Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VI ❦ Reinado de Felipe V
Capítulo X
La princesa de los Ursinos
Alberoni
De 1714 a 1718
Muerte de la reina de Inglaterra.– Advenimiento de Jorge I.– Muerte de la reina de España.– Sentimiento público.– Aflicción del rey.– Confianza y protección que sigue dispensando a la princesa de los Ursinos.– Mudanzas en el gobierno por influjo de la princesa.– Entorpece la conclusión de los tratados, y por qué.– Tratado de paz entre España y Holanda.– Disidencias con Roma: Macanáz.– Resuelve Felipe pasar a segundas nupcias.– Parte que en ello tuvieron la de los Ursinos y Alberoni.– Venida de la nueva reina Isabel Farnesio.– Brusca y violenta despedida de la princesa de los Ursinos.– Cómo pasó el resto de su vida.– Nuevas influencias en la corte.– El cardenal Giúdice.– Variación en el gobierno.– Tratado de paz entre España y Portugal.– Muerte de Luis XIV.– Advenimiento de Luis XV.– Regencia del duque de Orleans.– Conducta de Felipe V con motivo de este suceso.– Carácter de Isabel Farnesio de Parma.– Historia y retrato de su confidente Alberoni.– Su autoridad y manejo en los negocios públicos.– Aspira a la púrpura de cardenal.– Su artificiosa conducta con el pontífice para alcanzarlo.– Obtiene el capelo.– Entretiene mañosamente a todas las potencias.– Envía una expedición contra Cerdeña, y se apoderan los españoles de aquella isla.– Hace nuevos armamentos en España.– Resentimiento del pontífice contra Alberoni, y sus consecuencias.– Recelos y temores de las grandes potencias por los preparativos de España.– Ministros de Inglaterra y Francia en Madrid.– Astuta política del cardenal.– Alianza entre Inglaterra, Francia y el Imperio.– Armada inglesa contra España.– Firme resolución de Alberoni.– Sorprende y asombra a toda Europa haciendo salir del puerto de Barcelona una poderosa escuadra española con grande ejército.
Habíase señalado el año 1714 por algunas defunciones de personas reales, que no podían menos de influir en las relaciones y negocios a la sazón pendientes entre los estados de Europa. Tales fueron, en España la de la reina María Luisa de Saboya (14 de febrero); en Francia la del duque de Berry, nieto de Luis XIV y hermano del rey Felipe de España (4 de mayo); y en Inglaterra la de la reina Ana (20 de julio), que llevó al trono de la Gran Bretaña, con arreglo a los tratados de Utrecht, a Jorge I, de la casa de Hannover, quedando así de todo punto desvanecidas las esperanzas del rey Jacobo, en otro tiempo con tanto interés y empeño protegido por Luis XIV, y subiendo al poder en aquel reino el partido whig, que era el que con más calor se había pronunciado por aquella dinastía.
Pero lo que causó honda pena y verdadera amargura al rey y a la nación española, y fue causa de las novedades que iremos viendo, fue la muerte de la reina, cuya salud y débil constitución habían estado minando tiempo hacía los viajes, los trabajos y los desabrimientos. El pueblo que la amaba y respetaba por sus virtudes, la lloró sinceramente. El rey, que la había amado siempre con delirio, y que perdía con ella, no solo una esposa fiel, cariñosa y tierna, sino al más hábil de sus consejeros, se mostró inconsolable, y no teniendo valor para vivir bajo el mismo techo en que había morado con tan dulce compañera, se pasó a habitar las casas del duque de Medinaceli en la calle del Prado{1}. No acabó con la muerte de la reina la influencia de la princesa de los Ursinos; antes bien fue la única persona que en aquellos momentos de aflicción quiso el rey tener cerca de sí; y como el palacio de Medinaceli fuese bastante estrecho para acomodar en él la servidumbre, diosele a la princesa habitación en el contiguo convento de capuchinos, trasladando interinamente los religiosos a otro convento, y abriendo en el edificio una puerta y galería de comunicación con la vivienda del monarca para que pudiera la princesa pasar a ella más fácilmente y sin publicidad. Conservaba también en palacio el carácter de aya del príncipe y de los infantes.
De esta proporción y comodidad supo aprovecharse la de los Ursinos con su acostumbrada habilidad y talento para ejercer un influjo poderoso en el ánimo de su soberano. Desde luego le hizo retirar los poderes de que tres días antes había investido al cardenal Giúdice, que acababa de ser elevado al cargo de inquisidor general, y confiar el despacho de los negocios a Orri, el hombre de mayor confianza de la princesa. Por inspiración de los dos accedió el rey a hacer mudanzas en el sistema y en el personal de la administración del Estado. Embarazábales la grande autoridad del presidente de Castilla don Francisco Ronquillo, y su gobierno se dividió entre cinco presidentes, uno para cada sala del Consejo, y se pusieron todos bajo una planta semejante a la que tenían los parlamentos y consejos en Francia{2}.
Acaso no fue extraña a la separación de Ronquillo la oposición que había hecho a la nueva ley de sucesión. Quitose la Secretaría de Estado y Justicia al marqués de Mejorada, y se dio a don Manuel Vadillo. Dejose solamente a Grimaldo los negocios de Guerra e Indias. Llevaban los de Hacienda entre Orri y Bergueick, bien que el primero era el alma y el árbitro de todo, sentido de lo cual el segundo no tardó en hacer su dimisión y regresar a Flandes, de donde había venido. Gozaba de mucho favor con los nuevos gobernantes don Melchor de Macanáz, juez de confiscaciones que había sido en Aragón y Valencia, el que había establecido los nuevos tribunales en aquellos reinos, y al cual hicieron fiscal del Consejo de Castilla. Y todos estos obraban de acuerdo con el padre Robinet, confesor del rey.
En esta ocasión planteó Orri muchas de las reformas en el plan de administración interior que en su primer ministerio no había podido hacer sino dejar iniciadas. Dividió las provincias, sujetó las rentas de aduanas y contribuciones a un sistema ordenado y sencillo, corrigió en gran parte las vejaciones y los abusos de la turba de asentistas, y tomó otras medidas de hacienda, que si no tan dignas de alabanza como suponen sus parciales, tampoco merecen los exagerados vituperios de sus enemigos; y de todos modos su sistema rentístico fue el principio de una nueva era para la hacienda de España, que había estado casi siempre en el mayor desorden{3}.
La influencia y valimiento de la princesa de los Ursinos estuvo siendo causa de dilaciones y entorpecimientos para los tratados particulares de paz entre España y las potencias aliadas, pues hasta entonces solo se había celebrado el de España con Inglaterra. El motivo era un asunto puramente personal. Francia e Inglaterra habían accedido en los tratados de Utrecht a que se reservase a la princesa en los Países Bajos el ducado de Limburgo con título de soberanía, y ofrecido su intervención para obtener el consentimiento de Holanda y del Imperio. Pero los holandeses y el emperador se negaban a la cesión de un señorío tan importante a favor de una persona tan adicta a Francia y España. En vista de esta oposición, que no carecía de fundamento, fuese entibiando el ardor con que al principio lo había tomado Inglaterra, y el monarca francés tampoco quiso sacrificar a un negocio de interés secundario y de pura complacencia el restablecimiento de la paz general. Ofendida la princesa de la falta de cumplimiento por parte de aquellas dos potencias de un compromiso solemnemente consignado, y de un proceder que desvanecía su sueño de oro, ponía cuantos obstáculos estaban en su mano a la conclusión de la paz con Holanda, obstáculos fuertes en razón a que los reyes de España en su amor a la de los Ursinos miraban como hecho a ellos mismos el desaire que se hacía a la princesa. Pero incomodó a su vez esta oposición a Luis XIV, en términos que amenazó con no enviar las tropas y bajeles que se le pedían para sujetar a los catalanes hasta tanto que se firmara la paz con Holanda.
Por último a consecuencia de altercados que estallaron entre la princesa y el embajador francés marqués de Brancas, y de las quejas que éste dio contra aquella señora a su soberano, anunció Luis XIV su resolución de no enviar tropas a Cataluña y de firmar una paz separada con Holanda y el Imperio, dejando a España que se defendiera sola contra sus enemigos, porque no había de exponer su reino a nuevas desgracias por complacer y agradar a la princesa. Esta firmeza del anciano monarca francés hizo bajar de tono a la de los Ursinos; disculpose por medio de la Maintenon con el ofendido soberano, y procuró acallar su resentimiento; restableciose la buena armonía entre ambas cortes; Felipe envió plenos poderes a sus plenipotenciarios de Utrecht para que concluyesen la paz con Holanda, y el tratado especial de paz entre Felipe V y los Estados Generales, después de tan dilatada suspensión, se concluyó el 26 de junio (1714), basado sobre las condiciones ya antes estipuladas entre Inglaterra, Francia y la República holandesa{4}. Vencida esta dificultad, envió Luis XIV al duque de Berwick con el ejército francés a Cataluña, que aceleró la sumisión de Barcelona y de todo el Principado, según en el capítulo anterior dejamos referido.
