Parte segunda ❦ Edad media
Libro IV ❦ Los Reyes Católicos
Capítulo XXVIII
Cisneros regente
1516-1517
Ocupaciones de Cisneros en el tiempo que precedió a la regencia.– Gobierno de su diócesis.– Fundación de la universidad de Alcalá.– Famosa edición de la Biblia Polyglota.– Engaño que padeció el infante don Fernando respecto a la regencia.– Pretensiones del deán de Lovaina.– Confirma Carlos el título de regente al cardenal.– El príncipe Carlos toma el de rey de España.– Proclámale Cisneros.– Disgusto del pueblo: oposición de los grandes: energía del cardenal.– Dicho célebre de Cisneros.– Política del regente.– Ensanche de la autoridad real: abatimiento de la nobleza: creación de una milicia.– Sublevación de ciudades.– Sosiéganse las rebeliones.– Reformas administrativas.– Guerra en Navarra: guerra contra el turco: sus resultados.– Inmoralidad de la corte de Flandes: el ministro Chievres: riquezas que van allá de España: indignación de los castellanos.– Regentes flamencos: superioridad del regente español.– Invita a Carlos a venir a España.– Venida de Carlos de Gante.– Cartas y consejos del cardenal al rey.– Célebre carta del rey al cardenal.– Insigne ingratitud del rey.– Cisneros muere a poco de recibir esta carta.– Juicio del cardenal Cisneros: sus virtudes.– Paralelo entre Cisneros y Richelieu.– Superioridad del prelado español.– Anuncio de una nueva era para España.
El ilustrado y virtuoso arzobispo de Toledo y cardenal de España don Fr. Francisco Jiménez de Cisneros, desde su regreso de la gloriosa expedición de Orán se había ocupado principalmente en atender con el más esperado y apostólico celo a la dirección espiritual de su diócesis, en socorrer con mano liberal las necesidades de los fieles y de los pueblos sometidos a su jurisdicción, empleando las cuantiosas rentas de la primera mitra de España en suplir las escaseces con que la esterilidad de algunos años castigaba a los labradores pobres en comarcas enteras, y en fomentar con incansable afán los estudios de su querida y naciente universidad de Alcalá, de la cual es ya tiempo de dar cuenta, como una de las fundaciones que honran más la memoria de aquel esclarecido prelado.
Desde antes de terminar el siglo XV había ocupado al insigne primado de España el pensamiento de establecer en su predilecta ciudad de Alcalá de Henares una escuela general para la instrucción de la juventud, pensamiento que uno de sus antecesores había tenido ya y no había podido llevar a cabo. Cisneros, cuyo carácter era la constancia en todo lo que una vez concebía como bueno y útil, y no retroceder ante ninguna dificultad hasta lograr la realización de sus grandiosos proyectos, tuvo la satisfacción de colocar por su propia mano, vestido de pontifical y en medio de una solemne ceremonia (28 de febrero de 1498), la primera piedra del proyectado establecimiento, y con ella una medalla de bronce con un busto y una inscripción en que se expresaba el destino del futuro edificio, con arreglo al plano trazado por el arquitecto Pedro Gumiel. Desde entonces, en medio de las vastas atenciones que parecían embargarle todo el tiempo, jamás perdió de vista el cardenal su gran proyecto universitario. Siempre que las circunstancias le permitían morar algún tiempo en Alcalá, dedicábase a impulsar la obra, a alentar con recompensas a los operarios, y a recorrer él mismo el terreno con la regla en la mano tomando medidas para los vastos y sólidos edificios que habían de circundar o agregarse al principal, y formar un espacioso conjunto con todo lo necesario para el bienestar y comodidad de los profesores y alumnos. Merced a su incansable celo, la obra se siguió con ardor, adelantó rápidamente, y concluido lo más preciso, el 26 de julio de 1508 tuvo la gloria de inaugurar su universidad, con el título entonces de Colegio Mayor de San Ildefonso, en honra del santo patrono de Toledo.
Inmediatamente estableció Cisneros en su grande escuela variedad de cátedras y enseñanzas, principalmente de ciencias eclesiásticas, de gramática, de retórica, de lengua griega, de artes que se llamaban en aquel tiempo: buscó y trajo a su universidad los más doctos y acreditados profesores que pudo hallar en todas partes, les señaló muy decorosas dotaciones, y hasta les edificó casas de campo y de recreo donde pudiesen ir ciertos días a descansar de sus tareas ordinarias: asignó para el sostenimiento de la universidad y colegios anexos una renta en fincas de catorce mil ducados, que después se fue aumentando considerablemente: hizo un buen reglamento de estudios; estableció premios y recompensas para que sirviesen de estímulo y emulación a los jóvenes; él mismo presidía a veces los ejercicios y aplicaba los premios, creó plazas para estudiantes pobres y erigió un hospital para los enfermos que carecían de recursos. Merced a estas y otras sabias medidas inspiradas por el genio de aquel grande hombre, los estudios de Alcalá florecieron rápidamente hasta competir con los de Salamanca, y cuando a los veinte años de su apertura visitó Francisco I de Francia aquella universidad, salieron siete mil estudiantes a recibirle, y dijo admirado aquel monarca, que «Cisneros había ejecutado solo en España lo que en Francia había tenido que hacerse por una serie de reyes{1}.»
Habiendo pasado en 1513 el rey Fernando por Alcalá de Henares y detenídose unos días con objeto de reponer su quebrantada salud, le dijo a Cisneros un día: «Iré después de comer a visitar vuestros colegios y a censurar vuestras fábricas.» Porque se censuraba al cardenal por los grandes gastos que había hecho en la construcción de tantos y tan magníficos edificios, y decíase de él con retruécano, que nunca la iglesia de Toledo había tenido un prelado más edificante en todos sentidos. El arzobispo recibió a su soberano con toda solemnidad, acompañado del rector y de todos los doctores del claustro, y cuando el rey vio la grandeza y hermosura de los colegios: «Vine, le dijo, con ánimo de censurar vuestras fábricas, pero ahora no puedo menos de admirarlas.» Y como Fernando, aunque no fuese hombre de estudios, gustase de ver honradas y protegidas las letras, felicitó al cardenal por haber fundado una universidad cuya reputación podría con el tiempo igualar a la de París: a lo cual contestó Cisneros con dignidad: «Señor, mientras vos ganáis reinos y formáis capitanes, yo trabajo por formaros hombres que honren a España y sirvan a la Iglesia.{2}.»
