Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VII ❦ Reinado de Fernando VI
Capítulo V
Ofrecimientos de Francia e Inglaterra
Neutralidad española
De 1755 a 1758
Estado de la corte después de la caída de Ensenada.– Prudente política de los reyes.– Carácter y conducta de cada ministro.– Empeño y esfuerzos de franceses e ingleses para atraer a su partido la corte de España.– Gestiones del embajador francés Duras.– Artificios de la duquesa, esposa del embajador.– Digna respuesta de la reina.– Proposición por parte de Francia de un pacto de familia.– Enojo del rey.– Retirada del embajador.– Aliento que toma el ministro inglés.– Caída del confesor Rábago.– Rompimiento entre Francia e Inglaterra.– Confederación de varias potencias de Europa en favor de una u otra de aquellas dos naciones.– Conquistan los franceses a Menorca.– Indignación en Inglaterra.– Cambio de ministerio.– Pitt.– Ofrecen los franceses la plaza de Menorca a España a condición de ser ayudados en la guerra contra ingleses.– Entereza e inflexibilidad de los monarcas españoles.– Conflicto en que los ponen los sucesos.– Firmeza de Fernando en su sistema de neutralidad.– Ofrecimiento de Gibraltar hecho por Inglaterra a España.– Otros halagos de los ingleses.– Condiciones que exigen.– Célebre nota del ministro Pitt al embajador Keene sobre este asunto.– Infructuosos esfuerzos del embajador británico.– Disposición de los reyes de España a no faltar a su sistema.– Enérgicas contestaciones del ministro Wall.– Enfermedad y muerte del embajador Keene.– Reemplázale Bristol.– Renuncia de Wall no admitida.
Aunque la caída de Ensenada llenó de esperanza y de orgullo al partido británico, tanto como abatió y desconcertó al francés, no varió la política de la corte tanto como los ingleses esperaron y como los franceses temieron. No sin intención y propósito habían sido conservados en puestos más o menos importantes varios amigos, hechuras y parciales del magnate desterrado. El ministro Wall, y su amigo el duque de Huéscar, o de Alba, observaban con extrañeza la oposición que sus proyectos encontraban en los reyes, y no sorprendía menos a la Gran Bretaña ver que no eran admitidas sus proposiciones. Y era que entraba en la política de los soberanos españoles ni dejar tomar demasiado ascendiente a aquellos dos personajes, ni dejarse arrastrar por Inglaterra en los compromisos de sus querellas con Francia. Habían salvado un escollo, y huían de caer en el opuesto.
Disgustaban al duque de Alba los obstáculos con que tenía que luchar, y parte por orgullo, parte por indolencia, so pretexto de falta de salud se alejaba frecuentemente de Madrid abandonando los negocios políticos. Wall, aunque contrario a los proyectos de la Francia, y adicto a Inglaterra por sus amistades y relaciones y por cierta inclinación o amor de patria, como irlandés que era, no se atrevía, ni a contrariar el sistema de neutralidad adoptado por sus soberanos, ni a chocar con la preocupación nacional contra los extranjeros, apareciendo demasiado parcial hacia su patria antigua. Y don Julián de Arriaga, encargado de la Secretaría de Indias, si bien con cierta dependencia de Wall, que le tenía reducido a ser como su oficial mayor, ni olvidaba que había debido a Ensenada toda su carrera, ni correspondió a sus recientes protectores del modo que ellos se habían prometido, ni ejercía tan escaso influjo como el que ellos ya querrían, viendo que no hacía nada para calmar las quejas de los agravios que se emitían contra Inglaterra. El ministro de Hacienda Valparaíso, no el más apropósito para el despacho y dirección de los negocios de aquel ramo, tenía que fiarse de los oficiales de la Secretaría, en su mayor parte hechuras de Ensenada. Caballerizo de la reina, y hombre de dilatada familia, no obraba con la independencia de Alba y de Wall. El de la Guerra, don Sebastián de Eslava, capitán general de ejército, dignidad la más alta de la milicia, hombre íntegro a toda prueba, enérgico y vivo a pesar de su avanzada edad, se mostró completamente adherido a las miras y a los deseos de su soberano, y aunque antes se le había tenido por afecto a los ingleses, viósele propender después tan manifiestamente a favor de la Francia, que el ministro británico Keene usó para calificar su conducta la donosa expresión de que revivía en él el alma de Ensenada. Por otra parte, no solo los gobernadores de las principales plazas fuertes y de comercio de España eran los mismos que Ensenada había colocado, como lo eran los empleados en los tribunales y en las oficinas generales de la administración, sino que por influjo de la reina fueron repuestos en sus destinos algunos de los que habían caído envueltos en la desgracia de Ensenada, entre ellos uno nombrado Gordillo, contador de palacio, que reemplazó a Ordeñana en la plaza de oficial mayor del ministerio de la Guerra, y era uno de los que más se nombraban en los papeles y sátiras populares que por aquel tiempo corrieron (1755).