Serias y muy graves desavenencias agitaban a este tiempo los gobiernos y las cortes de España, de Roma y de París, con motivo de un célebre documento que para responder a una consulta del rey había presentado el nuevo fiscal del consejo de Castilla don Melchor Macanáz sobre negocios eclesiásticos, inmunidades del clero, regalías de la corona, y abusos de la curia y sus remedios. Mas como quiera que los ruidosos sucesos a que dio ocasión el pedimento fiscal, y las funestas discordias que produjo entre el pontífice, los reyes Católico y Cristianísimo, el consejo de Castilla, el tribunal del Santo Oficio, el inquisidor general y los muchos personajes que en ellas intervinieron, tuvieron su origen de anteriores disidencias entre la Santa Sede y el monarca español, que ocuparon una buena parte del reinado de Felipe V, nos reservamos tratar separadamente este asunto para no interrumpir con este importante episodio la historia de los sucesos políticos que tenemos comenzada.
Aunque el rey don Felipe había sentido con verdadero y profundo dolor la pérdida de su buena esposa María Luisa, su edad, que era entonces de treinta años, su naturaleza, su afición a la vida conyugal, la conveniencia del estado, y su conciencia misma, todo le hizo pensar en contraer nuevo matrimonio. Al tratarse de la elección de princesa proponíale Luis XIV una de Portugal o de Baviera, o bien una hija del príncipe de Condé. Pero no era ninguna de las propuestas por el monarca francés la destinada en esta ocasión a ser reina de España.
El abad Alberoni, de quien tendremos que hablar largamente en adelante, y que se hallaba a la sazón en Madrid encargado de los negocios del duque de Parma, departiendo con la princesa de los Ursinos sobre las familias de Europa en que pudiera buscar esposa Felipe, le indicó con la habilidad de un astuto italiano las buenas prendas de la princesa Isabel de Farnesio, hija del último duque difunto de Parma. Comprendió al momento la de los Ursinos las ventajas de un enlace que podría dar al rey derechos sobre los ducados de Parma y Toscana, y recobrar un día España su ascendiente en Italia; y calculando también que siendo ella la que lo propusiera afirmaría su poder con el rey y tendría propicia a la nueva reina, decidiose en secreto por la indirecta proposición de Alberoni, e indicóselo después con destreza a Felipe, que por su parte acogió gustoso el pensamiento, porque no había en Parma ningún príncipe de quien pudiera esperarse sucesión. El consentimiento de aquella corte y la dispensa del papa tenía seguridad la princesa de obtenerlos por la mediación de Alberoni, y así fue. La dificultad estaba en conseguir la aprobación de Luis XIV, y aun esto fue lo que manejó la princesa por medio de su sobrino el conde de Chalais a quien al efecto envió a París, con tan buena maña, que aunque sorprendido y nada gustoso el monarca francés, al saber lo adelantado que estaba ya el negocio, y al ver la urgencia con que se le pedía el consentimiento, respondió aunque de mal talante: «Está bien; que se case, ya que se empeña ello.{5}»
Luego que el conde de Chalais volvió a Madrid portador del consentimiento de Luis XIV, hizo Felipe que pasara el cardenal Aquaviva, que se hallaba en Roma, a pedir en toda forma la mano de la princesa a los duques de Parma. Y como estos no pusiesen dificultad, procediose a toda prisa a hacer los preparativos necesarios para realizar cuanto antes las bodas. A este tiempo llegó a tener la de los Ursinos noticias del carácter de la futura reina que le desagradaron mucho, y por las cuales calculaba ver frustrados sus planes de dominación. Quiso entonces entorpecer aquel enlace, pero era tarde ya, y lo que hizo fue declarar su intención. El casamiento se celebró por poderes en Parma (16 de setiembre de 1714), y la princesa se esforzó para disimular su pesar. La nueva reina emprendió su viaje para España con lucido cortejo, que despidió al llegar a la frontera, trayendo solo consigo a la marquesa de Piombino. En San Juan de Pié de Puerto, donde se detuvo dos días (pues la mitad de su viaje le hizo por tierra, pasando por Francia), habló con su tía la reina viuda de Carlos II de España; y en Pamplona halló a Alberoni, que fue creado conde en remuneración de sus servicios. Una y otra entrevista fueron funestas para la princesa de los Ursinos, porque uno y otro personaje trabajaron por prevenir contra ella a la nueva soberana, y pronto se vieron sus efectos.
El rey había salido a esperarla en Guadalajara con los príncipes y con una brillante comitiva. La princesa de los Ursinos se adelantó a recibirla en Jadraque. La reina la acogió con fingida afabilidad: después de las felicitaciones de etiqueta, hubo de tener la de los Ursinos la mala tentación de hacer alguna reflexión a la reina sobre lo avanzado de la hora en día tan frío (era el 24 de diciembre, 1714), y la impaciencia con que la aguardaba su esposo, y alguna observación sobre la forma de su prendido. Tomolo Isabel por atrevimiento y desacato, y encolerizada llamó en alta voz al jefe de la guardia, y le dijo: «Sacad de aquí a esta loca que se atreve a insultarme.» Y diole orden para que inmediatamente la pusiera en un coche, y la trasportara fuera del reino, sin que bastaran a templar su ira las prudentes reflexiones que le hizo el jefe de la guardia Amézaga. Y sin dar tiempo a la princesa para mudarse un traje ni tomarle, concediéndole solo para su compañía una doncella y dos oficiales de guardias, en un día horriblemente frío, y con el suelo cubierto de nieve, emprendió su marcha aquella señora, sin pronunciar una palabra, llena su imaginación y combatida su alma de encontrados afectos, luchando y alternando entre el asombro, la ira, la conformidad y la desesperación, y pareciéndole imposible que el rey, tan pronto como se enterara de tan violento y rudo tratamiento, dejara de proveer a la reparación de semejante ultraje. Pero seguía haciendo jornadas, y no veía llegar ningún correo. Sin cama, sin provisiones, sin ropa con que abrigarse contra la crudeza de la estación, aquella mujer altiva y poco ha tan poderosa, llena de goces y comodidades y circundada de aduladores, sufrió todas las privaciones del viaje, rebosando de ira, pero sin emitir una sola queja, con grande admiración de los dos oficiales, que acostumbrados a tratarla con tanta consideración y respeto como a la reina misma, iban poseídos de asombro.
A los tres días la alcanzaron sus dos sobrinos el conde de Chalais y el príncipe de Lenti, con una carta del rey, harto fría y desdeñosa, en que le daba permiso para detenerse donde gustase, ofreciéndole que se le pagarían con exactitud sus pensiones. Por los mismos mensajeros supo que el rey la noche de su salida la había pasado jugando a los naipes, que de cuando en cuando preguntaba si había llegado algún correo despachado por la princesa, pero que después no se había vuelto a oír hablar de la princesa de los Ursinos. Esta relación le hizo perder ya toda esperanza, pero ni una lágrima asomó a sus ojos, ni una queja salió de sus labios, ni dio señal alguna de flaqueza. Al fin llegó a San Juan de Luz, donde quedó en libertad. Allí pidió permiso para ver a la reina viuda de España Mariana de Neuburg, pero no le fue concedido. Al cabo de algún tiempo se le dio permiso para que fuese a París, donde se aposentó en casa de su hermano el duque de Noirmoutier{6}. La súbita y extraña caída de este célebre personaje, alma de la política española en los trece primeros años del reinado de Felipe, y objeto, al parecer, del más entrañable amor de ambos soberanos, es otro de los más elocuentes ejemplos que nos ha ido suministrando la historia del término y fin que suele tener el favor de los monarcas para con sus más allegados e íntimos servidores.
Felipe e Isabel ratificaron su matrimonio en Guadalajara, y el 27 de diciembre (1714) hicieron su entrada en Madrid, pasando a habitar el palacio del Buen Retiro, y recibiéndolos la población con las demostraciones y fiestas que en tales solemnidades se acostumbra.