Otra de las obras que hicieron inmortal el nombre de Cisneros en la república literaria fue la famosa edición de la Biblia Polyglota, llamada también Complutense, de la antigua Complutum (Alcalá), en que se imprimió. Si era difícil como trabajo tipográfico, hallándose el arte de la imprenta tan en su infancia, imprimir una obra en variedad de caracteres y lenguas antiguas, no era menos difícil como obra de literatura, así por los conocimientos bíblicos y filológicos que exigía, como por la inteligencia que se necesitaba en la lectura de los más antiguos manuscritos, y hasta por la dificultad de la adquisición de estos. Era menester un hombre del genio, de la posición, de la laboriosidad y perseverancia de Cisneros para atreverse a acometer, cuanto más para llevar a cabo, una empresa tan colosal, en medio de tantas atenciones como le rodeaban. Y no sin razón nos dice su puntual biógrafo, que si hubiera de referir por menor los trabajos, las vigilias y fatigas que pasaron los eruditos encargados de la revisión, examen y cotejo de ejemplares, y cuántos y cuán graves negocios distraían entretanto la atención del cardenal, tendría que ser nimiamente prolijo y cansado{3}. Todo lo venció sin embargo aquel infatigable varón a fuerza de celo, de energía, de dispendios y de sacrificios de todo género. El papa le franqueó la preciosa colección de códices del Vaticano; él logró originales o alcanzó copias de los más antiguos y apreciables manuscritos del Viejo y Nuevo Testamento que había en España, en Italia, en toda Europa; pagó cuatro mil coronas de oro por siete códices hebraicos que hizo venir de diversas regiones{4}; alentaba continuamente para que no desmayasen en su trabajo a los nueve sabios a quienes había encomendado la ejecución de la obra{5}; presidia muchas veces sus juntas y tomaba parte en sus discusiones; y para los trabajos tipográficos trajo artistas de Alemania que fundiesen los caracteres de las diversas lenguas en la fábrica que para ello se estableció en Alcalá.
Por último, a los quince años de haberse comenzado la obra, y pocos meses antes de morir el hombre ilustre que la había emprendido (1517), tuvo la satisfacción de ver concluida su Biblia Polyglota en seis volúmenes en folio, y no extrañamos que al fin de su vida dijera a sus familiares rebosando de alegría: «De cuantas cosas arduas y difíciles he ejecutado en honra de la república, nada hay, amigos míos, de que me debáis congratular tanto como de esta edición de las Divinas Escrituras{6}.» Y en efecto, la Europa entera se quedó asombrada de que en tales tiempos y a través de tan inmensas dificultades se hubiera llevado a complemento en España un trabajo tan gigantesco como obra literaria y como obra tipográfica{7}.
A vueltas de estas ocupaciones, el cardenal Cisneros, que así empuñaba la bandera de guerra para conquistar ciudades infieles, como fundaba academias y escuelas públicas; que así dirigía los negocios espirituales de una diócesis como los temporales de un reino; que así hacía ediciones grandiosas de las Santas Escrituras como levantaba ejércitos y abastecía armadas; que así presidía cortes como guiaba las conciencias de los reyes en el confesonario, era consultado por el Rey Católico en los más graves negocios del Estado, a pesar de los celos, disgustos y sospechas que habían quedado entre ellos desde la conquista de Orán, porque el ascendiente de su virtud y de su talento le sobreponía a todo.
Tal era el hombre a quien Fernando pocas horas antes de morir había dejado encomendada la regencia del reino de Castilla hasta la venida de su nieto el príncipe Carlos de Gante (1516).
El infante don Fernando su hermano, que por el testamento primero de Burgos era el más favorecido de su abuelo, y que ignorando la variación hecha en el de Madrigalejo, se creía designado para regente de Castilla, escribió a los del consejo con aire de mandato para que fuesen cerca de su persona a Guadalupe donde se hallaba, a fin de tomar las resoluciones convenientes al bien del Estado. Sorprendidos los consejeros con esta carta, contestáronle por medio de uno de sus individuos: que no dejarían de ir a Guadalupe, donde le tributarían el debido homenaje de respeto; pero en cuanto a rey, añadían, no tenemos otro que César{8}; frase que se hizo desde entonces proverbial, y fue mirada después como profética cuando se vio a Carlos heredar el imperio de Alemania. Con motivo de esta ocurrencia uno de los primeros cuidados del cardenal regente fue observar los pasos del infante don Fernando; y a este fin, con pretexto de velar mejor por su seguridad, le trajo consigo y le tuvo a su lado en Madrid, donde Cisneros vino, y cuya villa se fue haciendo desde esta época el asiento y residencia de la corte.
Tan luego como murió el rey Católico, Adriano, deán de Lovaina, que había venido, como hemos dicho, a Castilla, enviado por el príncipe Carlos de Flandes, a arreglar lo relativo a sucesión y regencia del reino, exhibió poderes que había traído del príncipe autorizándole a tomar la gobernación de Castilla así que muriese el rey. Daba a Cisneros gran ventaja sobre este competidor, además de su talento y su práctica, su cualidad de español, y difícilmente se hubieran los castellanos sometido al mando de un extranjero. Suscitáronse sin embargo algunas diferencias, que duraron poco, pues no tardó el cardenal en recibir una afectuosa carta de Carlos, fecha 14 de febrero en Bruselas, en que le confirmaba el título de regente, y después de nombrarle «Reverendísimo en Cristo Padre, Cardenal de Espanya, arzobispo de Toledo, Primado de las Espanyas, Canceller mayor de Castilla, nuestro muy caro y muy amado amigo señor,» le decía, que aunque el rey su abuelo no le hubiera nombrado, «él mismo no pidiera, ni rogara, ni escogiera otra persona para la regencia, sabiendo que así cumplía al servicio de Dios y al suyo y al bien y pro de los reinos{9}.» El deán de Lovaina quedaba solo como embajador, pero Cisneros no tuvo reparo en asociarle a la regencia, persuadido del ningún influjo que había de ejercer, como así sucedió, pues aunque ambos desempeñaban juntamente el gobierno, el cardenal era el que lo hacía todo, y ni aún la firma del deán aparecía en los documentos.
Otra mayor dificultad le vino de Flandes al prelado regente; y fue que el príncipe Carlos comenzó luego a usar el título de rey, y después de haber conseguido que le escribieran como a tal el emperador y el papa, quiso también que le fuese reconocido el mismo título en España, y así lo requirió a Cisneros. Pretensión era esta, sobre ilegal y prematura en vida de la legítima reina doña Juana su madre y sin intervención de las cortes, contraria a las costumbres, ofensiva al natural orgullo de los castellanos, y capaz de acabar, si la admitía, con la popularidad del regente. Así, tanto el consejo como Cisneros, expusieron al príncipe lo improcedente e impolítico de semejante paso, pero Carlos, instigado por los consejeros flamencos que no conocían ni las costumbres ni el carácter de los españoles, dio por toda contestación que se le proclamara rey sin más dilaciones. Cisneros entonces creyó que debía ejecutar lo que el príncipe con tanto apremio le ordenaba, tal vez temeroso de las discordias y revueltas que podrían nacer en otro caso; y aunque conocía que necesitaba todo el vigor y todo el temple de su espíritu para la adopción de tan impopular medida, convocó a los prelados y nobles a una junta en Madrid (mayo, 1516). y les comunicó su resolución de proclamar rey a Carlos de Flandes.
