Revista Ibérica Madrid, 30 de enero de 1862 |
Tomo II, número II páginas 73-91 |
Juan ValeraEspaña y PortugalV Después de esforzarse el Sr. Gullón en demostrar la poca importancia histórica de Portugal, pasa a hacerse cargo de su estado actual, y le pinta y describe como verdaderamente lastimoso. Su comercio está arruinado o reducido a la primitiva forma de transacciones, vendiendo sus dos o tres productos a un solo comprador en el mismo terreno en que los recoge; la libertad de comercio en Portugal es nociva; los portugueses no tienen ninguna industria importante; en suma, aquella sexta parte de nuestra Península carece de recursos, se halla pobre, desvalida, y debe echarse en nuestros brazos. Triste sería para los españoles tener que recoger y amparar a un menesteroso moribundo; pero si Portugal se hallase, en efecto, en circunstancias tan duras, y acudiese a nosotros, indudablemente le recogeríamos y ampararíamos, echándonos al hombro, con caridad fraternal, una carga tan [74] pesada. Por fortuna, no sólo de Portugal, sino nuestra, las cosas distan mucho de esa indigencia y falta de recursos que el vulgo de España supone. Aunque Portugal, durante la dominación de los reyes austriacos perdió algunas de sus colonias, de que los holandeses se apoderaron; aunque después hubo de ceder a Inglaterra la isla de Bombay para que le auxiliase contra nosotros, pudiendo decirse que esta cesión fue el principio del imperio británico en la India, y la abdicación de la soberanía portuguesa en toda el Asia; y aunque, como prenda de nuestra antigua dominación, nos dejó la plaza de Ceuta con el pensamiento de domeñar y civilizar a Marruecos, y de hacerle compensar muriendo el hecho ultraje, pensamiento que tan mal hemos realizado, todavía conserva Portugal ricas provincias y hermosas colonias en Ultramar, aunque no florecientes como las nuestras. El imperio del Brasil, separado políticamente de la metrópoli, se une a ella con lazos más estrechos de amistad y de comercio que a España sus antiguas colonias de América. La prosperidad, buen gobierno y civilización del Brasil, hacen más honor a Portugal, que a España la decadencia, guerras perpetuas y revoluciones estériles de las repúblicas americano-españolas. El tráfico entre el Brasil y Portugal es un venero abundante de riqueza para este último país, cuyas introducciones en aquel imperio acaso sean las más importantes, después de las de los Estados-Unidos, que surten de harina a aquella población de más de seis millones. Portugal posee, además de las populosas Azores y de la hermosísima isla de Madera, las islas de Cabo Verde, las de Santo Tomás y Príncipe, que forman grupo con las nuestras de Fernando Póo, y muchos establecimientos en las costas [75] de Angola y Bengala: domina aún en el África Oriental, sobre 400 leguas de costa, y posee a Mozambique y a Sofala; en la India tiene las provincias de Bedjapour y Guzarate, con las ciudades de Diu, Damaum, Salsete y Goa, donde guarda los sepulcros del gran conquistador guerrero, Alburquerque, y del gran apóstol del Asia, San Francisco Javier, nuestro compatriota; y en la China conserva, por último, a Macao, y en la Oceanía, a Timor, Solor y otras islas. Todas estas colonias se hallan en bastante decadencia; pero no tanto que no cuenten aún dos millones y medio de almas, que unidos a los tres millones y medio del continente, suman algo más de seis millones. La riqueza y comercio de Portugal han decaído también de aquella asombrosa prosperidad a que el Marqués de Pombal supo impulsarlos, prosperidad que fue gradualmente aumentándose, hasta llegar a su apogeo en 1807, en que la exportación en cruzados, con los establecimientos ultramarinos, ascendió a 25.871.000, y la importación a 42.422.000; la exportación en cruzados, con las naciones extranjeras, a 58.635.000, y la importación a 41.102.000. La pérdida del Brasil, las guerras napoleónicas y el fatal tratado de 1810 con los ingleses, concurrieron a acabar o al menos a disminuir en gran manera este brillante estado. No se ha de creer, con todo, como cualquiera se inclinará a creer, leyendo el folleto que da ocasión a estos artículos, que Portugal agoniza, que Portugal se muere de inanición. Pocos años ha, en el de 1855, publicó el señor D. José de Aldama Ayala un libro perfectamente hecho y rico en datos de toda laya, que pudieran estudiar algunos españoles, antes de hablar de Portugal