Filosofía en español 
Filosofía en español


Folletones de “El Sol”

Américo Castro

Por qué desean ciertos argentinos una lengua nacional


I

La primera impresión, es que se trata de una tontería sin sentido. En la Argentina, como en toda Hispanoamérica, se habla y escribe en castellano o español, con particularidades locales o regionales en cuanto a la pronunciación o el léxico, según acontece en Vigo, Cádiz o Barcelona. Y entonces, ¿por qué de vez en cuando, privada o públicamente, surge el tema del habla peculiar? ¿Y por qué en Buenos Aires y no en otra parte? Enojarse contra un hecho es la única manera de no entenderlo. Y como las cuestiones americanas son cada vez más complejas, y solicitan con ahínco cuidado y responsabilidad, conviene preguntarse en qué consiste esa aspiración a una lengua nacional argentina.

Se mezclan y enmarañan aquí diversos motivos, que conviene aislar con pulcritud.

Nacionalismo e independencia lingüística

Durante buena parte del siglo XIX, los argentinos habrían deseado no tener con España conexión alguna. Su vida comenzaba en mayo de 1810. Antes de eso –según ellos–, barbarie colonial y monárquica. Conservar la lengua pura no tenía sentido. Después de todo, para traducir del francés –decía D. Faustino Sarmiento–, ¿qué más da que argentinos y españoles escriban en una u otra forma, con corrección o sin ella? En verdad que por el año de 1840 no se decían en español cosas mayores.

Hacia 1880 hubo quien pensó en que el italiano podía en la Argentina reemplazar al español como lengua del Estado. Inseguridad de la conciencia nacional; espectro no borrado del coloniaje.

Oigamos a Ricardo Rojas en su estudio sobre Sarmiento: “Cuando la corrupción cosmopolita y la implantación de escuelas extranjeras pusieron en peligro la unidad moral del país que había soñado, saltó, ya viejo Agamenón, a la arena, y le vieron bravear en las últimas campañas nacionalistas, defendiendo, precisamente, la lengua de sus libros, que era la de su patria constituida. Así condensa Sarmiento, por las raíces eternas del idioma, la milenaria tradición de la raza.” A la violencia de la actitud pasional sigue un refreno; el pleito de campanario se desvirtúa al ser proyectado en perspectiva de exterior y de futuro. El discurrir apretado suscita al fin generosidades más efectivas que las del arrebato entusiasta.

Mas Sarmiento, lo mismo que J. María Gutiérrez, no pensó nunca en la posibilidad de separarse del idioma peninsular, ni en los momentos de más exasperado nacionalismo. Sus acritudes se limitaban a no reconocer el magisterio de la Academia en cuestiones de pureza y elegancia, dada la renovación de las ideas americanas –decían– frente al arcaísmo espiritual de la antigua metrópoli. En forma semejante, el peruano Ricardo Palma (en 1896) miraba el Diccionario académico como “un cordón sanitario entre Europa y América”.

Momento culminante de ignorancia y pasión refleja el libro del Sr. Lucien Abeille, “El idioma nacional de los argentinos” (1900); para lisonjear el criollismo, en las proximidades del centenario de la Independencia, este buen francés hacía consistir el argentino en decir “pior”, “golpiar”, “vos tenés”, “macana”, &c. Pasma que tales boberías pudieran encontrar eco entre ciertas personas. El desconocimiento de los problemas lingüísticos es casi total entre el vulgo medio de América y España; la diferencia es que entre nosotros los debates gramaticales se resuelven en charlas descosidas de la tertulia pueblerina, y en el Plata se nimban a veces de psicología nacional o literaria. En honor de la verdad, hay que reconocer, sin embargo, que argentinos fueron quienes enterraron el ridículo libro de Abeille, que no ha vuelto a editarse más. Ernesto Quesada, en “El problema del idioma nacional” (1900), demostró que el orgullo nacional consistía justamente en conservar la lengua trasmitida por los antepasados, y que el “argentino” del Sr. Abeille era pura filfa.

