Filosofía en español 
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Parte segunda Edad media

Libro IV Los Reyes Católicos

Capítulo XXI
Muerte de Cristóbal Colón
1506

Triste situación del Almirante al regreso de su última expedición.– Padecimientos físicos y morales.– Muere su constante bien hechora la reina Isabel y le falta su apoyo y su esperanza.– Pide al rey Fernando remedie sus necesidades y le reponga en sus empleos.– Pasa a la corte a proseguir sus reclamaciones.– Inutilidad de sus gestiones: fría y desdeñosa conducta del rey.– Colón, enfermo y mal correspondido, ofrece sus servicios a don Felipe y doña Juana.– Agrávanse sus males.– Testamento.– Codicilo de Colón.– Su muerte.– Retrato físico y moral de este personaje.– Merecidos elogios que unánimemente le tributan los escritores e historiadores extranjeros.
 

La circunstancia de haber fallecido ya en este tiempo y en este mismo año el famoso descubridor del Nuevo Mundo, nos mueve a dar cuenta de los últimos interesantes momentos de la vida de este grande hombre, antes de dar la del reinado del primer Felipe en Castilla y de la ida del segundo Fernando de Aragón a Nápoles.

En el capítulo XV de nuestra historia dejamos a Cristóbal Colon en Sanlúcar de Barrameda (7 de noviembre, 1504) de regreso de su cuarto y último viaje a las regiones de Occidente. Enfermo, pobre y abatido de resultas de aquella expedición desastrosa, toda su esperanza y todo el remedio de sus males le cifraba en su constante protectora la reina Isabel; pero esta ilustre princesa se hallaba en el lecho del dolor y próxima a dejar este mundo. Contaban también con el favor de su buen amigo y patrono el obispo de Palencia fray Diego de Deza, a quien suplicaba alcanzase de los reyes le hiciesen justicia, reparasen sus agravios y le cumpliesen las cartas de merced que le habían otorgado: pues, como escribía a su hijo don Diego (21 de abril) desde Sevilla, donde con gran fatiga y trabajo se había trasladado, «yo he servido a sus altezas con tanta diligencia y amor y más que por ganar el paraíso; y si en algo ha habido falta, habrá sido por el imposible o por no alcanzar mi saber y fuerzas más adelante{1}.» Quiso presentarse en la corte, mas la enfermedad que le aquejaba no le permitió emprender el viaje. «Porque este mi mal es tan malo, le decía en otra carta a su hijo (1.° de diciembre), y el frío tanto conforme a me lo favorecer, que non podía errar de quedar en alguna venta.»

Cuando esto escribía, ya había dejado de existir su regia bienhechora; era la mayor adversidad que podía sobrevenir a Colon, y la nueva más funesta que podía recibir. Sin embargo, hombre de fe y de creencias, no dejó de mostrar bastante resignación. «Lo principal es, decía, de encomendar afectuosamente con mucha devoción el ánima de la reina nuestra señora a Dios. Su vida siempre fue católica y santa y pronta a todas las cosas de su santo servicio; y por esto se debe creer que está en su santa gloria, y fuera del deseo deste áspero y fatigoso mundo.» Y recomendaba mucho a su hijo Diego que se esmerara y desvelara en servicio del rey. Como sus padecimientos le impidiesen moverse de Sevilla, envió a la corte a Bartolomé su hermano, y a Fernando su hijo natural, «niño en días, pero no ansi en el entendimiento,» para que en unión con su primer hijo Diego que residía en la corte, gestionasen con el rey a fin de que le cumpliese las estipulaciones, remediase sus necesidades, le repusiese en sus derechos, y proveyese también en muchos asuntos y negocios de Indias que requerían, «remedio cierto, presto y de brazo sano.» Pero las circunstancias eran poco favorables, y aunque a Fernando le interesaba no desatender a lo de Indias, puesto que le habían sido aplicadas por el testamento de Isabel la mitad de las rentas de aquellas posesiones, ocupábanle demasiado sus propios negocios, y no le sobraba tiempo, dado que intención tuviese, para prestar la atención que debía a las justas reclamaciones del almirante.

