Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VII ❦ Reinado de Fernando VI
Capítulo VI
Muerte de la reina doña Bárbara. Muerte de Fernando VI
Su gobierno y administración
De 1758 a 1759
Presentimiento de la reina doña María Bárbara.– Su enfermedad: su fallecimiento.– Profundo dolor del rey.– Retírase a Villaviciosa.– Enferma de melancolía.– Circunstancias notables de su enfermedad.– Su muerte.– Carácter y virtudes de Fernando VI.– Cómo socorría la miseria pública.– Medidas económicas.– Los pósitos, y su administración.– Moralidad de los empleados públicos.– Estado de la hacienda y de las rentas reales.– Giro de letras.– Caudales de Indias.– Arbitrios.– Pago de deudas atrasadas.– Fábricas y manufacturas.– Ejército y marina.– Proyecto de la única contribución directa.– Memoria de Ensenada sobre todos estos puntos.– Sobrante que dejó Fernando VI en las arcas públicas.– Cédulas y pragmáticas reales sobre varias materias de moral y costumbres sociales.– Movimiento intelectual en este reinado.– Academia de Nobles Artes.– Otras academias.– Viajes científicos.– Comisiones para el reconocimiento de los archivos del reino.– Fruto y resultados de esta medida.– Curiosa correspondencia del padre Burriel.– Proyecto sobre archivos judiciales.– Otras comisiones literarias.– Desarrollo de la cultura intelectual.– Agradable memoria que dejó a los españoles este monarca.
La paz y el bienestar que España disfrutaba tras largos reinados de agitaciones y de guerras, merced al sistema de neutralidad con tanta perseverancia seguido por Fernando VI y su esposa, duró por desgracia menos de lo que el reino necesitaba para acabar de reponerse de sus pasados quebrantos; porque también fue más corta de lo que habría sido de desear la vida de estos pacíficos y benéficos monarcas.
Pareció haberlo presagiado de sí misma la reina. Cuando las religiosas destinadas a habitar el real monasterio de las Salesas de Madrid pasaron a ocupar aquel suntuoso edificio, cuya erección había sido debida a la piedad de la reina doña Bárbara de Braganza, al terminarse la solemne ceremonia de la instalación de la comunidad y de la consagración de aquel magnífico templo (25 de setiembre, 1757), la regia fundadora se despidió de las ilustres religiosas diciendo: «Ya no nos veremos más en este mundo.» Y así se realizó. Su enfermedad habitual se fue agravando cada día, y acabó de desarrollarse de un modo terrible en Aranjuez, donde se trasladó la corte. Pero aún se prolongó su padecimiento por bastantes meses, en cuyo tiempo tuvo aquella señora lugar para dar ejemplo de paciencia y de resignación cristiana: que además de otras dolencias, llenose aquel cuerpo, tan hecho a la comodidad, al aseo y al regalo, de multitud de tumores, que le producían dolores acerbos{1}. Luchando con esta terrible penalidad, pero mostrando siempre una admirable y piadosa conformidad con la voluntad divina, arrastró aquella buena reina su penosa existencia hasta el 27 de agosto (1758), en que Dios se sirvió sacarla de aquel martirio para llevarla a mejor vida. Su cadáver fue trasladado la noche siguiente al monasterio de las Salesas Reales, donde se había hecho labrar su sepulcro{2}.
El rey, agobiado de pena, partió aquel mismo día a encerrarse en el palacio de Villaviciosa de Odón, llevando consigo a su hermano el infante don Luis, y algunas personas de su servicio, a quienes tenía en particular estimación. Allí retirado, notósele a los pocos días irse dejando dominar de la melancolía a que por naturaleza era propenso, y a que contribuyó poderosamente la profunda aflicción que le causó la pérdida de su amada esposa, pérdida a que no hallaba consuelo y con que no podía resignarse. El disgusto que le atormentaba le hizo abandonar distracciones y negocios, quedando éstos completamente paralizados, porque ya se negaba a ver hasta a las personas de su mayor confianza y cariño, y ni Arriaga, ni Eslava, ni Wall, ni el mismo infante don Luis lograban poder entrar en su aposento, donde reinaba un silencio sombrío{3}. Pronto comenzó a hacer extravagancias, que se atribuían a genialidad suya, pero que eran verdaderos síntomas característicos de la enfermedad. Empeñose en no dejarse cortar el cabello ni afeitar la barba. Dejó su lecho habitual, y se acostaba en una pobre y humilde cama, como embutida en una angostísima alcoba. Al principio dormía bien, pero despertaba siempre sobresaltado. Figurábasele unas veces que se sentía ahogar, otras que le iba a dar un accidente, y otras que le destrozaban su cuerpo por dentro. Aprendió que la comida le exasperaba, y comenzando por abstenerse de toda cosa sólida, y reducirse a un solo caldo muy de tarde en tarde, concluyó por dejar pasar treinta y seis o cuarenta horas de uno a otro líquido. Paseábase por su cuarto en bata y camisa por espacio de diez o doce horas sin darse descanso; ejercicio admirable en el estado de extenuación en que necesariamente iba cayendo, y al que se atribuyó el que le bajara a una pierna cierta hinchazón con dolor y rubicundez, que le obligó a dejar los paseos. Las ideas tristes y melancólicas que le mortificaban las repetía innumerables veces, exigiendo siempre que se respondiese a ellas, pero sin que ninguna respuesta ni explicación le pudiera persuadir ni satisfacer; y como esto se repetía uniformemente por horas enteras, aumentábase su impaciencia, y mortificaba cuanto puede suponerse a los pocos que le asistían.
A veces dejaba los temores que acompañaban a estas ideas, y en su lugar prorrumpía en arrebatos vehementes, enfureciéndose hasta el punto de ejecutar los actos más impropios de su bondadoso carácter. Sobre la aversión que a las gentes en general tenía, no podía tolerar que nadie durmiera, comiera o descansara, y no se acordaba de las cosas que le gustaban cuando estaba sano sino para irritarse más. Su cuerpo llegó a ponerse tan flaco y extenuado, que se le podían contar las costillas y las vértebras, y la mayor parte de su sustancia estaba ya consumida. Por estos síntomas se comprende harto fácilmente que su enfermedad era un afecto melancólico maniaco. Tenía los ojos y párpados encendidos; la cara como deshecha y rubicunda; dábanle a veces temblores y estremecimientos de los brazos y de todo el cuerpo: los accesos solían guardar períodos determinados. Por último le acometió una verdadera alferecía. Lo admirable es que en un estado tan lastimoso se prolongara su vida cerca de un año, hasta el 10 de agosto (1759), en que Dios fue servido libertarle de situación tan penosa, llamándole a sí, y sobreviviendo de esta suerte a la reina su amada esposa un año menos diez y siete días{4}. Reinó este pacífico monarca trece años, y murió a los cuarenta y seis de su edad. A los dos días fue trasladado su cuerpo al monasterio de las Salesas Reales, donde reposaban ya las cenizas de su esposa, como fundadores que habían sido ambos de aquel monasterio y comunidad{5}.