La venida de la reina produjo grandes novedades en el gobierno del Estado. Viva de espíritu, de comprensión fácil, aficionada a intervenir en la política, y hábil para hacerse amar del rey, pronto tomó sobre Felipe el mismo ascendiente que había tenido su primera esposa. Circundaron al monarca otras influencias, las más contrarias a las que recientemente le habían rodeado. El italiano Alberoni era la persona de más confianza de la nueva reina, y por su consejo e influjo volvió a ejercer el cargo de inquisidor general el cardenal Giúdice, y además se le dio luego el ministerio de Estado y de Negocios extranjeros. Este prelado comenzó vengándose de un modo terrible de la princesa de los Ursinos y de todos los amigos de la antigua camarera, haciendo al rey expedir un decreto, en que mandaba a todos los consejos y tribunales le expusiesen todos los males y perjuicios causados a la Religión y al Estado por el último gobierno (10 de febrero, 1715), lo cual iba dirigido contra determinados personajes que se habían mostrado desafectos a la Inquisición. El ministro Orri fue obligado a salir de España, dándole el breve plazo de cuatro horas para dejar la corte, quedando anuladas todas sus reformas administrativas. Macanáz tuvo también que retirarse a Francia, y se estableció en Pau. Al marqués de Grimaldo, que había conservado siempre el afecto del rey, le fueron devueltos los empleos que antes había desempeñado. Don Luis Curiel, enemigo pronunciado de Macanáz, volvió a la corte, reintegrado a su plaza y honores. Se suprimieron las presidencias últimamente creadas en el Consejo de Castilla, restableciéndose la antigua planta de este tribunal superior. El Padre Robinet, confesor del rey, amigo de los ministros caídos, pidió igualmente licencia para retirarse a Francia, y para reemplazarle se hizo venir de Roma al Padre Guillermo Daubenton, jesuita, maestro que había sido de Felipe en su infancia. Quedose de ministro extraordinario de Francia el duque de Saint Agnant, que había venido a cumplimentar al rey por su nuevo matrimonio.
Todo en fin sufrió una gran mudanza, y muchos españoles se alegraron de la caída de una administración que miraban como extranjera, sin considerar que extranjeros eran también los que constituían el alma del nuevo gobierno{7}.
Con fortuna marcharon al principio las cosas para los nuevos gobernantes. Llevose a feliz término en Utrecht el tratado particular de paz entre España y Portugal (6 de febrero, 1715), que Felipe V ratificó en Madrid el 2 de marzo, y don Juan V de Portugal en Lisboa el 9 del mismo mes, y se publicó el 24 de abril con alegría y satisfacción de ambos pueblos, ansiosos ya de ver restablecida su amistad y buena correspondencia. Cedíase por él al rey Católico el territorio y colonia del Sacramento en el río de la Plata, obligándose aquél a dar un equivalente a satisfacción de S. M. Fidelísima. Restituíanse también las plazas de Alburquerque y la Puebla en Extremadura, y se estipulaba el pago de lo que se debía desde 1696 a la Compañía portuguesa por el Asiento de negros. Quedaba restablecido el comercio entre los súbditos de ambas majestades, como estaba antes de la guerra{8}.
Verificose también a poco de esto, con auxilio de la Francia, la sumisión de las islas de Mallorca e Ibiza, capitulando el marqués de Rubí que mantenía la rebelión (15 de junio, 1715), a condición de salir la guarnición libre, y de respetarse las vidas y haciendas de los naturales. Con lo cual quedó enteramente restablecida la paz en toda la península y sus islas adyacentes. Los tratados de Utrecht habían puesto también a Felipe V en paz con todas las potencias de la grande alianza, a excepción del Imperio, bien que tampoco se puede decir que estuviese en guerra con el emperador, porque no se movían las armas. Mirábanse, sí, con desconfianza mutua, en especial por lo que tocaba a Italia; pues ni Felipe olvidaba sus derechos a Nápoles y Milán, ni Carlos podía sufrir que el duque de Saboya fuese rey de Sicilia. Los sicilianos por su parte estaban disgustados de su nuevo rey; sometiéronse siempre de mala gana a su dominio, y no dejaban de suspirar por el de España: todo lo cual mantenía receloso y hostil al emperador, y aumentaba su inquietud el matrimonio de Felipe con Isabel de Farnesio, por el temor no infundado de que reclamara un día derechos a los ducados de Parma y de Toscana.
En tal estado un acontecimiento, que no por estar previsto dejó de hacer gran sensación en toda Europa, por la influencia que había de ejercer en todas las naciones, vino a variar muy particularmente la situación de España, a saber, la muerte del anciano Luis XIV (1.º de setiembre, 1715); «príncipe, dice con entusiasmo un escritor español de su tiempo, el más glorioso que han conocido los siglos; ni su memoria y su fama es inferior a la de los pasados héroes, ni nació príncipe alguno con tantas circunstancias y calidades para serlo; la religión, las letras y las armas florecían en el más alto grado en su tiempo; ninguno de sus antecesores coronó de mayores laureles el sepulcro, ni elevó a mayor honra ni respeto la nación; y después de haber trabajado tanto para prosperar su reino, le dejó en riesgo de perderse, porque dejó por heredero a un niño de cinco años, su biznieto, último hijo del duque de Borgoña, a quien se aclamó rey con nombre de Luis XV.{9}» Alzose inmediatamente con la regencia el duque de Orleans, como primer príncipe de la sangre; obtuvo al instante la confirmación del parlamento, y destruyendo todas las trabas que se había querido poner a su autoridad, comenzó a ejercerla más como rey absoluto que como regente.
Tentaciones tuvo Felipe V de reclamar para sí la regencia por derecho de primogenitura, a pesar de su renuncia a la corona de Francia, recordando los ejemplos de Enrique V de Inglaterra, y de Balduino, conde de Flandes, y aun consultó con sus consejeros íntimos sobre este negocio. Pero contúvose, y después de bien meditado abandonó una idea que tanto le halagaba, ya por lo bien sentada que veía la autoridad del duque de Orleans, ya por el convencimiento de que los príncipes de la pasada liga no habían de consentir que una misma mano rigiese ambos reinos, viendo en la regencia una especie de revocación no muy indirecta de su renuncia a la corona de Francia. Pero Alberoni, queriendo vender este servicio al de Orleans, publicó la intención de Felipe, que ya el embajador Saint Agnant había penetrado, y fue el principio de la enemistad del regente contra Alberoni, que trajo a España los males que veremos luego.
De contado tuvo este personaje una influencia poco honrosa en el convenio mercantil que por este tiempo se hizo entre España e Inglaterra. No estaban satisfechos los ingleses de los tratados de paz y comercio estipulados en Utrecht, mientras no se hiciesen las aclaraciones que allí quedaron pendientes, y conveníales además comprometer a Felipe en un concierto que envolviera una especie de reconocimiento de su nuevo rey Jorge I. Valiéronse al efecto de Alberoni, que fácil al sórdido interés con que le brindaron{10}, influyó en que se celebrase, bajo el nombre de artículos explicativos, un nuevo tratado de comercio declaratorio de los de Utrecht (14 de diciembre, 1715), excesivamente ventajoso a los de aquella nación; pues si bien por la cláusula primera se sujetaba a los ingleses a pagar en los puertos de los dominios españoles los derechos de entrada y salida como en tiempo de Carlos II, por la tercera se les permitía proveerse de sal, libre de todo pago, en las islas de las Tortugas, de que no había año que no sacaran cargados treinta navíos, además del gran contrabando que por este tratado se les facilitaba hacer en Buenos Aires{11}.
Como desde este tiempo la reina y Alberoni fueron los que, apoderados del corazón y de la voluntad de Felipe, manejaron todos los negocios de la monarquía, necesitamos decir algunas palabras del carácter de cada uno de estos dos personajes.
Isabel Farnesio, criada en una habitación del palacio de Parma bajo la inspección de una madre dura y austera, no era sin embargo una mujer de un carácter sencillo, sin talento y sin ambición, como Alberoni se la había pintado a la princesa de los Ursinos; al contrario, era viva, intrépida, astuta, versada en idiomas, aficionada a la historia, a la política y a las bellas artes; imperiosa, altiva, y ambiciosa de mando, había aprendido a saber dominarse, de tal modo que podría citársela como modelo de disimulo y de circunspección. Firme y constante en sus propósitos, no había obstáculos ni contrariedades que la hicieran cejar hasta realizar sus designios. Flexible por cálculo a los gustos y caprichos de la persona a quien le convenía complacer, lo era con Felipe hasta un punto prodigioso, no contradiciéndole nunca para dominarle mejor, acompañándole siempre a la caza, su distracción favorita, no separándose nunca de su lado, sin mostrarse jamás cansada de su compañía, con ser Felipe de un carácter melancólico y poco expansivo, y haciéndose esclava de la persona para ser reina más absoluta. Por estos medios consiguió Isabel Farnesio de Parma reemplazar muy pronto en el poder a María Luisa de Saboya, y dominar a Felipe V hasta la última hora de su reinado. Su más íntimo confidente y consejero era Alberoni.
