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[…] Y agotado el tema del bilbainismo y del parentesco, don Miguel [de Unamuno] volvió a dirigirse a José Antonio:
— Sigo los trabajos de ustedes. Yo soy sólo un viejo liberal que he de morir en liberal, y al comprobar que la juventud ya no nos sigue, algunas veces creo ser un superviviente. Cuando de estudiante me puse a traducir a Hegel, acaso pude ser uno de los precursores de ustedes.
— Yo quería conocerle, don Miguel –vino a decir José Antonio–, porque admiro su obra literaria y sobre todo su pasión castiza por España, que no ha olvidado usted ni aun en su labor política de las Constituyentes. Su defensa de la unidad de la Patria frente a todo separatismo nos conmueve a los hombres de nuestra generación.
— Eso siempre. Los separatismos sólo son resentimientos aldeanos. Hay que ver, por ejemplo, qué gentes enviaron a las Cortes. Aquel pobre Sabino Arana que yo conocí era un tontiloco. Maciá también lo era, acaso todavía más por ser menos discreto. […] Pero esto del fascismo yo no sé bien lo que es, ni creo que tampoco lo sepa Mussolini. Confío en que ustedes tengan, sobre todo, respeto a la dignidad del hombre. El hombre es lo que importa; después lo demás, la sociedad, el Estado. Lo que he leído de usted, José Antonio, no está mal, porque subraya eso del respeto a la dignidad humana.
— Lo nuestro, don Miguel –le dijo José Antonio–, tiene que asentarse sobre ese postulado. Respetemos profundamente la dignidad del individuo. Pero no puede consentírsele que perturbe nocivamente la vida en común.
— Pero yo confío en que no lleguen ustedes a estos extremos contra la cultura que se dan en otros sitios. Eso es lo que importa. No es posible que la juventud, por muy estupidizada que esté, y yo lo creo sin ánimo de molestarles, caiga en el horror de creer que el pensar es una «funesta manía»; la funesta manía de pensar de aquellos bárbaros de Cerveraa. […]
— Estamos necesitados, don Miguel, de una fe indestructible en España y en el español –aseveró José Antonio.
— ¡España! ¡España! […] Muchas veces –decía el rector mirando a los árboles de las Úrsulas, desnudos por el invierno– he pensado que he sido injusto en mis cosas; que combatí sañudamente a quienes estaban enfrente; acaso quizá a su padre. Pero siempre lo hice porque me dolía España, porque la quería más y mejor que muchos que decían servirla sin emplearse en criticar sus defectos.
— También nosotros, don Miguel, hemos llegado al patriotismo por el camino de la critica. Eso lo he dicho yo antes de ahora –dijo José Antonio–. Y hoy, en esta Salamanca unamunesca, voy a decir a quien nos escuche que el ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo.
— Muy bien. Pero sin xenofobia. ¡El hombre, el hombre! Y también el español y España. Y los valores del espíritu y de la inteligencia. […]
— Nosotros no queremos saber nada con De Maistre, don Miguel –replicó José Antonio–. No somos reaccionarios.
— Mejor para ustedes.
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