Filosofía en español 
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Peor que negligencia


F. E. (Madrid) 15, 19 de julio de 1934, p. 1

 
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Peor que negligencia

La Generalidad se vale del Estatuto para predicar impunemente el separatismo. Mientras tanto ¿qué hace el Gobierno?

ABC publica el telegrama siguiente:

«Barcelona 17, 3 tarde. En el Ateneo Pi y Margall, de la barriada de la Barceloneta, se celebró anoche un mitin de protesta por haber sido excluida de los traspasos de servicios la legislación de los puertos de Barcelona y Tarragona. Asistió bastante público y se habían colocado altavoces para que pudieran oír los discursos los que no tenían sitio en el local.

Hablaron el consejero municipal, don Hilario Salvador, el diputado del Parlamento de Cataluña, don Amadeo Colldeforn, y el consejero de Gobernación, señor Dencás.

Todos los oradores coincidieron en apreciar la crítica situación porque atraviesa el puerto de Barcelona, señalando que estas dificultades fueron agravadas en la época de la Dictadura, con la creación de numerosos impuestos. Exaltaron la importancia marítima de Barcelona en todas las épocas de su vida, y especialmente el señor Colldeforn,[] se expresó en tonos del más crudo separatismo, expresando la conveniencia que, a juicio suyo, hay de prescindir ya de más distingos e ir derechamente a proclamar la República catalana.

El Sr. Dencás, en tono vibrantes, declaró que Cataluña no tolerará atropellos de ninguina clase a su historia y a su poderío marítimo, que ha sido y ha de seguir siendo siempre el exponente más elevado y rotundo de su gran vitalidad.»

Nuestra posición ha sido fijada reiteradamente con claridad: lo que nos importa y reputamos intolerable es que con el pretexto unas veces de la Ley de Cultivos, y otras de los puertos de Barcelona y Tarragona, se esté proclamando a voz en cuello en Cataluña la decisión separatista. No hay más remedio que trazar unas líneas claras acerca de este tema del separatismo.

La unidad de destinoa

Nadie podrá reprocharnos de estrechez ante el problema catalán. En estas columnas antes que en ningún otro sitio y, fuera de aquí, por los más autorizados de los nuestros, se ha formulado la tesis de España como «unidad de destino». Es decir: aquí no concebimos cicateramente a España como entidad física, como conjunto de atributos nativos (tierra, lengua, raza) en pugna vidriosa con cada hecho nativo local. Aquí no nos burlamos de la bella lengua catalana ni ofendemos con sospechas de mira mercantil los movimientos sentimentales –equivocados gravísimamente, pero sentimentales– de Cataluña. Lo que sostenemos aquí es que nada de eso puede justificar un nacionalismo, porque la nación no es una entidad física, individualizada por sus accidentes orográficos, étnicos o lingüísticos, sino «una entidad histórica, diferenciada de las demás en lo universal por una propia unidad de destino».

España es la portadora de la «unidad de destino» y no ninguno de los pueblos que la integran. España es, pues, la nación y no ninguno de los pueblos que la integran. Cuando esos pueblos se reunieron, hallaron en lo universal la justificación histórica de su propia existencia. Por eso España, el conjunto, fue la nación.

La irrevocabilidad de España

Hace falta que las peores deformaciones se hayan adueñado de las mentes para que personas que se tienen, de buena fe, por patriotas, admitan la posibilidad, dados ciertos requisitos, de la desmembración de España. Unos niegan licitud al separatismo porque suponen que no cuenta con la aquiescencia de la mayoría de los catalanes. Otros afirman que no es admisible una situación semiseparatista, sino que hay que optar –¡qué optar!– entre la solidaridad completa o la independencia. «O hermanos o extranjeros», dice ABC; y aún afirma recibir centenares de telegramas que le felicitan por decirlo. Es prodigioso –y espeluznante– que periódico como ABC, en el que la menor tibieza antiespañola no ha tenido jamás asilo, piense que cumple con su deber al acuñar semejante blasfemia: «Hermanos o extranjeros»; es decir: hay una opción; se puede ser una de las dos cosas. ¡No! La elección de la extranjería es «absolutamente ilícita», pase lo que pase, renuncien o no renuncien al arancel, quiéranlo pocos catalanes, muchos o todos. Más aún, terminantemente: aunque todos los españoles estuvieran conformes en convertir a Cataluña en país extranjero, sería el hacerlo un crimen merecedor de la cólera celeste.

