Parte segunda ❦ Edad media
Libro I
Capítulo XXV
Resumen crítico de los sucesos de este siglo
De 976 a 1085
Expónense las causas de los sucesos de este período.– Cotéjase la situación de la España cristiana y de la España árabe a la aparición de Almanzor.– Retrato moral de este personaje.– Lo que ocasionó su ruina.– Crisis en el imperio musulmán.– Mudanza en la condición de los dos pueblos.– Comparaciones.– Por qué los príncipes cristianos no aprovecharon el desconcierto del imperio árabe.– Desavenencias, escisiones, guerra entre las familias reinantes españolas.– Juicio del carácter y conducta de cada monarca, y fisonomía de cada reinado.– Paralelo entre el comportamiento de un rey árabe, de un rey de Castilla y del Cid Campeador con Alfonso VI.– Disidencias entre los príncipes cristianos de Aragón, Navarra y Cataluña.– Importante y melancólica observación que nos sugieren estos sucesos.– Por qué iba adelantando la reconquista en medio de tantas contrariedades.– Causas de la decadencia y disolución del imperio ommiada.
En los 109 años que han trascurrido desde la elevación de Almanzor, el enemigo formidable de los cristianos, hasta la conquista de Toledo por Alfonso VI de León y de Castilla, ha variado completamente la situación respectiva de los dos pueblos, el cristiano y el musulmán. Los poderosos y soberbios son ahora los abatidos y flacos. Los que eran débiles y pobres se presentan ya pujantes y orgullosos. Parecía que no faltaba sino inscribir definitivamente la palabra «triunfo» sobre el pendón del islam, y sin embargo resplandece la cruz sobre la cúpula de la grande aljama de Toledo convertida en basílica cristiana. El grande imperio mahometano de Córdoba que amenazaba absorber hasta el último rincón de la España independiente ha caído desplomado; extinguióse la ilustre estirpe de los esclarecidos Beni-Omeyas, y los reyezuelos que sobre las ruinas del grande imperio han levantado sus pequeños tronos, los unos han sido derrocados por los monarcas cristianos, los otros han caído a impulsos del huracán de la discordia civil, los otros son tributarios de los soberanos de Castilla, de Aragón o de Barcelona. ¿Cómo y por qué causas se ha obrado esta mudanza en la condición de los dos pueblos?
Después que la traición y el veneno pusieron fin a los días de Sancho el Gordo, la monarquía madre de Asturias y León viene a caer en manos de un niño de cinco años{1}, y de dos mujeres{2}. ¿Qué se podía esperar de la suerte de este pobre reino, fiado a manos tan débiles, precisamente cuando en el imperio musulmán ha sucedido a Abderrahman III el Grande su hijo Alhakem II el Sabio? Por fortuna de los cristianos Alhakem los deja vivir en paz, porque ama más los libros que las armas y gusta más de letras que de conquistas: y por fortuna suya también la monja Elvira que gobierna el reino, acredita con su prudencia y discreción que bajo la toca de la virgen hay una cabeza que pudiera ceñir dignamente la diadema real. Pero aquel niño crece, y creciendo en cuerpo y en años crece también en aviesas inclinaciones, sacude el freno de la dirección y del buen consejo de sus prudentes tutoras, corre desbocado por el camino de los vicios, irrita con su desacordada conducta, con su altivez y ásperos tratamientos a los magnates de su reino, levántanse los nobles, se alza un pretendiente al trono, corónanle sus parciales y le ungen con el oleo santo, se hacen armas por una y otra parte, se pelea, y la discordia, y el desconcierto y el desorden reinan en la pobre monarquía leonesa.
¿Y cuándo acontece todo esto? Cuando en el pueblo enemigo, cuando en el grande imperio musulmán aparece un genio belicoso, emprendedor y resuelto, figura histórica colosal, gigante que desde su aparición asombra, y a quien sin embargo se le ve siempre creciendo; político profundo, ministro sabio, guerrero insigne, el Alejandro, el Aníbal, el César de los musulmanes españoles. Escusado es que nombremos a este famoso personaje con su verdadero nombre: porque ¿quién conoce a Mohamed ben Abdallah ben Abi Ahmer el Moaferi? Mas si le apellidamos con el título que le valieron sus hazañas, si le nombramos Almanzor, no hay ni quien le desconozca ni quien le pronuncie sin asombro y sin respeto.
Cuando un pueblo tiene la desgracia de ver sucederse una serie de príncipes, o débiles y flacos, o desatentados y viciosos; cuando además este pueblo se ve destrozado por las ambiciones y las discordias; cuando al propio tiempo en el pueblo enemigo se levanta un genio de las dimensiones de Almanzor, ¿quién no teme, y quién no augura la ruina pronta e inmediata de aquel imperio? Emprende Almanzor aquel sistema propio suyo de las dos irrupciones y campañas anuales. Incierto como un cometa errante, terrible como el trueno, rápido como el rayo, no se sabe nunca dónde irá a descargar el siniestro influjo de este astro de muerte, si al Norte, si al Este, si al Oeste de la España cristiana. Todo lo recorre el valeroso musulmán, y allí se deja caer como una lluvia de fuego donde menos se le espera. Los cristianos pelean con valor, pero ¿quién resiste a la impetuosidad del mahometano? Cada estación señala un triunfo para el guerrero árabe, y sus victorias se cuentan por el número de sus campañas. Zamora, la Numancia de aquellos tiempos; León, la corte de los monarcas cristianos; Barcelona, la ciudad de Luis el Pío y de los Wifredos; Pamplona, la plaza envidiada de Carlo-Magno; Compostela, la Jerusalén de los españoles; San Esteban de Gormaz, una de las llaves de Castilla, todo cae al golpe de las cimitarras sarracenas, todo cede al ímpetu del alfanje manejado por el brazo irresistible de Almanzor. Bermudo el Gotoso de León se refugia a los riscos de Asturias con las reliquias de los santos y las alhajas de los templos como en tiempo de Rodrigo el Godo. Borrell huye de Barcelona como Bermudo de León. Las campanas de la basílica del santo apóstol son llevadas a la corte musulmana para servir de lámparas en el gran templo de Mahoma. El conde García de Castilla es conducido y atado como un ciervo a los pies de Almanzor; y mientras su hijo Abdelmelik gana en África el título de Almudhaffar (guerrero afortunado), los cristianos de España se ven reducidos a la cuna de su independencia como en tiempo de la conquista.