«Yace aquí (dice la inscripción del magnífico sepulcro de exquisitos mármoles que hizo después construir Carlos III) el rey de las Españas Fernando VI óptimo príncipe, que murió sin hijos, pero con una numerosa prole de virtudes patrias.» Y así fue la verdad, que la muerte de este príncipe fue de todos sentida, por la justicia, moderación y clemencia con que había gobernado, y por lo generoso y liberal que había sido en socorrer las necesidades de sus súbditos. Hablando un escritor extranjero de haber acusado algunos a este buen rey de indolente, y de posponer el honor nacional a su comodidad, añade: «pero la posteridad, más justiciera, porque es más imparcial, y no escucha la voz de las pasiones, hace justicia a este soberano, alabando la sabiduría de sus medidas, y dándole el merecido título de Fernando el Prudente. Su pacífico reinado presenta el período más largo de paz de que había gozado España desde Felipe II; en tanto que las naciones vecinas eran víctimas de los horrores de la guerra, su pueblo hacía notables adelantos en la agricultura, en la industria y en el comercio. Era, como monarca, filósofo; y como esposo, hombre lleno de ternura; y de este modo conseguía, con una administración paternal, una gloria mil veces preferible a los sangrientos triunfos que causan la desgracia de los pueblos, y con sus virtudes conquistó el amor de sus súbditos, que le adoraban como a padre, como a bienhechor, y como a restaurador de la patria.»
De bienhechor de sus pueblos se acreditó Fernando VI en muchas ocasiones; y no sin razón escribía un embajador extranjero a su corte alabando y aplaudiendo el celo y la liberalidad de este monarca en socorrer las provincias de Andalucía, cuando por efecto de una larga y continuada sequía se encontraban sus habitantes, sin trigo para sembrar ni para comer, y sin dinero para comprarle, tentados a emigrar de aquel reino y a refugiarse a Castilla en busca de subsistencias. El rey, condolido del estado miserable de aquellas provincias, envió al corregidor de Madrid, con una cantidad de diez millones de reales para que los distribuyera entre aquellos desgraciados pueblos, y además le entregó un crédito por suma mucho mas crecida, consignado en las tesorerías de provincia, para que la aplicara al mismo objeto si necesario fuese.
Para precaver en lo sucesivo tan lamentable caso expidió en 1751 el siguiente real decreto sobre Pósitos, que merece ser conocido: «La escasez que en las cosechas se ha padecido con alguna frecuencia de años a esta parte, ha dado a conocer repetidamente el incesante cuidado que conviene aplicar en que las ciudades, villas y lugares que disfrutan el útil establecimiento de tener pósitos, atiendan a su conservación dando en tiempo oportuno las acertadas providencias que deben; pues de la omisión con que en lo general se ha solido tratar este grave asunto resulta el considerable perjuicio de que en el día de la necesidad no se encuentre en este recurso el pronto socorro que tiene por fin esta experiencia; y el deseo de que mis vasallos consigan el correspondiente alivio en todos tiempos, y principalmente en los de carestía, pide que se pongan en práctica los medios que parecen proporcionados para asegurar en lo sucesivo los convenientes efectos referidos; y así he resuelto nombrar por superintendente general de todos los pósitos del reino al marqués de Campo de Villar, secretario de Estado y del despacho universal de Gracia y Justicia, que por él corra privativamente y se dirija todo lo que es peculiar de este manejo, &c. … Tendrase entendido en el Consejo. En Buen-Retiro a 16 de marzo de 1751.– Al obispo gobernador del Consejo.{6}»
Y en efecto, el nuevo superintendente general de pósitos marqués del Campo de Villar dictó una serie de medidas y providencias útiles y acertadas para el buen gobierno y administración de esta clase de depósitos tan beneficiosos a los labradores cuando están bien organizados; a que se siguió en 1753 una larga y bien meditada instrucción del rey, refrendada por el mismo Villar, a las justicias e interventores de los reales pósitos, alhóndigas, alfolíes, montes de piedad, arcas de misericordia y otros establecimientos análogos, para la mejor administración, distribución, reintegro y conservación, así de los erigidos y existentes, como de los que en adelante se creasen y erigiesen{7}.
Económico este monarca, y amante de la moralidad y de la regularidad en la administración, atinado en la elección de los sujetos que manejaban la hacienda, las rentas reales en otro tiempo tan menguadas o empeñadas tuvieron en su reinado un aumento visible. De más de cinco millones de escudos fue el que tuvieron en 1750, según la Memoria del marqués de la Ensenada, sobre las de 1742, que había sido el mayor de todos los años anteriores. Debiose esto en parte a haberlas arrancado de las manos de arrendadores tiranos y usureros, y administrádolas de su cuenta el Estado, no obstante haberse hecho en un año solo más bajas y condonaciones a los pueblos que en muchos de los antecedentes. Contra esta administración por cuenta de la real Hacienda clamaban unos por interés y otros por ignorancia{8}. Mas, como le decía al rey aquel hábil ministro, «es lo cierto que V. M. ha bajado y baja todos los días los precios de los encabezamientos que hicieron con los pueblos los arrendadores; y que siempre que se les proponga volver a tomar las rentas con la ley de no alterar las equitativas reglas de la presente administración, no creo que las admitan ni aún minorando una tercera parte de lo que pagaban por ellas últimamente.{9}»
Aunque contaba aquel ministro con que el valor de las rentas provinciales disminuiría en los años sucesivos, esperaba que se compensaría con el aumento de las de aduanas y lanas, que en su mayor parte las pagaban los extranjeros, con la del tabaco, que está fundada sobre el vicio, y se podía extender a reinos extraños, y con la de la sal, por su mayor consumo. Sobre este principio suponía que de cierto el erario real de España medianamente cuidado tendría de entrada anual cerca de veinte y siete millones de escudos, no incluyendo las ganancias del giro de letras, para acudir a todas las obligaciones ordinarias de la monarquía{10}.