harto ligeramente. El libro lleva por título Compendio geográfico-estadístico de Portugal y sus [76] posesiones ultramarinas. De él tomamos algunas noticias para escribir el presente artículo, y a él remitimos a nuestros lectores que quieran enterarse más a fondo de la presente situación del reino vecino. El Sr. Aldama responde victoriosamente, con la elocuencia de los números, a los que ponderan la pobreza de los portugueses. Presupone que Portugal es una quinta parte menor que España, y partiendo de este dato, y comparando la importación y exportación de Portugal en 1851, que conoce, con las de España en 1854, presenta los siguientes resultados: PORTUGAL EN 1851
ESPAÑA EN 1854
Se deduce de estas cifras que el comercio portugués es de 26.565.939 pesos fuertes, y el de España, que debiera ser cinco veces mayor, esto es, de 132.829.695 pesos fuertes, para ser ambos proporcionalmente iguales, es sólo de 90.362.506: de manera que a España le faltaron aquel año, para ser tan comerciante y rica como Portugal, 42.467.189 pesos fuertes. El Sr. Aldama añade luego, para consuelo de España: «No se crea, empero, que las grandes diferencias que advertimos a favor de Portugal proceden de que en igualdad de circunstancias el territorio lusitano sea más rico que el español; no hay tal en nuestro concepto; sino que siendo [77] Portugal una faja de terreno estrecha y larga, bañada al S. y O. por el Atlántico, desembocando al mar en su territorio los principales ríos de la Península, que son navegables en su último trayecto, como también algunos de los que nacen en este territorio, disfruta de circunstancias que auxilian poderosamente al comercio, pudiendo decirse que exportan cuanto producen, teniendo luego que importar grandes cantidades de cereales y otros productos naturales y de arte, como sucede en la actualidad. Pero este flujo y reflujo y los cambios a que da lugar, es lo que constituye el verdadero comercio y la riqueza de un país; a la inversa de lo que se observa en varias provincias centrales de España, &c.» Y por último, concluye: «Los números precedentes sirven para probar la importancia comercial de Portugal, y demostrar a algunos ignorantes, que sin estudiarle ni conocerle le desprecian, figurándose ser un país que vale muy poco, cuán distantes se hallan de la verdad.» Extraño contraste forman los párrafos citados del Sr. Aldama con la dolorida conmiseración con que trata nuestro folletista a los portugueses, con aquellas frases fatídicas de la decadencia por donde vemos precipitarse a Portugal, de la postración de sus provincias, de sus debilidades y lesiones orgánicas, y de aquel cuerpo falto de vigor y de condiciones vitales, sujeto dentro de un saco de algodón por Inglaterra. Pero no sólo en esto, sino en todo, está el libro del Sr. Aldama en abierta contradicción con el folleto del Sr. Gullón, escrito algo a la ligera. «El número de los que leen y escriben –dice el señor Gullón– no crece en Portugal lo que en España ha crecido.» Y el Sr. Aldama contesta: «En proporción de las respectivas poblaciones, tenemos por [78] indudable que se lee más en Portugal que en España.» El Sr. Gullón cree que los portugueses no tienen industria; y el Sr. Aldama contesta que en la Exposición universal de París hubo 446 exponentes de Portugal, de los cuales 218 obtuvieron premio, y llena varias páginas de su libro con una lista de productos y manufacturas de aquella parte de la Península. Así desvanece «el error en que han incurrido casi todos los geógrafos, economistas y viajeros, suponiendo que los portugueses carecen casi enteramente de fábricas», y asegura que «el desarrollo que ha adquirido la industria manufacturera en Portugal merece la pena de que el Gobierno mande formar la estadística, &c.» Con todo, a pesar de los datos estadísticos imperfectos que sobre este particular nos suministra el Sr. Aldama, bien se deja entrever que, en punto a fabricación están los portugueses relativamente, como en punto a comercio, más prósperos que los españoles. No gozan ya de aquella prosperidad industrial relativa de que a principios de este siglo gozaban, y que llegó a inspirar recelos a los ingleses; pero desde 1820 volvió a reanimarse algo el espíritu industrial, dando las fábricas nacionales señas de vida, compitiendo con los géneros extranjeros en lo interior, y llegando algunos años a exportar para América y África, por valor de más