ha tenido el folleto del Sr. Gullón. La soberbia y el orgullo vidrioso de los portugueses, que han entrado por mucho en la enemistad que [361] ha despertado dicho escrito, son exorbitantes; convenimos en ello. No somos nosotros menos vidriosos y soberbios; pero importa no olvidar que unos y otros lo somos, a fin de no herirnos cuando tratemos de abrazarnos.

Pensar en que por medio de la violencia o de la conquista hemos de agregarnos y de conservar a Portugal, es un absurdo evidente. España puede conquistar a Marruecos, puede apoderarse de toda el África bárbara y civilizarla; pero los pueblos civilizados de Europa no se conquistan ni se domeñan ya por fuerza. Hasta las naciones que fueron ya domeñadas y vencidas en otra edad, pugnan hoy por quebrantar el yugo, y es probable que al fin lo quebranten. Quizás llegue un día en que Irlanda, Polonia, y hasta la pequeña nacionalidad finlandesa, recobren su autonomía. ¿Cómo pensar, pues, en que la pierda violentamente la tierra de Viriato, de Egas Monis y de Álvarez Pereira, el inmortal condestable? La unión, la fusión, si ha de ser alguna vez, como no negaremos que lo deseamos para bien y gloria de ambas naciones, ha de llevarse a cabo por general, mutuo y espontáneo consentimiento. Para ello debemos de dejar de menospreciarnos y zaherirnos, y empezar a conocernos y a amarnos. El momento de la unión política estará siempre muy distante, mientras las simpatías, la confianza, la recíproca estimación y el cariñoso respeto no lo traigan consigo. Así lo entendieron, sin duda, los señores Mas, Caldeira, Lopes de Mendoça y Latino-Coelho, y no fue otro el pensamiento que presidió a la fundación de la Revista Peninsular. Desde entonces, la precipitación, la impaciencia y los alardes de superioridad de algunos han amontonado innumerables dificultades en el camino, largo sí, pero seguro, que iban allanando y abriendo aquellos patriotas, tan entusiastas como prudentes. Nosotros, [362] que hemos creído, que hemos anhelado la fusión, apenas sí ahora la creemos posible. Ya explicaremos en qué se funda esta falta de aquella fe y de aquella esperanza que tanto, en otro tiempo, nos animaban y complacían.

J. Valera

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Revista Ibérica 1860-1869
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