Era tanto más sensible a los ingleses ver desvanecidas, o fluctuantes por lo menos, las esperanzas de triunfo que habían fundado en la caída de Ensenada, cuanto más de cerca amenazaba un rompimiento formal entre las dos naciones rivales, y de que eran como el anuncio los parciales choques que habían tenido en las Indias Orientales, a orillas del Ohio, y en las fronteras de Nueva Escocia. Y aunque ambas aparentaban querer con negociaciones evitar la guerra, era lo cierto que habían salido ya dos escuadras para los mares de América, de los puertos de Francia la una, de las costas de Inglaterra la otra. Así ambas cortes redoblaron sus esfuerzos para hacer inclinar la de España en favor suyo y arrastrarla a tomar parte en sus desavenencias.
Sin tregua ni descanso trabajaba el embajador francés Duras; de ministro en ministro andaba, afanoso por ganar alguno, y no encontrando sino respuestas evasivas en todos, apeló al favor y a la mediación de Farinelli, quien para eludir los importunos agasajos del ministro francés, tuvo que decirle que él no era diplomático, sino músico. Pareciole a la corte de Versalles que la duquesa, esposa del embajador, sería más apropósito para insinuarse con la reina misma, y que sabría sacar mejor partido, recordando tal vez los buenos oficios que en tiempo de Carlos II había hecho a la corte de Francia la duquesa de Harcourt. Pero no fue tan afortunada la de Duras en su comisión. Puso en manos de la reina una carta confidencial y en extremo afectuosa de Luis XV, invitándola a que se correspondieran y entendieran los dos secreta y directamente, y a que le contestara en francés, a fin de que el rey Cristianísimo no tuviera necesidad de participar a sus ministros la respuesta. La reina doña Bárbara, comprendiendo el peligro en que pudiera envolverla el misterio, tomó la carta y la entregó al rey su esposo en presencia de los ministros. Indignó a Fernando la artificiosa conducta de la corte de Versalles y el impolítico paso de la mediadora, y encargó la contestación al ministro de Estado Wall, la cual había de ser en español, y había de ser presentada a su primo, no por conducto de la duquesa de Duras, sino del embajador de España en París, «que para eso, añadió muy discretamente el rey, tengo mis ministros en las cortes extranjeras.» La respuesta que le dio iba concebida en términos generales, y tales como correspondían a las buenas relaciones de amistad y de familia que mediaban entre ambos soberanos. Y como en otra conferencia la embajadora de Francia se atreviera a quejarse a la reina de la parcialidad que decía notar en Wall, y a indicarle el gusto con que su soberano se entendería con otro ministro que fuese menos inclinado a los intereses de Inglaterra, comprendiendo la reina el objeto de la indicación, le respondió con cierto suave desenfado: «El rey mi esposo nombra los ministros a su gusto, y yo no podría entrometerme en esto: cuanto más que nosotras las mujeres no entendemos de estos asuntos, propios de los soberanos y sus ministros, y no nos toca sino esperar lo que ellos dispongan y hagan.{1}»
Volvió por su parte el embajador, apretado ya por los sucesos, a emprender oficialmente sus gestiones, presentando a nombre de su soberano una nota, en que después de dar muchas quejas sobre agravios inferidos por los ingleses, y de hablar duramente de sus injustas agresiones y de lo que llamaba sus infamias, excitaba en el rey los afectos de la sangre, le recordaba los sacrificios de Francia para colocar a su padre en el trono español, y le proponía un pacto de familia. Leyó además un papel separado, en que después de significarle que sus ministros le ocultaban lo que pasaba en América, y aún en España, concluía aconsejándole que por su interés y por el de su pueblo consultara y oyera a otros hombres que tenía alejados del poder. Como un desacato y una falta de reverencia a su dignidad recibió Fernando este paso del embajador; necesitó apelar a la prudencia para no dejarse arrebatar de la ira, le dio de pronto una respuesta desdeñosa, llamó luego al duque de Alba y a Wall, y les manifestó que se estaba en el caso de despedir al embajador francés. Templaron no obstante aquellos su enojo con prudentes reflexiones, y lograron reducirle a que diese una respuesta moderada y digna. En ella exponía la situación de España con relación a las demás potencias, y sin dejar de mostrar sus vivos deseos de vivir en amistad con Francia, no olvidando nunca los lazos de parentesco que le unían a aquella real familia, declaraba estar decidido a consagrarse a hacer el bien de sus súbditos y a procurarles los beneficios de la paz de que habían carecido tanto tiempo, sin mezclarse ni tomar parte alguna en las contiendas de otras naciones, mientras no le obligara a ello una necesidad muy justificada.