de 700.000 duros de nuestra moneda. No queremos fatigar por más tiempo a nuestros lectores con cifras. Al que desee enterarse mejor de lo que Portugal vale en el día materialmente, le volveremos a recomendar la lectura del libro del Sr. Aldama, mientras nosotros nos congratulamos de que Portugal no esté tan abatido y postrado como le pintan algunos, y mientras deseamos y esperamos más unirnos a él porque vale, que no tenderle una mano [79] compasiva y amistosa, al verle desvalido y pobre. Lo primero es compatible con el carácter portugués, que tal vez consideraría la unión como decorosa y conveniente; lo segundo, no lo es en manera alguna. En su noble orgullo, nuestros hermanos se resistirían siempre a que los recibiésemos como por piedad; antes prefirirían morir independientes y solos de la muerte de consunción con que el folletista los amenaza. VI En vista de los datos del artículo anterior, no parece que los españoles tengamos derecho para decir que en Portugal hay un abandono forzoso y constante de los grandes intereses materiales, y una escasez ya crónica de recursos, que tampoco se concibe a primera vista en aquella sexta parte de la Península, cuando las otras cinco, con igual suelo, con las mismas condiciones, después de trastornos más prolongados y trascendentales, gozan una situación desahogada, próspera y relativamente hasta opulenta. Cualquiera libro, cualquiera documento que consultemos para cerciorarnos de esta opulencia relativa de España y de esta indigencia de Portugal, viene a demostrarnos que estamos en un error. Del Compendio estadístico del Sr. Aldama pasamos al Almanaque de Gotha, y vemos que España exportó en 1854 por valor de 950 millones de reales, y que Portugal exportó 275; esto es, mucho más de la quinta parte. Vemos asimismo que Portugal tiene en 1858 una marina de guerra que consta de 37 buques con 362 cañones, y España una marina de 82 buques y 887 cañones, y que el ejército efectivo portugués cuenta de 18 a 20.000 hombres; esto es, que si las fuerzas de tierra de Portugal no son [80] relativamente superiores a las de España, no se puede negar que lo son las marítimas. Dice el Sr. Gullón que el estado de la Hacienda pública es en Portugal deplorable: pero no es el de España mucho más satisfactorio, y dice que allí no se ha descubierto aún el modo de igualar los gastos con los ingresos, que se hacen empréstitos, que se aumenta la deuda y que hay déficit todos los años, como si en España no hubiese nada de esto, en igual o mayor escala. Es cierto que las rentas del Estado no son en Portugal proporcionalmente iguales a las de España: pero esto puede probar que la administración es allí más económica, y que el pueblo no está tan sobrecargado de tributos. No hay, sin embargo, ni en esto mismo, una notable inferioridad proporcional. Las rentas del Estado en Portugal vendrán a ser unos 260 millones de reales, de suerte que no es proporcionalmente más rico el tesoro español, sino en el quinto de lo que excedan nuestras rentas de la cantidad de 1.300 millones. En lo que sí llevamos a los portugueses una inmensa ventaja es en las colonias. Sólo la renta total de la isla de Cuba es mayor que la de todo el reino vecino, y su comercio es dos veces más considerable. Esta colonia produce a España de ocho a nueve millones de duros anuales, mientras que las portuguesas nada producen; antes cuestan a la metrópoli, para custodiarlas, conservarlas y administrarlas pobremente, de tres a cuatro millones de reales al año. Pero la diferencia más notable en nuestro favor está en el progreso material, rápido y visible, que hay en España desde principios de este siglo, y sobre todo desde hace veinte o treinta años: mientras que en Portugal apenas hay adelanto en muchas cosas y en otras hay decadencia. [81] Así es, que mientras más próximos a nuestros días sean los datos de que nos valgamos para comparar a Portugal con España, más favorables resultarán los datos para esta última nación. No negaremos que Portugal adelante; pero no adelanta con tanta rapidez como España. Las rentas de nuestras aduanas, por ejemplo, que en 1818 no pasaban de 90 millones, llegaron a 220 en 1858. Nuestro comercio de importación y exportación, del que ya hemos dado la cifra total en 1854, se elevó, en 1858 a la suma de 2.420.112.302 reales. Nuestra marina mercante ha tenido también tan considerable aumento, que ya en dicho año de 1858 