En lo que va de siglo, la reacción de la cultura sobre el idioma ha sido intensa. Basta bojear libros y diarios argentinos para percibir la tendencia a amoldarse a un ideal de lenguaje panhispánico; y como cada vez se escribe mejor y más, la lengua literaria penetra insistente por cauces y resquicios. Ningún espíritu responsable se atrevería a sostener hoy que a un país independiente, por el hecho de serlo, corresponde un idioma peculiar, según dicen todavía algunos brasileños de nota, siempre recelosos de que Lisboa o Coímbra les marquen la pauta. No se aviene tal preocupación con la conciencia de una segura y propia personalidad nacional. ¿No están ahí Bélgica, Suiza y Estados Unidos? La ortografía brasileña es distinta de la portuguesa.

El habla familiar y vulgar

Hay en la Argentina, como en todas partes, dos planos de lenguaje: el del habla cuidada para el escrito o el discurso, y el de la conversación íntima, que a veces se refleja en la literatura cómica o costumbrista. Con esto llegamos a la zona delicada de nuestro problema. Lo vulgar goza en el Plata de una violencia en ocasiones irrefrenable. Vulgar –masa, plebe– fue lo más fecundo y enérgico de la tradición española. En su atractiva “Historia de la evolución argentina” escribe Ramos Mejía: “A esta pobreza material debía corresponder la modestia de las costumbres y la humildad de las condiciones. Así se explica el hecho de no aparecer entre nosotros un solo título de nobleza.” El substratum de la lengua argentina es nuestra habla rural, como so oye hoy por doquiera desde Canarias al país vasco; en Vasconia, en efecto, “se sacan el sombrero”, el pueblo dice “detrás mío, delante nuestro, dea, estea”, ni más ni menos que el vulgo bonaerense. Y todos conocen la extensión que alcanza allá el vulgarismo andaluz en pronunciación y vocabulario.

Esta habla campesina, al arraigarse en el nuevo continente, se vio privada de la acción sutil y difusa que en el suelo nativo ejercen la ciudad, la comarca aledaña y la misma literatura. En la pampa infinita, frente al desierto o a la indiada, el idioma originario se estrecha (aunque se enriquezca con algunas voces indígenas), corre por los canales imprescindibles; como medio artístico (antes del siglo XIX), apenas florece si no es en el cuento o la canción, bagaje emotivo del andaluz castizo, reinjerto en gaucho. El rústico, entregado a sí mismo, luego de anclar en un vocablo o expresión, carece de elasticidad para reemplazarla o dotarla meramente de un sustituto. El sinónimo se hace imposible.

Así se ha originado ese agotamiento idiomático tan característico de América. El vocablo del siglo XVI que ahincó en la pampa no fue sustituido por otro más reciente de la misma lengua. De ahí deriva esa sabrosa impresión de arcaísmo vivo tan a menudo gustada en Suramérica. Por la misma vía rústica se han producido allá ciertas proscripciones de vocabulario que, al no coincidir con las nuestras, dan origen a fastidiosos equívocos. Citaré un ejemplo escabroso, pero instructivo. Quien va al Uruguay o a la Argentina, aprende luego a no usar la palabra “coger”. Sarmiento aún puede escribir en Facundo: “en Córdoba a nadie desea coger sino al doctor Castro Barros, con quien tiene que arreglar una cuenta”; “el triunfo, cuyos laureles debe coger desde a caballo”, &c. Actualmente supone una brava reacción antiplebeya el que Enrique Larreta diga en Zogoibi: “cogiendo el cuchillo por la punta de la hoja”; “cogiéndose el tobillo con ambas manos”; “dos pájaros, cogidos por el extremo de las alas”, &c. Son infinitas las vueltas que da el rioplatense para evitar la nefanda palabrita: “agarrar, pillar, tomar; asir”, etcétera. El sustituto preferido es “agarrar”, cuyo uso excesivo suele dar ocasión a estrafalarias impropiedades: “¡vea cómo nos agarra!”, dicen unas señoritas, en “toilette” casera, a la inesperada visita. Esto es, por otra parte, muy explicable, dado que “coger”, en la Argentina, asume con exclusividad un sentido obsceno. ¿Y cómo así? Por la sencilla razón de que esa palabra, en la lengua rústica, adquirió ocasionalmente el significado de “cubrir el caballo a la hembra” (Andalucía, Burgos, &c.). El cambio de sentido es comprensible y está en germen en textos literarios: “Este mal hombre me ha cogido en la mitad de ese campo y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera trapo mal lavado” (Quijote). Entre nosotros, el uso normal de esa voz ha impedido que prospere la acepción zootécnica, difundida en la Pampa por la ganadería y aplicada luego al dominio humano por la presión del campo.