Julio Alberoni, hijo de un jardinero de Fiorenzuola, en el ducado de Parma, nació el 30 de marzo de 1664. Su educación primera correspondió a la humilde condición de su cuna. En los primeros años ayudaba a su padre en las faenas de su oficio. A los doce entró a ejercer las funciones de monaguillo o sacristán en una de las parroquias de Plasencia. Un clérigo, viendo su despejo y disposición, le enseñó a leer; después estudió en un colegio de religiosos regulares de San Pablo llamados Barbaritas, donde ya descubrió su extraordinaria capacidad, y en poco tiempo adquirió grandes conocimientos en las letras sagradas y profanas. Su talento, sus modales, su viveza y flexibilidad le fueron granjeando protectores.
Elevado a la silla arzobispal de Plasencia el conde de Barni, que fue uno de ellos, le nombró su mayordomo, para cuyo cargo Alberoni no servía. Entonces el prelado le ordenó de sacerdote, dándole un beneficio en la catedral, y más adelante le agració con una canonjía. Habiendo acompañado al sobrino de su protector, conde de Barni, a Roma, aprendió allí, entre otras cosas, el francés, a que debió en gran parte su fortuna. Entró ya en relaciones con personas distinguidas, especialmente con el conde Alejandro Roncovieri, encargado por el duque de Parma para conferenciar con el de Vendôme, generalísimo entonces de las tropas francesas en Italia. La circunstancia de saber Alberoni francés, la cual influyó mucho en que Roncovieri le llevara consigo y le presentara a Vendôme, unido a su amena conversación, a su carácter insinuante, y a su humor festivo, le proporcionó irse ganando las simpatías, el afecto y la confianza del príncipe francés, y aun de todos sus oficiales. Vendôme le llamaba ya mi querido abate: en vista de lo cual, Roncovieri, a quien no gustaban los modales toscos del general, aconsejó al duque de Parma su soberano que trasmitiese a Alberoni el cargo de agente que él tenía: hízolo así el duque, y además dio a Alberoni una canonjía en Parma con una decente pensión.
Cobrole Vendôme tanto cariño, que cuando salió de Italia se empeñó en llevarse consigo a su querido abate, y le presentó ya como un hombre de genio a Luis XIV, que le recibió con mucha amabilidad y consideración. Destinado Vendôme a Flandes, fue también allí Alberoni, y era su compañero y su secretario íntimo. Terminada aquella campaña, el monarca francés, que vio ya en el clérigo italiano un hombre de superior capacidad y de gran consejo, le dispensó todo su favor y le agració con una pensión de mil seiscientas libras tornesas. Nombrado Vendôme generalísimo de las tropas de España, no quiso venirse sin su querido abate, cuyo talento y habilidad le eran necesarios para entenderse con la princesa de los Ursinos; y en verdad no podía haber elegido para ello un agente más apropósito; así fue que no tardó en captarse con su destreza y sus modales conciliadores el afecto de aquella princesa, confidente íntima de los reyes, y alma entonces de la política española. Hízose también amigo de Macanáz, y a todos los puso en relaciones estrechas de amistad con su protectora, sin olvidarse al mismo tiempo de sus intereses personales, pues por medio de Vendôme consiguió que el rey don Felipe le asignara una pensión de cuatro mil pesos sobre las rentas del arzobispado de Toledo{12}.
Tuvo Alberoni el dolor de ver morir en sus brazos a Vendôme; y la falta de su protector, que se creyó diera al traste con todos sus ambiciosos proyectos, vino a ser causa de su más rápida elevación y fortuna. Porque habiéndose presentado en Versalles a dar cuenta a Luis XIV del estado de España y de los planes y medidas que convenía adoptar, volvió a Madrid muy recomendado por el rey Cristianísimo. Supo granjearse la confianza del rey, de la reina, y de la princesa de los Ursinos; y con su favor y sus manejos logró ser nombrado agente del duque de Parma en la corte española. Este cargo ejercía a la muerte de la reina María Luisa de Saboya, y ese mismo le dio ocasión para insinuar a la de los Ursinos la conveniencia del enlace del rey con Isabel Farnesio de Parma. La gran parte que tuvo en la realización de este matrimonio, y la circunstancia de ser compatricio de la princesa y agente del duque de Parma, le abrieron la puerta al favor de la nueva reina, con cuya llegada empezó el verdadero poder de Alberoni. Porque la caída de la princesa de los Ursinos le libertó de una rival temible, y el aislamiento en que la nueva esposa de Felipe se encontró en Madrid, despedida toda su servidumbre italiana, convirtió naturalmente a Alberoni en el consejero áulico de Isabel{13}.
Tuvo ya una gran parte en el cambio de gobierno y en las medidas de que atrás hemos hecho mención, aunque sin otro carácter todavía que el de consejero privado de la reina, y el de ministro de Parma, que era lo que le daba cierto título para asistir a los consejos de gabinete. Pero no podía satisfacer el oscuro papel de consejero íntimo a un hombre de las aspiraciones, del fecundo talento, de la vasta comprensión, de las elevadas concepciones y de la grande ambición de Alberoni. Y conociendo el corazón, los deseos y las pasiones de ambos soberanos, la situación de la monarquía y sus vastos recursos, la energía del carácter español sabiendo excitarla, las buenas disposiciones del rey a adoptar los planes y reformas que pudieran remediar los males del reino, y a levantar la nación a la altura de que en los últimos tiempos había descendido; comprendiendo en fin los elementos de que aun podía disponer, se propuso elevarse a sí mismo a la grandeza de un Richelieu, y volver a la nación española el engrandecimiento que había tenido en tiempo de Felipe II. «Si consiente V. M., le decía al rey, en conservar su reino en paz por cinco años, tomo a mi cargo hacer de España la más poderosa monarquía de Europa.»
Abriole el camino para sus miras el nacimiento de un nuevo infante de España, que la reina Isabel dio a luz (20 de enero, 1716), y a quien se puso por nombre Carlos, siendo padrinos, Alberoni a nombre del duque de Parma, y la condesa de Altamira, camarera de la reina, a nombre de la viuda de Carlos II que se hallaba en Bayona.
El nacimiento de este infante, con los derechos eventuales de su madre a los ducados de Parma y Toscana, dio nuevos celos al emperador, que trabajó cuanto pudo, aunque sin éxito, por vencer la repugnancia del príncipe Antonio de Parma al matrimonio, para evitar que en ningún caso pudiera la reina Isabel heredar aquel estado; así como avivó las anticipadas miras de la reina respecto a la futura colocación de su hijo, para cuyos planes pareciole que ningún ministro sería más a propósito que Alberoni, y fue la causa de darle cada vez más autoridad e intervención en los negocios. No se limitaban a esto los proyectos de Alberoni, sino que se extendían a restablecer el dominio del rey Católico en los Estados de Italia, o usurpados por el emperador, o cedidos por los tratados de Utrecht. Favorecíale para esto la opresión en que el Austria tenía a Nápoles y Milán, y el descontento de los naturales. Veíase por otra parte el emperador obligado a detener los progresos del turco, que tomaba a los venecianos la Morea y amenazaba su mismo imperio; pero no se atrevía a sacar sus tropas de Italia para emplearlas en la guerra contra Turquía, por temor de que entretanto se arrojaran los españoles sobre Italia, y le arrebataran aquellos sus antiguos dominios: ni se atrevió tampoco a ofrecer a los venecianos el socorro que le pedían, mientras ellos no hiciesen una liga ofensiva y defensiva con el Imperio para defender los Estados de Italia en caso de ser atacados. Por último a instancias del emperador reclamó el Santo Padre el auxilio de las potencias cristianas para que concurriesen a libertar la isla de Corfú, sitiada y apretada por los ejércitos y las naves del Sultán (julio, 1716). Alberoni, a quien convenía tener congraciado al pontífice, con el designio que luego veremos, hizo que la corte de España enviara en ayuda de Venecia sus galeras mandadas por don Baltasar de Guevara, con más seis navíos de guerra al mando del marqués Esteban Mari. Levantó el sitio la armada turca (agosto, 1716), salvose Corfú, y el papa quedó muy agradecido a Alberoni.
Estorbábale ya a éste la autoridad que en la corte de Roma y en la de España tenía el cardenal Giúdice, inquisidor general y ayo del príncipe heredero. La empresa de derribar este personaje, recién repuesto en la gracia del rey y que a la sazón negociaba con el pontífice, hubiera parecido ardua, ya que no imposible, a un hombre de menos resolución, y de menos habilidad y recursos que Alberoni. Pero el astuto abate logró persuadir a la reina de que el cardenal encargado de la educación del príncipe le estaba imbuyendo sentimientos de desafección a la esposa de su padre, y aun de poco amor al mismo rey. Bastó esto para que le fuera quitado a Giúdice el cargo de ayo, so pretexto de ser una ocupación que le embarazaba para cumplir con las obligaciones de inquisidor general, y se nombró ayo del príncipe al duque de Pópoli. Sentido de esta medida el cardenal, hizo renuncia del empleo de inquisidor, que le fue admitida por el rey y por el pontífice, y fue nombrado en su lugar don José Molines, decano de la Rota, que había tenido a su cargo en Roma los negocios de España desde la salida del duque de Uceda. Retirose Giúdice de España, y dejó a Alberoni dueño del poder que él no había sabido conservar.