Todavía no desistió la corte de Versalles. No pudiendo hacer a España auxiliar suya, intentó hacerla mediadora de sus querellas con la Gran Bretaña, relativas a las colonias de América. Esta proposición, al parecer modesta y sencilla, llevaba envuelto el propósito de excitar durante la negociación los celos mercantiles entre España e Inglaterra. Pero este designio se estrelló también en la inquebrantable resolución de Fernando VI, que huyendo hasta de la posibilidad de comprometerse por uno de los dos partidos o de las dos naciones rivales, esquivó el honroso papel de mediador, diciendo que no podía serlo quien tenía también disidencias propias que zanjar con la Gran Bretaña, las cuales procuraba arreglar directa y amistosamente, y aconsejaba al monarca francés que procurara hacer lo mismo a su ejemplo en bien de la tranquilidad general. Y por último, deseoso de descansar de las mortificantes instancias del embajador francés, que cada día le acosaba con un nuevo artificio, pidió a la corte de Francia su separación, y como ésta no pudiera negársela, tuvo que retirarse el embajador duque de Duras de Madrid (octubre, 1755).
Esta entereza del rey, y el resultado de esta lucha diplomática con Francia reanimó al partido inglés, y muy principalmente al embajador Keene, que no menos activo y más sagaz que el de Francia aprovechó aquella ocasión para renovar mañosamente sus antiguos ataques contra el jesuita Rábago, confesor del rey, que milagrosamente había sobrevivido a la caída de Ensenada. Agregó a los papeles que ya tenía otros que le había ido suministrando la corte de Portugal, concernientes a su conducta en el asunto relativo al tratado con aquel reino, y al proceder de los jesuitas del Paraguay en el ruidoso negocio del cambio de las siete colonias españolas por la del Sacramento, y examinados los documentos por el rey, ordenó la separación del confesor (enero, 1756). En ella no dejó de tener parte el ministro de Portugal Carvalho, y Keene se prometía que a la caída del confesor seguiría la de otras hechuras de Ensenada que conservaban aún sus empleos.
Así las cosas, llegó el caso de estallar seriamente el rompimiento entre Inglaterra y Francia, primeramente en los mares del Nuevo Mundo, después en el continente europeo. Dejemos a cada una de estas dos naciones, culparse recíprocamente de haber sido la agresora y de haber dado principio a una lucha que ambas deseaban, y que hacía mucho tiempo se tenía por inevitable. Rota la paz, cada una procuró robustecerse con la alianza y auxilio de otras potencias, y cada potencia fue tomando posición y colocándose al lado de aquella a que la inclinaba su interés, o a cuyo arrimo esperaba vengar mejor el resentimiento que contra la otra tuviera. Sorprendió a Inglaterra verse abandonada en esta ocasión, por una causa semejante, de la emperatriz de Austria, y celebrarse una alianza entre las cortes de Viena y de Versalles. En cambio se confederaron Inglaterra y Prusia por medio de un convenio que se firmó en Londres (enero, 1756). Púsose Rusia de parte de Francia y Austria, anulando la emperatriz un tratado de subsidios que antes había hecho con Inglaterra. Suecia abrazó también la causa de Francia. Holanda y Dinamarca se mantuvieron neutrales. Cuando en Londres se declaró y publicó la guerra (18 de mayo, 1756), no se hizo sino llenar una formalidad, porque la guerra existía hacía ya tiempo en América y en Europa. No de los sucesos de esta gran lucha, sino del papel que representó en ella nuestra nación es de lo que nos corresponde dar cuenta.