Algo semejante acontece al para nosotros inofensivo vocablo “concha”, que allá emparentaron, a mi entender, con la interjección plebeya y eufemística “¡concho!”. En las clases de geografía es un conflicto aludir al “Río de las Conchas”, cuya mención levanta hilaridades apicaradas. Aún en postura más incómoda se halla el profesor de Literatura cuando en un texto aparece el vocablo “coger”, de tan frecuente e indispensable uso. Este hecho es de una realidad tan inmediata, que no se puede ignorar. Mala cosa es que una palabra caiga en la zona púdica. La voluntad y el honesto sentido pueden hacer algo para refrenar ese prurito malicioso, especialmente entre los niños, muy dados a la fantasía mórbida. Toda palabra, en efecto, puede dar ocasión a conflictos. Recuerdo que en la sociedad francesa del siglo XVII comenzó a proscribirse el uso de “convaincre” y “ridiculiser”, porque una de sus sílabas aludía a algo inconveniente. Mas por esa senda, adónde iríamos a parar. La familia, la escuela y la limpia intención deben impedir que las palabras más usuales y necesarias vayan cayendo en la sentina de la pornografía.

Conflicto entre lo vulgar y lo afectado

Hay multitud de otros hechos que embarazan en su habla al argentino, a poca cultura que posea. Ya en la escuela le han advertido que no diga “páis”, sino “país”; es muy frecuente además oír, incluso de labios exquisitos, “pior, galpió, refalar (resbalar)”, &c. La escuela se esfuerza (mucho más que en Sevilla o Granada) por reobrar contra esa tradición campesina, que refleja la fonética corriente. Se ha logrado así restablecer la d de las terminaciones en ado, que los madrileños pronuncian como un ao exagerado, con ordinario refocilamiento. Intentan los argentinos cultos pronunciar la ll, en lugar de su sonido típico, parecido a la jota francesa; pero que procede de algunas regiones andaluzas, según hemos podido establecer; en el interior de la República hay todavía provincias donde espontáneamente se articula la ll. Por cierto, que es lamentable, para la unidad cultural de nuestra lengua literaria, que los actores españoles comiencen a recitar con la y vulgarota de los madrileños. Da vergüenza que haya actores que nos hagan oír, declamando el Tenorio, “en esta apartada oriya, más pura la luna briya”. En todos los pueblos cultos hay lo que llaman los alemanes la “Bühnensprache” (pronunciación escénica), que mantiene el modelo del decir refinado frente a las ocasionales chabacanerías de la gente. En Nueva York, donde el inglés anda como Dios quiere, nadie se arrojaría a representar a Shakespeare si no en la forma estrictamente literaria en que ha sido consagrado por los siglos. Es sumamente extraño que habiendo en Madrid una Escuela de Declamación vaya siendo cada vez más frecuente que los actores digan “cabayo” y “siya”. Siempre la presión del arroyo.

Volvamos a nuestros argentinos. La labor correctora de la escuela llega hasta donde puede; a veces se pasa. Para evitar la omisión de la d final, como sucede en Andalucía (“caridá, virtú”), el argentino culto, al hablar en público, dice “caridat”, “virtut”, como si fuera de Tarrasa.

El español no sospecha que el argentino tiene que hacerse violencia para decir “diré, traeré”, o sea para emplear el futuro. Lo natural en ellos es la perífrasis “yo se lo voy a decir, él se lo va a traer”, giro pesado y empalagoso, que, a su vez, es un desarrollo vulgar, muy explicable lingüísticamente.