Este giro de letras establecido por Ensenada daba un rendimiento anual de quinientos a seiscientos mil escudos de vellón. Era una especie de banco de giro sobre fondos impuestos en varias capitales: arbitrio, como decía él, que descubrió la casualidad a impulsos de la economía, y que consideraba sumamente útil, «pues lo paga, decía, únicamente el extranjero…… y no corre riesgo alguno el fondo, aunque sobreviniese un repentino rompimiento, porque está bajo la protección y a la vista de los ministros de V. M. en las cortes…»
Los caudales que venían de Indias, y que antes se regulaban de tres a cuatro millones de escudos anuales, subieron en tiempo de Ensenada a seis, y estaba firmemente persuadido aquel ministro de que podía hacérselos llegar a doce. Pero de tal manera se cubrían ya las atenciones ordinarias con los recursos interiores del reino, que proponía al rey, o que aquellos fondos se tuviesen reservados para atender exclusivamente a las necesidades extraordinarias que ocurriesen, o que no se trajeran, ya por los riesgos que corrían en el mar, y no poder asegurarse cuándo llegarían, ya porque podrían ser allá más útiles, o para reprimir las inquietudes internas, o para sostener las guerras que naciones extrañas moviesen, o para desempeñar las rentas de aquellos mismos reinos que las tenían empeñadas, como sucedía en el Perú, por haberse traído a la metrópoli, sin cálculo ni prudencia, todo lo que aquellas ricas minas producían{11}.
Y en verdad fueron pocos los arbitrios, comparativamente con los de otros reinados, a que en este se recurrió{12}; prueba del desahogo en que se encontraba el tesoro. De modo que con razón se admira, y es el testimonio más honroso de la buena administración económica de este reinado, que al morir este buen monarca dejara, no diremos nosotros repletas y apuntaladas las arcas públicas, como hiperbólicamente suele decirse, pero sí con el considerable sobrante de trescientos millones de reales, después de cubiertas todas las atenciones del Estado: fenómeno que puede decirse se veía por primera vez en España, y resultado satisfactorio, que aun supuesta una buena administración, solo pudo obtenerse a favor de su prudente política de neutralidad y de paz.
Achácasele haber suspendido los pagos de las deudas contraídas en tiempo de su padre; asunto sobre el cual el ministro Ensenada dejó al soberano que hiciera lo que le aconsejaran canonistas y teólogos. Pero lejos de ser exacto aquel cargo, mandó por decreto de 15 de julio de 1748 liquidar todos los atrasos pendientes hasta su advenimiento al trono, a fin de irlos pagando según lo permitiera el estado de la hacienda, de la cual se destinaron por primera vez a este objeto sesenta millones de reales. Por otro de 2 de diciembre de 1749 se mandó separar anualmente al mismo fin un millón de reales; y por otro de 26 de octubre de 1756, comunicado al conde de Valparaíso, se amplió la suma consagrada al pago de créditos a dos millones seiscientos mil reales{13}. Y por último, en dos cláusulas de su testamento otorgado en 10 de diciembre de 1758 se lee: «Aunque he procurado que se pagasen todas las deudas contraídas en el tiempo de mi reinado, y que no se hiciese perjuicio alguno de que yo pudiese ser responsable, mando, que si se descubriese alguna deuda mía o perjuicio de tercero, se pague e indemnice incontinenti; sobre lo que hago el más estrecho encargo a mis testamentarios.― Asimismo prevengo a mi muy amado hermano, que continúe el cuidado que he tenido en ir satisfaciendo las deudas de nuestro padre y señor, sin olvidar las de los reyes predecesores, según lo permitiesen las urgencias de la corona.{14}»
Tampoco desatendió este monarca la conservación, mejora y fomento de las fábricas y manufacturas del reino, a cuyo objeto hallamos consignadas cantidades considerables por reales cédulas expedidas en varios años de su reinado. Tenemos a la vista un curiosísimo estado, manuscrito, del número de telares de seda que había corrientes en todo el reino en 1751, según las relaciones remitidas por los intendentes de las provincias; de que resulta que había en elaboración y ejercicio en el reino catorce mil seiscientos diez telares, solo de tejidos de seda{15}; y así respectiva y proporcionalmente de otras materias, aunque no hemos tenido la fortuna de encontrar datos tan circunstanciados, pero sí las noticias necesarias para poder asegurar que el movimiento industrial y fabril que se inició en el reinado anterior, lejos de decrecer, iba en aumento y progresión en éste.
Sería menos de admirar esta situación próspera de España, si el sistema constante de neutralidad y de paz a que sin duda se debió muy principalmente, hubiera sido una paz puramente pasiva: pero la neutralidad de Fernando VI y sus ministros fue una neutralidad armada, y los armamentos de mar y tierra que se hicieron y se mantenían en pie, con muy laudable previsión y cautela, consumían una buena parte del tesoro público. En otro lugar hemos indicado ya el aumento considerable que recibió y el pié respetable de fuerza en que se puso nuestra marina bajo la administración de Ensenada. El ejército de tierra no era menos considerable, y se trató de hacerle más imponente, para que España no se subordinase, ni a Francia por tierra, ni a Inglaterra por mar. «Consta el ejército de V. M. (decía Ensenada en su memoria) de los ciento treinta y tres batallones (sin ocho de marina) y sesenta y ocho escuadrones que expresa la relación núm. 3, &c.» Proponíale por lo mismo el aumento de la fuerza militar terrestre hasta que pudieran quedar cien batallones y cien escuadrones libres para poner en campaña. Para completar esta fuerza, y puesto que en las Castillas había casi el número de batallones de milicias correspondiente a su vecindario, proponía que se levantaran en ellas dos más, diez de las mismas y fusileros de montaña en la corona de Aragón, nueve de españoles veteranos, y los veinte restantes de extranjeros católicos de todas las naciones. «No hallo inconveniente, proseguía, en que desde luego se hagan los batallones de milicias, pues en sus casas se están; y en Cataluña se alegrarán de que se formen los cuatro de fusileros de montaña, como lo ha representado su capitán general, y que serán útiles para todo… La grande obra es levantar veinte batallones extranjeros, asegurando suficientes reclutas para mantener completos, así éstos como los que existen, porque sin esta circunstancia sería gastar dinero en mantener oficiales (que sobran en España) sin soldados, que son los que se necesitan.»
De la misma manera discurría sobre la forma cómo se había de aumentar la marina hasta tener una armada de sesenta navíos de línea y sesenta y cinco fragatas y embarcaciones menores, que calculaba necesitar España para hacerse respetar y asegurar contra las potencias marítimas. De todo lo cual hacemos mérito aquí, aunque en otro lugar lo hayamos ya indicado, para demostrar que sin una administración económica y regularmente organizada hubiera sido imposible subvenir a tantas atenciones con regularidad y desahogo, ni menos dejar un cuantioso sobrante en arcas{16}.