Una ilustre religiosa de León, la célebre abadesa Flora, cautivada con otras compañeras en la catástrofe de aquella ciudad, nos dejó consignados en patéticos lamentos los estragos de aquellos días de tribulación. «Los pecados de los cristianos, dice, atrajeron la gente sarracena de la estirpe de los ismaelitas sobre toda la región occidental, para devorar la tierra, pasar a todos al filo de sus aceros, o llevar cautivos a los que quedaran con vida. Nuestra constante acechadora la antigua serpiente les dio la victoria: destruyeron las ciudades, desmantelaron sus muros y lo conculcaron todo: los pueblos quedaron convertidos en solares, las cabezas de los hombres cayeron tronchadas por el alfanje enemigo, y no hubo ciudad, aldea ni castillo que se librara de la universal devastación.»
¿Será que haya sonado la última hora para el pueblo fiel? ¿Habrá entrado en los decretos eternos que sean perdidos para los cristianos los sacrificios de cerca de tres siglos? No; el que rige la marcha de la humanidad y tiene en su mano los destinos de las naciones, volverá los ojos hacia su pueblo: pasará la tormenta, se calmará el huracán, caerá el coloso del Mediodía, el Nembrot de los muslimes. La Providencia envía un soplo de inspiración a los monarcas cristianos, y los que estaban sumidos en el abatimiento se sienten de repente fortalecidos, y los que hasta entonces habían sido víctimas de sus propias rivalidades se unen instantáneamente para hacer un vigoroso y desesperado esfuerzo en defensa de su fe y de su libertad. Líganse como instintivamente los soberanos de León, de Castilla y de Navarra, atrévense a desafiar al hombre de las cincuenta victorias, y se da la memorable batalla de Calatañazor. La Providencia que suele hacer visible su omnipotente mano en las ocasiones solemnes, mostró allí que no abandonaba a los que confiados en ella no se dejan abatir por los infortunios. En el camino de Medinaceli se ven cuatro guerreros musulmanes conduciendo en hombros un personaje moribundo entre las desordenadas filas de un ejército consternado. Este personaje exhala entre acerbos dolores su último suspiro... Conducido a Medinaceli, una lápida sepulcral guarda sus restos inanimados. Era Almanzor, el grande, el guerrero, el victorioso. «¡Almanzor ha muerto! exclaman los soldados de Mahoma con acento dolorido: ¡cayó la columna del imperio!» El pueblo cristiano entona himnos de regocijo, y Córdoba viste de luto después de la batalla de Calatañazor, como Roma después de la batalla de Cannas. El imperio musulmán que llegó al apogeo de su engrandecimiento bajo un califa niño, comenzará a decrecer bajo un rey cristiano niño también, porque niño es Alfonso V de León como Hixem II de Córdoba, que Dios quiso colocar al pueblo cristiano en circunstancias análogas a las del pueblo infiel para sus sabios fines.
Difícilmente presentará la historia de ningún pueblo entre sus grandes hombres el tipo de un personaje como Almanzor. Que fuese gran ministro, hábil regente, político profundo, administrador diestro, batallador insigne y el mayor general de su siglo, nos causaría admiración pero no asombro: que no se arredrara ante ningún obstáculo, ni cejara ante ningún crimen, ni reparara en la calidad de los medios para llegar a los fines de su ambición: que fuera deshaciéndose por reprobados caminos de todos los que creyera podían servirle de estorbo para afianzar su omnipotencia, cualidades son en que por desgracia se le han asemejado muchos de los que la historia decora con el título de héroes. Pero Almanzor es acaso el único valido que colocado por el favor en la cumbre del poder haya ejercido por espacio de veinte y cinco años una soberanía absoluta, una omnipotencia ilimitada, sin excitar la murmuración ni la odiosidad del pueblo, siempre propenso a aborrecer a los privados. Almanzor, ministro, tutor y árbitro de un califa imbécil, dueño del favor de la sultana madre, sin rivales que temer porque ha cuidado de anonadarlos o extinguirlos, emplea su omnipotente privanza en dar ensanche, engrandecimiento y gloria al imperio. Soberano de hecho, querido del pueblo y adorado de los soldados, reducido a perpetua nulidad el que de derecho ceñía la corona, Almanzor no aspira a usurpar un título cuyas atribuciones ejercía; rara moderación atendida la condición humana que así suele ambicionar los títulos como las cosas. Y el pueblo, que gustaba de ver respetado el principio de sucesión en su amada familia de los Beni-Omeyas, parecía al propio tiempo agradecer, en vez de sentir, que su califa viviese aislado y encerrado como un imbécil, a trueque de ver prosperar el imperio bajo el poder omnímodo de tan gran ministro.
El califa Hixem vegetando entre pueriles placeres en el alcázar de Zahara represéntanos al débil emperador Honorio cobijado en el palacio de Rávena en vísperas de desmoronarse el imperio romano; con la diferencia que Estilicón, aunque ministro hábil y guerrero valeroso, no poseía ni el talento ni las altas prendas ni al ánimo elevado de Almanzor.