Faltaba a Alberoni revestirse de la púrpura cardenalicia, objeto preferente de su ambición, y esto fue lo que se propuso, siguiendo su sistema de halagar al pontífice. Ofrecíanle buena ocasión para ello las negociaciones pendientes, y de las cuales se hizo él cargo, para arreglar las antiguas controversias entre España y Roma, que tenían cerrado el comercio entre ambas cortes, así como los tribunales de la dataría y nunciatura, y para reanudar las interrumpidas relaciones y ajustar un concordato. Admirables fueron las sutiles maniobras y la fina sagacidad con que supo conducir Alberoni este negocio, y de que daremos cuenta en otro lugar al tratar de esta cuestión ruidosa. Mas como quiera que el pontífice difiriese la investidura del capelo, y Alberoni por su parte suspendiera el arreglo de las disidencias con Roma hasta que aquél viniese, este negocio fue causa de que ocurrieran entretanto nuevas y más graves complicaciones.
El emperador, victorioso del turco, se creyó bastante fuerte para romper el tratado de neutralidad de Italia, y metió sus tropas en territorio de Génova, exigiendo contribuciones a su discreción y albedrío. El marqués de San Felipe, ministro de España en Génova, insinuó al gobierno de la república que su rey le socorrería con las armas, si quería resistir a las del emperador y sacudir su servidumbre. Al mismo tiempo vigilaba el emperador de un modo ofensivo a los duques de Parma y de Toscana; trataba con el de Saboya para que le cediese la Sicilia, dándole un equivalente en dinero y algún territorio en Milán; y mientras de este modo iba tejiendo lazos a la Italia, celebraba con Inglaterra un tratado de alianza ofensiva y defensiva, con una cláusula que contenía la garantía de las adquisiciones que cada una de las dos potencias pudiera hacer en lo sucesivo. Recibieron con asombro y con indignación Felipe V y Alberoni la noticia de este tratado, cuando precisamente los halagaba la esperanza de contar con Inglaterra para llevar a efecto sus planes sobre Italia. Felipe lo miró como una afrenta y un engaño, y reconvino duramente a Alberoni por su ligereza y su confianza en el tratado último que había hecho con Inglaterra. Pero nunca estuvo Alberoni ni más disimulado ni más sagaz que en la conducta que después de esta transacción diplomática observó con los ingleses, fingiéndose su amigo, y despertando alternativamente sus esperanzas y sus temores, suspendiendo la ejecución del último tratado de comercio hasta neutralizar los efectos del que ellos habían hecho con el emperador. Pocas veces se ha visto emplear un disimulo más profundo y una destreza mejor combinada, al extremo que el mismo ministro inglés se mostró vivamente interesado en que se diese la púrpura romana a Alberoni, mirándolo como el término de todas las dificultades, y como el principio del restablecimiento de las buenas relaciones entre España e Inglaterra{14}.
Por otra parte los armamentos del turco y los movimientos de sus escuadras inspiraron nuevos y muy graves temores al pontífice, que recelaba volviese a emprender el sitio de Corfú y temblaba por la suerte de Italia; por lo que, a instancias de S. S. se prevenían y armaban fuerzas en España, al parecer, para enviarlas contra el turco y en socorro de los venecianos. Pero ni los socorros eran enviados a Venecia, ni eran invadidos los Estados de Italia que poseía o que oprimía el emperador, que eran los dos objetos a que podían atribuirse los armamentos españoles, ni entendía nadie los fines políticos de Alberoni, que era quien lo manejaba todo, y con quien todos los embajadores se entendían, sin tener carácter de ministro, ni otro título que la confianza la influencia que el rey y reina le dispensaban; lo cual le servía maravillosamente para desentenderse y descartarse con los embajadores de todo aquello que no le convenía conceder, escudándose con las dificultades y la oposición que fingía hallar en los ministros.
Nadie explicaba la conducta de este confidente de los reyes de España. En vano Francia, Inglaterra y Holanda unidas ofrecían a Felipe V su mediación para un arreglo entre España y el Imperio, sobre la base de la reversión de Parma y Toscana a los hijos de la reina Isabel: la proposición era rechazada por Felipe y Alberoni. Seguían los preparativos militares en España con la mayor actividad, y sin embargo no iban los socorros a Roma y Venecia contra el turco, y por otra parte se mostraba Alberoni decididamente opuesto a invadir la Italia y a hacer la guerra al Austria, contra los deseos del mismo rey don Felipe. Nadie pues podía calcular para qué eran tantos aprestos de guerra.
Sucedió en esto que al venir a España nuestro ministro en Roma don José Molines, nombrado inquisidor general, a su paso por el Milanesado fue preso por el gobernador austriaco, encerrado en la ciudadela de Milán, y enviados sus papeles a Viena, no obstante llevar pasaporte del pontífice y seguro verbal del embajador de Austria (mayo, 1717). Comunicó el marqués de San Felipe al rey este atentado representándole como una nueva y escandalosa infracción de la neutralidad de Italia, que exigía una declaración de guerra al emperador. Inflamó en efecto el ánimo del rey la noticia de semejante ultraje, y resentido como estaba ya con el de Austria no pensó sino en vengar tamaña injuria. Mas como encontrase siempre a Alberoni tenazmente opuesto a la guerra de Italia, pidió dictamen al duque de Pópoli, el cual, penetrando el deseo y la voluntad del rey, como buen cortesano expresó por escrito su opinión favorable a la guerra. Contradíjola y la impugnó enérgicamente Alberoni, exponiendo que no tenía España fuerzas para apoderarse de Nápoles ni Milán, ni estaba en el caso de descontentar a Francia y a las potencias marítimas que habían ofrecido su mediación, y que por otra parte el rey no podía faltar a la palabra dada al pontífice de socorrer a los venecianos{15}. Esto último decíalo Alberoni para que llegara a oídos del papa por medio del negociador de la púrpura Aldrovandi, y tener así entretenido y esperanzado al pontífice. Por lo demás, si el sagaz abate resistía o no a los proyectos de la guerra de Italia tanto como aparentaba exteriormente y por escrito, o si él mismo la premeditaba y preparaba, y concitaba a ella secretamente al rey, punto es de que algunos dudan todavía a vista de ciertos datos contradictorios que sobre ello han quedado, bien que los que tenemos por más auténticos nos inducen a creer no haber sido él el instigador de la guerra. y que al contrario trabajó con afán por evitar el rompimiento{16}.
Al fin vino el capelo y se arreglaron las antiguas controversias entre España y Roma por medio de una convención, reducida a muy pocos artículos, pero en que quedaban sacrificadas las regalías de la corona de España, concediéndose al pontífice lo que quería (junio, 1717), y abriéndose de nuevo el comercio entre ambas cortes, corriendo todo como antes.
Tan pronto como Alberoni se vio investido de la codiciada púrpura, comenzó a obrar con toda libertad y desembarazo, y con una actividad prodigiosa apresuró los preparativos de guerra, enviando a Barcelona al intendente general de Marina don José Patiño, amigo y confidente suyo, para que tuviese prontas las naves y las tropas que en aquel punto se reunían. Nadie sabía el objeto de la expedición que parecía prepararse, ni Alberoni le revelaba a nadie, y si algo dejaba traslucir era que se dirigía contra el turco, cuya especie no era ya creída. Con mucha política y con muy buenas palabras procuraba desvanecer los recelos y sospechas de ingleses y franceses, lisonjeando a unos y a otros; y cuando toda Europa se hallaba inquieta, Inglaterra temiendo una invasión del pretendiente de aquel reino, Austria temblando por Nápoles, el duque de Saboya por Sicilia, Génova por sus mismas costas, el Santo Padre soñando en un golpe decisivo contra los infieles, y España misma disgustada y zozobrosa, viose partir de Barcelona la armada, compuesta de doce buques de guerra y ciento de trasporte, al mando del marqués Esteban Mari, y de nueve mil hombres mandados por el marqués de Lede.