Sabido es el proyecto del marqués de la Ensenada de establecer una sola contribución directa que reemplazará todas las rentas provinciales. Proponíase con esto aquel ministro acabar con los males que destruían la prosperidad de la agricultura y de la industria en las veinte y dos provincias de Castilla y de León, condenadas a sufrir las vejaciones de los tributos de la alcabala, cientos y millones. Obtuvo en efecto Ensenada en 10 de octubre de 1749 un real decreto aboliendo los impuestos sobre consumos, y estableciendo en su lugar una sola contribución directa de 4 reales, 2 maravedís por 100 sobre las utilidades líquidas de la riqueza territorial, pecuaria, industrial y mercantil, y de 3 reales, 2 maravedís de los eclesiásticos. Pero antes de proceder a su ejecución se mandó formar un catastro general, o sea estadística personal y de riqueza, en cuya operación se consumieron cuarenta millones de reales{17}. Pero hubo que suspenderla por las muchas dificultades que ofreció en su ejecución, por la resistencia de los contribuyentes, y por las muchas representaciones que contra ella se hicieron{18}, y el pensamiento no pudo llevarse a cabo, como acontece con todo proyecto que necesita para su planteamiento operaciones previas, prolijas y difíciles.
No era Fernando VI dado a la magnificencia como su padre. Dolíanle los crecidos gastos que ocasionaba la obra del palacio real, y en su continuación se prescribió se guardara la más severa y minuciosa economía. Impreso está el informe que de su orden dio el arquitecto don José Arredondo sobre los gastos superfluos que se habían hecho solo en la labra de piedra de una y otra especie, y en que probaba que en solo este ramo se habían desperdiciado en pocos años más de cuatro millones de reales. Seguía al informe un nuevo plan de construcción, en que sin faltar a las condiciones del primero se proponía con mucho menos gasto dar más hermosura y comodidad al edificio{19}.
Atentos el monarca y sus ministros, no solamente al fomento de los intereses materiales, sino también a corregir los vicios de la sociedad, y a poner coto y remedio a todo lo que condujera a desmoralizar las costumbres públicas, hallamos diferentes pragmáticas, cédulas, decretos e instrucciones, expedidas, ya para corregir la vagancia, mandando perseguir a los vagabundos, y destinarlos al ejército o a los trabajos de los arsenales, ya prohibiendo bajo graves penas los duelos y desafíos, ya persiguiendo a los jugadores y tahúres, ya obligando a las comunidades religiosas a la observancia de los primitivos estatutos, ya prescribiendo ciertas precauciones para la representación de comedias, y ya sobre cualesquiera otros objetos de los que pudieran afectar al buen orden social y a la moral pública{20}.
Continuando en este reinado el movimiento intelectual que había comenzado a desarrollarse en el anterior, no se mostraron Fernando VI y sus ministros menos protectores de los ingenios y menos celosos en fomentar las letras y las artes que lo habían sido Felipe V y sus consejeros. La lengua y la historia patria tenían ya academias encargadas de depurarlas, ilustrarlas y difundirlas. Faltaba una corporación que cuidara del adelanto y perfección de las nobles artes, y este fue el vacío que tuvo la gloria de llenar Fernando VI con la creación de la Real Academia de Nobles Artes, que del nombre del rey se tituló de San Fernando. Esta Academia, lo mismo que la Española y la de la Historia, no nació de repente: los cuerpos literarios, como las ideas, preexisten siempre en más o menos estrecho círculo antes de recibir una forma determinada. Desde el tiempo de Felipe IV databa ya el proyecto: había sido propuesto también a Felipe V por el ministro Villarias y por el escultor de cámara Olivieri; este célebre artista había abierto en su casa un estudio público y gratuito de dibujo, que fue como el cimiento de la institución, y por último Fernando VI la erigió en Academia formal, dándole o aprobando los estatutos por que había de regirse (3 de mayo, 1757), dotándola con una suma de doce mil quinientos pesos, y estableciendo premios generales y pensiones para los que habían de ir al extranjero a recibir el complemento de la educación en alguna de las tres nobles artes, pintura, arquitectura y escultura{21}.
Muy pocos meses después se creó también otra Academia que se tituló de Sagrados Cánones e Historia Eclesiástica (13 de agosto, 1757), la cual después de variar muchas veces de nombre y de estatutos, y de correr diversas vicisitudes, con menos fortuna que las otras, paró en disolverse, y en depositarse de orden del gobierno todos sus papeles y documentos en la de Jurisprudencia y Legislación, de más moderno origen.
Descoso este mismo monarca de mejorar la enseñanza de la latinidad, creó la Academia Latina, de cuyo seno hubieran de salir todos los que se dedicaran a la enseñanza de aquel idioma. Los buenos resultados de esta institución movieron más adelante a Carlos II. a ampliar las concesiones hechas por su antecesor, y a otorgarle otras gracias y privilegios, viniendo por último con el tiempo a recibir el nombre de Academia Greco-Latina, con otros estatutos y reglamentos, cuya noticia no es ya de este lugar.
Ni era solamente en Madrid donde se notaba esta afición a las asociaciones literarias, que la regia munificencia y autoridad iba convirtiendo luego en academias formales. Desarrollábase este mismo espíritu en las poblaciones importantes de las provincias. Existía en Barcelona con la extraña denominación, no sabemos si afectada o si modesta, de Academia de los Desconfiados, una reunión de hombres estudiosos, que celebraba sus ejercicios, los cuales, interrumpidos durante la guerra de sucesión, volvieron a abrirse después. En 1751 vino a la corte el marqués de Llió a solicitar la real protección y la aprobación de los estatutos de la Academia, que consiguió fácilmente de Fernando por medio del ministro Carvajal. Desde entonces tomó el título de Real Academia de Buenas Letras de Barcelona{22}.
Imitó Sevilla tan noble ejemplo. Allí comenzó el académico supernumerario de la historia don Luis Germán y Ribón por promover en su casa una junta de amigos para conferenciar sobre varios puntos de literatura: el buen resultado de las primeras reuniones le inspiró el pensamiento de erigirla en Academia, y en efecto en 1752 logró que el Consejo de Castilla aprobara su institución y estatutos. Alentado con esto, aspiró a la mayor honra de obtener la protección inmediata del rey, que también alcanzó por medio de su nuevo individuo don Agustín de Montiano, por real decreto expedido en Aranjuez en 18 de junio de 1752{23}, a cuya gracia siguió la de conceder a la Academia una de las salas de su real Alcázar de Sevilla para celebrar en ella sus juntas. Grande y vasto fue el objeto a que esta Academia aspiró desde su principio; nada menos que el de formar una Enciclopedia universal de toda especie de buenas letras, porque el cultivo de una sola ciencia o profesión, decía, no era el que podía proporcionar mayores adelantamientos, por varios motivos que se tuvieron presentes, prefiriendo cultivar una erudición variada para que pudiera servir de estímulo y atractivo a todos los estudiosos de cualquiera facultad.
