Elocuente disertación del Obispo de Madrid-Alcalá, Monseñor Leopoldo Eijo y Garay, durante la Tercera Jornada, sobre el tema:
Cristo Rey en la vida moderna católica, especialmente en relación a la acción católica en su vida eucarística
12 de octubre de 1934
Salta de gozo mi corazón y late en mi pecho con briosos y acelerados latidos al contemplarte, gloriosa Nación Argentina, cumbre la más alta de Hispano-América, convertida en trono de Cristo Rey Sacramentado, y en torno tuyo, de rodillas, adorándolo y aclamándolo, todas las naciones de la tierra, y con mayor entusiasmo tus hermanas americanas, y en medio de ellas, participando de tu gloria, con más santo orgullo que ninguna otra nación, pasando sus ojos, preñados de gozosas lágrimas, de Cristo a ti, a quien dio la vida de la civilización, su sangre, su lengua, su fe, y de ti a Cristo, para quien te formó y a cuyo redentor reinado te entregó, tu madre España, que en este día de tu exaltación se gloría más que nadie, y con las palabras de San Pablo te proclama su gozo y su corona.
El mensaje que hoy te manda Dios es, en substancia, el mismo que por medio de España te envió hace cuatrocientos años. Entonces se sembró la semilla; entonces se consagró la tierra americana en altar de Jesucristo; aquella semilla, regada con las bendiciones del cielo y con la sangre de los que por sembrarla dieron su vida, y con los sudores de misioneros y de soldados, de gobernantes y de maestros, se ha convertido en árbol frondoso, orgullo de la civilización cristiana: aquel altar se alza hoy a la faz del mundo como trono de la universal adoración a Cristo Rey, y los fieles de todas partes acuden presurosos a reunirse ante él, dándose el ósculo de paz fraternal, reconociéndose hermanos a los pies del Padre, militantes bajo una misma inmaculada bandera, levantando sobre el pavés a su divino caudillo, aclamándole con lágrimas de piadoso entusiasmo, con voces trémulas por la vehemencia del amor, mientras en el resto del mundo católico los fieles que no han podido acudir a la gran cita se les unen en espíritu, y con sus comuniones y funciones solemnes contestan al viva lanzado por los congresistas, de suerte que todo el pueblo católico extendido sobre la haz de la tierra clama, como en el pasaje bíblico: ¡Vivat Rex! ¡Viva nuestro Rey Jesús Sacramentado, Soberano de nuestras almas y de nuestros pueblos, de cielos y tierra!
La tierra está sembrada de sagrarios, como el cielo de estrellas. Ante ellos los fieles en su hogar nacional, en sus pueblos, en sus parroquias, adoran prosternados al divino Sacramento y se nutren de él. Pero de vez en cuando las ungidas manos de un Legado del Pontífice Supremo levanta en alto la custodia de la Hostia divina en un escogido lugar de la tierra y llama a los pueblos para que allí congregados la aclamen, la adoren y se muestren fundidos en la unidad de su amor. Ante los fieles de todo el mundo allí congregados, o unidos en espíritu, la voz del Supremo Jerarca parece que clama “¡Ecce Rex vester, Rex pacificus!”. Sobre las cabezas de los católicos, hijos de estos tiempos de brillantes progresos y maravillosos adelantos, parece que resuenan las palabras de San Pablo: “Omnia vestra sunt; vos autem Christi”. Todo es vuestro: dominad la tierra, desentrañad sus tesoros, descubrid sus secretos, dominad sus elementos, cabalgad sobre los vientos y mares, esclavizad el rayo y los misteriosos fluidos, dominad los brutos animales, analizad las vidas, contad los astros, utilizad sus energías... Sois los reyes de todo: “Omnia vestra sunt; vos autem Christi”. Mas vosotros sois de Cristo, sus súbditos, sus vasallos; con servidumbre de amor; adoradle, amadle, proclamad a la faz del mundo que Él es vuestro Rey; sed los heraldos y los paladines de su reinado, ajustad a sus leyes vuestros actos, y sean cristianas todas las manifestaciones de vuestra vida, individual y social.