¿Era en realidad imbécil el califa Hixem, o fue plan combinado de Almanzor y de la sultana Sobehya mantener embotadas sus facultades intelectuales? Si no lo era, ¿cómo la sultana madre consentía que su hijo desempeñase un papel tan degradante y abyecto? ¿Qué clase de relaciones mediaban entre la sultana y el ministro-regente? ¿Eran solo políticas, o se mezclarían afecciones de otra índole? Esto es lo que no vemos declarado por ningún escritor musulmán, como si se hubiesen propuesto encubrir con el velo del silencio hasta la menor flaqueza, si la había, que pudiera empañar la gloria del grande hombre a quien tanto debía el imperio.
Contrastes singulares presenta la vida de Almanzor. Como guerrero, hace su campaña periódica, vence, conquista, destruye, se vuelve a Córdoba, licencia su ejército, y ya no es Almanzor el guerrero, el conquistador, el victorioso: es Mohammed el hagib, el primer ministro y regente del imperio, el administrador celoso, el justo distribuidor de los cargos públicos, el amigo de los pobres, el fundador de escuelas, el académico, el protector de las ciencias y de los sabios, el amparador y premiador de los talentos{3}. El gran perseguidor de los cristianos y el destructor de sus ciudades celebra las victorias de su hijo en África dando libertad a dos mil esclavos cristianos, pagando a los pobres sus deudas y distribuyendo entre los necesitados abundantes limosnas, y festeja y solemniza las bodas de ese mismo hijo haciendo donativos a los hospicios y madrissas, y dotando doncellas huérfanas. Grande debió ser este personaje cuando los mismos escritores cristianos reconocieron su mérito y no pudieron negar las altas prendas de su más terrible enemigo. Por primera y única vez que sepamos en los fastos del mundo, se vio al jefe de un estado compartir las estaciones entre las letras y las armas, y esta fue una de las causas de su perdición. Era ciertamente bello poder decir cada invierno y cada estío en Córdoba: «salí, vencí, conquisté y he vuelto;» y después de cada campaña consagrarse a los negocios pacíficos del estado. Pero no advertía, y esto parece incomprensible en tan gran capitán, que con tales períodos, y no deteniéndose a consolidar sus adquisiciones, daba lugar a los infatigables cristianos a que se repusieran de sus pérdidas, y a que mientras él se enseñoreaba de Barcelona, los cristianos de Asturias recobraran en su ausencia las ciudades de Galicia o de León, y en la primavera que Almanzor invadía de nuevo la Castilla, Borrell recuperará a Barcelona; y así les dio tiempo para rehacerse y confederarse, hasta recoger en Calatañazor el castigo de su orgullo y el fruto amargo de su errado sistema.
Cuando se desenlaza y resuelve una gran crisis, todo por lo común se trastrueca y cambia. La muerte de Almanzor fue también la crisis de muerte para el imperio ommiada. Era una bóveda que se sostenía en los hombros de un Atlante: faltó el apoyo, y tenía que desplomarse el edificio. De los dos hijos de Almanzor, el uno, Abdelmelik, fue como el último resplandor de una luz que se apagaba. El otro, Abderrahman, fue un insensato que quiso parodiar la grandeza de su padre, y lo que hizo fue presentar un triste ejemplo de lo pronto que suele degenerar una raza. Fiose en que llevaba en su fisonomía la imagen y el recuerdo de su padre, y no advirtiendo que le faltaba su corazón, su entendimiento, su alma, atreviose a más de lo que su padre se había atrevido. En el castigo que sufrió llevó la penitencia de su desacordada ambición y necio orgullo. Cuando el pueblo cordobés paseaba la cabeza del hijo de Almanzor clavada en un palo, no pensaba en que aquel desfigurado rostro se había parecido al de su padre; tenía solo presente que al padre había debido el imperio engrandecimiento y gloria, y el hijo había sido un presuntuoso miserable. Desde entonces comienza la guerra entre los pretendientes a un trono, como en otra parte dijimos, ni vacante en realidad, ni en realidad ocupado. Los aspirantes solicitan el auxilio de las armas cristianas, y Sancho de Castilla coloca en el trono muslímico a Suleiman, como antes Sancho de León había sido repuesto en el trono cristiano por Abderrahman el Grande. Los papeles se han trocado. Y es que antes el imperio musulmán se hallaba en el período de crecimiento, ahora está en el de decadencia.
¿Por qué los príncipes cristianos no llevaron esta decadencia a completa ruina, aprovechando el desconcierto de los musulmanes? Porque después de la unión momentánea que les dio el triunfo de Calatañazor volvieron a su sistema habitual de aislamiento, herencia fatal del antiguo genio ibero-celta, y como patrimonio inamisible de los españoles. Castellanos y catalanes contentáronse con poner su brazo y su espada a sueldo de solicitadores sarracenos, y con debilitar si se quiere al enemigo en vez de aniquilarle. Triunfaban las huestes cristianas en Gebal Quintos y en Acbatalbakar; ¿para qué? para recibir a precio de su auxilio algunas plazas fronterizas, y sentar en el trono de Córdoba a un enemigo de su fe. Verdad es que se ocuparon en este tiempo los soberanos de la España cristiana en una tarea honrosa, la de dar leyes, libertades y preciosos derechos a sus pueblos. Nacieron entonces los Fueros de Castilla, de León, de Navarra y de Barcelona, y no negaremos a los Sanchos, a los Alfonsos y a los Borrelles y Berengueres el merecimiento que por ello ganaron. Lisonjero es poder decir que nacieron las libertades de los municipios en España antes que en otra nación alguna. Gloria es no pequeña de nuestro pueblo. Pero prefiriéramos haberla obtenido un poco más tarde, porque hubiera convenido más que aquellos buenos príncipes hubieran diferido algo más los fueros y consagrádose a anticipar algo mas la reconquista.