Los grandes de Castilla, muchos de los cuales habían recibido ya con harto disgusto el nombramiento de regente en un hombre nacido del pueblo, pero que esperaban recobrar el influjo que bajo el gobierno vigoroso de los Reyes Católicos habían perdido, a la sombra de la debilidad de un fraile octogenario y casi decrépito, alegrábanse de tener aquella ocasión para ostentarse fuertes contra el viejo prelado. Así fue que en lugar de dóciles consentidores halló Cisneros impugnadores soberbios, y más cuando les favorecían las leyes del reino y se fortalecían en el legítimo derecho de doña Juana. Viendo Cisneros el carácter desfavorable que tomaba la discusión, quiso mostrarles que los años no habían enervado su vigorosa fibra, y con tono grave y voz firme les dijo que no los había reunido para consultar sino para obedecer, y añadió: «mañana mismo será proclamado Carlos en Madrid, y las demás ciudades seguirán el ejemplo de la corte{10}.» Y así se verificó: Carlos fue proclamado en Madrid al día siguiente (30 de mayo), y en las ciudades de Castilla se fue haciendo lo mismo con poca oposición. No así en las de Aragón, donde se protestó que Carlos no sería reconocido mientras no se presentara en persona a prestar, según costumbre, el juramento de guardar los fueros y libertades del reino.
Refiérese que disgustados los nobles de la severa conducta del regente, le enviaron un día una diputación compuesta del almirante de Castilla, del duque del Infantado y del conde de Benavente para preguntarle en virtud de qué poderes gobernaba el reino. El cardenal respondió que en virtud del testamento de Fernando y del nombramiento de Carlos; y como no se mostrasen muy satisfechos de la respuesta, los llevó como por acaso a un balcón de palacio, y señalándoles la guardia armada que debajo tenía, con algunos cañones, les dijo: «esos son mis poderes:» dicho que adquirió una gran celebridad, y que a ser auténtico, como la tradición supone, revela no tanto la razón como la energía de carácter del franciscano regente{11}.
De que el plan de Cisneros era ensanchar y centralizar el poder real y rebajar y disminuir el de la nobleza, no dejó duda su famosa pragmática o decreto, creando una especie de milicia ciudadana, que tal venía a ser el alistamiento de la gente llamada de ordenanza, pagada de los fondos públicos, la cual se había de ensayar ciertos días de cada mes en ejercicios militares. Esta fuerza, que llegó a formar un cuerpo de más de treinta mil hombres, a la cual se dio su correspondiente organización, y fue como la precursora de los ejércitos permanentes, tenía por objeto poner a la disposición de la corona un cuerpo de tropas regladas con que contrarrestar el poder de los nobles{12}. Bien penetraron estos la intención, y harto conocieron la tendencia y los efectos de esta medida, y por lo mismo trabajaron cuanto pudieron por entorpecerla y que no se llevara a cabo. Representaron al pueblo lo innecesario y lo intolerable del tributo, y pintaban la institución como opuesta a sus fueros y privilegios. Valladolid, donde ejercían grande influjo el almirante de Castilla y el conde de Benavente, fue la primera que oyendo las sugestiones de estos magnates, opuso una resistencia tumultuosa y porfiada al alistamiento, hasta alzarse en abierta rebelión. Burgos siguió su ejemplo, y a su tenor León, Salamanca, Medina y otras ciudades, que seducidas por una protección engañosa e interesada de los grandes y nobles, creían defender así mejor sus libertades, y lo que hacían era trabajar en su propio daño y en pro de aquella misma nobleza que aspiraba a tener en perpetuo vasallaje al pueblo. No comprendía éste el pensamiento popular de Cisneros, y se rebelaba contra el que quería emanciparle.
Las ciudades por una parte y los regentes por otra dirigían representaciones en opuesto sentido al príncipe-rey: pero la conducta firme del cardenal, las fuertes razones con que exhortaba a Carlos a que no consintiese que la autoridad fuese desobedecida y cayese en menosprecio, las cartas que en virtud de estos consejos dirigía Carlos a las ciudades disidentes para que entrasen de nuevo en la obediencia prometiéndoles su pronta venida, junto con otros medios que Cisneros supo emplear, fueron al fin venciendo la resistencia y aquietando las poblaciones, inclusa Valladolid, que fue la más tenaz de todas, si bien para sosegarla fue menester otorgarle algunos privilegios{13}.
Con esto pudo Cisneros emprender otras reformas que había meditado, y los pueblos debieron ya comprender que no se enderezaban contra ellos sus planes sino contra la clase aristocrática y noble. Severo fue con ella el cardenal, y fuertes y arriesgadas fueron las medidas que tomó. Suprimió ciertas pensiones que el Rey Católico había concedido, hizo devolver a la corona tierras y señoríos que Fernando en sus últimos años había enajenado, como derechos que no debían subsistir después de su muerte: rebajó sueldos, extinguió empleos, hizo una rigorosa pesquisa sobre los fondos de las órdenes militares, en que había habido mucha dilapidación, y estableció otras economías en la hacienda, manejándose en esto con tal desinterés y dando a los ahorros tal inversión que justificaba al propio tiempo su pureza y la conveniencia de tan rígidas medidas. Solo se advertía con disgusto que una parte de aquellas economías servía para alimentar la codicia de la corte flamenca{14}.
A pesar de este inconveniente y de los entorpecimientos que le ponían las intrigas y la avaricia de la corte de Flandes de que luego hablaremos, aun tuvo el anciano y activo regente con que atender a los gastos de dos guerras que hubo de sostener en este tiempo, una en Navarra contra el destronado rey Juan de Albret, otra en África contra el famoso corsario Barbarroja que por su valor se había elevado a rey de Argel y de Túnez. La de Navarra tuvo un éxito tan breve como favorable, merced a la previsión y vigilancia con que el cardenal supo frustrar los proyectos de aquel desgraciado príncipe, enviando con tiempo un respetable cuerpo de tropas, que a las órdenes del valeroso Villalva acometió y derrotó la gente del de Albret, teniendo éste que huir con la mayor precipitación, con lo cual tuvo pronto y feliz término la guerra. Cisneros mandó entonces demoler todos los castillos y fortalezas de Navarra, a excepción de Pamplona, que hizo fortificar con esmero, y a esta extraordinaria medida de precaución se atribuye que España pudiera conservar de un modo permanente aquella conquista, como que en las ulteriores invasiones de los franceses, no hallando plazas fuertes en que guarecerse, se veían precisados a abandonar el país con la misma celeridad con que le habían entrado{15}. Menos feliz la expedición contra Barbarroja, o por temeridad o por mal proceder de los caudillos españoles, sufrieron los nuestros una derrota de los turcos, y el pabellón español volvió a la Península con más pérdida que ganancia de gloria en esta empresa. Admiró a todos la impasible entereza con que recibió Cisneros la noticia del triunfo de Navarra y la del desastre del Mediterráneo.