Pasados los rigores del invierno, que tan perjudiciales eran a los padecimientos físicos de Colón, principalmente a un ataque tenaz de gota que sufría, y llegada la primavera (1505), pudo el almirante trasladarse en una mula a Segovia donde se hallaba la corte{2}. «El que pocos años antes había entrado en triunfo en Barcelona, acompañado por la nobleza y caballería de España, y aclamado entusiasmadamente por la multitud, llegó a las puertas de Segovia, melancólico, solitario y desairado, oprimido más de pasión de ánimo que de años o enfermedades. Cuando se presentó en la corte, no encontró huella alguna de aquella atención distinguida, de aquella cordialidad bondadosa, de aquella simpatía vivificadora que sus altos servicios y recientes padecimientos merecían. Fernando V había perdido de vista sus pasados servicios en lo que le parecía importunidad e inconveniencia de sus peticiones presentes. Le recibió pues con muchas protestas de bondad y con aquella sonrisa fría que pasa por el rostro como un rayo del sol hiemal sin comunicar calor al corazón{3}

Sin embargo, el rey le aseguró que no solo le cumpliría lo pactado, sino que pensaba remunerarle con más amplios honores en Castilla. Esto último indicaba ya bien que no pensaba restablecerle en el gobierno y virreinato de las Indias, para lo cual podía tener más o menos fundadas razones, y no era nuevo ni en Fernando ni en otros el recelo de que las continuas insubordinaciones en los países descubiertos paciesen, en parte al menos, del carácter de Colón, más a propósito para la ciencia que para el mando, para el cual le iba inhabilitando también el quebranto de su salud. Mas no podía alegar razón plausible para tenerle privado de las rentas y derechos que le correspondían conforme al pacto celebrado con la corona, dando lugar a que viviese de prestado, teniendo que contraer deudas el que había dado a sus soberanos tan ricas islas y continentes. Parecíale sin duda al económico Fernando excesiva recompensa para un súbdito la concedida y estipulada en el convenio de Santa Fe, y olvidando la digna altivez que mostró Colón cuando se trató de escatimársela, siendo entonces como era solo un proyectista, pretendía ahora contentarle con el pago de sus atrasos y rentas, y reducirle a fuerza de dificultades y mortificaciones a que renunciase sus dignidades y privilegios por otros estados y títulos en Castilla{4}. Partido era este que debía suponerse rechazaría con noble desdén quien había dado tan gloriosa cima a su empresa, cuando no había admitido modificaciones en tiempo en que su plan era generalmente tomado por un sueño. Pasaban meses, se le entretenía con consultas y promesas, pero no se trataba de hacerle justicia.

Si no sabemos las asistencias que recibió Colon en todo aquel año y primeros meses del siguiente, por lo menos a su hermano y a sus dos hijos se les libraban cantidades de bastante consideración, a los unos por resto de lo devengado en sus viajes a Indias, al otro como contino de la real casa{5}. Sin embargo, la situación del almirante debía ser bien triste, cuando cansado de dilatorias, de evasivas y de inútiles reclamaciones, se vio en el caso de ofrecer, como último recurso, sus servicios a los reyes doña Juana y don Felipe que acababan de llegar a España, en los sentidos términos siguientes: «Por ende humildemente suplico a VV. AA. que me cuenten en la cuenta de su leal vasallo y servidor, y tengan por cierto que bien que esta enfermedad me trabaja así agora sin piedad, que yo les puedo aun servir de servicio que no se haya visto su igual. Estos revesados tiempos y otras angustias en que yo he sido puesto contra tanta razón me han llevado a gran extremo. A esta causa no he podido ir a VV. AA. ni mi hijo. Muy humildemente les suplico que reciban la intención y voluntad como de quien espera de ser vuelto en mi honra y estado como mis escrituras lo prometen. La Santa Trinidad guarde y acresciente el muy alto y real estado de VV. AA.{6}»

Engañábale ya a este grande hombre el vigor de su espíritu. Los dolores físicos le acababan; el alma se mantenía firme, pero el cuerpo desfallecía, y sus días eran ya muy contados. Al fin, convencido de que se aproximaba su última hora, a 19 de mayo (1506), hallándose en Valladolid{7}, otorgó un codicilo en que confirmaba las disposiciones testamentarias hechas ya en 1502, instituyendo por heredero principal a su hijo Diego, y sustituyéndole en caso de morir sin sucesión con su hijo natural, Fernando, y en caso de fallecer ambos sin hijos, que pasase la herencia a su querido hermano Bartolomé y sus descendientes. «E mando, decía, al dicho don Diego, mi fijo, o a quien heredare, que no piense ni presuma amenguar el dicho mayorazgo, salvo acrecentalle e ponello: es de saber, que la renta que él hubiese sirva, con su persona y estado, al Rey e la Reina nuestros señores, e al acrescentamiento de la Religión cristiana.» Encargaba que se pagasen religiosamente todas sus deudas: «Digo y mando a don Diego, mi fijo, o a quien heredare, que pague todas las deudas que yo dejo aquí en un memorial, por la forma que allí dice, e mas las otras que justamente parecerá que yo deba.» Y acordándose de la madre de su hijo Fernando, doña Beatriz Enríquez, con quien nunca se casó, añadía: «E le mando que haya encomendada a Beatriz Enríquez, madre de don Fernando, mi hijo, que la provea que pueda vivir honestamente, como persona a quien yo soy en tanto cargo. Y esto se haga por mi descargo de la conciencia, porque esto pesa mucho para mi ánima. La razón dello non es lícito de la escrebir aquí{8}