La desunión y la rivalidad, plantas indestructibles en el suelo de España, y causas perpetuas de sus males, vinieron también a entorpecer y diferir la grande obra de la restauración. Alfonso V de León y Sancho de Castilla, antes aliados y amigos, deudos antes y ahora, se llaman de público enemigos y duran sus desavenencias hasta la muerte de Sancho. García su hijo que le sucede va a León a recibir por esposa a la hermana de Bermudo III, y en vez de arras nupciales encuentra puñales de asesinos. El mismo Vela que le había tenido en la pila cuando recibió el agua bautismal fue el que le dio el bautismo de sangre. La línea varonil de la noble estirpe de Fernán González quedó extinguida a manos de una familia castellana que ganó una funesta celebridad por sus deslealtades, y su extinción produjo alteraciones y mudanzas sin cuento en todos los estados cristianos de España.
Sancho el Mayor de Navarra fue un gran rey, pero grandemente ambicioso. Pudo haberse presentado en Castilla como heredero, y se presentó como conquistador. No contento con haber dado la soberanía de Castilla con título de rey a su hijo Fernando, no satisfecho con haberle casado con la hermana de Bermudo de León, y con los derechos eventuales a esta corona, no tiene paciencia el viejo monarca navarro para esperar a estas eventualidades, calcula sobre su vitalidad, y como si temiese que el joven monarca leonés pudiera tener más hijos que días pudiese él vivir, busca un pretexto para romper la paz, le invade sus estados y se titula rey de León. ¡Cuán otra hubiera sido la suerte de los reinos cristianos si Sancho el Grande de Navarra hubiera empleado su brazo y sus armas contra los sarracenos en vez de emplearlas contra los príncipes sus propios deudos y correligionarios! Un acto de justicia, de justicia terrible, hizo Sancho en Castilla, quemando vivos a los Velas, los asesinos del conde García, cuya muerte le valió tan grande herencia. A veces un mismo hombre es al propio tiempo perpetrador de injusticias y castigador de crímenes, al modo de aquellas plantas cuyo jugo es a las veces mortífero veneno, a las veces medicina salvadora.
Muere el gran monarca navarro, a quien es lástima que tengamos que llamar usurpador, y Bermudo III de León recobra fácilmente su corte y parte de sus estados: ¿para qué? para malograrse joven en la batalla de Tamarón, no al golpe de las cimitarras agarenas, sino atravesado por la lanza del esposo de su hermana; y Fernando debe a la muerte dada al hermano de su esposa el ceñirse las dos coronas de León y de Castilla. ¡Triste y lamentable felicidad! Este primer paso hacia la unidad nacional es producto de una guerra fratricida; y la ilustre estirpe de los reyes de Asturias y de León, de los sucesores de los Ordoños y Ramiros, de Alfonso el Grande, del Casto, del Católico, de Pelayo, de Wamba y de Recaredo, esta esclarecida dinastía godo-hispana que no han podido acabar en más de tres siglos de lucha todas las fuerzas, todo el poder de los agarenos, se extingue con Bermudo en su línea varonil, como la de los condes de Castilla, en lid sangrienta con príncipes cristianos, con príncipes españoles, con deudos, con hermanos suyos. ¡Deplorable fatalidad de España!
¡Y si al fin hubieran terminado con esto las funestas discordias! Pero el espíritu de ambición, de envidia y de rivalidad estaba como encarnado en las familias de nuestros príncipes, y la famosa distribución de reinos de Sancho el Mayor de Navarra, bien que la supongamos hecha con la mejor fe, no hizo sino desarrollar aquel germen de división y de muerte. No bien había descendido a la huesa aquel padre de reyes, cuando ya dos de sus hijos, Ramiro y García, de Aragón y de Navarra; habían blandido sus lanzas para combatirse y despojarse mutuamente. Ramiro había llevado en su ayuda gente infiel y extranjera contra un hermano, español y cristiano como él. Aquel mismo García que en la batalla de Tamarón había lidiado en favor de su hermano Fernando de Castilla contra el cuñado de éste Bermudo de León, conspira más adelante contra Fernando, le arma asechanzas, le tiende lazos, en que al fin vino a caer el mismo que los tendía: incidit in foveam quam fecit. Por último le mueve una guerra imprudente y obstinada, lleva consigo auxiliares sarracenos para pelear contra su hermano, como antes los llevó contra él su hermano Ramiro, y se da el combate en que recibe García el castigo de su temeraria provocación. Fernando de Castilla que había visto en Tamarón caer a sus pies al hermano de su esposa, ve en Atapuerca sucumbir el hijo de su mismo padre. ¡Tristes victorias las de Fernando! La una cubre de luto a León, la otra a Navarra: en cada una perece un hermano. ¿Necesitaremos ya investigar las causas por qué no progresaba como debía la reconquista?
Y sin embargo no es Fernando el culpable; ambas veces ha sido provocado: Fernando es un príncipe generoso: tiene a sus pies la corona de Navarra y no la recoge; le dice a su sobrino Sancho: «cíñetela tú, que harto severa lección has recibido con la muerte de tu temerario padre.» Fernando sabe a quiénes ha de mirar como a verdaderos enemigos de su patria, y tan pronto como las turbulencias intestinas se lo permiten sale a combatir los musulmanes. Toma a Cea, Viseo, Lamego y Coímbra, y después de conducirse como guerrero intrépido comienza a obrar como gran político. Pruébalo un hecho importantísimo, en que no han parado la consideración nuestros historiadores. Dueño Fernando, por la capitulación de Coímbra, de todo el territorio comprendido entre el Mondego y el Duero, deja a los moros que habitaban aquel distrito vivir en él tranquilos, regidos por sus propias leyes, aunque sujetos al monarca cristiano y pagándole un tributo. Llamáronse mudejares, como se llamaban mozárabes los cristianos que vivían con iguales condiciones en territorios dominados por los árabes. Gran novedad en la historia de ambos pueblos, y principio de tolerancia por primera vez practicado después de tres siglos de lucha.
