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El Sr. Primo de Rivera: Pido la palabra.
El Sr. Presidente: Al Sr. Primo de Rivera tengo que decirle lo mismob.
El Sr. Primo de Rivera: ¿Me permite una explicación?
El Sr. Presidente: El art. 92 del Reglamento, vigente a partir de hoy, dice que «no se admitirán explicaciones individuales del voto. A lo sumo, podrá hacerlo un representante de cada minoría interesada, después de verificada la votación y sólo por un plazo máximo de diez minutos».
El Sr. Primo de Rivera: El Sr. Presidente del Consejo de Ministros ha invitado al Parlamento a que hable. (Rumores.– El Sr. Presidente del Consejo de Ministrosc: A que hable según el Reglamento.) Sabe muy bien el Sr. Presidente de la Cámara que yo, que tomé parte, modestamente, en este debate, pude, como todos los demás y aun con la reiteración de los demás, haber rectificado. (Ruidosas protestas.) ¡Esos son vuestros argumentos!
El Sr. Presidente: Va a hablar S. S. en seguida, pero después de la votación, cumpliendo el Reglamento.
El Sr. Primo de Rivera: Se salvará el Reglamento, pero nos cargaremos a España en esta votación. […]d
El Sr. Primo de Rivera: Ya es perfectamente inútil explicar el voto; pero voy a usar de la palabra, aunque sea para explicar el voto, porque conste, por mí quiero que conste, por mínima, por insignificante que sea mi representación, una reprobación terminante de lo que acaba de hacer la Cámara.
Supongo que los Sres. Diputados se habrán convencido por dos argumentos que tuvo la bondad de suministrarles el Sr. Presidente del Consejo de Ministros. Pues, con todos los respetos al Sr. Presidente del Consejo de ministros, el más insignificante de los Diputados tiene que reiterar aquí que los dos argumentos son inconscientes y falaces.
El Sr. Presidente del Consejo de Ministros nos decía que, constitucionalmente, no podemos derogar el Estatuto. Después de la discusión desarrollada aquí en estas tardes, ni el más recalcitrante puede sostener que, con arreglo a la Constitución, no podemos derogar el Estatuto. El art. 51 de la Constitución nos confiere sin límites la facultad de legislar. Para que esta facultad de legislar tuviera que someterse a un límite u otro, tendría que establecerse en la propia Constitución. Imagine el Sr. Presidente del Consejo lo que pasaría si en cada una de las leyes que nosotros aprobásemos añadiéramos un artículo que dijera: «Para derogar esta ley serán precisos, en Cortes futuras, el 80 por 100 de los votos». De esta forma inmovilizaríamos nuestra soberanía en forma de que nadie podría modificarla. Las leyes no alcanzan su justificación de sí mismas; las leyes alcanzan su justificación, siempre, de una norma superior en el orden jerárquico de las normas del Derecho. Este principio de la unidad del orden jurídico está recibido por toda la humanidad civilizada. Las leyes obligan como leyes porque nacen y porque alcanzan su fuerza de una norma suprema, que es la Constitución, de igual manera que los reglamentos y las sentencias alcanzan su fuerza de otra norma superior a ellos, que es la ley. De este encadenamiento no hay quien nos saque. Una ley no puede señalarse a sí misma las condiciones para ser derogada, porque entonces esa ley usurpa disposiciones y características que no residen en ella, sino que residen en la norma siguiente de la escala del orden jurídico único, constitucional. (Muy bien.)
Pero además, Sr. Presidente –y por eso he dejado su segundo argumento para una segunda consideración–, nos decía S. S. que era injusto, no ya desde un punto de vista estrictamente constitucional, sino desde un punto de vista de pura equidad, de pura moral, que castigásemos a una región entera por haberse sublevado algunos de sus órganos. ¿Es que el Sr. Presidente del Consejo nos hace la ofensa de suponer que ninguno de los que hemos pedido aquí la derogación del Estatuto se complace en el zafio deleite de castigar a una región? ¿Es que cree el Sr. Presidente que nosotros pedimos castigo o mortificación o vejación para Cataluña? ¡Pero si hasta en la aplicación del Derecho penal común se ha ahuyentado del ánimo de las gentes la idea del castigo! ¡Si hasta la norma penal ordinaria descansa sobre el supuesto de la defensa! ¿Ibamos nosotros a ser tan rudos, tan miserables, que pidiéramos aquí una pena para Cataluña, para la tierra española de Cataluña? Lo que pasa, Sr. Presidente del Consejo de Ministros, es que nosotros reputábamos norma de elemental prudencia política no entregar un arma tan fuerte y tan poderosa como el Estatuto a una región en que no sabemos suficientemente arraigado el sentido de la unidad nacional. El mismo Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que ha dejado rezumar entre la construcción dialéctica de su discurso muchas cosas profundas, muchos recuerdos hondos muy arraigados en su espíritu de privilegio, nos ha dicho que se ha sentido forastero muchas veces en Cataluña. Pues si ahora tuviera tiempo el Sr. Presidente del Consejo de Ministros de ir a Cataluña, se sentiría más forastero aún. No crea S. S. lo que le dicen de que hay una reacción hispana en Cataluña. El pueblo catalán presenta una faz de melancolía de vencido que no promete, ni mucho menos, una adhesión a la unidad hispana. El pueblo catalán se siente dolorido en lo suyo, y no crea el Sr. Presidente del Consejo de Ministros que el pueblo catalán va a cambiar de representantes cuando de nuevo los elija. Pero es que, además, sería muy poca la seguridad de que las próximas elecciones las iba a ganar tal o cual partido. ¿Y si no las ganara? ¿Y si no ganara las siguientes? ¿Es que cada cuatro, cada tres, cada dos años podemos poner a España en este trágico experimento de comprometer su unidad? Pues en ese trágico experimento la pondremos si devolvemos a Cataluña su Estatuto.
Señor Presidente del Consejo de Ministros: el Estatuto –lo dije el otro día– descansaba, o sobre una traición merecedora del fusilamiento por la espalda, o sobre la presunción de que el alma de Cataluña estaba tan ganada para la unidad de destino nacional, que esa unidad de destino no se arriesgaba con darle un instrumento más o menos fuerte. Lo que ha ocurrido en los últimos días, lo que puede observarse a cualquier hora, contradice y destruye esa presunción. Esto que hacemos ahora no es más que un aplazamiento. En esto sigue el Gobierno la táctica, que ya va siendo en él habitual, de demorar los problemas hasta que se olvidan, hasta que se pudren, hasta que son reemplazados por la angustia de otros problemas nuevos que se nos imponen con la realidad de su presencia. Esto no es más que una dilación. Dentro de algún tiempo tendremos otra vez resucitado el Estatuto, y entonces, el Estatuto, después de esta comprobación de que en Cataluña no está suficientemente afianzada la unidad de destino, será una repetición, ya sin disculpa, de todos los riesgos, de todas las traiciones, de todas las crueldades que han estado a punto de deshacer de nuevo la unidad de Españae. Ya es tarde para que os diga esto. Ya habéis votado desechando la petición de que el Estatuto se derogase. ¡Bien! Os habéis retorcido el corazón una vez más; pero habrá un día en que España, defraudada y exasperada, entre en este salón a retorcernos a todos el pescuezo. (Aplausos.)
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