Interesado el gabinete de Versalles en comprometer en ella a España, proyectó dar un golpe que al paso que quebrantara el poder de Inglaterra en Europa, le sirviera para decidir a España en favor suyo por el agradecimiento. Sabía muy bien el gobierno de Luis XV de cuánta estima y de cuánto precio sería para el rey de España y para los españoles la recuperación de alguna de las dos importantísimas plazas que los ingleses tenían en nuestros dominios, Gibraltar y Menorca. Ya los ingleses con este recelo habían enviado al almirante Byng al Mediterráneo con una flota para que vigilara por su seguridad. Pero habíanse anticipado los franceses a dar el golpe que tenían premeditado, con esa viva actividad que los ha distinguido siempre en las guerras. Una escuadra de doce navíos de línea que conducía doce mil hombres al mando del mariscal de Richelieu partió del puerto de Tolón y se lanzó rápidamente sobre Menorca, desembarcando sin oposición, y obligando al gobernador y guarnición inglesa a encerrarse en el fuerte de San Felipe que domina la plaza. El almirante inglés Byng, que acudía con su flota al socorro de la apurada guarnición, fue detenido por otra flota francesa que le salió al encuentro, y le obligó a retroceder a Gibraltar (20 de mayo, 1756). La guarnición de Menorca, después de haberse defendido con arrojo, se vio precisada a rendirse y entregar la fortaleza (28 de junio). Así pasó a poder de los franceses la plaza de Menorca, que se miraba como rival de Gibraltar, y se tenía por tan inexpugnable como ella. Como una calamidad nacional se consideró en Inglaterra este suceso: estalló una indignación general, y ya exagerada, contra el desgracia de Byng, desencadenándose contra él la ira popular, y para satisfacer el clamor de venganza que se levantó en el pueblo, se le llamó, se le encarceló en Greenwich, y se le sometió al juicio de un tribunal{2}. También recayó la indignación de los ánimos sobre la incapacidad e indolencia de los ministros, y aquel suceso produjo la caída del ministerio Newcastle y la elevación de Pitt, si bien a poco tiempo fue necesaria una modificación en que quedaron juntos estos dos ministros, aunque Pitt fue el que resumió en su persona el favor del rey y la confianza del pueblo.
Sobre haber alentado estos primeros reveses de Inglaterra al partido francés de Madrid, tan contrariado desde que faltó del ministerio Ensenada, no hubo halago con que no tentaran a los monarcas españoles la corte y el gobierno de Luis XV. Una de las proposiciones que les hicieron, y esto de acuerdo con la corte de Viena su aliada, fue la de colocar al príncipe de Parma don Felipe en el trono de Polonia, que se suponía muy en proximidad de quedar vacante por la débil y quebrantada salud de Augusto, elector de Sajonia, que le ocupaba. Este pensamiento fue acogido con avidez y sostenido con empeño por la reina viuda de España, madre de Felipe y madrastra de Fernando. Pero Fernando y Bárbara que no participaban del interés de Isabel Farnesio por el engrandecimiento de los hijos del segundo matrimonio de Felipe V, no quisieron sacrificar a él la paz de España como en el anterior reinado, ni dar ocasión a que se encendiera una nueva guerra por un asunto de familia.