Igual conducta observa después con los reyes de Toledo y de Sevilla. Cuando lleva el teatro de la guerra al primero de estos reinos, destruye, desmantela, demuele, tala, incendia y cautiva. Es el capitán brioso que subyuga a fuerza de armas el país enemigo, es el guerrero que vence y aterra. Mas cuando los moradores de Alcalá invocan en su apurada situación el socorro de Al Mamun, cuando el rey mahometano se presenta en el campo del victorioso monarca de Castilla y le ofrece tributo y le presenta cuantiosos dones a trueque de que no hostilice más sus pueblos, entonces Fernando obra ya como gran político, y comprendiendo cuan útil podrá serle la alianza del musulmán y contento con verle humillado, ostenta una generosidad que deja obligado y reconocido al de Toledo. Cuando invade los estados del de Sevilla, las huestes castellanas llevan en pos de sí la devastación, el incendio, el exterminio. Entonces Fernando es el conquistador terrible. Mas cuando el rey Ebn Abed sale a encontrarle ofreciéndole dádivas y presentes, y se resigna a darle parias y accede a entregarle los cuerpos de dos santas mártires que los cristianos le reclaman, entonces Fernando vuelve a ser el vencedor generoso y el monarca político: y sepáranse ambos reyes satisfechos, el de Sevilla con haber conjurado a costa de una humillación la tormenta que amenazaba a su trono y sus dominios, el de Castilla con la superioridad moral que parecía entrar en su sistema con preferencia a las adquisiciones materiales, y que le valió el título de par de emperador que le dan algunas crónicas cristianas.
Por resultado de aquel concierto vio por segunda vez la España mahometana, humillada y silenciosa, la conducción pacífica de las reliquias de un santo desde Sevilla a León, como en tiempo del tercer Alfonso había visto conducir las del mártir Pelayo desde Córdoba a Oviedo. Aquello pudo atribuirse a la condescendencia de un califa, cumplidor exacto de una condición de paz, pero jefe de un grande imperio que no podía temer la guerra si se hubiera turbado la procesión religiosa: esto era ya una concesión que la necesidad arrancaba a un príncipe mahometano para salvar su imperio: porque ¡ay de él, si las cenizas del santo obispo Isidoro no hubieran llegado indemnes a la capital del reino cristiano! La traslación de aquellas reliquias dio ocasión a Fernando para acreditar a sus súbditos que el vencedor de Bermudo de León y de García de Navarra, que el conquistador de Viseo y de Coímbra, que el humillador de los reyes de Toledo y de Sevilla, que el reformador del clero en Coyanza, era el príncipe religioso que reedificaba templos, que los dotaba con esplendidez y los enriquecía con los cuerpos de santos ilustres traídos de las más populosas ciudades musulmanas. Hace más: Fernando da un banquete al clero, y el príncipe coronado de victorias, el rey de Castilla, de León y de Galicia, depone espontáneamente su grandeza, y sirve a la mesa a los convidados, apareciendo más grande cuanto más se humilla, y avasallando más los corazones cuanto más parece querer nivelarse con el postrero de sus vasallos.
Se ve pues bajo Fernando I el Magno al reino unido de Castilla y de León alcanzar una importancia, una solidez y una superioridad cual no había tenido nunca todavía. Y eso que la muerte robó a España y a la cristiandad tan insigne príncipe cuando amenazaba hacer tremolar el estandarte de la cruz sobre los adarves de Valencia. Piadoso y devoto en todo el discurso de su gloriosa vida, modelo de unción, de virtud y de humildad religiosa en el acto de dejar el cetro para despedirse de este mundo, no sabemos cómo la iglesia no decoró al primer Fernando de Castilla y de León con el título con que honra a sus más esclarecidos hijos, y que muy merecidamente aplicó más adelante al tercer monarca de su nombre.
Que fue funesta la distribución de reinos que hizo Fernando a ejemplo de la partición de su padre, lo dijimos ya. ¿Pero le haremos por ello un cargo tan severo como el que algunos modernos críticos pretenden hacerle? Acaso no fue solo un exceso de amor paternal el que le movió a obrar de aquel modo: tal vez conociendo Fernando la tendencia de cada conde y de cada magnate a la independencia, creyó que la mejor manera de reprimir aquel espíritu de insubordinación y de precaver una desmembración semejante a la del imperio árabe, era dejar a cada uno de sus hijos una monarquía más limitada y que pudiera más fácilmente vigilar. ¿Quién sabe si se propuso, designando a cada hermano una porción casi igual de territorio, contentar a todos, y prevenir aquellas rivalidades y envidias que estallaron después? No lo extrañaríamos, aunque los sucesos acreditaron lo errado del cálculo. Lo que no comprendemos es cómo a Fernando se le ocultó el genio ambicioso y díscolo de su hijo Sancho, y cómo no conoció la falta de capacidad y de virtud para gobernar de su hijo García. ¿Pero se hubieran acallado las ambiciones y evitado las discordias si hubiera caído toda la herencia en uno solo? Confesemos que en aquellos tiempos era una desgracia para el país el que un monarca muriese dejando muchos hijos. Recordemos las conspiraciones de familia que mortificaron a los reyes de Asturias, las conjuraciones de hermanos que perturbaron el sosiego de los monarcas de León: volvamos la vista a Navarra y Cataluña, y veremos los mismos odios de hermanos y las mismas catástrofes. Si las guerras que sobrevinieron se hubieran circunscrito a los tres hijos de Fernando, podríamos creer que el germen de las disidencias había estado todo en las partijas que aquel hizo de su reino. Mas cuando vemos a Sancho de Castilla, no bien cubierta la hoya en que reposaban las cenizas de su padre, en guerra ya con sus primos, los Sanchos de Navarra y Aragón; cuando le vemos, después de dejarse arrastrar de la codicia hasta llevar las lanzas castellanas contra dos débiles mujeres, ir a inquietar en sus limitadas posesiones de Toro y de Zamora a sus dos hermanas Elvira y Urraca, ¿cómo no hemos de atribuir estos males, más que a culpa del padre, al natural turbulento, codicioso, avieso y desnaturalizado del hijo?