Hechas estas disposiciones, dirigió enteramente su pensamiento a Dios, tomó un pequeño breviario, regalo del papa Alejandro VI, rezó algunos salmos, recibió con ejemplar unción los sacramentos de la iglesia, encomendó su alma al Criador, y el 20 de mayo dejó Colón el mundo visible que tanto había ensanchado para gozar en el mundo invisible e inmensurable el reposo que acá en la tierra le había sido siempre negado. Hiciéronle exequias solemnes, y sus mortales restos fueron depositados en el convento de San Francisco de Valladolid{9}.

Tal fue el fin de aquel hombre verdaderamente extraordinario. Su hijo Fernando nos ha dejado descrito un retrato de su persona. Cristóbal Colon era alto y bien formado, frente ancha y nariz aguileña, ojos pequeños y garzos, tez buena, cabello rubio, aunque la vida de movimiento y de exposición continua a la intemperie habían atezado su rostro y encanecido sus cabellos antes de los treinta años; dignidad y majestad en su presencia, afluencia en decir, afabilidad y mesura en sus modales, aunque a veces solía exaltarle la viveza de su imaginación, y la fe en sus altos designios y proyectos; nada aficionado a diversiones y pasatiempos, porque tenían siempre embargado su espíritu los graves negocios a que consagró toda su vida{10}.

En cuanto a sus cualidades morales, sus virtudes, su ilustración, sus pensamientos y su conducta, no expondremos el juicio que de él hiciera su hijo, ni ningún español que pudiera parecer apasionado. Nos remitimos a los escritores extranjeros de más nota que han tratado de él ex-profeso y le han juzgado más de propósito. «Colon, dice Washington Irving, poseía un ingenio vasto e inventivo… Su ambición era elevada y noble. Llenaban su mente altos pensamientos, y ansiaba distinguirse por medio de grandes hazañas… Le caracterizaban la sublimidad de las ideas y la magnanimidad de espíritu… Su natural bondad le hacía accesible a toda especie de gratas sensaciones de los objetos externos… Era devotamente piadoso: se mezcló la religión con todos los pensamientos y acciones de su vida, y brilla en sus más secretos y menos meditados escritos…  Acometía todas las grandes empresas en el nombre de la Santísima Trinidad, y recibía los santos sacramentos antes de embarcarse… creía firmemente en la eficacia de votos, penitencias y peregrinaciones, y apelaba a ellos en tiempos de dificultades y peligros; pero oscurecían su piedad algunas preocupaciones propias de aquel siglo. Evidentemente profesaba la opinión de que todo pueblo que no confesa se la fe cristiana se hallaba destituido de derechos naturales; que las más severas medidas podían emplearse para convertirlos y las penas más crueles para castigarlos si se obstinaban en la incredulidad. Por estos principios fanáticos se consideraba autorizado para cautivar los indios, trasportarlos a España y venderlos por esclavos si pretendían resistir sus invasiones. Al hacer esto pecó contra la bondad natural de su carácter… &c.» A pesar de esto añade el mismo escritor: «Dicha hubiera sido para España que los que siguieron las huellas de Colón hubieran tenido su sana política y liberales ideas. El Nuevo Mundo entonces se habría poblado de pacíficos colonos, y civilizádose por medio de sabios legisladores, en vez de que le recorriesen aventureros desalmados, y de que conquistadores avaros le desolasen…{11}

«Cualesquiera que fuesen los defectos de su razón, dice William Prescott, difícilmente podría el historiador señalar un solo lunar en su carácter moral: su correspondencia respira siempre el sentimiento de la más acendrada lealtad a sus soberanos; en su conducta se observa comúnmente el mayor cuidado por los intereses de los que le seguían; gastó hasta el último maravedí para restituir su desgraciada tripulación a su tierra natal; en todos sus hechos se ajustaba a las reglas más estrechas del honor y de la justicia… Ha habido hombres en quienes las virtudes extraordinarias han estado reunidas, si no con verdaderos vicios, con miserias degradantes; pero no sucedía así en el carácter de Colón: ya le consideremos en su vida pública, o ya en la privada, siempre le encontramos el mismo noble aspecto; su carácter estaba en perfecta armonía con la grandeza de sus planes, y los resultados de todo fueron los más grandiosos que el cielo haya concedido realizar a un mortal{12}