Solo entonces declaró Alberoni que aquellas fuerzas iban destinadas contra el emperador, mas sin revelar el punto a que las dirigía. Ya se había dado la armada a la vela cuando publicó el marqués de Grimaldo un manifiesto para todos los ministros de las cortes extranjeras, expresando las provocaciones y agravios recibidos del emperador que habían movido al rey Católico a continuar la guerra contra él. El emperador se quejó fuertemente al papa, y pretendía que quitara el capelo a Alberoni y derogara las bulas de concesión del subsidio al rey de España. El papa se indignó contra Alberoni, de quien decía que le había engañado y burlado a la faz de Europa, mas no hallaba manera de deshacer lo hecho, ni le quedó otro recurso que escribir muy resentido al rey don Felipe, en un breve que se publicó por todas las naciones, pero que al menos por entonces no llegó oficialmente a manos del rey Católico, acaso por industria de Alberoni{17}.
La expedición se enderezó contra Cerdeña{18}, que gobernaba a nombre del emperador el marqués de Rubí, el mismo que había tenido a Mallorca por el austriaco. Los vientos impidieron que la escuadra llegase a tiempo de poder rendir a Cagliari sin resistencia: túvole el gobernador para prevenirse y reforzar la guarnición, y tardose algo más de lo que se creía en conquistarla. Entretanto el marqués de San Felipe, escribiendo cartas por todo el reino, iba trayendo a la obediencia del rey todo el país abierto, inclusas las ciudades, a excepción de las plazas fuertes y cerradas. Eran éstas principalmente Cagliari, Castello Aragonese y Algheri. Pero todas se fueron rindiendo, no sin trabajo ni fatiga del ejército español, que además de las operaciones de los sitios sufrió las penalidades de largas marchas, expuesto a los maléficos influjos del aire insalubre de aquella isla en medio de los calores del otoño. Sin embargo, a principios de noviembre (1717) se hallaba ya sometida toda la isla; el marqués de Lede, después de dejar tres mil hombres de guarnición y por gobernador a don José Armendáriz, dio la vuelta con el resto del ejército a Barcelona, y el marqués de San Felipe se restituyó también a su ministerio en Génova. Celebrose en Madrid con gran júbilo la recuperación de un estado que había sido de España tanto tiempo, y este principio se tuvo por feliz presagio de las hostilidades emprendidas contra el emperador{19}.
Así, aunque el cardenal no hubiera sido el autor de esta expedición, ni la conquista de Cerdeña fuese por sí sola de grandes consecuencias, despertó por una parte al emperador, que no dejó de reclamar el apoyo de las tres potencias aliadas, por otra alentó a Alberoni a seguir el próspero viento de la fortuna preparándose para mayores empresas. Estos preparativos los hizo con una actividad que asombró a todo el mundo, y en tan grande escala, que nadie concebía cómo de una nación poco antes exhausta y agotada, y tan trabajada recientemente de guerras interiores y exteriores, podían salir recursos tan gigantescos. Porque de todo se hacía provisión en abundancia; armas, municiones, artillería, tropas, vestuarios, naves, víveres, caballos, todo se levantaba, acopiaba y organizaba con tal presteza, que a propios y extraños causaba maravilla. Hasta los miqueletes de las montañas de Cataluña y Aragón, pocos años antes tan enemigos del rey don Felipe, supo atraer con su política Alberoni, y formar con ellos cuerpos disciplinados: hasta de los contrabandistas de Sierra Morena hizo y organizó dos regimientos. Ni en los tiempos de Fernando el Católico, de Carlos V y de Felipe II se aprestó una expedición tan bien abastecida de todo lo necesario y en tan breve tiempo, siendo lo más admirable que para tan inmensos gastos no impusiera al reino nuevas contribuciones; y es que, como dice un autor contemporáneo, nada apasionado del cardenal, quiso Alberoni hacer ver al mundo a dónde llegaban las fuerzas y recursos de la monarquía española cuando era bien administrado su erario{20}.
Y es que también, además del impulso que supo dar a todos los resortes de la máquina del Estado, y de las severas reformas económicas que hizo en todos los ramos y en todos los establecimientos públicos, sin exceptuar la real casa, despertose de tal modo el patriotismo de los españoles, que todo el mundo acudía presuroso a socorrer al gobierno con donativos voluntarios; y tampoco dejó de percibir las contribuciones eclesiásticas, no obstante haber revocado el papa las bulas en que había otorgado el subsidio. Porque el papa, vivamente resentido del proceder del rey y de Alberoni, e instigado y apretado por los alemanes, se condujo de modo que volvió a romperse la recién restablecida armonía entre España y la Santa Sede, a prohibirse otra vez el comercio entre ambas cortes y a cerrarse la nunciatura{21}.
Recelosas Francia e Inglaterra del grande armamento que se hacía en España, trabajaron a fin de evitar la guerra, y al efecto enviaron a Madrid, la una al coronel Stanhope, la otra al marqués de Nancré, con proposiciones para un arreglo con el emperador, que consistía en reconocer los derechos de la reina a los ducados de Parma y Toscana, consintiendo el rey en cambio en la cesión de Sicilia. Mas contra la esperanza general la proposición de los dos ministros fue recibida por Alberoni con altivo desprecio. Lo de Parma y Toscana era en concepto del cardenal poca cosa para satisfacer a su soberano; echábales en cara que al firmar la paz no habían cuidado de establecer el equilibrio europeo, y negábase a consentir en ningún género de transacción, mientras al emperador se le conservara tanto poder, y no se le imposibilitara de turbar la neutralidad de Italia. Y solo a fuerza de instancias y empeños pareció consentir Alberoni en los preliminares propuestos por los ministros inglés y francés, y en enviar un plenipotenciario español a Inglaterra{22}.
Mas como el gobierno de la Gran Bretaña se convenciese de que las palabras de Alberoni no tenían otro objeto que ganar tiempo y entretener a los aliados, dejó de contemporizar y resolvió obligar a Felipe a dar su consentimiento, decidido en otro caso a tratar con el emperador para emprender la guerra de España. El ministro francés se conducía con otra política. Al tiempo que Nancré trataba con mucha consideración a Alberoni, Saint Aignan fomentaba el partido de los descontentos, obrando uno y otro con arreglo a instrucciones del regente. Pero Alberoni, a cuya perspicaz penetración no se ocultaba esta doblez del regente de Francia, le correspondía excitando contra él las sospechas de la grandeza española y los celos del embajador británico.
Al fin la Inglaterra, fingiéndose cansada de tantas dilaciones, y so pretexto de que la ocupación de Cerdeña era una violación de la neutralidad de Italia que ella estaba encargada de garantir, y de que la cesión de Sicilia había sido uno de los principales artículos de los tratados de Utrecht, se decidió abiertamente a equipar una escuadra que cruzase el Mediterráneo y protegiera las costas de Italia, suponiendo que tan considerable armamento impondría a la corte española y detendría sus planes. Esta medida produjo una nota acre y virulenta de nuestro embajador Monteleón, inquietó vivamente a Felipe, y exasperó a Alberoni, el cual escribía, entre otras cosas no menos fuertes: «Cada día anuncian los diarios que vuestro ministerio no es ya inglés, sino alemán; que se ha vendido bajamente a la corte de Viena; que por medio de intrigas, tan comunes en ese país, se trata de armar un lazo a esta nación.» Y amenazaba con que su soberano no cumpliría el tratado de comercio hecho últimamente tan en ventaja de Inglaterra hasta conocer el verdadero objeto de aquellos preparativos y ver el desenlace de aquel drama (abril, 1718).
Tocó entonces otro resorte Alberoni: con el fin de indisponer al emperador con el rey de Sicilia, Víctor Amadeo, y poner a éste en el caso de entregar por sí mismo aquel reino a España, ofreciole cederle los derechos del monarca al Milanesado, y para que pudiera apoderarse de él, España le daría quince mil hombres y un millón de reales de a ocho para los gastos de la guerra, atacando entretanto el reino de Nápoles para distraer las fuerzas del imperio. Y de intento dejó Alberoni traspirar estas proposiciones para hacer al saboyano sospechoso al emperador y a los gobiernos de Francia e Inglaterra. Pero Víctor Amadeo, que penetró las intenciones del cardenal, porque no le faltaba perspicacia, que esquivaba meterse en una empresa de muy difícil éxito, dado que las palabras de Alberoni le fuesen cumplidas, porque sabía además la alianza que se estaba tratando entre Inglaterra, Francia y el Imperio, contestó al ministro español proponiéndole condiciones inaceptables, y que revelaron al cardenal la desconfianza que en él tenía y su poca disposición a entrar en su plan, al cual por lo mismo renunció también Alberoni{23}.