Extendiendo la vista a las más apartadas posesiones de la corona de Castilla, envió una comisión a la isla Española para estudiar y mejorar la condición de aquellos naturales, y se opuso con vigor a la introducción de esclavos negros para los trabajos de la colonia, diciendo al rey que si tal sucedía no tardarían en provocar contra los españoles una guerra de esclavos{16}. Pero los consejeros flamencos pudieron en este punto más que el cardenal en el ánimo del joven Carlos; despreció este los prudentes avisos del regente español{17}, y los sucesos justificaron bien pronto su predicción, pues a los seis años de este vaticinio ocurrió ya la primera conspiración de negros en la isla de Santo Domingo.
Con dolor se veía entretanto en España que sus tesoros iban a consumirse en los Países-Bajos, por la sórdida avaricia de los cortesanos que rodeaban a Carlos de Gante, y de que daba el más funesto ejemplo su gran privado Guillermo de Croy, señor de Chievres, que lo manejaba todo, per quem omnia gerebantur, como nos dice el ilustre escritor Álvaro Gómez. Sabíase que todos los empleos de Castilla se vendían allá y se daban al mejor postor, y este inmoral y vergonzoso tráfico ofendía a los españoles y desconsolaba e indignaba al puro, austero y desinteresado Cisneros. El regente y el consejo representaban enérgicamente al príncipe-rey contra tan abominable inmoralidad, exponíanle la indignación que producía en los castellanos, pedíanle remedio y le excitaban a que sin dilación se viniese a España si quería conjurar la tormenta que se iba levantando. Pero no convenía a los cortesanos de Flandes la venida del rey. Teníales más cuenta seguir dispensando desde allá con sus manos las mercedes, gastar lo de España y gobernar desde Flandes, y temían también, sobre todo Chievres, verse oscurecido y eclipsado por el ascendiente del talento, de las virtudes, de la veneración del anciano y político Cisneros.
Lo que hicieron fue enviar a Castilla personas que neutralizaran el inmenso poder del cardenal y reforzaran el menguado y casi nulo influjo del deán Adriano. Así vinieron uno tras otro el hábil flamenco La Chau, y el holandés Amerstoff que pasaba por hombre de carácter firme, para que formasen un triunvirato que predominase en la regencia. Pero todo este contrapeso fue poco para el genio altivo y superior del cardenal, que atento y cortés con los co-regentes extranjeros, no cedió un solo ápice en punto a poder, y continuó gobernando como si fuese y estuviese solo. Un día los tres co-regentes flamencos, avergonzados del desairado papel que estaban haciendo, trataron de volver por su dignidad, y firmando unos despachos antes que Cisneros, se los enviaron para que inscribiese su nombre. El altivo prelado, sin dar muestras de alteración ni de enojo, mandó a su secretario que rasgara aquellos papeles en su presencia y los extendiera de nuevo. Hecho esto, los firmó el cardenal, y les dio curso sin la intervención de sus compañeros{18}. Este rasgo de energía a los ochenta y un años de edad manifiesta a donde rayaba el espíritu y el vigor del regente franciscano.
Sin embargo, no alcanzaban toda la energía y toda la inflexibilidad de un hombre para soportar una situación tan difícil y comprometida. Contrariado fuera por los avaros ministros flamencos, combatido dentro por los ambiciosos y descontentos magnates, poco conforme con los compañeros de regencia, y sin medios para acallar la justa exasperación de los pueblos, no atreviéndose a convocar las cortes, como estos querían, por la exaltación en que se encontraban los ánimos y las pasiones, agobiado además por los años y los achaques, nadie ansiaba tanto como Cisneros, ni nadie instaba con más ahínco, ni suspiraba más por la venida de Carlos.
Al fin el joven monarca, indebidamente retenido allá más de año y medio por sugestiones de consejeros interesados, se determinó a embarcarse, aun contra el parecer de sus cortesanos, para sus dominios de España. Acompañábale Chievres su privado y primer ministro, y venía además una numerosa comitiva de caballeros flamencos, ávidos de riquezas y de mercedes. A 19 de setiembre de 1517 desembarcó el joven nieto de Maximiliano de Austria y de los Reyes Católicos de España, en el pequeño puerto de Villaviciosa en el principado de Asturias. Acudieron presurosos a saludarle con cierto ostentoso aparato muchos grandes de Castilla, ponderándole su adhesión y ofreciéndole sus servicios, anticipándose a sembrar lisonjas para recoger favores. Sobresaltado el cardenal con la irrupción de aquella falange de extranjeros advenedizos, conocidos ya por su afición a medrar a costa de la sustancia de España, escribió al príncipe exhortándole a que los despidiese y apartase de su lado, dándole además prudentes y saludables consejos sobre la conducta que debía seguir en el gobierno para reinar con gloria y para captarse las voluntades de sus súbditos, concluyendo con pedirle una entrevista para informarle de lo que a la nación convenía{19}.
Pero unos y otros, así los cortesanos flamencos como los magnates castellanos, cada cual por su interés, habían tenido especial cuidado de indisponer al rey con el hombre venerable que miraban como el obstáculo a la privanza que ejercían o a los medros que esperaban del inexperto príncipe, y además de desvirtuar con malignas sugestiones el efecto que pudieran producir los consejos del eminente prelado, ponían dilaciones a la entrevista que éste solicitaba, reteniendo a Carlos en el Norte de la Península, con la esperanza de recibir de un día a otro noticia de la muerte del cardenal, cuya salud sabían que se hallaba a la sazón sumamente quebrantada.