Esta afición a las reuniones y conferencias literarias llegó a hacerse una especie de moda entre las gentes cultas y de buena sociedad, haciéndose extensiva hasta a las señoras. Con el título de Academia del Buen Gusto fundó la condesa de Lemus en la corte y en su misma casa el año 1749 una asociación o tertulia de gentes eruditas, y de los personajes más distinguidos en la aristocracia y en las letras, entre los cuales se contaban Luzán, Montiano, Nasarre, Velázquez y otros autores conocidos por sus obras o producciones. Acaso, como dice Ticknor{24}, era esto una imitación de las reuniones o coteries francesas que en tiempo de Luis XIII comenzaron a celebrarse en el palacio Rambouillet, y que tanta importancia adquirieron después en la historia política y literaria de Francia. De este género era también la titulada Academia poética del Trípode que se tenía en casa del conde de Torrepalma en Granada, y en que sabemos fue admitido en 1743 don Luis José Velázquez con el nombre de Caballero doncel del Mar.
En consonancia estaban con este movimiento académico los viajes científicos, literarios y artísticos que de orden del rey y por cuenta del Estado se hacían, ya a las cortes y países extranjeros, ya dentro del reino mismo, por personas pensionadas, para que vinieran a difundir aquí el caudal de conocimientos que allá adquirieran, o bien para buscar dentro de la misma nación los tesoros de la ciencia derramados o escondidos, o por incuria abandonados. De aquellos viajes hemos hecho ya en otro lugar indicaciones, aunque ligeras. Entre estos es digno de mencionarse, como uno de los que hacen más honor al reinado de Fernando VI, el que hizo de orden de este monarca el mismo don Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, poco ha por nosotros citado (1752), para investigar y reconocer las antigüedades de España con arreglo a la instrucción que al efecto le dio el marqués de la Ensenada{25}. Fruto de este viaje fue la colección de documentos para la historia de España desde los tiempos más remotos hasta el año de 1516. Habíase propuesto escribir una historia y hacer una colección general de los antiguos documentos históricos. El plan era vastísimo, pero teníase a Velázquez por hombre de bastante talento y capacidad para desempeñarle{26}.
Condúcenos esto como por la mano a decir algunas palabras sobre otros viajes y comisiones literarias, en que ocuparon Fernando VI y sus ministros a una porción de hombres eruditos y doctos, y cuyo pensamiento fue ciertamente uno de los que dieron más gloria y más lustre a este reinado. Hablamos de las comisiones que se dieron para reconocer y examinar los archivos del reino, así los reales como los de las catedrales, colegiatas, conventos, colegios y municipalidades, y recoger datos y copiar documentos, ya para escribir una historia de la Iglesia española, ya para otros fines y objetos también históricos de sumo interés e importancia. Así se registraron y reconocieron en el espacio de cuatro años (de 1750 a 1754) los archivos de Barcelona, Córdoba, Coria, Madrid, Cuenca, Murcia, Orihuela, Valencia, Sigüenza, Colegio de San Bartolomé de Salamanca, Oviedo, Molina, Zaragoza, Simancas, Toledo, Gerona, Urgel, Colegio de Bolonia y París{27}. Corrieron estas comisiones a cargo del ministro de Estado don José de Carvajal y Lancaster, a cuyo ministerio se enviaban los documentos y papeles que se recogían, y con quien mantuvieron los comisionados una correspondencia tan activa como curiosa: pero más especial y directamente se entendía Carvajal con el padre Andrés Burriel, de la Compañía de Jesús, destinado a Toledo en unión con el doctor Bayer, profesor de la universidad de Salamanca, porque los trabajos de todos los comisionados pasaban al padre Burriel, que era el encargado de combinarlos y de dar cuenta al ministerio de lo que en ellos se iba adelantando{28}.
No todos los comisionados trabajaron con la eficacia que deseaban el rey y el gobierno, ni todos correspondieron a sus deseos y esperanzas, como por desgracia acontece con frecuencia en el empleo de muchas personas, pero húbolos que dieron frutos muy apreciables de sus trabajos e hicieron importantes servicios a las letras, distinguiéndose entre otros por su inteligencia y laboriosidad don Andrés Pontero, encargado del archivo de Barcelona, don Asensio Morales, de los de Cuenca, Murcia, Plasencia y Badajoz, don Antonio Carrillo, del de Sigüenza, y muy señaladamente el padre Burriel, del de Toledo{29}. También es verdad que si el gobierno premió decorosamente los esfuerzos y desvelos de algunos de estos laboriosos sabios, en general no anduvo largo en la remuneración de estos afanosos investigadores, y húbolos a los cuales, como decía el informe, «solo se les ha dado gracias y palabras de buena crianza.» El mismo padre Burriel, el jefe que podemos decir de esta misión literaria, el más fecundo en resultados, y el que desenterró y proporcionó al gobierno una suma inmensa de útiles y preciosos códices y documentos ignorados y desconocidos, si bien mereció las mayores consideraciones del ministro Carvajal, no así desde que se encargó del ministerio de Estado don Ricardo Wall. Este ministro parecía abrigar cierta desconfianza y desfavorable prevención hacia el docto jesuita, reclamole prematuramente y en son de recelo los papeles antes que pudiera tenerlos ordenados, y causole disgustos y desazones de que se quejaba y dolía amargamente en sus cartas al mismo ministro, al padre Rábago, y a su amigo Mayans y Ciscar, hasta que se vio precisado a abandonar con la mayor pena una comisión de que tanto se prometía en beneficio de las letras, y de que tanto esperaba también el mundo literario{30}.
La solicitud y celo del ministro Carvajal no se limitó solamente al reconocimiento, examen y arreglo de los documentos y papeles de los archivos diplomáticos o históricos, fuesen del Estado o del rey, de comunidades o corporaciones eclesiásticas y civiles, sino que quiso hacerla extensiva al examen y organización de los archivos judiciales, a los de los Consejos, chancillerías, audiencias y cualesquiera otros tribunales del reino. Pensamiento grandioso y de utilidad inmensa, que hemos visto reproducido en nuestros días bajo una u otra forma, pero que desgraciadamente aguarda todavía, como el de los archivos históricos, un genio hacedor que con una dirección eficaz y activa le saque de la esfera de proyecto. Son tan notables como honrosos para aquel ministro algunos párrafos de la exposición que a este objeto elevó al rey.
«Señor (decía): V. M. se ha servido mandar que corra por esta su primera secretaría de Estado y del despacho de mi cargo la dirección y gobierno de los archivos públicos y particulares del reino; y para corresponder a la confianza con que V. M. me ha distinguido en este particular, he creído de mi obligación hacerle presente lo que concibo más oportuno para asegurar los altos fines de la utilidad y beneficio común que V. M. desea, y a cuyo logro quiere su paternal amor se enderecen estas providencias.