Más tentadora fue para ellos la proposición que luego les hizo la Francia de cederles la recién conquistada plaza de Menorca, y de ayudarlos a la reconquista de la de Gibraltar, con tal que se adhirieran a la alianza contra Inglaterra. Tenía esta propuesta, sobre su propio aliciente, la circunstancia de ser apoyada con todo el influjo de la reina de Hungría, emperatriz de Austria; la cual escribió una carta particular a la reina, manifestándole su deseo de ver íntimamente unidas las dos grandes monarquías de la casa de Borbón. Y para inclinar a Fernando a que se adhiriera al tratado de Versalles, se había hecho escribir un preámbulo que contenía la resolución de las dos potencias contratantes de no comprometer a ninguna de las otras en las disputas particulares entre Inglaterra y Francia, con cuya cláusula parecía deberían desvanecerse los escrúpulos de Fernando. Mucho temió el embajador inglés que de resultas de un ofrecimiento tan halagüeño, y con tan poderoso influjo apoyado, viniera a tierra el sistema de neutralidad de Fernando y de la reina, hasta entonces con tanta firmeza sostenido; mucho más cuando veía inclinados a la aceptación de aquel ofrecimiento a personajes como el nuevo confesor del rey, y como el marqués de la Mina, capitán general de Cataluña. Solo fiaba en la influencia del duque de Alba, y en que no lo consentiría un ministerio en que estaba el caballero Wall.
De no dejarse fascinar ni seducir fácilmente dieron en esta ocasión buena prueba los monarcas españoles. Cuando el ministro Wall hacía lectura del preámbulo del tratado de Versalles, al llegar a las palabras: «No queriendo S. M. Cristianísima comprometer a ningún príncipe en su querella particular con Inglaterra.» le interrumpió Fernando diciendo: «Excepto a mí.» Y la reina doña Bárbara contestó a la carta confidencial de la emperatriz María Teresa en términos muy estudiados y que no podían traerle ningún compromiso; y respecto al párrafo en que le hablaba de la conveniencia de la unión de los dos Borbones, decíale la reina en muy políticas frases, que no le parecía asunto propio de una correspondencia amistosa entre dos mujeres{3}. Pero desconfiaba el ministro británico de Farinelli, muy afecto siempre a la emperatriz de Austria, muy de la confianza de la reina de España, y que desde la caída de su amigo Ensenada conservaba cierto resentimiento con Alba y Wall, y los hubiera visto con gusto reemplazados. Mantuviéronse no obstante, así la reina como el rey, inflexibles en su sistema, resistiendo hasta a las peticiones de socorros particulares que la corte de Viena les hacía; y cuando la emperatriz reclamó, ya no como socorro, sino como pago, una cantidad de diez mil doblones que España debía a aquella corte, contestó Fernando que el envío de una suma cualquiera, por pequeña que fuese, podía interpretarse en aquellas circunstancias como subsidio. Así iban los soberanos de España eludiendo mañosamente todos los ardides que se empleaban para empeñarlos en favor de una o de otra de las potencias rivales y comprometerlos en la guerra.
En extremo difícil era el sostenimiento de este equilibrio, tanto más, cuanto que diariamente estaban ocurriendo choques y conflictos producidos por las presas que mutuamente se hacían los corsarios de una y otra nación, en los cuales tenían muchas veces que intervenir los gobernadores y empleados subalternos de España, que no era fácil se condujeran siempre con la imparcialidad y la prudencia que los reyes observaban y que hubieran deseado en todos; lo cual producía quejas y reclamaciones, que comprometían a las autoridades superiores, al mismo gobierno y a la nación entera. Refiérese entre otros casos el siguiente. Un corsario inglés, el Anti-francés, apresó un buque de Francia, el Duque de Pentievre, que venía de las Indias Occidentales. El vice-almirantazgo de Gibraltar la declaró buena presa en vista de los documentos que le fueron presentados. A su vez los agentes franceses trabajaron por acreditar que la presa era ilegítima y atentatoria a la neutralidad de la costa española en que se había hecho la captura, y lograron que el ministro Eslava diera orden para que inmediatamente fuese devuelto el Duque de Pentievre: y como el capitán inglés se resistiera a obedecer esta orden, se usó de la fuerza, y dos navíos españoles le obligaron a rendirse. Pedían los ingleses satisfacción de este ultraje; el rey Fernando se indignó contra Eslava, mucho mas no siendo él a quien como ministro de la Guerra tocaba entender en aquel asunto; mandó suspender todo paso ulterior, y diciendo que no quería más Ensenadas declaró que era menester separar a Eslava. Pero faltó resolución para llevar a efecto esta medida, y se fue dejando a este ministro continuar en su puesto: porque don Ricardo Wall, que era quien hubiera podido y a quien correspondía ejecutarla, se había hecho tímido, huyendo por una parte de la acusación que se le hacía de afecto a los ingleses, y temiendo por otra arrostrar la impopularidad de la separación de un general anciano, que conservaba cierto prestigio por sus antiguos servicios, y tenía muchos partidarios en las oficinas.