El tuteo es allá voseo, aunque al escribir se emplee el tú, incluso en las cartas íntimas; en la conversación sólo algunas familias aristocráticas usan tú tienes, y no vos tenés.

Pero lo que contribuye más a fomentar esa incómoda situación es el percibir que infinidad de vocablos no puede uno emplearlos sin despertar la ironía o sin pasar por afectado. El castellano de la Argentina se caracteriza más por sus carencias que por sus innovaciones, las cuales, en último resultado, nada tienen de particular. No se imaginan aquí la cantidad de palabras que prácticamente han sido amortizadas en los países rioplatenses. Nosotros podemos decir “aquí” o “acá”, según nos cuadre; mas un argentino se dejará desollar antes que decir “aquí”. No dirá “estrecho”, sino “angosto”; en lugar de “tierra” y no “polvo”; “prisa-apuro; quitar-sacar; melocotón-durazno; ahora-ya; chaqueta-saco; zapato-botín; enseñar-mostrar; agasajo, homenaje-demostración; hierba-pasto; campesino-paisano; calcetín-media”; y así muchos centenares de casos. Añádanse a ello los modismos, frases hechas y refranes que, o son desconocidos, o sólo se conocen por el artificio del impreso, y se explicará cómo llega a producirse esa situación anormal de azoramiento y pudor lingüístico en quienes rebasan el nivel del vulgo ilustrado, al observar que hablan una lengua de la que no son enteramente dueños; que en sus formas más complejas y ricas es para ellos algo artificioso y aprendido. Tal escollo psicológico, naturalmente, no se presenta con la pluma en la mano, sobre todo en el buen escritor. Nótese, sin embargo, que el término medio de las gentes que hablan no son literatos eximios. En general, la mujer argentina dispone al hablar de más vocabulario que el hombre, y se muestra menos cohibida.

Y para que no se piense que hago interpretaciones excesivas, mostraré testimonios puramente argentinos. La revista “El Hogar” (28 set. 1923) escribía refiriéndose a un profesor español:

“¿Acaso nos parece ociosa la obra del Sr. X.? No, por cierto. Pero hay algo que nos hace mucha falta, y que él no podrá enseñarnos: hablar un fluido español de entrecasa como el que hablan casi todos los españoles. Los españoles cultos que nos visitan, cuando no ocupan la tribuna o la cátedra, cuando se sientan a nuestro lado en el café, nos hablan en ese español familiar, cuyos giros son tan felices y cuyas imágenes son tan expresivas. Cuando pensamos que eso ellos no lo han aprendido en los libros, sino en el hogar y en la calle, nos quedamos descorazonados. En los libros no podemos aprenderlo, y en el hogar y en la calle mucho menos. Nuestro lenguaje familiar y popular es pobre y descolorido, y nos asiste mal en la expresión del pensamiento. Tendríamos que decidirnos a hablar el lenguaje familiar y popular de los españoles, tan vivo y tan pintoresco. Pero nos parece que la única parte donde podríamos aprenderlo sería en el teatro. Si a nuestros autores nacionales se les contagiare algo de él, y lo pusieran siquiera en boca de los personajes españoles de sus obras, nos prestarían un buen servicio. Por supuesto, no querrán prestárnoslo.”

La anterior cita ilustra la cuestión lingüística en la Argentina más que todos los libros de argentinismos. Su tono íntimo, noble y vital, nos lleva derechamente a uno de los aspectos esenciales del problema, y enseña una vez más que tras el hecho humano hay que buscar siempre el alma en que se sustenta. En vista de ello, me atrevo a diagnosticar el reciente debate sobre “idioma nacional”, a base de la jerga más plebeya del puerto bonaerense (el lunfardo), como un caso más de lo que Nietzsche y otros pensadores llaman “ressentiment”, y como un ensayo para salir de ese efectivo atolladero psicológico por la vía más frívola, y echándolo todo a rodar –único modo de no salir–. Por dicha para la Argentina, quienes así piensan no representan ni a los más ni a los mejores. Pero hoy no hay espacio para lo que resta por decir.

Américo Castro

(Prohibida la reproducción.)