Este despojador de reinos, azote de su familia, que había desenvainado su espada contra dos primos y cuatro hermanos, cuando ya no le faltaba sino una hermana a quien despojar, se estrelló ante la constancia de una mujer fuerte, y en el cerco de Zamora halló el condigno castigo de su desmesurada codicia. El venablo de un traidor puso fin a sus días al pie de los muros de la única ciudad que le restaba para redondear el despojo de toda su familia, sin que le valiera estar mandando un poderoso ejército ni tener a su lado al tipo del valor y de la intrepidez, Rodrigo el Campeador. No pretenderemos indagar por qué la Providencia se vale a veces de los criminales como instrumentos para castigar a los que se desvían de la senda de la humanidad y de la justicia; pero es lo cierto que suele emplearlos para sus altos fines. ¿Tuvo Urraca alguna participación en el trágico término de su hermano? Así lo expresaba uno de los epitafios que se dedicaron a la memoria de Sancho el Bravo{4}. Nosotros no hallamos bastante justificada tan grave inculpación, pero tampoco nos atreveríamos a salir garantes de su inocencia, ni extrañaríamos no hallarla pura, atendido su justo resentimiento y lo mal parados que en aquel siglo andaban los afectos de la sangre.
La muerte de Sancho el Bravo valió a su hermano Alfonso tres coronas por una que aquel le había arrancado. Las vicisitudes dramáticas de Alfonso VI son como el trasunto de la fisonomía de su época. Rey de León, inquietado por un hermano codicioso, vencedor y vencido en las márgenes del Carrión y del Pisuerga, despojado del trono, acogido a un templo, preso en un castillo de Burgos, monje en Sahagún, fugado del claustro, prófugo en Toledo, agasajado por un rey musulmán, brindado en su destierro por leoneses, gallegos y castellanos con las coronas de los tres reinos, aliado y auxiliar de un rey mahometano (el de Toledo) para destronar a otro rey mahometano (el de Sevilla), en amistad después y en alianza con el de Sevilla para destronar al de Toledo: favorecido y obsequiado del padre (Al Mamun), y derrocando del trono al hijo (Yahia), dueño y señor de la antigua corte de los godos donde antes había recibido hospitalidad de un árabe, Alfonso VI, representa y compendia en este primer período de su dramática historia la vida, las costumbres, el manejo, las condiciones de existencia de hombres y pueblos en aquella época turbulenta y crítica.
¡Qué contraste tan desconsolador forma la noble y generosa conducta de Al Mamun el de Toledo con la de Sancho de Castilla para con Alfonso! El uno arranca el cetro a su hermano, el otro, siendo un infiel, acoge y trata al príncipe destronado como a un hijo; el hermano encierra al hermano en un castillo, el mahometano le da palacios y jardines para su recreo: cuando por la muerte de Sancho quedó vacante el triple trono de Castilla, León y Galicia, Al Mamun tenía en su poder al único príncipe llamado a ocuparle, y sin embargo en vez de retenerle, en vez de aprovechar para sí aquella horfandad de los reinos cristianos para acometer cualquiera de ellos, ayuda a Alfonso con todo género de medios para que vaya a ceñir sus sienes con las coronas que le esperan; en cambio de tanta protección solo le pide su amistad. Este proceder de Al Mamun, que nos recuerda el de Abderrahman el Grande con Sancho el Gordo, revela los instintos generosos de aquella noble raza árabe que se iba a extinguir en España, al propio tiempo que la tolerancia que había ya entre árabes y españoles, que aparte de la religión llegaban a rivalizar en hidalguía. Alfonso VI como monarca español y cristiano hizo un bien inmenso a España y a la cristiandad con la conquista de Toledo: como amigo jurado de Al Mamun parece que deberían haber alcanzado al hijo las consideraciones de que era deudor al padre: aquel hijo no obstante no había sido comprendido en el asiento de alianza, los toledanos mismos reclamaron ser libertados de su opresión por el monarca de Castilla, y Alfonso pudo, sin romper juramento, hacer aquel servicio inmensurable al cristianismo y a la libertad española, y redimir al propio tiempo a los musulmanes que le invocaban.
El célebre juramento tomado a Alfonso en el templo de Santa Gadea de Burgos patentiza toda la arrogancia de la nobleza castellana. Sin embargo solo se encontró un caballero que se atreviera a tomársele, Rodrigo Díaz: se ha ensalzado a coro este hecho del Cid como un rasgo de heroico valor cívico; lo fue, y con ello dio el Campeador un testimonio de la grandeza de su alma; pero también fue un rasgo de audacia insigne el humillar a un monarca haciéndole que jurase por tres veces no haber tenido participación en la muerte de su hermano: audacia que el Cid, menos acaso que otro caballero alguno, hubiera debido permitirse: porque Alfonso pudo haberle demandado a su vez: «¿Y juráis vos, Rodrigo, no haber tenido parte en la alevosía de Carrión, en aquella funesta noche en que mi hermano Sancho, por consejo vuestro, después de vencido pagó mi generosidad degollando a mis soldados desapercibidos, haciéndome prisionero y apoderándose de mi trono? ¿Juráis vos estar inocente de aquella negra ingratitud que costó tanta noble sangre leonesa, y que me hizo cambiar mi trono por una prisión, mi corte por un claustro, y mi libertad por el destierro de que vengo ahora?» No sabemos qué hubiera podido contestar el Cid, si de esta manera se hubiera visto apostrofado por el mismo a quien tan arrogantemente juramentaba. No lo hizo Alfonso, contentándose con guardar secreto enojo a Rodrigo Díaz, enojo que hallamos fundado, si bien sentimos que le llevara, como en otra parte hemos dicho{5}, más allá de lo que reclamaba el interés de la causa cristiana, y de lo que a él mismo le convenía para no ser tachado de rencoroso.