Wall era pundonoroso, y bastaba que los franceses le acusaran de estar vendido a Inglaterra para que él hiciera estudio en no darles ni armas ni pretexto que pudiera justificar, ni en apariencia, aquella calificación. Además que el proceder de los marinos ingleses, especialmente de los corsarios, no los hacía acreedores a que un ministro justo, siquiera fuese adicto a su nación, se interesara por su causa. Al contrario, las quejas que se tenían de sus nuevas vejaciones no solo entibiaron la antigua amistad entre Wall y Keene, sino que hicieron renacer las disputas sobre el contrabando de América y sobre la extensión de los establecimientos ingleses en el golfo de Honduras y en la costa de los Mosquitos (1757).
Con motivo de estas nuevas discordias, y sobre todo temerosa la Gran Bretaña de que los ofrecimientos del gabinete francés al español hicieran por último a éste inclinarse del lado de Francia, resolvió el nuevo ministerio Pitt tentar el último esfuerzo para comprometer en su causa a la corte española, valiéndose de los mismos medios que los franceses, y haciéndole proposiciones más ventajosas que las de aquella nación, y a cuyo cebo se lisonjeaba de que difícilmente podría resistir. Consistían aquellas en ofrecer a España la restitución de Gibraltar y la evacuación de los establecimientos ingleses en el golfo de Méjico, con tal que España se uniera a Inglaterra contra Francia, y la ayudara a la recuperación de Menorca. El despacho en que el ministro Pitt encomendaba esta negociación al embajador inglés en España sir Benjamin Keene es un notabilísimo documento diplomático. En él se ve la importancia grande que el ministerio inglés daba a este negocio, en cuyo buen éxito parecía cifrar la salvación de Inglaterra en la desventajosa y apurada situación en que se hallaba, y la delicadeza suma con que conocía deber ser conducida la negociación, para no ofender la dignidad y el orgullo de la corte española.
Después de hacerle una pintura melancólica de la situación de aquel reino, y de describirle el espectáculo penoso que ofrecía ver los estados que formaban la antigua herencia de Su Majestad Británica presa de la Francia, el estado lamentable del ejército de observación, «que ya no existe para nosotros el imperio, que se han entregado los puertos de los Países Bajos, que el tratado holandés de portazgos no existe ya, que hemos perdido el Mediterráneo y Menorca, y que la misma América nos ofrece bien escasa seguridad:» y después de manifestarle que el remedio de aquella crisis angustiosa le esperaban solo de poder interesar en su favor a España, le decía:
«Tiene el rey tal confianza en vuestra capacidad y en vuestro gran conocimiento de la corte de Madrid, que sería inútil enviaros órdenes particulares e instrucciones relativas al modo de proponer esta idea, o de presentarla bajo un aspecto tan ventajoso, que halague las pasiones de la corte y embargue los ánimos de todos. Se espera no obstante que el orgullo español y los sentimientos personales del duque de Alba se hallarán esta vez en armonía con el interés principal de España, que no podría envanecerse de conservar el sistema de un egoísmo estrecho y mezquino, y de guardar una neutralidad expuesta y sin gloria… El caballero Wall no podrá dejar de conocer que conviene al interés de un ministro abrazar con ardor las opiniones nacionales y caballerosas de la nación que sirve…
«También debo comunicaros, según las órdenes de S. M., otra idea importante, íntimamente enlazada con la medida de que se trata y emana de ella naturalmente; la cual es de tal naturaleza que debe halagar los deseos e intereses del heredero presunto, y será para vos, al menos así lo espero, un manantial de que podréis sacar ventajas para vuestra negociación… El objeto favorito del rey de Nápoles en haber negado su adhesión al tratado de Aranjuez no puede ser otro que el de asegurar a su hijo segundo la sucesión eventual del reino de que disfruta S. M. Siciliana en este momento, en caso de que llegase a sentarse en el trono de España. Mira el rey como asunto del mayor interés que V. E. trate de penetrar la opinión del rey de la real familia, así como de la nación española, relativamente a este punto, que se halla en el orden de las cosas posibles. Me manda S. M. que os encargue en esto la mayor prudencia y una nimia circunspección al tocar esta cuerda sensible. Procuraréis, pues, darle ideas exactas sobre un asunto que para nosotros es ahora de la mayor oscuridad, y en el que sin duda alguna debe tropezarse con tantos intereses personales, tantas pasiones domésticas entre las frentes coronadas y príncipes de la familia de España…