Siempre se dice que España descubrió América; paréceme más acertado decir, como López de Gomara a Carlos V, en la “Historia General de las Indias”, no ya que la descubrió España, sino que Dios se la descubrió a España para que la convirtiese a su santa ley. Dios se la descubrió y fue su vicario en la tierra el Papa Alejandro VI, quien otorgó a España el título de posesión y la misión jerárquica de evangelizarla. Todo ello fue obra de Dios y para Dios. Para mover el ánimo de Isabel a los riesgos de la gigantesca empresa, ¿qué fibra sensible tocó Colón? “La gloria inmortal que lograría si resolviese llevar el nombre y la doctrina de Jesucristo a tan apartadas regiones.”
El estandarte real clavado por Colón en la primera isla descubierta llevaba la imagen de María Santísima; así quedasteis, americanos, consagrados y vinculados para siempre a nuestra celestial Madre, cuyo amor es siempre heraldo del reino de su Hijo.
Justa es vuestra gratitud. Pero dais, además, nota de progreso. Porque la hora presente, en todo el mundo, no es la hora de la impiedad, ni de la indiferencia que a la impiedad conduce; es la hora de la fe, de la vuelta a Dios. La impiedad ya consumó su obra, ya amargó el paladar y el corazón de la humanidad con sus venenosos frutos. La fascinación de los errores filosóficos que la sedujeron ha terminado ante la realidad de las ruinas. Ya la luz del nuevo día dora las cumbres, las más altas inteligencias, lo más escogido y culto de cada nación; pronto descenderá al valle: pronto será clamor popular la voz que ya se escucha, repitiendo la evangélica frase de San Pedro: “¡Señor!, ¿a quién, si no a Ti, iremos? ¡Tú tienes palabras de eterna vida!”
En este día de vuestra gloria religiosa, argentinos, habéis tenido empeño en que en el concierto de alabanzas a Cristo Rey Sacramentado resuene solemnemente la voz de España; ciertamente es muy de lamentar que hayáis puesto los ojos en mí; pero no hay duda de que es muy de alabar vuestro deseo de que se manifiesten conjuntamente vuestra gratitud a Jesús y vuestro amor a España, la madre que Dios os dio al engendraros para Él. Llena el alma de santa y embargadora emoción, levanto mi pobre voz ante vosotros para desarrollar el tema que me ha sido señalado: “Cristo Rey en la vida católica moderna; especialmente con relación a la Acción Católica en su vida eucarística.” Tema es éste de universal trascendencia y utilidad; pero, amados congresistas católicos del mundo entero que me escucháis, no os parezca desatención que alguna vez en mí discurso me dirija especialmente, en nombre de España, a mis amados hermanos de Hispano-América; sobre todo, por ser hoy, 12 de octubre, el día de nuestra raza, el día de la hispanidad. ¡Oh, ciertamente no llevaréis a mal que delante de vosotros la madre bese a sus hijos!
A Cristo, divina Verdad e infinita Caridad, pertenece el supremo dominio de las inteligencias y los corazones.
Cristo es Rey con eternal derecho, porque es el verbo del Padre, según el cual todo ha sido creado; por eso el Concilio Niceno, al par que declaraba como de fe católica la consubstancialidad de Dios-Hijo con Dios-Padre, puso en su símbolo de la fe que el Reino de Cristo no tendrá fin: “Cujus regnum non erit finis.”
La esencia y peculiar carácter del Reino de Cristo la declara el mismo San Pablo en su epístola a los romanos, donde en maravillosa síntesis presenta el reino del pecado y de la muerte, y enfrente de él, como divino remedio, el reino de la gracia y de la vida eterna; la antítesis de Adán pecador y Cristo redentor, y concluye diciendo: “A fin de que, como reinó el pecado para muerte, así reine la gracia por la justicia para la vida eterna, por Jesucristo señor nuestro.” Jesucristo – escribe el Apóstol a los colosenses– por ser imagen de Dios invisible, engendrado antes que toda criatura, como que en Él y por Él han sido creadas y subsisten, tiene la primacía en todo, y encierra en sí la plenitud de todo, recapitula en sí y restaura, devolviéndolas a su principio, que es Dios, todas las cosas; de suerte que Cristo es el coronamiento de toda la creación, el supremo poder que lo rige y lo restaura todo.