Alfonso Lamartine apura el diccionario de los elogios para derramarlos a manos llenas sobre Colón en el bello estilo que le es tan natural. «Todos los caracteres del hombre verdaderamente grande (dice) se encuentran reunidos en él. Genio, trabajo, paciencia… obstinación dulce, pero infatigable hasta lograr el fin, resignación en el cielo, lucha contra las cosas… estudio constante, conocimientos tan vastos como el horizonte de su tiempo, manejo hábil pero honroso de los corazones para reducirlos a la verdad, nobleza y dignidad en las formas exteriores, que revelaban la grandeza del alma y encadenaban los ojos y los corazones, lenguaje adecuado a la magnitud y a la altura de sus pensamientos, elocuencia que convencía a los reyes y aplacaba los tumultos de sus tripulaciones, poesía de estilo que igualaba sus relaciones a las maravillas de sus descubrimientos y a las imágenes de la naturaleza, amor inmenso, ardiente y activo a la humanidad… la ciencia de un legislador y la dulzura de un filósofo en el gobierno de sus colonias, piedad paternal para con los indios, hijos de la raza humana, a quienes quería dar la tutela del mundo antiguo, pero no la servidumbre de sus opresores; olvido de las injurias, magnanimidad en perdonar a sus enemigos, piedad, en fin, esa virtud que contiene y diviniza las demás, cuando ella es lo que era en el alma de Colón; presencia constante de Dios ante su espíritu, justicia en la conciencia, misericordia en el corazón, alegría y gratitud en los triunfos, resignación en los reveses, adoración por do quiera y siempre!

»Tal fue este hombre (prosigue). Nada conocemos más acabado: contenía a muchos en uno solo… Ninguno por lo grande de su influencia mereció mejor el nombre de civilizador… Él completó el universo; acabó la unidad física del globo… La América no lleva su nombre, pero el género humano reunido por él lo llevará a todo el globo{13}




{1} Navarrete, Colección de Viajes, tom. I. p. 333.

Lamartine se equivoca suponiendo esta carta escrita a los reyes. Cristóbal Colon, parte III, núm. 15.

{2} Allí estaban ya también su hermano y sus dos hijos; de consiguiente no pudieron acompañarle en el viaje, como dice Lamartine.– Navarrete, Colección, tom. 1, p. 343.

{3} Irving, Vida y Viajes de Colon, lib. VIII, c. 3.

{4} Herrera, Indias Occident. lib. VI, c. 14.– Fernando Colón, Hist. del Almirante, c. 108.

{5} Copias de varios libramientos y cédulas expedidas por el rey, insertas en el tomo III de Navarrete, pág. 527 y siguientes.

{6} Carta de Colón a don Felipe y doña Juana, en Navarrete, Colección, tom. III, pág. 530.

{7} Lamartine le supone equivocadamente en una casa de huéspedes en Segovia: part. III, número 15.

{8} Testamento y Codicilo del Almirante, copiado del archivo del duque de Veragua: en Navarrete, Colección, tom. II, p. 391.

{9} Seis años después fueron trasladados a la Cartuja de Sevilla, donde Fernando hizo levantar más adelante un monumento, en que se puso la inscripción memorable:

A Castilla y a León
Nuevo mundo dio Colón.

En 1503 fueron trasladadas sus cenizas a la isla de Santo Domingo, o Española, teatro principal de los sucesos de aquel grande hombre. Cuando aquella isla pasó al dominio de los franceses en 1795 se trasportaron a la de Cuba, donde hoy descansan, en la iglesia catedral de la Habana.

{10} Fernando Colón, Vida del Almirante, c. 3.– Hist. Novi Orbis, lib. I, c. 14.

{11} Irving, Vida y Viajes de Colón, lib. XVIII, c. 5.

{12} Prescott, Reyes Católicos, part. II, c. 18.

{13} Lamartine, Cristóbal Colón, part. III. núm. 18.

De los dos hijos de Colón, Fernando, que era el natural, heredó su genio; Diego, que era el mayor y el legítimo, le sucedió en las dignidades y estados, por sentencia del consejo de Indias contra la corona. Casó después con una sobrina del duque de Alba. Carlos V se opuso también más adelante a la sucesión del hijo de don Diego, el cual, desalentado, tuvo por prudente acceder a permutar sus derechos por otras dignidades y rentas que le fueron señaladas en Castilla. Los títulos de duque de Veragua y marqués de Jamaica que llevan sus descendientes, proceden de estos lugares que Colón descubrió en su cuarto y último viaje.