«Antes de terminar este oficio, muy largo ya, debo encargaros, conforme a las órdenes particulares de S. M., que empleéis el mayor sigilo y mucha circunspección en las proposiciones que haréis del proyecto condicional relativo a Gibraltar; no sea que se interprete más tarde como una promesa de restituir esta plaza a S. M. C., aun cuando España no aceptase la condición que exigimos para esta alianza. En el curso de toda esta negociación relativa a Gibraltar tendréis particular cuidado de pesar y medir cada expresión en el sentido más terminante y menos abstracto, de modo que sea imposible cualquiera interpretación capciosa y sofística, que diese a esta proposición de cambio el carácter de renovación de una soñada promesa de ceder aquella plaza. A fin de hablar de un modo todavía más claro y más positivo en asunto de tan alta importancia, debo advertir expresamente, aunque esto no me parezca necesario, que el rey no puede, ni siquiera en el caso propuesto, abrigar el pensamiento de entregar Gibraltar al rey de España, hasta tanto que esa corte por medio de la unión de sus armas con las de S. M. haya realmente reconquistado y restituido a la corte de Inglaterra la isla de Menorca con todos sus puertos y fortalezas…{4}»
Recibió el embajador esta comunicación con disgusto, porque más conocedor que el ministro del espíritu y disposición de los reyes y de la corte de España, comprendía que la comisión, sobre muy delicada, habría de ser ineficaz; y que si bien el ofrecimiento tenía a primera vista algo de seductor y atractivo, la condición era sobrado dura para ser admitida por una corte que había resistido a proposiciones menos onerosas de Francia. Aceptó no obstante el cometido que le confiaba su soberano, y dio principio a su desempeño hablando al ministro Wall con todas las precauciones y con toda la timidez de quien recelaba que la sola insinuación de la propuesta excitara el enojo del ministro y le costara un bochorno y un desaire. Así fue que en la primera conferencia, a pesar de la maña y habilidad con que Keene le hizo la primera indicación, no pudo menos de oír acaloradas reconvenciones del ministro de España. «¿Cómo es posible, le decía, oír vuestras proposiciones, cuando la bandera española está siendo cada día ultrajada por los corsarios ingleses, sin que uno solo haya sido castigado por vuestro gobierno de dos años a esta parte? ¿Cómo puede haber amistad con una nación, que si tiene buenas leyes, o no sabe o no quiere castigar a los que las infringen? ¿Ni cómo España ha de fiarse de un gobierno como el británico que está consintiendo las usurpaciones que los súbditos de su nación hacen en América?»
Con la calma de un verdadero inglés aguantó Keene este primer desahogo del resentido ministro, que aun en la segunda entrevista, como el embajador le indicase que la falta de castigo de unos pocos criminales no debía ser obstáculo para la realización de los grandes proyectos que convinieran a las dos naciones, le respondió con el mismo calor: «Ni uno solo de esos tunantes ha sido castigado en dos años: ¿cómo podría defenderme yo ante un país y ante unos monarcas tan celosos de sus fueros y de su independencia, cuando ya me tachan de afecto a los ingleses?» Y diole después a entender que España sabría hacerse justicia a sí misma, si quien debía hacerlo no se cuidaba de ello, y añadió: «España tiene catorce navíos de guerra en aquellos mares, y cuando quiera podrá tener seis más.» Y en cuanto al ofrecimiento de la restitución condicional de Gibraltar, contestó evasivamente excusándose con que, extranjero como era en España, no podría contar para ello con ninguno de sus colegas, «cuyos sentimientos, le dijo, que son los mismos de la nación, los inclinan a no comprometerse en una guerra con Francia por vuestros intereses.»