Pues, si la realeza, como decía el Papa León XIII, es la suprema potestad de dirigir todo al bien común, ¿qué realeza habrá comparable con la de Cristo? Y si ya desde el principio de nuestra religión S. Pablo lo proclama Rey, y Jesús mismo dice de sí que lo es, y en los evangelios aparece en repetidas ocasiones hablando de su Reino; y si los profetas del Antiguo Testamento lo habían vaticinado Rey, ¿podrá haber quien diga que la realeza de N. S. Jesucristo es una novedad religiosa en nuestros días? Hace veinte siglos, señores, que la humanidad redimida, en la oración esencial a todo cristiano, suplica a diario, y aun muchas veces cada día: “¡Venga a nos el tu Reino!”
No, no tiene nada de nuevo esa doctrina; y quienes la tengan por novedad religiosa moderna ponen en evidencia, con su olvido o ignorancia, la necesidad de predicarla y la oportunidad con que los SS. PP. León XIII y Pío XI la han proclamado solemnemente.
Desde que, derrotado y muerto el paganismo, sepultados los ídolos y triunfante la religión cristiana, la Santa Cruz coronó las torres de las iglesias y las coronas de los reyes; y, ya cristianos los individuos y las naciones, fue públicamente reconocido y adorado Nuestro Señor Jesucristo como rey de las almas y de los pueblos, nunca ha sido tan necesario como en nuestros días hacer constar su reinado social y defenderlo de los ataques de sus enemigos. En los pasados siglos iban asestados sus golpes contra la recta inteligencia de alguna verdad de fe, pero todos, hasta los más fanáticos impugnadores del dogma y de la moral, reconocían la soberanía de Cristo, y si combatían era presentándose errónea o hipócritamente ante los pueblos como defensores de la pureza de las enseñanzas cristianas. No así en nuestros tiempos. Cual el pueblo romano, de quien decía el papa San León que creía haber abrazado una gran religión porque reconocía todas las falsas religiones y daba albergue en su panteón a todos los ídolos; así los criados al pecho de la filosofía racionalista, los partidarios del llamado “derecho nuevo” alardean de haber alcanzado la cima del progreso en materias religiosas reconociendo a toda religión iguales derechos; y como esto es incompatible con la realeza social de Jesucristo, han clamado: “¡Nolumus hunc regnare super nos! ¡Non habemus regem nisi Caesarem!”; es decir, proclamamos y defendemos como fundamento de vida pública la absoluta soberanía e independencia de la potestad civil ante la religión cristiana. Este es, señores, el laicismo, al que nuestro Padre Santo llama “peste de nuestra edad”. El laicismo que, mientras repta para enroscarse en el árbol del poder, miente respeto a Cristo y a la libertad de sus fieles.
Pero, señores, ante Cristo la indiferencia es imposible; o se le ama o se le odia; desde la página del Evangelio hasta las de la historia moderna, siempre a continuación del “no queremos que reine sobre nosotros; no tenemos más rey que al César”, se oyen los rugidos coléricos: “¡Tolle, tolle crucifige eum!” La mentida neutralidad se trueca en persecución; las conciencias de los creyentes se ven oprimidas; la Cruz, arrancada, y el nombre de Cristo, borrado de las instituciones y de las leyes.
Y no es porque el reino de Cristo sea enemigo de la potestad civil; antes al contrario, es su más firme sostén, ¡como que la avala con la autoridad divina y la arraiga en lo íntimo de las conciencias!; el reino de Cristo guerrea únicamente con el reino del pecado; no se opone a la libertad, sino a que –según frase del apóstol San Pedro– se haga de la libertad velo encubridor de la malicia; no se impone por la opresión, sino al contrario rechaza a los fingidos y a los hipócritas y no quiere más adhesiones que las libres y amorosas; no despierta en el corazón los odios ni excita a la violencia, sino que mueve a sus fieles a que, despegados de las cosas de la tierra, profesen la bondad y la mansedumbre, tengan hambre y sed de justicia, se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Les manda someterse a la autoridad, no por servidumbre humana, sino por obediencia a Dios; y al que manda le dice que su misión no es la de ser servido sino la de servir. Y así la justa libertad, la disciplina, la tranquilidad, la concordia y la paz son naturales frutos de la doctrina y del reinado de Cristo.
Para remedio de todos estos males el Sumo Pontífice León XIII proclamó la realeza de Jesucristo, no sólo sobre los individuos sino también sobre las naciones y Pío XI ha vuelto a preconizarla en la forma más eficaz, instituyendo su fiesta litúrgica, medio de que la doctrina se extienda y llegue a todos los fieles, y no sólo con razonamientos discursivos, sino con el calor de la piedad y la suave y dulce sugestión de las solemnidades del culto.