Mientras tan lastimosas y mortales escisiones agitaban los tronos y los pueblos de Castilla y de León, ¿reinaba mas armonía entre los príncipes soberanos de Aragón, de Navarra y de Cataluña? Mencionado hemos ya las guerras entre los hermanos Ramiro de Aragón y García de Navarra: entre este y su hermano Fernando de Castilla, y entre los tres Sanchos de Castilla, Navarra y Aragón. ¿A qué se debió la unión de estas dos últimas coronas en las sienes del aragonés? a un fratricidio: a la muerte alevosa del navarro por su hermano Ramón en Peñalén, como la unión de las coronas de León y Castilla en Fernando se había debido a la muerte de Bermudo peleando con el esposo de su hermana en Tamarón. ¡Triste fatalidad de nuestra España! Aquel suceso, sin embargo, nos suministra una observación importantísima. El trono de Navarra pasa de repente de hereditario a electivo. Al menos los navarros prescinden del derecho de los hijos del último monarca: huye el uno por temor, y desechan al otro por tirano y fratricida, y entregan de libre y espontánea voluntad el reino a un príncipe, que aunque de la dinastía de sus reyes, era considerado ya como extraño, que tal debía ser para ellos Sancho Ramírez de Aragón. Este ejercicio de la soberanía en los casos extraordinarios le hallamos lo mismo en los pueblos cristianos que en los musulmanes.
En el condado de Barcelona el gran príncipe Ramón Berenguer el Viejo, el autor de los famosos Usages, trabajando siempre por someter a los díscolos condes, víctima de discordias domésticas, herido de excomunión por arte y manejo de una abuela intrigante y codiciosa, sufre la amargura de ver a un hijo ambicioso y desnaturalizado teñir sus manos en la sangre de la esposa de su padre, y baja al sepulcro prematuramente agobiado de pena y de dolor. También el príncipe catalán, como los de Castilla, Aragón y Navarra, hizo alianzas con los árabes; y los campos de Murcia se vieron inundados de huestes catalanas y andaluzas, cristianas y muslímicas, mezcladas y confundidas en defensa de una misma causa y en contra de otros cristianos y de otros infieles, como en otros tiempos se habían reunido en los campos de Acbatalbabakar y del Guadiaro.
Una fatalidad tan lamentable como indefinible parecía presidir a los testamentos de los príncipes cristianos españoles. Apenas se concentraba en una mano una vasta extensión de territorio a fuerza de apagar interiores disturbios y de vencer enemigos exteriores, volvían las disposiciones testamentarias de los príncipes a legar a sus hijos y a sus reinos una herencia de discordias y una semilla de ambiciones, de envidias, de turbulencias y de crímenes. Ramón Berenguer el Viejo de Barcelona, siguiendo el camino opuesto al de Sancho el Mayor de Navarra y de Fernando el Magno de Castilla, dejó en su testamento el germen de resultados igualmente desastrosos. Desconociendo como aquellos la índole de sus hijos y las ventajas de la unidad en el gobierno de un estado, y como si la soberanía consintiese participaciones y su sola voluntad bastase a enmendar la naturaleza humana y a despojarla de las pasiones de la ambición y de la envidia, quiso ceñir con una sola corona las sienes de sus dos hijos, lo que equivalía a legarles una manzana de discordia y un incentivo perenne de desavenencias. Desarrolláronse pronto por parte del más descontentadizo y díscolo, del más codicioso y avaro, y el germen maléfico de la envidia arrastró a Berenguer Ramón II al extremo de teñir su mano en la inocente sangre del apacible Ramón Berenguer Cap de Estopes, y de darle una muerte alevosa. Otro fratricidio.
Concluiremos este cuadro con una observación bien triste, pero exacta por desgracia. Los príncipes que han regido los diferentes estados de la España cristiana en el periodo que examinamos, todos a su vez han peleado entre sí, y casi todos cuando han blandido sus lanzas contra los soberanos de sus mismas creencias y de su misma sangre han llevado consigo auxiliares musulmanes, o comprados a sueldo, o ligados con ellos en amistosas alianzas. De ellos los siete han muerto, o en guerra con sus parientes, o asesinados por sus propios hermanos. García de Castilla bajo las alevosas espadas de los Velas: Bermudo III de León y García Sánchez de Navarra combatiendo contra su hermano Fernando de Castilla: Sancho de Castilla sitiando en Zamora a su hermana Urraca: García de Galicia en una prisión en que le encerraron sucesivamente sus dos hermanos Sancho y Alfonso: Sancho Garcés de Navarra traidoramente asesinado por su hermano Ramón en Peñalén: Ramón Berenguer II de Barcelona bajo el puñal fratricida de Berenguer Ramón.
A vista de tan aflictivo cuadro de miserias y de crímenes, que hacían interminable la obra gloriosa de la restauración española, nuestro corazón se llenaría de horror y desesperaría del triunfo de la buena causa, si no se elevara a otra más alta esfera, allá donde hay un ser superior que lleva majestuosamente las naciones y los pueblos a su destino al través de todas las miserias de la humanidad. A pesar de tantas rivalidades y malquerencias de familia, a pesar de tantas discordias interiores y tantas alianzas con los mahometanos, conservábase siempre vivo el sentimiento de la independencia y el principio religioso como el instinto de la propia conservación. Y a la manera que en otro tiempo aunque se aliaran los españoles alternativamente con cartagineses y romanos se mantenía un fondo de espíritu nacional y un deseo innato de arrojar a romanos y cartagineses del suelo español, del mismo modo ahora subsistía, a vueltas de las flaquezas y aberraciones que hemos lamentado, el espíritu religioso y nacional, que puesto en acción por algunos grandes príncipes como Sancho el Mayor de Navarra, Fernando el Magno de Castilla, Sancho Ramírez de Aragón, Ramón Berenguer el Viejo de Barcelona, hacía que fuese marchando siempre la obra de la reconquista. Debiose a esta causa el que aquellas contrariedades no impidieran el acrecimiento y ensanche que recibieron las fronteras cristianas en León y Castilla, en Navarra, Aragón y Cataluña, desde la recuperación de León hasta la conquista de Toledo, el acaecimiento más importante y glorioso de la España cristiana desde el levantamiento y triunfo de Pelayo.