No quedó más airoso el ministro inglés en el otro punto de su comisión relativa al proyecto de prestar apoyo al rey de Nápoles, a fin de asegurar a su hijo segundo la posesión de las Dos Sicilias en el caso de llegar a sentarse en el trono de España. Como inútil consideraba sir Benjamín Keene toda explicación que se intentara sobre este asunto. «Suponiendo, le decía a Pitt, que se entablase la negociación, no vería el rey de España con gusto, a lo que entiendo, que la Inglaterra ni cualquier otra nación se mezclara en las disputas con su hermano el rey de Nápoles; porque aquí se mira este negocio como cosa de familia, en la que nadie tiene derecho de intervenir… La opinión de la nación española en general es que aquellos estados deben de volver a la corona de España, por haber sido conquistados con sus armas y tesoros, y que ni el rey difunto ni la reina tuvieron facultades para separarlos de la monarquía.»
Por último, terminaba Keene su larguísima contestación al ministro (6 de setiembre, 1757), no dándole esperanza alguna de buen éxito en ninguno de los extremos que abrazaba la delicada comisión que le había encomendado, atendida la disposición del ministro Wall y la inflexibilidad de los reyes; lamentábase de haber tropezado con obstáculos insuperables, que atribuía a su mala estrella o a su corta capacidad, y concluía rogándole intercediese con su soberano para que le permitiera retirarse a causa del lastimoso estado de su salud{5}.
Era en efecto tan lamentable el estado de la salud de este embajador, que en carta confidencial que a los pocos días escribió al ministro, británico (26 de setiembre, 1757), le decía: «Añadiré, con no menos verdad que resignación, que si no recibo sin pérdida de un minuto licencia de S. M. para dejar este puesto y salir de aquí, tengo fundados temores de que llegue demasiado tarde.» Y se cumplió su triste pronóstico. Cuando le fue enviado el permiso para que pudiese regresar a Inglaterra a respirar los aires de su país natal, Keene había dejado ya de existir. Su larga comunicación sobre el ofrecimiento de Gibraltar fue el último despacho que escribió este célebre y hábil diplomático. Su muerte, dice un historiador de su nación, dejó un gran vacío en la diplomacia de Inglaterra; si bien el sucesor que se nombró, conde de Bristol, era también un personaje de reputación y de reconocida capacidad, aunque le faltaba aquel conocimiento del carácter español que había adquirido Keene con la experiencia y el trato de muchos años.
También por este tiempo se había resentido la salud del ministro Wall, y obligádole a presentar su renuncia, lo cual hizo en un extenso escrito. Verdad era que su salud se había quebrantado, pero éralo también que tenía parte en aquella resolución el disgusto que le producían los gravísimos negocios que tenía a su cargo. La reina y el rey no juzgaron prudente admitirle la dimisión en aquellas circunstancias; al contrario, uno y otro le comprometieron de la manera más lisonjera y honorífica a que permaneciese algún tiempo más en su puesto. No era ya mucho el que podían prolongarse los días de la misma reina, a juzgar por los padecimientos que la aquejaban, y por desgracia tampoco Fernando estaba destinado a dar a España muchos años de paz y prosperidad; pero a la narración de este deplorable suceso habremos de consagrar otro capítulo.
{1} Cartas de Keene a Robinson, octubre, 1755, en Villiam Coxe, Reinado de Fernando VI, c. 55.
{2} Duró su proceso hasta el año siguiente: bien preveía él la catástrofe que le aguardaba por término de su larga y honrosa carrera, cuando decía a sus amigos: «No os fatiguéis en defenderme, porque mi proceso no es el examen de mi conducta, es un negocio de política y de cálculo.» En efecto, el suplicio a que fue condenado Byng fue generalmente considerado como un sacrificio que los ministros hicieron a la opinión pública que los acusaba a ellos mismos de negligencia, y cuya acusación quisieron encubrir con un acto de horrible injusticia.– Continuación de la Historia de Inglaterra de John Lingard, c. 69.
{3} Despachos reservados de Keene a Fox, 1756.
{4} Dice Coxe que se ocupó Pitt con mucha atención durante tres días en redactar este despacho.
{5} Despacho muy reservado de sir Benjamín Keene al ministro Pitt.– William Coxe le inserta íntegro en el cap. 57 de su historia.