Anhela el Padre amadísimo que felizmente rige los destinos de la Iglesia, y expresamente lo dice en su encíclica “Quam primas”, porque los católicos con su acción y sus trabajos aceleren la restauración del reinado de Dios en la sociedad. ¿Qué es esto, sino un paternal llamamiento a la Acción Católica, a la cooperación de los fieles en el apostolado de la jerarquía? Ciertamente no pesan creyentes en la cosa pública en la medida que corresponde a su número, a su calidad y a las excelencias de su doctrina; contentos tal vez con salvar su alma, no se preocupan lo debido de que en la sociedad tengan sus creencias el ambiente no ya respetuoso sino francamente favorable que para bien de las demás almas y de la vida común humana deben tener. Y no es decoroso para ellos que la verdad que profesan sea impugnada y no cuente con su defensa. Si obran por espíritu de comodidad, o de timidez, o de blandura, es menester que piensen que se hacen indignos del Divino Maestro, cuyas doctrinas son despreciadas; del Rey celestial, cuyos derechos son desconocidos y conculcados: por manera que, considerándose soldados de Cristo Rey, se persuadan del deber de militar valerosamente y constantemente bajo sus banderas, e inflamados en el fuego del apostolado, se esfuercen blandiendo las armas de la luz y de la caridad en ganar para Cristo a los que se han alejado de Dios, en reconciliarlos con la Verdad y el Bien, en redimir del error y del pecado las almas y los pueblos.
He ahí la eficacia de la proclamación de la realeza de Cristo en la vida católica moderna y en la gran cruzada de Acción Católica, en cuyas filas deben formar cuantos no quieran bajar avergonzados la frente ante su Rey divino.
Y estos cruzados de Cristo Rey ¿dónde han de templar sus armas, armas de luz y caridad que son las únicas que les pueden dar el triunfo? En el estudio y en la piedad. La idea y el fervor; la verdad, pero no fría en el cerebro, sino inflamada por el corazón. Es decir, el cultivo y mejoramiento de cuanto tiene de más noble el ser humano. San Pablo cifraba en dos nombres la civilización cristiana y la pagana: luz, tinieblas. “Viven los gentiles, escribía a los efesios, según la vanidad de sus sentidos, teniendo obscurecido con tinieblas el entendimiento; siendo ajenos a la vida de Dios por su ignorancia y la ceguera de su corazón, desesperanzados se dieron a las bajezas de la sensualidad. Pero vosotros no habéis aprendido así a Cristo; si realmente habéis oído su verdad y estáis doctrinados en ella, despojaos del hombre viejo que se corrompe siguiendo los deseos del error; renovaos en el espíritu de vuestra mente; revestíos del hombre nuevo que ha sido creado, según Dios, en la justicia y santidad de la verdad; deponed la mentira y comunicaos unos a otros la verdad.”
No es original de San Pablo esta idea; Cristo mismo había dicho que Él era la luz que había venido al mundo para que todo el que crea en Él no permanezca en las tinieblas. Calcando, pues, las palabras del Redentor, San Pablo compendia la vida cristiana diciendo: “Sois luz; obrad como hijos de la luz.”