contaba con 5.175 buques; esto es, más que cualquiera otra nación de Europa, menos Francia e Inglaterra. En la historia de ambos pueblos hay una circunstancia que explica esta situación respectiva. La guerra de la Independencia contra Napoleón I influyó en sentido contrario en Portugal más que en España. Aquí resucitó y rejuveneció a la nación y le imprimió un impulso progresivo, con el que se mueve todavía. Allí la sometió a Inglaterra, agostó su prosperidad, esterilizó su comercio y su industria y la hizo caer en un desmayo, del que vuelve ahora con trabajo y con pena. Desde 1808 hay en España una conciencia de nuestro gran ser como nación, que, a pesar de su noble orgullo y de su grandeza pasada, no tienen con igual vigor los portugueses. A sus hombres de todos los partidos les aqueja siempre un desaliento mucho más hondo que el que aqueja a veces a los españoles. Los liberales, como Garrett, dicen: fomos, já nâo somos: los absolutistas y legitimistas, como el Sr. Palha, confiesan que la nación duerme un sueño de muerte desde Alcazarquivir hasta el día, sueño de que no se ha despertado sino para separarse de España: [82] Desde entâo até agora No tomamos en todo su valor estos ayes poéticos: comprendemos las exageraciones del patriotismo lastimado; pero las exageraciones y los ayes tienen algún fundamento. La última eflorescencia literaria de Portugal, que empieza con Garrett y produce luego a Méndez Leal, a Latino Coelho, a Juan de Lemus, a Rebello da Silva y a otros ingenios de primer orden, se parece sin duda a una resurrección, a un renacimiento del espíritu público nacional; pero no tiene, por desgracia, todos sus caracteres. El patriotismo exclusivo ahoga, no consiente el perfecto desarrollo de ese espíritu público. El pensamiento nacional, si ha de renacer en Portugal y en España, ha de renacer bajo la forma del iberismo; pero del iberismo paciente, sereno y firme, que quiere ir con pausa y sosiego a la unidad, por sus pasos y grados naturales, como único medio de recobrar, en las circunstancias presentes del mundo, la fuerza y la preponderancia perdidas, como único medio de que ambos pueblos de Iberia no sean dos pueblos insignificantes, y vuelvan a tener una gran misión en la Historia. De esta suerte es como comprendemos el iberismo. No es una necesidad, y puede ser una conveniencia. No se requiere la unión para vivir: Portugal ha vivido bien, con riqueza y prosperidad materiales, y puede vivir del mismo modo sin nosotros: Portugal, sin nosotros, puede llegar a ser una nación más industrial, más rica, más comerciante, más abastada que Bélgica; pero Portugal, sin nosotros, no puede ser una gran nación, y Portugal aspira a serlo. Portugal no puede renegar de su pasado. Nosotros hacemos [83] precisamente un argumento contrario al del Sr. Gullón. Este es ibérico, porque no estima tanto como nosotros lo extraordinario y sublime de las historias portuguesas: nosotros lo somos, aunque relegando para el porvenir la realización de nuestras esperanzas, porque nos admiramos de esas historias. Si Portugal no las tuviera, sus poetas, sus políticos, sus escritores y pensadores tendrían otro ideal más bourgeois, más humilde, menos heroico: se limitarían a ser codiciosos y no tendrían ambición. Esas quejas de fomos, já nâo somos, no saldrían de labios portugueses; ni merecería tanto dolor el que hubiera unas cuantas fábricas menos o el que el comercio portugués de 1861 no respondiera al de 1807. Aquella prosperidad puede renovarse fácilmente; pero Portugal no puede quedar satisfecho con aquella prosperidad. La condición, la índole, el instinto, las tradiciones de todo portugués le mueven y arrastran a propósitos y fines más levantados. Ningún portugués negará esto, puesta la mano sobre el corazón. Esto, pues, y no la necesidad de vivir, para lo cual no nos necesitan, es lo que más tarde o más temprano los traerá a todos al iberismo. No será la idea de que valen poco, no será el sentimiento de postración y de humildad, sino el orgullo nacional y los ensueños ambiciosos y las saudades del pasado poderío lo que ha de impulsarlos a hacerse ibéricos, no resignándose a ser ricos y prósperos, pero poco importantes, como la Bélgica o la Suiza. En el siglo XVIII, casi desde el momento de la separación de España han estado los portugueses ricos y prósperos, relativamente a su pequeñez de población y de territorio, y comparándolos