Mas no renunció a buscar en todas partes enemigos y suscitar embarazos a las potencias aliadas. Ofreció auxilios de dinero al rey de Suecia, si hacía una guerra que distrajera las armas de la casa de Austria: trató al mismo fin con el agente del rey de Polonia en Venecia: siguió correspondencia con Rugottki, soberano desterrado de Transilvania: fomentó en Francia las facciones de los descontentos con el duque de Orleans: atizaba las discordias intestinas de Inglaterra, y avivaba los celos comerciales de los holandeses, a quienes procuraba seducir con la esperanza de que conseguirían los mismos privilegios que se habían concedido a la Gran Bretaña. Y no obstante el poco efecto de algunas de estas gestiones, y lo infructuoso de otras; y a pesar de los artículos convenidos entre las potencias de la triple alianza contrarios a los proyectos del monarca español y de su ministro; y sin embargo de los preparativos de la armada inglesa, y de tener el emperador en Alemania ochenta mil hombres, a la sazón desocupados y dispuestos a caer sobre Italia, Alberoni, con un valor que parecía incomprensible, no quiso desistir de su empeño, y fiando su grande empresa, parte a la habilidad y parte a la fortuna, mandó salir de Barcelona la armada que dispuesta tenía (18 de junio, 1718), compuesta de veinte y dos navíos de línea, tres mercantes armados en guerra, cuatro galeras, dos balandras, un galeote, y trescientos cuarenta barcos de trasporte: iban en ella treinta mil hombres, al mando del marqués de Lede, de ellos cuatro regimientos de dragones, y ocho batallones de guardias españolas y walonas, «gente esforzada, que cada soldado podía ser un oficial,» dice un escritor de aquel tiempo. «Nunca se ha visto, añade el mismo, armada más bien abastecida; no faltaba la menudencia más despreciable, y ya escarmentados de lo que en Cerdeña había sucedido, traían ciento cincuenta y cinco mil fajinas, y quinientos mil piquetes para trincheras; se pusieron víveres para todo este armamento para cuatro meses.»
«Las grandes potencias de Europa, dice un historiador extranjero, vieron con asombro que España, como el león, emblema de sus armas, despertaba tras de un siglo de letargo, desplegando un vigor y una firmeza digna de los más brillantes tiempos de la monarquía, haciendo temer que se renovase una guerra a que apenas acababa de poner término el tratado de Utrecht.{24}»
En otro capítulo daremos cuenta del resultado de esta célebre expedición.
{1} Todos los escritores de aquel tiempo ensalzan a coro la bondad, la amabilidad, el talento y las virtudes de esta joven y malograda reina. «De las heroicas acciones de esta gran reina, dice uno de ellos, se puede hacer un voluminoso libro… El amor que mostró a los vasallos no tiene ponderación; de suerte que a los ministros en quienes confiaba más el rey solía decir, que jamás le propusieran que diera un dinero sin necesidad, porque todo salía de los pobres pueblos, que habían dado hasta las camisas para los gastos de la guerra, y que saliendo todo de ellos pensasen solo en su alivio, y no en cargarlos con contribuciones… &c.» Y por este orden elogian todos sus muchas y buenas prendas.– Oración fúnebre en las exequias que le hizo el convento de la Encarnación, por fray Agustín Castejín, en 29 de mayo de 1714.
{2} El infatigable y fecundo Macanáz dejó escritas muchas y muy curiosas e interesantes noticias acerca de la nueva planta que dio Orri a los consejos y tribunales, en un tomo en folio manuscrito de más de seiscientas páginas, con el título de: «Miscelánea de materias políticas, gobernativas, jurídicas y contenciosas de la monarquía de España: contiene las reformas que ejecutó, y otras que intentó monsieur Orri en todos los Consejos; y de todo el gobierno de la monarquía en todas materias.»– En la pág. 87 pone el catálogo nominal de los consejeros de Castilla, y su división en las cinco salas, de Consejo pleno, de Gobierno, de Justicia, de Provincia y Criminal. Inserta después otra relación nominal de los alcaldes de casa y corte; otra de las secretarías y sus oficiales, con los sueldos de cada uno: da noticia de las materias en que entendía cada Consejo y cada sala, horas de cada tribunal, &c. así como de los dictámenes que él dio a las consultas del rey acerca de su organización, y de las diferencias entre su sistema y el de Orri, que prevaleció, con otros muchos pormenores, en que a nosotros no nos es posible entrar.– Pertenece este importante volumen a los descendientes de Macanáz, a que en otra nota nos hemos referido.– Gaceta de Madrid de 14 de noviembre de 1713.
{3} Don Melchor de Macanáz nunca estuvo conforme con las medidas rentísticas de Orri, y aunque era consultado en todo por el rey, y el mismo Orri le pedía parecer con frecuencia, no convenían en el modo de ver las cosas, y Macanáz se queja en muchos lugares de sus obras y de sus apuntes de la confusión que dice haber introducido el ministro francés, así en la hacienda como en la justicia.– Miscelánea de materias políticas, gubernativas, &c. MS.– Memorias para la Historia del Gobierno de España, dos tomos también manuscritos, passim.
{4} Felipe V le firmó en el Pardo a 27 de julio, y los diputados holandeses le suscribieron el 6 de agosto en la Haya.– Constaba de cuarenta artículos. Mucha parte de ellos se referían a la fijación de derechos mutuos de comercio para los súbditos de ambos países. No se hizo mención del señorío de Limburgo para la princesa de los Ursinos.– Colección de Tratados de Paz.– Belando, parte IV, cap. 6.º
{5} San Felipe, Comentarios, tomo II.– San Simon, Memorias, tomo V.– Duclos, Memorias secretas, tomo I.– Vida de Alberoni, La Haya, 1722.
No ha faltado quien diga que la de los Ursinos consoló al rey en su aflicción con más interés que el de la compasión, el de la amistad y el del agradecimiento, y que el cariño que le mostraba el monarca infundió o alimentó en ella la aspiración, o por lo menos la idea de la posibilidad de sentarse en el trono. Esta especie, nacida acaso de los atractivos personales que aún conservaba la princesa, a pesar de su edad ya avanzada, de su gracia, de su viveza y de su talento, y de la especial confianza con que el rey la distinguió, no creemos tuviera más fundamento que las aserciones sospechosas de Alberoni, y algún dicho que se ha atribuido al mismo monarca. Uno de los historiadores que han indicado esta especie, añade luego: «Pero este proyecto, si existió, ha debido forzosamente quedar cubierto con un velo impenetrable… Y entregando estas observaciones al juicio de las personas que gustan de penetrar los secretos de la vida privada, es por lo menos fuera de toda duda que la princesa tenía interés, como era natural, en contribuir a la elección de una soberana que le fuese tan propicia como la última.»
{6} La suerte de la princesa no fue muy afortunada en lo sucesivo. Cuando Felipe V se reconcilió con el duque de Orleans, como veremos por la historia, parece que culpó a la de los Ursinos de sus pasados desacuerdos, lo cual le costó ser desterrada de la corte de Versalles, que a esto equivalía la prohibición de presentarse ante las personas de la familia de Orleans. Sin embargo, no salió de Francia hasta después de la muerte de Luis XIV. Pasó entonces a Holanda, de cuyo gobierno fue mal recibida. Anduvo después errante por algunas cortes de Europa, y por último halló un asilo en Roma, donde el pretendiente Jacobo Stuard la buscó para tomar de ella lecciones de política, y estuvo haciendo los honores de la casa del príncipe hasta sus últimos momentos. Esta ilustre proscrita murió el 5 de diciembre de 1722 a la edad de más de ochenta años.– Lacretelle, Biografía de la princesa de los Ursinos.– Duclos, Memoires secrétes sur le régnes de Louis XIV et de Louis XV.
«Ha habido empeño, dice un moderno historiador, en conocer las intrigas que produjeron su desgracia, y en explicar el motivo singular de su caída. La opinión más probable parece ser que se mostró ofendido Luis XIV al ver los obstáculos que ella creó para la terminación de la paz y de su negociación para el enlace de Felipe. El orgullo de la marquesa de Maintenon se resintió al ver la ostentación e ingratitud de una mujer que durante su elevación olvidaba lo que le debió en otros tiempos. El mismo Felipe se ofendía al ver sus tentativas para ocupar un puesto en su tálamo y su trono, y estaba cansado de la tutela en que vivía hacía tiempo. Por último la joven soberana no podía olvidar que la princesa de los Ursinos había querido romper su enlace, y es muy natural que deseara verse libre de la tutela de una mujer cuya destreza conocía, y cuya vigilancia temía.» El mismo autor cree que no se debió su caída a influjo e intriga de Alberoni, y habla de una carta del rey en virtud de la cual obró la reina de aquella manera. William Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón, cap. 22.
«Ninguna acción en este siglo, dice otro escritor de aquel tiempo, causó mayor admiración. Cómo esto lo llevase el rey, es oscuro; hay quien diga que estaba en ello de acuerdo: no conviene entrar en esta cuestión, por no manosear mucho las sacras cortinas que ocultan a la Majestad: dejaremos misterioso este hecho y en pié la duda, si fue con noticia del rey, y si la reina traía hecha la ira y tomó el pretexto, o si fue movida de las palabras de la princesa… Nuestro dictamen es que se formó el rayo en San Juan de Pié de Puerto….– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Consérvase un opúsculo manuscrito, titulado: «Conducta de la princesa de los Ursinos en el gobierno del rey Cristianísimo en presencia de Mad. Maintenon: traducido del francés: Archivo de la Real Academia de la Historia.