En efecto, Cisneros, que había salido con el ansia y afán de presentarse a su nuevo soberano, se había indispuesto gravemente en Boceguillas y se encontraba enfermo en el convento de San Francisco de Aguilera, cerca de Aranda de Duero. Entretanto don Carlos había llegado al del Abrojo, distante tres leguas de Valladolid, y allí permanecía mientras se preparaba su entrada solemne en aquella ciudad. La entrevista, que al fin no pudo negar al regente, había de verificarse en la villa de Mojados, cuatro leguas más acá de Valladolid. El anciano y achacoso prelado había podido con mucho trabajo llegar a Roa, encaminándose al lugar de las vistas. Mas en aquella villa recibió una carta del rey, carta que se ha hecho famosa en la historia, como uno de los más insignes ejemplos de fría, desdeñosa y pérfida ingratitud que suministran los anales de las cortes y de los reyes. En ella le daba gracias por sus anteriores servicios, y después de otros cumplimientos de estilo le indicaba que, realizada la entrevista, le daría su real licencia para que se retirase a su diócesis a descansar de las fatigas de su laboriosa vida, y a aguardar del cielo la digna remuneración de sus servicios que el cielo solo podía darle cual él la merecía. Esta terrible carta hizo tan honda sensación e hirió tan vivamente el alma del pundonoroso y noble prelado, y auguró tan mal para su patria de este primer acto de un príncipe por quien tanto había hecho, que en el estado de debilidad en que su físico se encontraba no pudo resistir a tan inmerecido golpe de ingratitud. Agravósele la fiebre, y a muy poco tiempo, con la devoción del justo y con la tranquilidad de quien está preparado a dejar el mundo, conservando íntegras sus facultades intelectuales, exhaló el último aliento (8 de noviembre, 1517), pronunciando las palabras del salmo, In te, Dómine, speravi{20}.
Así acabó la larga carrera de su vida aquel esclarecido personaje, que desde la humilde vivienda de una solitaria casa religiosa había sido elevado en alas de su mérito a la más alta categoría de un Estado, hasta regir la más vasta y poderosa monarquía que entonces se conocía en el mundo. Todos los castellanos que amaban su patria y no pensaban medrar a favor del desorden sintieron y lloraron su muerte. Su cadáver, adornado con las vestiduras pontificiales, estuvo expuesto en su aposento bajo un dosel, y las gentes de todas clases acudían en tropel a besarle a porfía los pies y las manos. Objeto de profunda veneración por su piedad y sus virtudes, es el único gobernante, dice un escritor extranjero, a quien los mismos contemporáneos hayan honrado como a un Santo, y a quien durante su administración haya el pueblo atribuido el don de hacer milagros{21}.
La regencia de Cisneros fue como un apéndice al feliz y vigoroso reinado de los Reyes Católicos, y el gran vacío que dejaba le habían de sentir muy pronto los mismos que, no comprendiendo sus propios intereses, habían censurado o se habían sublevado contra las medidas de su gobierno que debieron ser más aplaudidas y más populares. Muchas veces hemos tenido ocasión de notar las extraordinarias dotes de este hombre singular, rígido anacoreta, austero franciscano, prelado ejemplar, confesor prudente, reformador severo, apóstol infatigable, administrador económico, celoso inquisidor, guerrero intrépido, político profundo, excelente gobernador; grande en la cabaña, en el claustro, en el confesonario, en el campo de batalla, en el gabinete, en el palacio y en el templo; piadoso, casto, benéfico, modesto, activo, vigoroso, enérgico, docto, magnánimo y digno en todas las situaciones de la vida: figura gigantesca y colosal, que ni ha menguado con el tiempo ni disminuirá con el trascurso de las edades.
Cisneros no estuvo exento de defectos ni de errores, en especial de los que eran propios de su época y de su profesión, de los cuales es sobremanera difícil que los hombres más eminentes se eximan de participar. Como consejero y como inquisidor, no se libró del espíritu de fanatismo inherente a su siglo, y bien lo demostró en su conducta con los moros de Granada y con los judíos de Castilla. Como regente, se guió demasiado por una de sus máximas políticas, que envolvía un principio no poco despótico, a saber, que un príncipe no puede hacerse temer de los extraños y respetar de los propios sino con grande ejército y con el aparato imponente de la guerra{22}. De aquí la célebre frase: «estos son mis poderes» con que se propuso intimidar a los grandes enseñándoles los cañones, y que encierra un sistema político. Por eso puso tanto empeño en robustecer el poder real, abriendo sin querer la senda del despotismo a los príncipes de la casa de Austria. La proclamación misma de Carlos sin la concurrencia de las cortes fue una infracción de las leyes y un desacato a las costumbres de Castilla, y la creación de la milicia popular, bajo muchos aspectos tan conveniente, tuvo por principal objeto, a juzgar por lo que dicen sus mismos contemporáneos{23}, armar al pueblo en defensa de las prerrogativas reales para ayudar al trono al abatimiento de la nobleza.
Mas sus errores y defectos se le pueden y deben perdonar en gracia de su buena fe y de sus rectas intenciones, de sus sentimientos de acendrada e incorruptible justicia, de su intachable moralidad, de su abnegación y desinterés, de la pureza de su administración, de su religiosidad a toda prueba, de la elevación de sus miras y pensamientos, y de los inmensos beneficios que hizo al país, ya con sus consejos, ya con sus mandatos.
El hombre que hallándose en la cumbre del poder y de la grandeza, gozando de la dignidad más elevada y de las mas pingües rentas de la iglesia española, no abandonó jamás el hábito de la penitencia; el hombre austero y rígido que necesitó que dos pontífices le exhortaran y prescribieran por medio de breves que mortificara menos su cuerpo, y fuera menos parco, modesto y humilde en el comer, en el vestir y en el trato todo de la vida; el hombre que era tan inexorable consigo mismo en los preceptos de la moralidad, no es extraño que fuera con los otros un tanto intolerante, rígido y severo, y que en su conducta con los demás se trasluciera algo de la aspereza del claustro a que no quiso nunca renunciar para sí. Tal vez no hubiera llevado su autoridad a tal extremo, si no hubiera creído necesario aparecer como un modelo intachable a los ojos de una sociedad cuya licencia y corrupción, por lo mismo que venía de muy atrás, necesitaba el elocuente correctivo de estos ejemplos. Aun así no faltó quien le calumniara tachándole de hipócrita, y aun en los tiempos modernos ha habido pluma que se ha atrevido a acusarle de orgulloso, de duro, y de opresor del pueblo, bien que las voces aisladas de sus pocos detractores se pierden entre los coros de alabanzas de sus panegiristas antiguos y modernos{24}.
Varios autores de nota, extranjeros especialmente, han trazado el paralelo entre el cardenal Jiménez de Cisneros, regente de España, y el cardenal Richelieu, regente de Francia; paralelo a que ciertamente provocan la fama de estos dos personajes, y la circunstancia de haber estado investidos de una misma dignidad eclesiástica, de haber gobernado como regentes dos grandes naciones, de haber sido ambos grandes políticos, y de haberse visto en algunas situaciones muy parecidas. Casi todos los que han hecho este paralelo han concluido por dar la ventaja y la supremacía al prelado español, aun siendo ellos franceses{25}. Nosotros, en prueba de desapasionamiento, dejaremos que hable un juicioso historiador, que ni es español ni francés, y que en sus obras ha dado muchas muestras de su buen criterio y de su imparcialidad.