con las demás naciones de Europa. Sin embargo, ni Portugal ni los portugueses están satisfechos de aquella época, como no lo estaría un gran príncipe que [84] perdida su corona adquiriese dinero y bienestar, consagrándose sólo a las prosaicas ocupaciones del labrador, del mercader o del fabricante. El trono, el cetro, la dominación pasada le atormentarían de continuo con su recuerdo, y hasta le embargarían el espíritu, impidiéndole que se ocupase con fruto en sus nuevas y plebeyas faenas. Los portugueses anhelan aún, y tienen fatalmente que seguir anhelando, ser una gran nación. Desde este punto de vista, en esta situación de ánimo es como ellos mismos reprueban y desprecian lo que en absoluto ni desprecio ni reprobación merece. Como el ilustrado escritor López de Mendaña, llaman a su historia, desde 1640 hasta hace poco, un longo pesadello de dusentos aunos, condenan a D. Juan IV porque vendió a Inglaterra las posesiones de la India y la ciudad de Tánger, declaran a D. Pedro II un bajá de Inglaterra, escarnecen a D. Juan V, a pesar de fundar el patriarcado, pagando a peso d’ouro a insaciavel cubiça do Papa, y a pesar de haber edificado a Mafra, grande monumento material sin pensamento, Escorial sin San Quintín; y apenas sí conceden que Portugal siguiese la corriente civilizadora de Europa, en tiempo del despótico, aunque admirable e inteligente Marqués de Pombal. Los portugueses tienen, pues, otras aspiraciones que no diremos que se logren con la futura unión; pero sí diremos que en el presente estado del mundo, no hay otro medio de que se logren. Por esto son los portugueses, aunque se hagan violencia para ser lo contrario, bastante más ibéricos que nosotros. Pero el iberismo nace del orgullo y del amor de la patria, y combatir en ellos estos nobilísimos sentimientos es combatir el iberismo. [85] El verdadero espíritu nacional portugués no puede sernos adverso. El verdadero espíritu nacional portugués tiene que ser español. Después de la fatal revolución de 1640 no renace ese espíritu; ahora es cuando de cierto renace. ¿Cómo comparar, por ejemplo, al conde de Ericeira con Herculano, a cualquier poeta gongorino de entonces con un Juan de Lemus, con un Patos-Bullao, con un Garrett? Sólo Vieira, dice el Sr. Lopes de Mendoça, era entonces un escritor inspirado; pero no recibía aliento inspirador de la patria, sino del jesuitismo, de aquella poderosa asociación a que pertenecía. En el séptimo artículo, que será el último de esta serie, diremos cuáles son los medios que, a nuestro ver, se han de ir empleando para aproximarse lenta y seguramente a esta unidad, a esta confederación, o por lo menos, a esta estrecha alianza a que el destino y la condición natural de españoles y portugueses nos impulsan con impulso providencial e inevitable, el cual crece, no en razón inversa de la vida propia de Portugal, sino en razón directa del desarrollo moral y material de ambas naciones, y de las esperanzas, aspiraciones y deseos que este desarrollo trae consigo. VII Por todo lo que hemos dicho hasta aquí, se ve con claridad que la unión de ambos reinos peninsulares no puede ni debe hacerse por medios violentos y rápidos, y que por los lentos y pacíficos es harto difícil. La unión, sin embargo, conviene e importa mucho al bien y a la futura grandeza de portugueses y españoles. El movimiento que a ella nos trae no nace de postración ni de decadencia, sino, muy al contrario, de la energía que despliega y del vuelo que levanta, con la prosperidad creciente, el espíritu nacional, antes apocado y [86] abatido. Lejos, pues, de marchitarse en flor la idea del iberismo, vendrá con el transcurso del tiempo y con el asiduo cultivo a dar el fruto deseado, yendo entre tanto arraigándose y tomando vigor en el aumento de población, comercio e industria de uno y otro pueblo de Iberia. Mas aunque esto se nos niegue, siempre será innegable y evidentísimo, que ni Portugal debe recelar de la unión, ni España codiciarla, hasta que llegue el día dichoso en que Portugal mismo, unánimemente persuadido de su conveniencia, la desee y la pida. Y aun así, será menester mirarse en ello. Las naciones suelen ser ligeras y veleidosas, y suelen apetecer hoy lo que detestan mañana. No todas tienen la firmeza que tuvo Aragón en sus propósitos; muchas se parecen a los inquietos napolitanos, que ayer se mostraban ansiosos y enamorados de la unión, entregándose sin la