¿Cómo no aprovecharon los árabes aquellas discordias de los cristianos para consumar su conquista? Porque ellos estaban a su vez más divididos que los españoles. Por fortuna suya los cristianos se consumían en escisiones domésticas cuando más útil les hubiera sido la unión. Por fortuna de los españoles los sarracenos en las ocasiones más críticas se enflaquecían y destrozaban entre sí y dejaban a los cristianos en paz. Iguales miserias en ambos pueblos. De aquí haber durado la lucha cerca de ochocientos años.
El imperio árabe en su decadencia corrió la suerte de los imperios destinados a fenecer, no por conquista, sino por una de esas enfermedades interiores lentas y penosas, que del mismo modo que a los individuos van consumiendo los cuerpos sociales y corroyéndolos hasta producir una completa disolución. Era ya un fenómeno que con una cabeza tan flaca como la de Hixem II se hubiera robustecido en vez de enflaquecerse el cuerpo del imperio; pero este fenómeno era debido a las altas y privilegiadas prendas de Almanzor, y los fenómenos no se repiten cada día. Muerto el hombre prodigioso, la marcha del estado siguió su natural orden y curso. Faltaba la cabeza y todos querían serlo. Despertáronse las ambiciones que la superioridad de un solo hombre había tenido reprimidas, y comenzó aquella cadena de convulsiones violentas, de sacudimientos, de crímenes, de confusión y de anarquía, que acompañan siempre al desmoronamiento de un estado. Todos los imperios que perecen por disolución se asemejan en el período que precede a su muerte. Conjuraciones, turbulencias, guerras de razas, relajación de los vínculos de la sangre, extinción de los afectos de familia, regicidios, hermanos que asesinan a hermanos, hijos que siegan la garganta del padre, temiendo no sucederle si se prolonga unos días más su existencia, caudillos feroces que capitaneando turbas tan feroces como ellos conquistan un trono por el puñal y la espada para descender de él por la espada y el puñal, soldados que quitan y ponen emperadores, pueblos que pasean hoy con regocijo la cabeza ensangrentada del que proclamaron ayer con entusiasmo, soberanos de un día, casi a la vez sacrificadores y sacrificados, grandes crímenes y grandes criminales, horribles y trágicos dramas, entre los cuales se deja ver de período en período alguna virtud heroica y sublime, como el fulgor de una estrella en noche tempestuosa y oscura. Habiendo visto los excesos que acompañaron la agonía del imperio romano, no nos sorprenden los que señalaron la caída del imperio ommiada: con la diferencia que la ruina de este fue más rápida, porque debido su engrandecimiento a las prendas personales de sus califas, faltando estos tenía que desplomarse casi de repente el edificio.
Además del elemento de disolución que en su seno encerraba el imperio con tantas razas y tribus rivales y enemigas que ansiaban y espiaban la ocasión de destruirse, Almanzor en medio de su gran talento cometió errores que ayudaron no poco a la explosión de estos odios y rivalidades, ya con la protección que dispensó a las huestes africanas que llegaron a constituir la mayoría del ejército musulmán, ya con la influencia que dio a la raza slava, a aquellos extranjeros que de la clase de esclavos de otros esclavos subieron a la de príncipes y emperadores. Abrió también Almanzor ancha brecha a la unidad del imperio con los gobiernos perpetuos que por premio de momentáneos servicios confirió a los alcaides y walíes. Este paso cuyas consecuencias no se conocieron durante su vigorosa administración, fue un ejemplo funesto para el porvenir, para cuando el imperio cayese en manos más débiles que las suyas. Los califas que siguieron a Hixem, así como los aspirantes al califato, todos a imitación de Almanzor para ganar el apoyo de los walíes apelaban al recurso de halagarlos, invistiéndolos con aquella especie de soberanía feudal; y ellos, harto propensos ya a la independencia, o se emancipaban abiertamente del gobierno central, o les negaban los subsidios de sus provincias y se hacían sordos a sus excitaciones y llamamientos; la impunidad en que los débiles califas dejaban a los walíes desobedientes alentaba a otros a seguir su ejemplo, y Córdoba, la metrópoli del imperio muslímico de Occidente, que se dilataba por casi toda España y por inmensos territorios africanos, llegó a encontrarse completamente aislada, constituido cada walí en soberano independiente del distrito de su mando. De aquí la multitud de régulos y pequeños monarcas que se alzaron sobre las ruinas del califato, y de que hemos dado cuenta en nuestra historia, y cuyas guerras entre sí y con los cristianos hemos referido.
Expuestas las causas principales de los acontecimientos, veamos la fisonomía política y social que presentaban los diferentes estados de la España cristiana en este período.
{1} Ramiro III.
{2} Teresa y Elvira, madre y tía del rey.
{3} Si es cierto lo que cuenta Dozy (Investigaciones, tom. I. página 4), que para captarse el amor del pueblo hizo quemar los libros de filosofía y de astronomía que halló en la gran biblioteca formada por Alhakem II, no acertamos a conciliar esta conducta con el grande amor a las letras y con las ocupaciones académicas de que nos dan noticia los más de los historiadores.
{4} En uno de los ángulos de su sepulcro en Oña se leía el epitafio siguiente: Rex iste occisus fuit, proditore consilio sororis suæ Urracæ apud Numantiam civitatem per manum Belliti Adolphis magni traditoris.