[ 110 ]
Ante la contienda electoral
José Antonio Primo de Rivera quiere ir al Parlamento a defender a su padre, que para él era la Dictadura
No tiene vocación política ni opinión formada sobre los sistemas de gobierno
Defensa de la sensibilidad
Yo no sé si voy a salvar esta sensibilidad que procuro para los puntos de la estilográfica o si en fuerza de tintarla en la derrota se encallecerá. Pero es lo cierto que siempre, siempre, mis interrogantes de escritor al minuto garabatearon sobre panoramas sombríos.
Recuerdo del dictador la noche en que se entregaba a Berenguer los poderes omnímodos en el ministerio de la guerra. Sé de Alcalá Zamora y de sus compañeros de Gobierno a través de los barrotes de la cárcel.
Hablé con Besteiro antes de que su situación en el socialismo se enderezara con el abrazo de Prieto durante el último Congreso del partido. Pero no apreté con fuerza la mano de Francoa hasta que salió un día del hemiciclo con un ala rota después de cierto embate parlamentario.
Ahora he hablado con José Antonio Primo de Rivera. ¡Ahora! Cuando el mozo se debate por la quimera de un acta entre el rencor de unos, y la indiferencia de otros y la rechifla de los más.
Yo quiero a todo trance salvar la sensibilidad de mi pluma para acercarme al drama de este señorito, con aire de buen chico, que se ha echado a cuestas la cruz de un muerto con historia y que se empeña en hacer luz con pedernal de tinieblas.
¡Veremos si el propósito se logra!
No es fácil. El freno de la censura llagó hondo la boca; las notas oficiosas hirieron la conciencia que sangra; algún secretario municipal se deshizo los sesos de un pistoletazo que cargó el terror; en Vera de Bidasoa corrió la sangre; Martínez Anido proyectaba desde Gobernación su sombra fatídica sobre hombres y cosas. No es fácil la identificación con los lutos de José Antonio Primo de Rivera.
Pero es seguro para su dolor el respeto que inspira la musa del buen gusto.
Preguntas y respuestas
—No quiero mis datos –dice– para el folletín, sino para la historia interna y externa de la dictadura que algún día se escribirá y cuyo arsenal de notas facilitaré yo en su inmensa mayoría.
—¿Con nombres y fechas?
—Sí; pero rehuyendo la anécdota. Ni entonces, ni ahora, en este propósito electoral, es mi deseo poner a nadie la cara colorada porque antes sirviera a la dictadura y en este momento la combata. Yo no quiero ir a eso al Parlamento. Además, sería incongruente que si alguien, por ejemplo, dice: «La Dictadura arruinó la Hacienda» yo contestara: «Fulano de tal aduló al dictador.» ¿Verdad?
—¿Qué diferencia establece usted, en el caso concreto de su padre, entre dictadura y dictador?
—Ninguna. Para mí la dictadura era mi padre. Esto en cuanto a las líneas generales. Claro que si en seis años hubo un funcionario venal, cosa inevitable, o se dictó una real orden de algún ministerio que fuera una barbaridad, es cuestión de detalle que no sería justo achacarla a él. Conviene que precise usted esto último.
—¿Y no cree usted que pudo haber alguna voluntad por encima de la de su padre que dirigiera aquella política?
—Creo que si alguna otra intervención hubo fue muy débil. Pero esto ya es historia de la dictadura.
—Se dijo a raíz de marchar su padre a París, que tenía el propósito de escribir unos artículos de los que don Alfonso no salía muy bien parado. ¿Sabe usted algo de eso?
—No.
—Más tarde se le atribuyó a usted idéntico propósito.
—No.
—¿Es usted monárquico de Alfonso XIII?
—Si no le molesta, ¿quiere usted por ahora suprimir esa pregunta?
—¿Estima usted la dictadura admisible como forma de gobierno?
—Permítame que no opine sobre política, para la que no tengo vocación. Yo, a los veintiocho años, y con la sola fuerza de mi apellido, no creo que esté autorizado para dar dictámenes. No quiero ser como esos jovencitos y viejecitos que, sin más motivo que la suerte de que la dictadura los encarcelara dos meses, se creen autorizados para opinar sobre lo humano y lo divino.
—Sin embargo, cuando se aspira a una representación parlamentaria hay que haber meditado antes sobre estos problemas. ¿No?
—Cierto. Y yo he meditado. Y tengo mi opinión. Lo que quise decir es que por ser mía carece de aquella autoridad necesaria para darle interés periodístico. Además, para meterse conmigo bastante tiene usted con las tonterías que se me ocurran por las buenas, sin necesidad de forzarme.
—Muy modesto. Si usted hubiera sido ministro de la dictadura, ¿habría huído al extranjero al proclamarse la República?
—Lo que le puedo contestar es que no estimo aconsejable que nadie se someta a un Tribunal que puede dar a sus fallos efecto retroactivo y penalidad caprichosa.
—Es decir, ¿hubiera usted huído?
—Ya es sabido que es norma hacer lo contrario de aquello que se aconseja.
—¿Qué fortuna personal tiene usted?
—Estoy muy lejos de ser millonario; pero entre lo que tengo y lo que gano hay lo suficiente para que el arriesgarme a esta aventura electoral me suponga un trastorno grave. Dista mucho de ser el gesto de quien nada tiene que perder.
—¿Tiene confianza en el triunfo de su candidatura?
—No lo sé, porque me falta experiencia política de pulsar fuerzas. Pero lo evidente es mi gratitud hacia la legión de amigos de mi padre que no sólo no han desertado, sino que con verdadero entusiasmo se me han ofrecido en esta hora.
Colofón
El fotógrafo ha rubricado con fulgor de magnesio la entrevista.
José Antonio Primo de Rivera pide:
—Evite, se lo ruego, ironías y crueldades. Todavía me afectan hondamente. ¡No lo puedo remediar!
Uno aprieta la estilográfica contra el pecho para ver si aún queda calor cordial. ¡A pesar de todo!