Militantes de Cristo Rey, avivad por el estudio de la verdad cristiana esa luz en vuestras inteligencias y difundidla luego iluminando a vuestro prójimo; la causa principal de que sea menospreciada la religión es que no se la conoce; ¡tristísima realidad: muchos que por fieles católicos se tienen, ni siquiera recuerdan el catecismo! Estudiad y enseñad la doctrina de Cristo. Y estudiad también su eficacia redentora a través de los tiempos. Los cruzados de la Acción Católica, como todos los hombres de acción deben familiarizarse más que nadie con los estudios históricos para que su acción esté orientada, y por su raigambre en lo pasado tenga savia para lo futuro. Hay que completar, integrar, el valor de la historia en el espíritu humano; no ha de ser sólo conocimiento de lo pretérito, sino orientación para el porvenir; como la brújula, su polo positivo, su tesoro de datos y conocimientos adquiridos, mirará al pasado; pero su polo negativo apuntará a lo carente aun de realidad al porvenir, y marcará el norte que debe guiar nuestra ruta. Hay que desentrañar la historia sacando de ella programas para lo futuro. Especialmente vosotros, los pueblos americanos hijos de Portugal y de España, si estudiáis a fondo los cuatrocientos años de vida civilizada que debéis a Cristo, ¡qué venero inagotable hallaréis de grandezas en el pasado y de esperanzas para el porvenir! Yo bien sé que aquí como allá el sectarismo anticristiano, falseando los hechos y tejiendo la insostenible y execrable Leyenda Negra, cubrió de desprestigio los sublimes ideales que enardecieron el corazón y templaron en el heroísmo la voluntad de nuestros padres para las más grandiosas gestas que registran los anales de la humanidad, y que ese desprestigio ha desorientado y pervertido a muchos. Pero la verdad triunfa siempre, y saliendo del fondo de los archivos en que se guardan los documentos auténticos y fehacientes, ha vuelto por el honor de nuestros padres, que es nuestro honor, y por la gloria de nuestra religión, que es nuestra vida. Estudiad vuestra historia, que es también historia eclesiástica, historia de la civilización cristiana, y fijaos –os diré con palabras del profeta Isaías– “fijaos de qué piedra habéis sido cortados”: de un pueblo de titanes. Estirpe de héroes y de Santos es la vuestra. En nombre de nuestra madre común os digo: cuantos queráis ser buenos hijos, cumplid con el cuarto mandamiento: defended a vuestros padres, defendedlos con la verdad histórica que prueba la pureza de su fe, la grandeza de sus obras y la nobleza y el heroísmo de sus almas. Urge desenterrar del fondo del corazón, donde yace vivo, pero durmiente, el concepto de nuestro ser tradicional, que proyectado hacia el porvenir nos trace la ruta que en los designios providenciales nos corresponde; hay que elevarlo a la categoría de deber, y con hierro enrojecido al fuego del entusiasmo grabarlo en nuestras conciencias; eso será fortalecer nuestro ser, el peculiar nuestro y levantarnos fuertes y eficaces como antaño para lo que Dios quiera de nosotros en defensa, difusión y afianzamiento del reinado de Cristo en el mundo.
Pero para militar bajo sus banderas en las filas de la Acción Católica no basta la verdad; se necesita el fuego de la caridad. Y ese fuego ¿dónde encontrarlo sino en la divina brasa de amor, que es la Santa Eucaristía? Este divino Sacramento, centro de nuestra liturgia, es la fuente de vida de la Iglesia, el alma de los ejércitos del Reino de Cristo y el secreto de sus perennes triunfos.
Más adelante expresó el orador:
Nada de fatalismo depresivo, que en el triunfo borra de las frentes la gloriosa luz del mérito, y en lo adverso quiebra las alas del caído para que no vuele a la altura. Ni dar por bueno lo que la corrupción de la naturaleza dicta, ni creernos irredimibles esclavos de la desgracia. Nada de raza superior, ni de monopolio de excelencias ni de exclusividad de bondad, ni siquiera de único instrumento de Dios, ¡como si su mano no pudiese hacer de las piedras hijos de Abraham! Nada de vinculación de lo divino a la carne y a la sangre; sino reconocimiento de la natural igualdad humana, confianza en el auxilio omnipotente de nuestro divino Rey, y entrega abnegada a la difusión de su reinado, al ideal redentor de toda la humanidad; en una palabra: catolicismo.
Pero, confianza operosa y vigilante. Recordad las palabras de Jesús: “Un campo es el mundo; yo siembro la buena semilla, que son los hijos de mi Reino; los hijos malos son la cizaña sembrada por el diablo.” ¡Sembrada mientras dormían los hombres de Cristo! Arriba, pues; despertemos del funesto sueño cuantos queremos servir a nuestro Rey Jesús; nunca maldigamos la cizaña sin hacer examen de conciencia preguntándonos severamente si con nuestra perezosa somnolencia hemos cooperado a que el enemigo la siembre.