«Ya he indicado (dice William Prescott) la semejanza que Cisneros tenía con el gran ministro francés, cardenal de Richelieu. En último análisis, ésta mas bien consistió en las circunstancias de la posición que ambos tuvieron que en sus caracteres, si bien sus rasgos principales no fueron absolutamente diferentes. Ambos, educados para la vida clerical, llegaron a los más altos puestos del Estado, y aun puede decirse que tuvieron en sus manos la suerte de sus respectivos países... Ambos fueron ambiciosos de gloria militar, y se mostraron capaces de adquirirla. Ambos alcanzaron sus grandes fines por la rara combinación de eminentes dotes intelectuales y de grande actividad en la ejecución, cualidades que reunidas son siempre irresistibles. Pero el fondo moral de sus caracteres era completamente diverso. Constituía el del cardenal francés el egoísmo puro y sin mezcla: su religión, su política, sus principios, todo en suma estaba subordinado a aquella cualidad fundamental; podía olvidar las ofensas hechas al Estado, pero no las que se hacían a su persona, las cuales perseguía con rencor implacable; su autoridad estaba materialmente fundada en sangre; sus inmensos medios y su favor se empleaban en el engrandecimiento de su familia; aunque arrojado y hasta temerario en sus planes, mas de una vez dio muestras de faltarle valor para ejecutarlos; aunque impetuoso y violento, sabía disimular y fingir; y aunque arrogante hasta el extremo, buscaba el suave incienso de la lisonja. En sus maneras llevaba ventaja al prelado español; era cortesano, y tenía gusto más fino y más culto. También aventajó a Cisneros en no ser supersticioso como él: pero consistía en que la base constitutiva de su carácter no era la religiosidad, sobre la cual se puede levantar la superstición. Nada significó tanto su carácter como las circunstancias de la muerte de cada uno. Richelieu murió como había vivido, tan execrado por todos, que el pueblo enfurecido casi no dejó que sus restos se enterraran pacíficamente. Cisneros, por el contrario, fue sepultado en medio de las lágrimas y lamentos del pueblo, honrando su memoria aun sus enemigos, y siendo reverenciado su nombre por sus compatriotas hasta el día de hoy como el de un santo.»
Coincidió, pues, la muerte de este grande hombre con la entrada en España del príncipe Carlos de Gante. Con él se entroniza en el solio español una nueva y extraña dinastía, la dinastía de la casa de Austria. Y pues va a comenzar para España una nueva era social, hagamos aquí alto en la historia para contemplar lo que Carlos va a recibir, a fin de poder valorar después mejor lo que a su vez la España habrá de recibir de la dinastía austriaca.
{1} No se establecieron por entonces cátedras de derecho civil, ya porque éste se enseñaba muy especialmente en la de Salamanca, ya porque el objeto principal de Cisneros en la fundación de la de Alcalá fue la formación de buenos teólogos y de buenos canonistas.
El número de cátedras se fue aumentando sucesivamente hasta cuarenta y seis de todas facultades.
{2} Gómez de Castro, De Rebus gestis Ximenii, lib. VI.– Flechier, Vie du Cardinal, lib. III.
Los estudios de esta célebre universidad que tantos hombres ilustres produjo, fueron trasladados a Madrid en 1836.– Entre las varias inscripciones que aun recuerdan el nombre memorable de Cisneros en el suprimido colegio de San Ildefonso de Alcalá, hay una que dice:
ADVENA, MARMOREOS MIRARI DESINE VULTUS
FACTAQUE MIRIFICA FERREA CLAUSTRA MANU:
VIRTUTEM MIRARE VIRI, QUAE LAUDE PERENNI
DUPLICIS ET REGNI CULMINE DIGNA FUIT.
«Deja, caminante, de admirar esos mármoles y balaustres de hierro con tanto primor trabajados, y contempla las virtudes del ilustre varón que encierran, digno de alabanza eterna y de haber sido elevado al más alto puesto de la doble monarquía.»
{3} «Si per partes narrandum esset quantum laboris exhaustum sit, quantum tædii et fastidii devoratum a viris illis operi præfecti, &c.»– Alvar. Gómez, De Rebus gestis, lib. II.
{4} «Septem hebræa exemplaria quæ nunc Compluti babentur quatuor millibus aureorum ex diversis regionibus sibi comparasse Alphonsus Zamora, hebræarum litterarum professor, sæpe numero referebat.» Gómez, De Rebus gestis, ub. sup.
{5} Fueron estos doctos varones: el venerable Nebrija, Núñez (el Pinciano), López de Zúñiga, Bartolomé de Castro, el griego Demetrio Cretense, y Juan de Vergara, a los cuales se agregaron después Pablo Coronel, Alfonso Médico y Alfonso Zamora; judíos conversos y muy versados en las lenguas orientales.
{6} «Cum multa ardua et difficilia reipublicæ causa hactenus gesserim, nihil est, amici, de quo mihi magis gratulari debeatis quam de hac bibliorum editione.» Alv. Gómez, lib. II, p. 38.
{7} Prescott admite todavía como verdadera la anécdota o cuento de que habiendo venido a España a fines del siglo pasado un profesor alemán con objeto de examinar los manuscritos de que se hizo uso para la famosa Biblia Complutense, supo que habían sido vendidos por el bibliotecario de aquel tiempo como papel viejo a un polvorista, el cual no tardó en emplearlos en la fabricación de cohetes.
El ilustrado traductor español de Prescott, señor Sabau y Larroya, secretario de la Real Academia de la Historia, ha hecho ver a aquel escritor en una nota puesta al cap. 21 del tom. IV. de su obra, que los manuscritos mencionados, lejos de haber tenido el destino que aquella calumniosa fábula supone, existen hoy, y los ha reconocido él mismo, y los enumera, en la biblioteca de la universidad de Madrid, donde fueron traídos de Alcalá en 1837. Felicitamos al señor Sabau por habernos precedido en vindicar la honra nacional, en este punto injustamente lastimada.
{8} Regein tamen nisi Cesarem habemus neminem. Gómez, De Rebus gestis, lib. V, ad finem.
{9} De esta carta, que los señores Salvá y Baranda han publicado como inédita en su Colección de Documentos. dice el señor Ferrer del Río, en su Historia de las Comunidades de Castilla, que ya la habían dado a conocer Gonzalo de Ayora y el obispo Sandoval en sus obras. Nosotros podemos añadir que se encuentra también en los Anales de Aragón de Dormer, juntamente con otra que el mismo príncipe escribió a la reina Germana con fecha 12 de febrero, dándole el pésame de la muerte del rey su esposo.