{7} «Copia de cuatro decretos reales, expedidos por S. M. al Consejo de Castilla. El uno en razón del nuevo reglamento dél y sus ministros. Otro en que se manda no haya consejo los días de fiesta de corte. Otro del nuevo reglamento de la sala de Alcaldes de corte y sus ministros. Y otro restituyendo a Madrid su corregidor y tenientes la jurisdicción ordinaria civil y criminal.» Impreso en seis fojas en folio.
{8} El tratado se componía de veinte y cinco artículos. La Inglaterra salía garante de su cumplimiento. Firmole en Utrecht como plenipotenciario del rey de España el duque de Osuna.– Colección de Tratados de Paz.– Belando, parte IV, c. 10.
{9} El Marqués de San Felipe, Comentarios, tomo II.
{10} «Valiéronse, dice Fr. Nicolás de Jesús Belando, de Julio Alberoni, dándole cien mil libras esterlinas para que lo facilitara, y obtuviera el consentimiento del rey Católico. Liberalmente Alberoni trocó la confianza por el interés, de suerte que no cerró los oídos a la propuesta, no apartó los ojos del dinero, ni retiró la mano por no recibirlo; y así de pies y cabeza se metió en el empeño; y como forastero en el reino de España, no sabiendo intrínsecamente lo que los ingleses pedían, les franqueó su deseo; y si tal vez llegó a saberlo, más fuerza tuvo el dinero que le dieron que no la equidad y la justicia, en aquello que alargaba de la corona.» Historia Civil, p. IV, cap. 13.
{11} «Con lo cual los ingleses, dice Belando, sacaban más de trescientos por ciento de aquello que por una vez dieron a Alberoni.» Ubi sup.
{12} A propósito, dice Macanáz en sus Memorias manuscritas, que al pedir el duque esta pensión a Felipe le dijo que ponía sus propios méritos a la consideración de S. M., pues no teniéndolos Alberoni, quería él darle los suyos, a fin de que le concediese esta gracia, y con efecto se la acordó por este extraño medio. Memorias, cap. 180.
{13} Poggiali, Memorias históricas de Plasencia.– Juan Rosset, Vida de Alberoni.– Testamento político de Alberoni, atribuido a Mambert de Gouset.– San Felipe, Comentarios.– Macanáz, Memorias.
El principal biógrafo de este personaje, después de elogiar su talento, su habilidad, y otras prendas intelectuales en que todos están acordes, describe así su carácter y conducta: «Mantiene el puesto a que la fortuna le ha elevado con la gravedad de un grande de España, pero sazonada con aquella astucia tan natural a los italianos, que templa todo lo que la fiereza de un grande tiene de insoportable y ofensivo. En las funciones de su ministerio sostiene todas las prerrogativas con una altivez que no le atrae el efecto de los grandes, pero que no nace tanto de él como de su dignidad. Laborioso hasta el exceso… se le ha visto muchas veces trabajar diez y ocho horas seguidas… y de esta grande aplicación y de su natural inclinación procede ese alejamiento de toda diversión, de cualquier género que sea. Tan afable con los pequeños como orgulloso con los grandes, siempre está seguro de ganar su afecto cuando le sea necesario. Disimulado como conviene a un buen político, rara vez dice lo que piensa, y casi nunca hace lo que dice… Italiano, y por consiguiente sensible al cruel placer de la venganza, no sabe lo que es perdonar cuando se le ha ofendido, y si la ficción le obliga a diferir la venganza, es para tomarla con más seguridad y de un modo más fuerte… &c.»– Prólogo a la vida de Alberoni.
Macanáz, amigo un tiempo, y después enemigo de Alberoni, le retrata con las siguientes compendiosas palabras: «Este abad es vivo, de buen ingenio, ardidoso, adulador, envidioso, avaro, furvo, y en fin, un italiano que todo es menos lo que parece.»
El escritor de su vida hace el siguiente curioso retrato de su físico: «Es de pequeña estatura, más grueso que delgado; no tiene nada de bello en su fisonomía, porque su rostro es demasiado ancho, y su cabeza muy grande. Pero los ojos, ventanas del alma, descubren a la primer mirada toda la grandeza elevación de la suya, por su brillo, al cual acompaña no sé qué dulzura mezclada de majestad, y sabe dar a su voz cierta insinuante inflexión, que hace su conversación siempre agradable y seductora.»
{14} Este es uno de los asuntos que trata extensamente William Coxe, en los capítulos 24 y 25 de la España bajo el reinado de la casa de Borbón. Allí puede verse en sus pormenores, sacados de la correspondencia diplomática, hasta qué punto fue diestro Alberoni para entretener a los ingleses y desvirtuar los efectos de su convenio con el Austria.
{15} «¿Qué dirían los holandeses si vieran semejante agresión (decía el astuto abate al duque de Pópoli), precisamente cuando parecen dispuestos a unirse a España y reconciliar al rey con el emperador? ¿Qué diría Francia, que ofrece decidir a las potencias marítimas a asegurar al príncipe Carlos los Estados de Parma, Plasencia y Toscana? ¿Qué diría también Inglaterra, que conoce y apoya este arreglo? ¡Y qué pensamiento tan horroroso, señor duque, el de poner a sabiendas a dos soberanos jóvenes y candorosos en tan terrible conflicto! Seamos francos; sería dar ocasión a toda Europa para que dijera que varios locos italianos por amor a su país han incitado al rey a consumar la total desolación y ruina de España.»–Carta de Alberoni al duque de Pópoli, en la vida de Alberoni escrita en italiano.
{16} Correspondencia del ministro inglés Doddington.– Historia del cardenal Alberoni en italiano.– Vida de Alberoni, ed. de la Haya.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Belando, Hist. Civil, parte IV.
{17} Poseemos copia de esta carta (y Macanáz la inserta también a la p. 599 de sus Misceláneas manuscritas), dirigida por Clemente XI a Felipe V, fecha 8 de agosto de 1717, la cual empezaba así: «Muy querido hijo en J. C. salud y bendición apostólica. No dudando de ningún modo de la seguridad que (más de una vez) nos tenía dada V. M. de que los navíos de guerra, que con tanta instancia teníamos pedidos a V. M. y los hizo equipar, estaban destinados para socorrer poderosamente la armada cristiana contra los turcos, persuadidos a esto por contribuir a la gloria de V. M. dimos al punto parte de ello en consistorio a los hermanos cardenales de la Santa Iglesia Romana, como también de lo que después se nos participó de parte de V. M. de que estos navíos se habían puesto a la vela para ir a levantar y sostener la causa común, como nos lo tenía V. M. prometido, cuanto lo deseábamos con ardor por el aviso de que la demás armada (aunque había defendido vigorosamente la causa del nombre cristiano) aguardaba con impaciencia la unión de los referidos navíos, por hallarse muy fatigada de los sangrientos últimos combates dados en el Archipiélago: V. M. mediante lo expresado, puede juzgar el dolor que nos han causado las voces esparcidas después, de que los navíos de V. M. no habían tomado la derrota que nos ha señalado, sino otra directamente contraria a sus promesas. De suerte que la religión cristiana no puede esperar socorro alguno sino al contrario tener consecuencias muy peligrosas…. &c.»
{18} Alberoni solo había dado conocimiento anticipado de ella al marqués de San Felipe, que como natural de aquella isla podía ayudarle mucho en su recuperación, y le envió para su gobierno copia de la instrucción que llevaba el marqués de Lede.– San Felipe, Comentarios, tomo II.
{19} Belando, Historia Civil, parte III, cap. 35 a 39.– San Felipe, Comentarios, tomo II.– Macanáz, en varios lugares de sus Memorias manuscritas para la Historia del gobierno de España.– Gacetas de Madrid de 1717.
{20} El marqués de San Felipe, Comentarios, tomo II.
{21} Belando, Historia Civil, parte IV, cap. 20 y 21.– San Felipe, Comentarios, tomo III.– Macanáz, Relación histórica de los sucesos acaecidos entre las cortes de España y Roma, MS.– Diremos más adelante cómo fue este nuevo rompimiento con la Santa Sede.
{22} Cartas de Stanhope y Doddington al lord Stanhope.
{23} Carta de don Miguel Fernández Durán al marqués de Villamayor, embajador en Turín: en Belando, parte IV, cap. 24.– San Felipe, Comentarios, tomo II.
{24} William Coxe, España bajo el reinado de la casa de Borbón, cap. 28.