menor resistencia a un puñado de aventureros, y hoy se levantan contra ella, como si fuese el yugo más insufrible. Ejemplo es éste de grandísima enseñanza, y que nos debe hacer muy cautos. No hay, pues, que codiciar la unión, ni que recelar de ella por ahora. Lo que nos incumbe, lo que nos interesa es prepararla, o al menos tender a una alianza estrechísima, valiéndonos para este fin de cuantos medios estén al alcance de la civilización y de la política. Las vías férreas deben unirnos cuanto antes, y acortadas así o casi borradas las distancias, los españoles visitarán a Lisboa, y hasta en la misma decadencia de esta ciudad tendrán que maravillarse de su magnífica posición, del esplendor pasado y de la majestad regia que conserva todavía, reconociendo que está llamada a ser de nuevo la capital de un imperio vasto y poderoso. El trato entre uno y otro pueblo acabará por disipar las preocupaciones poco amistosas que nos [87] separan, y por estrechar los lazos que nos unen. El vulgo de los portugueses conocerá que no todos los españoles son los humildes gallegos, que acuden a ganar la vida en aquella tierra, donde son tan injustamente menospreciados que una de las palabras más duras de que se puede valer un portugués para injuriar a otro es llamarle gallego. Los portugueses ilustrados acabarán por convencerse de que no son los españoles ni más crueles ni más sanguinarios que otro pueblo cualquiera del mundo, en épocas de revolución y de trastornos, y de que aquí ni se fusila ni se da garrote con más profusión y con menos motivo que se mata en Francia, en Alemania o en Italia, en idénticas ocasiones. Y tanto los portugueses cuanto los españoles, nos persuadiremos de que, si bien en punto a vanidad nacional y a cierta jactancia nada tenemos que echarnos en cara, porque unos y otros pecamos en esto, y no poco, todavía no llegan ni aquí ni allí estos innegables defectos hasta el extremo ridículo que cierta malevolencia algo grosera, aunque chistosa, nos induce a creer y nos finge con todos los caracteres de la certidumbre. Por último, las personas acomodadas de ambos reinos que van ahora con tanta frecuencia a París, tal vez vayan y vengan pronto alternativamente a Madrid y a Lisboa: tal vez logremos ver en nuestros salones, en nuestros teatros, y en nuestros ateneos y círculos, a la aristocracia del nacimiento, de la inteligencia y de la riqueza de Portugal, y tal vez muchos de nuestros elegantes y de nuestras damas acudan en verano a las amenas y fértiles orillas de la boca del Tajo, o a los sombríos y deleitosos bosques y jardines de Cintra y de Colares, en vez de ir a las Provincias Vascongadas, a Biarritz o a San Ildefonso. A fin de que el comercio entre España y Portugal sea más [88] activo y provechoso, conviene formar una liga aduanera, para lo cual ha de empezar nuestro gobierno por hacer una reforma de aranceles en el sentido más liberal posible. De este modo, el contrabando de algodones que hace Portugal con España, y que ha sido y es bastante poderoso para crear y sostener casas tan ricas como las de los Sres. Orta, Blanco, Roldan y otros, recibirá un golpe de muerte, perdiendo por lo pronto aquel país cuantiosos recursos y ganancias considerables, y aquel Estado mucha parte de sus rentas de aduanas; pero muy luego se recobrará de esta pérdida, y en un comercio lícito la recompensará y resarcirá con usura. Celebrada la liga aduanera, será más fácil la navegación de los ríos, hoy paralizada, como la del Duero, a pesar del tratado y merced a un reglamento ridículo, por la desconfianza fiscal, que no consiente la introducción por Oporto de nuestros frutos coloniales. Las fábricas de tejidos y de estampados de algodón que hay en Lisboa, no teniendo ya que pagar la prima del contrabandista, podrán abastecer los mercados del Occidente de España y surtir a precio módico provincias enteras, compitiendo mejor que ahora compiten por medio del contrabando, con las fábricas de Málaga y de Cataluña. El comercio por mar entre ambas naciones se podrá activar y fomentar por medio de convenios para el cabotaje y con la supresión del no diremos inútil, sino nocivo derecho diferencial de banderas, que excluye a la nuestra de tantos puertos y mares en lugar de favorecer la marina. El comercio de importación de España en Portugal irá también en auge, dando pábulo al de Portugal con Holanda e Inglaterra, para donde exporta las lanas de