»Para proceder sin confusión, debo hacer presente a V. M. las diferentes calidades de archivos que hay en estos reinos. Unos son enteramente de V. M.: otros de comunidades seculares, otros de comunidades eclesiásticas, ya seculares ya regulares, y otros de sujetos particulares. Entre los primeros se han de considerar los archivos de los Consejos y Audiencias de estos reinos, en los cuales paran y deben parar todos los pleitos litigados y fenecidos. En estos merece la primera atención la justicia obtenida por los que litigaron,… y será muy propio de la piedad de V. M. y de su amor a la justicia, mandar y hacer que los procesos y pleitos… que se hayan archivado… se guarden con tal cuidado que asegure su conservación sin los riesgos de la humedad, &c. … Pero aunque esto es lo principal, no se lograrán los importantes fines a que V. M. destina estos importantes cuidados, si no se añade otra providencia: esta es, que haya de los tales procesos y pleitos unos índices muy puntuales, y dispuestos con tal claridad, que fácilmente pueda cada uno encontrar el proceso que busca, y aun saber si está en él la escritura o instrumento que solicita y le importa para obtener y apoyar sus derechos. Porque ni sirve que el interesado tenga noticia de que la escritura que le favorece se presentó en un pleito, si éste se ha consumido y perdido por la injuria del tiempo o por la incuria de los archiveros, ni le aprovecha el que se mantenga bien tratado si por la confusión y desorden con que yace en el archivo no puede dar con él, y menos con las escrituras, que son el sostén y resguardo de su justicia…»
Después de exponerle las ventajas que de esta reforma reportaría la administración y las que resultarían al público, añadía:
«Esto comprende los archivos de todos los Consejos y chancillerías y audiencias; pero hay particulares circunstancias en el del Consejo de Castilla. En él deben parar las instrucciones dadas para su gobierno y el de todos los tribunales de justicia del reino; varias resoluciones que en casos y ocurrencias particulares ha propuesto el mismo Consejo y aprobado los gloriosos predecesores de V. M., y en que éstas se manifiesten puede interesar mucho la causa pública, reviviendo las acertadas resoluciones que yacen sepultadas entre el polvo y la polilla; y despertando con ellas el celo de los pasados ministros, el de los que actualmente le componen, y avivando la práctica de muchas cosas cuya ignorancia produce nuevas ocupaciones al mismo tribunal, y le precisa a gastar en nuevos discursos y consultas el tiempo que podía destinar a la ejecución de lo resuelto con la mayor madurez y acierto en la ocurrencia de algún caso de las mismas circunstancias. Y esto mismo puede tener lugar en lo que mira al archivo de la sala de alcaldes.
»Tengo entendido que de los consejos y tribunales superiores se han pasado de tiempo en tiempo porciones considerables de papeles al Real Archivo de Simancas; pero si al entregarlos no se acompañaron índices puntuales de lo que se entregaba, como estoy asegurado, se han seguido dos daños: el primero, que ni en los tribunales hay noticia de lo que entregaron, para pedir lo que necesiten, y el segundo, que hay la misma ignorancia en Simancas, por no haberse formado nuevos… &c.»
Desgraciadamente la muerte sorprendió a este íntegro y celoso ministro antes de que pudiera ver realizados tan útiles pensamientos, ni la vida del rey se prolongó lo bastante para poder ejecutarlos por otros.
Algunos de los que habían estado ocupados en la primera de estas mencionadas comisiones fueron después destinados para hacer viajes científicos a reinos extraños, como lo fue el sabio orientalista Pérez Bayer a Italia, donde tuvo ocasión de trabar relaciones de amistad y buena correspondencia con los literatos más acreditados de Turín, de Venecia, de Milán, de Bolonia y de Roma, de disfrutar de los códices más preciosos de la biblioteca Vaticana, y de enriquecerse de conocimientos y aumentar el caudal de erudición que ya de España llevaba, y con que pudo escribir su excelente Tratado de las Monedas Hebreo-Samaritanas, e ilustrar con notas y observaciones propias el índice y colección que se le encargó hacer de los manuscritos castellanos, latinos y griegos de la Biblioteca del Escorial, mientras Casiri hacía el de los escritores árabes{31}.
Con un príncipe como Fernando VI, y con unos ministros que así fomentaban las letras y protegían los ingenios, y a favor de una paz como la que España, merced a la política por aquellos seguida, disfrutaba, no es extraño que aquel movimiento intelectual, aquella afición a las investigaciones, y aquel amor a los estudios que en el reinado del primer Borbón habían comenzado a desarrollarse, continuaran multiplicándose y creciendo en este reinado, ya fructificando la semilla antes derramada, ya reproduciéndose sus frutos, y ya desarrollándose nuevos gérmenes de cultura al calor de una protección siempre digna de alabanza y aplauso en los monarcas y en los gobiernos. No es nuestro propósito hacer en el presente capítulo ni una nómina de los escritores que en el período que este libro abarca florecieron, ni un catálogo de las producciones con que enriquecieron nuestra literatura, ni un examen de las materias y de los ramos del saber que principalmente se cultivaron. Objetos serán estos sobre que procuraremos dar a nuestros lectores aquellas que la índole de una historia general, y no especial de la civilización ni de las letras, permite, en la revista que procederemos luego a hacer de la situación de España, y por consecuencia también de su estado intelectual, en estos dos reinados.
Ni hemos hecho, ni nos habíamos propuesto hacer aquí sino apuntar ligeramente aquellas noticias indispensables para demostrar, que si en la política, en la administración, en la economía, en el fomento de la marina y del ejército, en la legislación, en las costumbres y en las artes, mostró Fernando VI en un reinado digno de más duración un celo que le hizo acreedor a las consideraciones y a las alabanzas de la posteridad, no le manifestó menos en la protección a las letras. Y que teniendo presente este recomendable conjunto de prendas y de acciones, no sin razón un escritor español, al terminar la relación de su penosa enfermedad y fallecimiento en la estrecha alcoba del palacio de Villaviciosa, concluía con estas palabras que nosotros aceptamos: «Su memoria será siempre preciosa y agradable a los españoles.»
{1} El deán Ortiz, en su compendio cronológico de la Historia de España, libro XXIV, c. 3.º dice que la enfermedad de esta reina consistió en una especie de enjambre de inmundos insectos que de su cuerpo brotaban, y se le consumían al mismo tiempo, «con tal abundancia que no la pudieron redimir los recursos de la medicina, de la majestad y de la limpieza.»– Esta noticia, no sabemos si tomada por Ortiz de algún otro autor, ha sido tan generalmente admitida, que apenas se cita en España un caso de esta terrible enfermedad que no se recuerde al momento el de la reina doña Bárbara.