España es «irrevocable». Los españoles podrán decidir acerca de cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir. España no es «nuestra», como objeto patrimonial; nuestra generación no es dueña absoluta de España: la ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores y ha de entregarla, como depósito sagrado, a las que la sucedan. Si aprovechara este momento de su paso por la continuidad de los siglos para dividir a España en pedazos, nuestra generación cometería para con las siguientes el más abusivo fraude, la más alevosa traición que es posible imaginar.

Las naciones no son «contratos», rescindibles por la voluntad de quienes los otorgan: son «fundaciones», con sustantividad propia, no dependiente de la voluntad de pocos ni muchos.

Mayoría de edad

Algunos han formulado la siguiente doctrina respecto de los Estatutos regionales: no se puede dar un Estatuto a una región mientras no es «mayor de edad». El ser «mayor de edad» se le nota en los indicios de haber adquirido una convicción suficientemente fuerte de su «personalidad propia».

He aquí otra monstruosidad ideológica: se debe, con arreglo a esa teoría, conceder su Estatuto a una región –es decir, aflojar los resortes de la vigilancia unitaria– cuando esa región ha adquirido suficiente conciencia «de sí misma»; es decir, cuando se siente «suficientemente desligada» de la personalidad del conjunto. No es fácil, tampoco ahora, concebir más grave aberración. También corre prisa perfilar una tesis acerca de «qué es la mayoría de edad regional, acerca de cuándo deja de ser lícito conceder a una región su estatuto».

Y esa mayoría de edad se nota, cabalmente, en «lo contrario» de la afirmación de la personalidad propia. Una región es mayor de edad «cuando ha adquirido tan fuertemente la conciencia de su unidad de destino en la patria común, que esa unidad ya no corre ningún riesgo por el hecho de que se aflojen las ligaduras administrativas».

Cuando la conciencia de la unidad de destino ha penetrado hasta el fondo del alma de una región, ya no hay peligro en darle estatuto de autonomía. La región andaluza, la región leonesa, pueden gozar de regímenes autónomos, en la seguridad de que ninguna solapada intención se propone aprovechar las ventajas del estatuto para maquinar contra. la integridad de España. Pero entregar estatutos a regiones minadas de separatismo; multiplicar, con los instrumentos del Estatuto, las fuerzas operantes contra la unidad de España; dimitir la función estatal de vigilar sin descanso el desarrollo de toda la tendencia a la secesión es, ni más ni menos, un crimen.

Síntomas

Todos los síntomas confirman nuestra tesis. Cataluña autónoma asiste al crecimiento de un separatismo que nadie refrena: el Estado, porque se ha inhibido de la vida catalana en las funciones primordiales: la formación espiritual de las generaciones nuevas, el orden público, la administración de justicia… y la Generalidad, porque esa tendencia separatista, lejos de repugnarle, le resulta sumamente simpática.

Así, el germen destructor de España, de esta unidad de España lograda tan difícilmente, crece a sus anchas. Es como un incendio para cuya voracidad no sólo se ha acumulado combustible sino que se ha trazado a los bomberos una barrera que les impide intervenir. ¿Qué quedará, en muy pocos años, de lo que fue bella arquitectura de España?

¡Y mientras tanto, a nosotros, a los que queremos salir por los confines de España gritando estas cosas, denunciando estas cosas, se nos encarcela, se nos cierran los centros, se nos impide la propaganda! Y la insolencia separatista crece. Y el Gobierno busca «fórmulas jurídicas». Pero piense el Gobierno que si España se le va de entre las manos no podrá escudarse tras de una excusable negligencia. Cuando la negligencia llega a ciertos límites y compromete ciertas cosas sagradas, ya se llama «traición».


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a  En las anteriores recopilaciones no aparece lo ahora trascrito hasta este titulillo, recogiéndose el resto en ocasiones bajo el epígrafe “España es irrevocable”.