{10} Carvajal, Anales, año 1516.– Gómez, De Rebus gestis, lib. IV.– Mártir, epist. 600 a 603.– Dormer, Anales de Aragón, lib. I.– Sandoval, Hist. de Carlos V, tomo l, p. 53.
{11} Gómez, de Rebus gestis, lib. VI.– Robles, Compendio de la Vida y Hazañas de Cisneros, c. 18.
{12} Se eximia a los alistados de pagar tributos en recompensa del servicio personal; se les daba a razón de treinta maravedís diarios por plaza; a los que servían en ciertas armas, como los espingarderos, se les abonaba un plus mensual; las armas se depositaban en una casa de la ciudad o villa, donde habían de ir a recogerlas los alistados para salir en formación a los alardes o a las revistas mensuales, &c. Archivo de Simancas, reg. general, fol. 149 a 151. Pueden verse más pormenores sobre la organización de esta milicia en una Memoria del brigadier de ingenieros don José Aparici, inserta en el Memorial de Ingenieros.
{13} Gómez de Castro, De Rebus gestis, lib. VI, fol. 160 et seq.– Pedro Mejía, Hist. de Carlos V, MS.– Cabezudo, Antigüedades de Simancas, MS.– Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. I.
{14} Debemos hacer a nuestros lectores una advertencia con respecto a la historia del reinado de Carlos V por el inglés Robertson. Este historiador, así al hablar de las reformas a que se refiere el anterior párrafo, como en la Introducción de su obra y como en el discurso de toda ella, siempre y en cuantas ocasiones se le ofrece hablar de la nobleza castellana se explica y produce en el sentido de quien supone que en Castilla había dominado hasta esta época un sistema de feudalismo igual o semejante al que había prevalecido en otras naciones de Europa. Este error trascendental de Robertson, que forma en gran parte la base de su Introducción y de su Historia de Carlos V, queda ya demostrado en muchos lugares de nuestra obra, reconócenle y le censuran todos los buenos críticos, y aunque apenas hay ya quien ponga en duda que en Castilla no existía el señorío propiamente feudal, hemos creído sin embargo deber hacer esta advertencia para aquellos lectores a quienes acaso pudiera extraviar todavía la lectura de Robertson, seducidos por la celebridad de que por otra parte goza con mucha justicia este historiador.
{15} Aleson, Anales de Navarra, tom. V, p. 327.– Mártir, epístola 570.– Carvajal, Anales, Año 1516. c. 11.– Gómez, De Rebus gestis, lib. VI.
{16} «Qui adversus Hispanorum imperium servile bellum aliquando concitarent.» Alvar. Gómez, De Rebus gestis, pág. 165.
{17} «Neglexit prudens, consilium eo tempore Carolus, aut Chebrius potius, per quem omnia gerebantur.» Id. ibib.
{18} Mártir, epist. 581.– Gómez, De Rebus gestis, f. 189.– Carvajal, Anales, Año 1517, c. 2.
{19} Tenemos a la vista dos importantes documentos (que sentimos que la índole y naturaleza de nuestra obra no nos permita insertar íntegros por su mucha extensión), en que se ve cuáles eran los pensamientos de gobierno del cardenal regente y los consejos que daba al nuevo soberano, sobre la manera cómo había de conducirse en la gobernación de los reinos que venía a regir.
El uno es una Instrucción que parece entregó a su co-regente Adriano de Utrech para que la presentase al rey, y está dividida en 32 artículos, comprensivos de otras tantas máximas e reglas que le convendría observar. El pensamiento que predomina en ellas, fuera de los consejos generales sobre la recta administración de justicia y sobre moralidad pública, es que procurara reponer las cosas del reino en el estado en que las dejó la buena reina Isabel, y extirpar los abusos que después de su muerte se habían introducido y le iba señalando. Entre otros notables artículos lo son los siguientes: el 16.° en que dice: «Oíganse quanto antes, pues es justo y necesario, los procuradores del reyno en las cortes, principalmente sobre las donaciones hechas en perjuicio de la Real Corona, y por quien no tenía derecho de dar, para que se quiten todos los inconvenientes que suele haber en las cortes, si al contrario se hiciese», el 21.° en que se dice: «Y nunca la mano del rey firme cosa que ignore, o de la cual no esté bastantemente informado...», el 23.°: «Debe enviar por las provincias visitadores que inquieran sobre las exacciones y nuevas imposiciones para quitar las que hallaren contra lo que disponen las leyes del reyno de Castilla», el 26.° «Que en la reformación de la casa del Rey N. S. y los oficios y gajes de ella se debe tener tal consideración, que todo lo criado de nuevo o hecho por vía de acrecentamiento después de la reina doña Isabel, se reduzca a su antiguo ser como estaba durante su vida, puesto que después ninguna causa justa ni necesaria obligado ha a estos acrecentamientos mas que la sola voluntad», el 27.° en que aconseja al rey que todos los días haga una nota por escrito de los negocios que tenga que despachar; y que su ministro tenga siempre los memoriales en la bolsa, «porque la memoria es frágil» dice: el 29.° en que le expresa las cualidades que deberá tener su secretario, para que no se deje corromper: «y haga honra a su dueño y señor», y por último, el 32.° en que respondiendo a los que le objetaren estas reglas son buenas para cuando el rey haya estado ya algún tiempo en el reino y conozca las personas, dice que «a un buen Rey y justo le conviene al principio de su entrada y reinado hacer buenas obras ejemplares y justas para que conozcan desde luego las gentes su buen ejemplo y vean que es justo, y así sus súbditos le amarán, temerán y servirán.»
Este documento se publicó en el Semanario erudito, tom. XX, página 237.
El otro, que no hemos visto publicado en ninguna parte, y que nosotros hemos copiado del Archivo de Simancas (Diversos de Castilla, legajo núm. 8), es un Memorial de lo que pensaba el cardenal sobre ciertas cosas que era necesario proveer para la buena gobernación de estos reinos, presentado después de su muerte al rey-emperador por uno que dice haber sido criado de aquel insigne varón.
Contiene este Memorial puntos muy interesantes de los que formaban el pensamiento de gobierno del cardenal regente. Declarábase Cisneros contra la acumulación de grandes mayorazgos y estados en una sola casa, y para evitarlo proponía que no se permitiese a los grandes casarse con parientes dentro del cuarto grado; «porque si no se tuviese consideración (decía) a proveer en esto, se podrían hacer algunas casas tan grandes que fuese con el tiempo de mucho inconveniente; y tenía por imposible que ninguna persona pudiese gobernar estos reinos en la ausencia del príncipe por la grandeza de los estados.»
Tenía por muy dañoso que los consejeros y altos magistrados casasen sus hijos o hijas con los grandes del reino, y proponía que en estos casos se les hiciese renunciar su empleo, porque no podían ser consejeros o jueces imparciales en los negocios que la grandeza tuviera en los tribunales o consejos.