nuestros ganados. Y por último, Oporto y Lisboa serán el emporio de toda España por el Atlántico, o al menos compartirán con Santander, [89] con Vigo y con Cádiz este beneficio, llevándose nuestros cereales y nuestros vinos, las sedas, las resinas, el azafrán y la sosa, y trayéndonos el azúcar, el té y el café de América y de China, y los objetos de arte y de moda y otros artículos de lujo de Bélgica, de Francia y de la Gran Bretaña. La semejanza y estrecho parentesco entre los idiomas portugués y español, y la idea común en que se fundan ambas civilizaciones, hacen conveniente el que se declare al cabo que los grados académicos y los títulos de la universidad de Coimbra sean en España valederos, así como en Portugal los de las universidades de España. La historia, las leyes, la literatura, las instituciones de uno y otro país, deben ser en lo futuro mutuamente mejor conocidas, y los clásicos portugueses tan leídos y admirados en España como en Portugal. El editor Rivadeneyra debiera incluirlos en su colección al lado de los españoles. De otra suerte, no la tendremos por completa. Barboza debiera ser tan consultado como Nicolás Antonio por los eruditos españoles. En vez de cometer galicismos debiéramos incurrir en portuguesismos, lo cual, más que dar a nuestros escritos un colorido extranjero, les prestaría cierto perfume de castiza sencillez, y de aquella gracia primitiva y de aquel candor que ya tuvo y va perdiendo nuestro idioma. La Real Academia de Ciencias y la de la Historia de Lisboa, que, en poco más de un siglo que llevan de vida, han realizado tan grandes cosas, se han honrado con sabios tan eminentes y han acometido empresas tan colosales, debieran entrar en íntima comunicación con nuestras Academias. Algunas de estas empresas debieran proseguirse y terminarse de mancomún, como, por ejemplo, la curiosa colección de documentos y memorias sobre la historia, religión, usos y [90] costumbres de las naciones bárbaras que ambos pueblos sujetaron, en otras edades, así en el nuevo como en el antiguo continente. Ya en 1795 estaba próximo a darse a la imprenta en Lisboa el primer tomo de esta importante colección, que contenía una Memoria sobre la religión de los pueblos de la India, escrita por los jesuitas de Goa, una Historia de Cochinchina, de otro jesuita, y un largo discurso sobre la nación de los guaranís, que puebla el Paraguay. Nuestros misioneros, nuestros naturalistas, nuestros viajeros, se completan unos a otros, y todos juntos se puede asegurar que han estudiado los primeros las lenguas, la historia, los usos y las costumbres de los pueblos más apartados, y la flora y la fauna de las más remotas regiones, antes inexploradas y ocultas. Asimismo los libros que ahora se escriben en Portugal y los que en España se escriben, debieran ser recíprocamente más leídos y estimados, con lo cual nos apreciaríamos mejor y habría cierta provechosa emulación literaria, y un mercado más grande para esta clase de productos, los cuales en ambas naciones y en ambas lenguas tienen desgraciadamente poquísima salida. En suma, nosotros no pedimos la fusión, ni la unión política de ambas naciones, pero anhelamos su amistad: y no queremos ir hacia Portugal para unir con violencia su destino a nuestro destino, sino que deseamos ir, como los novios que van a vistas, a fin de conocerse y tratarse y a fin de considerar si les tiene cuenta o no un enlace medio proyectado. Bien puede ser que les tenga cuenta, bien puede ser que se enamoren y se casen: mas aunque así no suceda, si ellos son buenos y están dotados de estimables prendas, no podrán menos, con el trato, de llegar a ser, cuando no [91] esposos, íntimos y leales amigos. Esto, y nada más, es lo que nosotros deseamos por ahora: y nada nos lisonjeará tanto cuanto saber que los portugueses sienten y piensan de nosotros, lo que nosotros de ellos, en cuya alabanza repetimos con toda sinceridad aquellas palabras de Plinio el joven a Cornelio Tácito, que el Sr. Freire de Carvalho con razón y sin jactancia alguna aplica a sus compatriotas. «En verdad que reputo afortunados a aquellos hombres, a quienes los dioses por su alta munificencia concedieron, o practicar acciones dignas de ser escritas, o escribir obras dignas de ser leídas, y a los que reúnen en sí ambas excelencias los reputo afortunadísimos.» (Conclusión.) J. Valera |
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