Y sin embargo estamos persuadidos de que no padeció semejante enfermedad aquella señora. Nos fundamos para esto en un circunstanciado informe o noticia desde el principio de su enfermedad hasta su fallecimiento, acompañada de reflexiones, dada por un médico de cámara, que se halla entre los manuscritos de la biblioteca del duque de Osuna, y ha sido impreso en el tomo XVIII de la Colección de Documentos inéditos.
Tenemos además a la vista una exposición manuscrita de otro facultativo que pretendía curar a la reina por un nuevo sistema, su fecha 8 de agosto de 1758, con cuyo motivo hace también una descripción de la enfermedad, en todo conforme con la del médico antes citado; pero ni uno ni otro hacen la menor mención de la plaga de asquerosos insectos de que se dice comúnmente con Ortiz haber sido víctima aquella señora.– Hállase este último documento en un grueso volumen de la Colección de Macanáz, perteneciente a la Real Academia de la Historia, Est. 26. gr. 5.ª D. 114.
{2} Al decir de un historiador extranjero, hubo proyectos, durante su enfermedad, así en la corte de Versalles como en las de Viena y Turín, de reemplazarla con otra princesa en la vacante que se esperaba del trono y del tálamo regio, pero todos se estrellaron en el profundo cariño del rey a su esposa.
{3} Carta del embajador conde de Bristol al ministro Pitt, 25 de setiembre, 1758.
{4} Hemos tomado los pormenores de la enfermedad de Fernando VI de un extenso discurso que sobre ella escribió su médico de cámara, don Andrés Piquer, que existe entre los manuscritos de la biblioteca de Osuna, y se publicó también en el tomo XVIII de la Colección de Documentos inéditos, del cual ocupa desde la pág. 156 a la 226.
{5} Un escritor contemporáneo describe así el físico de Fernando VI. «Era, dice, pequeño de estatura, y su rostro, sin ser bello, era expresivo y agradable: sus ojos azules, y toda su fisonomía de Borbón: pacífico y sosegado por carácter, tenía en cuanto a sus modales y apostura más semejanza con la gracia y viveza de los franceses que con la gravedad y parsimonia de los españoles.»
{6} Tomos de papeles varios de la Real Academia de la Historia, volumen XXXI, pág. 688.
{7} Hállanse todas estas disposiciones, impresas, en el mismo volumen, desde la pág. 689 a la 713.
Ya en 1749 el corregidor de Úbeda y Baeza don Antonio Carrillo de Mendoza había dirigido al rey un extenso papel con el título de: Dispertador político y económico para la recreación de los pósitos, su nuevo establecimiento, y medios de impedir la carestía de granos en el continente de España, con varias utilidades del Real erario y universal consuelo de sus habitadores, &c.– M.S. Colección de Macanáz, tom. D. 114, pág. 853.
El edificio del Pósito de Madrid se había erigido ya en 1745.
{8} Hemos visto varias representaciones hechas al rey en este sentido, que se conservan manuscritas en los tomos de Varios, antes citados.
{9} Memoria del marqués de la Ensenada, proponiendo medios para el adelantamiento de la monarquía.
{10} Según Canga Argüelles, en su Diccionario de Hacienda, las rentas provinciales de Castilla produjeron en 1758, sesenta y ocho millones de reales, y la de aduanas cerca de treinta y cuatro millones.
{11} Memoria de Ensenada, en el tomo XII del Semanario Erudito, y en el tomo XII de la Colección de Sempere.
{12} Arbitrios extraordinarios de que se valieron los ministros de Fernando VI:
1.– Una contribución de 10 por 100 sobre las rentas de los habitantes.
2.– Otra de 50 por 100 sobre las sisas y los arbitrios de los pueblos.
3.– Otra sobre todos los gremios de artes y oficios, en razón de los caudales que manejaban.
4.– Préstamo de 500.000 pesos sobre la Compañía de Guipúzcoa.
5.– Se aplicó al erario la tercera parte de las rentas, sueldos, emolumentos y oficios enajenados de la corona.
6. Ídem la décima del sueldo de los ministros y criados de S. M.
7.– Se pidió un donativo forzoso a los arrendadores de las rentas, en cantidad proporcionada a su riqueza.
8.– Se mandó acuñar la plata oro que los particulares llevaran a vender a las casas de moneda.
9.– Se prohibió llevar más de dos mulas en los coches.
10.– Se enajenó la dehesa de la Serena.
11.– Se estableció la negociación del giro en la tesorería general.
Canga Argüelles, Diccionario de Hacienda, artículo Arbitrios extraordinarios.
{13} Colección de Cédulas Reales, Biblioteca de la Real Academia de la Historia, tomo I.– Canga Argüelles, Diccionario, articulo Créditos.
{14} Testamentos de Reyes; el de Fernando VI.– Dictamen respondiendo a la consulta hecha sobre deudas antiguas de la Real Hacienda, por el P. M. Fr. Agustín Rubio, del orden de Predicadores, prior del convento de la Pasión. Colección de Macanáz, D. 114, fol. 774.
{15} Estaban en la siguiente proporción en cada provincia:
En el reino de Valencia | 1.765 |
En el de Aragón | 845 |
En el de Murcia | 214 |
En el de Granada | 1.701 |
En el de Sevilla | 1.525 |
En el de Córdoba | 750 |
En el de Toledo | 3.951 |
En el de Extremadura, en Zarza la Mayor | 128 |
En la villa de Requena | 557 |
En la de Pastrana | 6 |
En Madrid | 334 |
No se incluía en este estado la Real Fábrica de Talavera.– Calculábase que se necesitaban para el surtido y entretenimiento de todos los telares del reino 1.622.932 libras de seda en cada un año, de las cuales producía la cosecha 1.280.000, a lo sumo, y faltaban 342.932.– Contábanse además otros 8.357 telares parados, sin que se exprese el motivo.
Noticia de los telares de seda de ancho y angosto, corrientes y parados, que hay en el reino, según las remitidas por los intendentes de las provincias.– Tomo de manuscritos de la biblioteca de la Real Academia de la Historia, D. 114, pág. 796.
{16} Según Canga Argüelles el año 1758, los ingresos de la tesorería fueron 360.538.440 reales, de los cuales consumieron las casas reales 41.000.000.– Artículo Memorias de Hacienda.– Pero hay alguna contradicción entre este último gasto y el que en otra parte supone haber hecho la casa real de España en aquel tiempo, pues en el Artículo Gastos de la casa real dice haber importado el del primer año de Fernando VI 60.832.146, y en el último 35.485.828.
{17} Estos datos estadísticos se reunieron en 150 volúmenes, que en 1808 se guardaban en la biblioteca del departamento del fomento general: ignoramos dónde se hallan hoy.