Observando que muchos de los empleados en la casa real, y que habían entrado con poca hacienda, a los cuatro o cinco años labraban grandes casas, compraban haciendas, hacían mayorazgos, y su gasto ordinario era mayor que los acostamientos, sueldos o mercedes que tenían en los libros reales, decía que «o lo robaban al Rey o al Reino, y era gran cargo de conciencia en el príncipe consentillo.» Y aconsejábale que obrase de modo que conociesen que había quien pusiera mano fuerte en ello.
Decía que «en los libros del Rey estaban asentadas muchas personas inútiles, que ni los conocía ni sabia quiénes eran, y que estos eran causa de que se dejase de pagar a los que lo merecían y convendrían para el servicio del príncipe.» Y proponía que se remediase este abuso.
Y por último, decía que «sobre todas las cosas del mundo deseaba ver remediada la desorden que hay en las cosas de la Iglesia, e se guardase lo que está dispuesto por los sacros cánones, e no le quebrantasen cada día los pontífices solo por cobdicia, e por su propio interese, en tanto daño de la iglesia e peligro de las almas; e si el cardenal fuera vivo, suplicara a V. M. que no diera lugar a estas dispensaciones que agora da el Legado, pues son contra derecho no interviniendo otra causa justa para que las aya de hacer que el dinero que le dan, que no es poco daño del reyno. E lo que más deseó el cardenal en esta vida fue hallarse en un concilio universal hecho fuera de Roma, donde pudiera tener entera libertad en el remedio de la iglesia... en un pueblo donde los perlados e personas de buen zelo pudieran tener libertad, e reformada la Iglesia se echara a los pies de V. M. para que empleara su poder contra los infieles... &c.»
{20} Varios escritores indican la especie de que hubo sospechas de haber muerto envenenado, y uno de ellos avanza a decir que se le sirvió el veneno en una trucha. Pero el doctor Galíndez de Carvajal y Pedro Mártir de Anglería, que ambos se hallaban entonces en la corte, no hacen la menor alusión a semejante especie. Comunes eran en aquel tiempo los rumores de este género, y en este caso pudo nacer de la enemiga que se tenía a los flamencos, de quienes se sabía cuánto se alegrarían de la muerte del cardenal.
Prescott no quiere creer que aquella memorable carta influyese tanto en la muerte del regente. «Esto (dice) ha sido darle demasiada importancia: el genio de Cisneros era de un temple muy firme para quedar anonadado por el aliento solo del desagrado real.» Creemos que Prescott en este caso no discurre bien. Sobre no haber temple bastante firme cuando la enfermedad tiene debilitada la fibra y excitada la sensibilidad, el escritor republicano sin duda no es el mejor voto para graduar la intensión de las impresiones que produce el injusto desaire de un soberano en los hombres educados en las monarquías, y que de buena fe han sacrificado su vida y su reposo en servicio de un monarca, cuya persona miran como identificada con el pueblo.
{21} Quintanilla, Archetypo de virtudes.– Flechier, Vie de Ximenes, lib. VI.– Robertson, Hist. de Carlos V, lib. I.
He aquí el retrato físico que hacen de su persona los que con más datos han escrito su vida. Era de alta estatura, de grave y firme continente, voz robusta y varonil, rostro largo y enjuto, frente ancha y sin arrugas, ojos regulares, más hundidos que prominentes, pero vivos y penetrantes, y aún algo tiernos, nariz larga y aguileña, dientes bien unidos, aunque algo salientes los colmillos; labios gruesos, y algo sobrepuesto el superior, aunque sin deformidad; la parte superior de todo el cuerpo bastante más larga que la inferior, y un tanto desproporcionada. Procero fuit corpore, &c. Gómez, De Rebus gestis, libro VII, p. 218.– Robles, Vida de Ximénez, c. 18.
{22} «Pro certo affirmare solebat nullum unquam priocipem exteris populis formidini, aut suis reverentiæ fuisse, nisi comparato militum exercitu, atque omnibus belli instrumentis ad manum paratis.» Alvar. Gómez, de Rebus gestis, lib. IV, f. 95.
{23} Oviedo, Quincuag. dial. de Ximénez.
{24} Ensalzan unánimemente las virtudes del cardenal Jiménez de Cisneros los escritores de todos los tiempos, extranjeros y nacionales, de más reputación. El Doctor Galíndez de Carvajal, en sus Anales del Rey Católico, Álvaro Gómez, en su obra De Rebus gestis Francisci Ximenii, Quintanilla, en su Archetypo de virtudes, Gonzalo de Oviedo, en sus Quincuagenas, Robles, en su Compendio de la vida del Cardenal Cisneros. Flechier y Marsollier, en sus Vidas del Cardenal Ximénez, Sandoval, en su Historia de Carlos V, Robertson y Prescott, en las suyas de Carlos V y de los Reyes Católicos, y otros muchos que podríamos oponer a Sismondi y a tal cual otro contado escritor que se aparta de la común opinión justificada con los hechos y los documentos.
{25} El abate Richard publicó a principios del siglo XVIII en Rotterdam un opúsculo titulado: Parallele du Cardinal Ximenes, premier ministre d'Espagne, et du Cardinal de Richelieu, premier ministre de France. Este escritor incurre en el defecto de todos los que se empeñan en prolongar demasiado un paralelo entre dos personajes, buscando semejanzas y analogías en todas las situaciones, lo cual no puede menos de ser muchas veces violento y forzado, pero su trabajo en lo general es excelente, y da abiertamente su fallo en favor del regente español.– Jules Paulet, que escribió en el Dictionnaire de la Conversation et de la Lecture un buen artículo sobre Ximénez de Cisneros, ensalza igualmente la supremacía de este sobre el cardenal francés, y dice entre otras cosas: «Jiménez gobernó su época con grandeza y magnanimidad: sus violencias contra los moros de Granada fueron errores de su siglo más bien que suyos. Político tan profundo como el ministro de Luis XIII, no fue artificioso y falaz como él: Cisneros era franco y leal. Grande en los peligros, grande en la acción, grande en el consejo... los intereses privados del cardenal español eran siempre sacrificados al bien general: no los sacrificaba así Richelieu... &c.»– En cambio, Mr. Lavergne, en un artículo inserto en la Revue de Deux-Mondes de mayo de 1841, con más ingenio que exactitud, con más brillantez que verdad, y con más gala de estilo que conocimiento de la verdadera situación de España en aquel tiempo, censura amargamente al prelado español y da la superioridad al ministro francés. En la imposibilidad de detenernos nosotros a impugnar su juicio, le oponemos los de otros ilustrados escritores que no son españoles, y los de sus propios compatricios.