{18} Representaron contra la medida varios intendentes. Hemos visto entre otros el escrito que dirigió al ministro de Hacienda el que tenía a su cargo la administración del reino de Galicia, haciendo observaciones y reparos sobre las dificultades de llevarla a ejecución, y probando que solo para hacer la estadística de las 3.616 parroquias o feligresías de que constaba aquel reino, se necesitaban 14.624 libros, y emplear diez años por lo menos, trabajando ardua y eficazmente y no perdiendo un punto de tiempo.– Tomo de la Colección de manuscritos de Macanáz, señalado D. 114, al fol. 362.
{19} Tomo de Varios de la biblioteca de la Real Academia de la Historia, Est. 22, gr. 2.ª num. 36, al fol. 668.
{20} Encuéntranse muchas de estas cédulas en otros tomos de Varios de la misma Colección, especialmente en los señalados con los números 37 y 39.
{21} Esta Academia existió primeramente en la Casa Panadería de la Plaza Mayor, hasta que en 1774 se trasladó a la calle de Alcalá, pasando a ocupar aquel local la Real Academia de la Historia, a quien se le concedió Carlos III «con todas sus servidumbres, comodidades y accesorios,» en los mismos términos que le obtuvo la de San Fernando, y donde desde entonces existe.
{22} Biblioteca Española de Sempere y Guarinos, tomo I.– Memorias de la Real Academia de la Historia, tomo I.
En 1756 publicó aquella Academia el primer tomo de sus Memorias, con la historia de su establecimiento, seguida de unas Observaciones sobre los principales elementos de la Historia, escritas por el marqués de Llió.
{23} Merece ser conocida la letra de este real decreto. «Siendo tan consecuente, decía S. M., a mis deseos de fomentar y proteger cuanto pueda dar aumento al estudio y aplicación a las letras entre mis súbditos, la buena acogida y aprobación que han logrado en este Consejo los recursos de diferentes sujetos estudiosos de la ciudad de Sevilla, unidos con el loable fin de establecer en aquella ciudad una Junta o Academia para el ejercicio y adelantamiento de las Buenas Letras, despachándoles el permiso y aprobación de estatutos, que para proceder al legítimo establecimiento de la Academia y continuar sus juntas se requería; no puedo menos de manifestar en esta ocasión al Consejo mi gratitud, y lo mucho que en todos tiempos lisonjearán mi ánimo los cuidados y providencias que aplicare su celo a promover semejantes establecimientos, y el del más seguro método para que en mis dominios florezcan cada vez más las ciencias; en cuya conformidad, tomando ahora bajo mi real protección la referida y aprobada Academia de Buenas Letras de Sevilla, encargo al Consejo cuide de que sea atendido y mirado este cuerpo con la estimación que le proporciona mi sombra y patrocinio.– Al Obispo de Calahorra.»
{24} Historia de la Literatura Española, Época tercera, cap. 3.º
{25} Hállase ésta Instrucción en un tomo de Varios de la biblioteca de la Real Academia de la Historia. E. 185, Est. 27, gr. 6.ª al fol. 93.
{26} Además de las muchas obras que dejó inéditas, y que enumera Sempere y Guarinos en su Biblioteca Española, imprimió y publicó las siguientes: «Ensayo sobre los alfabetos de las letras desconocidas: –Orígenes de la Poesía Castellana: –Anales de la Nación española hasta la entrada de los romanos: –Conjeturas sobre las medallas de los reyes Godos y Suevos de España: –Noticia del viaje hecho de orden del rey; con algunos otros opúsculos.
{27} Personas que fueron enviadas a cada uno de estos puntos:
A Barcelona | D. Carlos y D. Andrés Simón Pontero. |
A Córdoba | D. José Vázquez y Venegas y D. Marcos Domínguez. |
A Coria | D. Andrés Santos. |
A Madrid | D. Francisco de Milla. |
A Cuenca | D. Asensio Morales. |
A Murcia | Ídem. |
A Orihuela | … |
A Valencia | D. Miguel Eugenio Muñoz. |
A Sigüenza | El deán de aquella iglesia, D. Antonio Carrillo. |
A San Bartolomé de Salamanca | Sus colegiales. |
A Oviedo | El canónigo D. Anastasio Torres. |
A Molina | D. Nicolás Gil. |
A Zaragoza | D. Fernando de Velasco y D. José Luyando. |
A Simancas | D. José Marcos y D. Bernardo García Acedo. |
A Toledo | El padre Burriel y el doctor Bayer. |
A Gerona | El padre Antonio Codorniú. |
A Urgel | D. Andrés Simón Pontero. |
Al Colegio de Bolonia | Sus colegiales. |
A París | D. N. Terrari. |
Colección de Documentos inéditos, tomo XIII, sacado del archivo de manuscritos de la Academia de la Historia.
{28} «Instrucción que se ha de observar para el reconocimiento de los archivos reales y de las iglesias catedrales y colegiatas, conventos, &c. Madrid a 3 de setiembre de 1750.» Está firmada por don José de Carvajal y Lancaster.– Colección de Documentos inéditos, tomo XIII.
{29} Razón del estado en que se hallan las comisiones de registrar los archivos que se han despachado de orden del rey, &c.– Ibídem.
{30} «Un niño, le decía al ministro Wall, a quien no solamente quitan de delante el plato de dulce en que se engolosinaba, sino le hacen arrojar el bocado que ya tenía en la boca porque no le haga mal, por rendido que sea no puede menos de desconsolarse.
«Lo menos, malo será, decía a don Gregorio Mayans, que otros luzcan con mis trabajos: ¡ojalá se publiquen y sirvan, sea como fuere! La lástima será que del todo se sepulten y pierdan, y que todo hombre de razón se acobarde para siempre; porque si yo soy tratado de este modo habiendo sido detenido al marchar a mi California, habiendo sido pensionado sin pedirlo, habiendo trabajado en asuntos de toda ofensión pública y privada, y habiendo finalmente sido de genio bienhechor a todos, y con nadie amargo, ¿qué deberá esperar otro cualquiera? Si el delito es ser jesuita, diría otras cosas.»
En el citado tomo XIII de la Colección de Documentos, se halla una larga y muy curiosa correspondencia del P. Burriel con los ministros de Estado, especialmente con don José Carvajal, con el P. Rábago, y con otros personajes, y muchas y muy interesantes noticias relativas, no solo a su comisión, sino a la general del reconocimiento de archivos desde su principio hasta su fin, así como una Memoria y Catálogo de los libros y papeles manuscritos que se hallaron en su aposento, y se llevaron a la Real Biblioteca.– Ocupa esta correspondencia desde la pág. 229 a la 365 del tomo.– Otras noticias referentes a este docto jesuita pueden verse en su Vida, escrita por su hermano Antonio, e inserta en el tomo VIII de la misma Colección, y en el VI de la Biblioteca de Sempere y Guarinos.
{31} Sempere, Biblioteca Española, tomo II.