¡Alentemos! La civilización antirreligiosa y materialista está en bancarrota, su fracaso está a la vista; ya los frutos desacreditan el árbol; la diosa de la prosperidad material, contrapuesta a los bienes y a los deberes espirituales, que fue su adorado becerro de oro, no puede ya sostenerse sobre su altar. Esa prosperidad material fue el sol deslumbrador que a sus ojos carnales eclipsó los astros y apagó las luces del Cielo. Pero ese sol se pone, se va; tras él una noche negra y trágica avanza. Las doctrinas materialistas, ellas mismas con lógica consecuencia empujan ese sol a la tumba y tiran de las tinieblas para entronizarlas en el cénit. Ante el fracaso, hoy ya evidente, de las ideas contrarias a las que nos caracterizaban en nuestro siglo de Oro, ¿no alentará en nosotros la confianza de que el éxito está vinculado a las nuestras tradicionales, que son genuinamente cristianas?
Hace dos años el Padre Santo Pío XI se dignaba conversar conmigo sobre el lamentable estado social de la humanidad; con mirada de águila y trazos sintéticos de suprema sabiduría dibujaba el cuadro ruinoso de la crisis transformadora que sufre hoy la civilización, y terminaba diciendo: “El mundo no se basta para salvarse; al fin tendrá que acudir a la Iglesia, y la Iglesia lo salvará.”
Para esa hora de redención, Dios cuenta con nosotros. Lo que Dios unió no lo separe el hombre. Avivemos el espíritu de la hispanidad. Hispanidad no viene de Hispania, sino de Hispaniae, de las Españas; incluye a Portugal y a todos los pueblos y razas por Portugal y España ganados para Cristo. La característica de nuestra unidad no es la carne ni la sangre; es el espíritu sobrenatural que nos constituyó en instrumento y brazo de Dios para la defensa del Papa y de la Iglesia, del dogma y de la moral cristiana y para difundir el Evangelio y el criterio cristiano por el mundo. En esa hispanidad fundió Dios muchas razas: la latina y la árabe, las blancas y las de color, la malaya y la india, como para prepararse más caracterizado instrumento de catolicidad; todas las razas de todos los climas y latitudes de la tierra, unidas en un lazo común de fe y de amor para fermento de catolización universal. Ni siquiera ha querido Dios, y, desde el principio, unidad de cetro humano: Portugal y España, soberanas e independientes, engendradoras de pueblos también independientes y soberanos. Ni siquiera unidad de lengua. Sólo unidad de espíritu, de pureza de fe, de indefectible sumisión a Roma, de entrega rendida, amorosa, abnegada, sin orgullos de propia exaltación ni logrerías de propio medro, a difundir la civilización cristiana y el reinado de Cristo en el mundo. Eso es la hispanidad y esa es su gloria. “La hispanidad –dice un ilustre y profundo pensador– no es en la historia sino el imperio de la fe.” ¡Hijos de la hispanidad, Dios confía a vuestro honor la continuación de las glorias pretéritas! Lo que España y Portugal hicieron en sus hijas de Occidente y de Oriente, eso han de hacer sus hijas y ellas en el resto del mundo, casi paganizado hoy: recristianizarlo, infundirle espíritu y vida y criterio cristiano.
Estos inmensos territorios, sobre los cuales irradia hoy más luminosa que nunca, como con fulgores de solemne proclamación, la realeza de Cristo sacramentado, forman la reserva de la humanidad; el porvenir es vuestro, y por vosotros, para bien de la civilización, debe ser de Cristo. ¡Que a la evolución económica presida el espíritu cristiano; que cuantos encuentren aquí tierra y pan para el cuerpo, hallen también luz divina para el alma; que no sea ahogado por el aluvión de lo extraño el fermento de la hispanidad; y así devolveréis centuplicado el bien que Dios os hizo y os levantaréis en el mundo a la cabeza de los pueblos por los caminos de la verdad y del bien! Porque, no lo dudéis, el mundo civilizado, si quiere salvarse en la mortal crisis que atraviesa, tiene que rectificar el rumbo y poner proa hacia la ideología que en los siglos XVI y XVII animó la vida hispana; esa ideología es la vuestra originaria, la que os dio el ser y la vida civilizada; si no renegáis de ella, si antes bien, la cultiváis y desarrolláis al volver el mundo a ella, quedaréis a la cabeza del mundo. Y volverá; el movimiento retrógrado iniciado por la reforma protestante, retrógrado porque conducía al paganismo, del que la cruz nos había redimido, ha terminado su ruta; el neopaganismo, como la manzana tentadora, no encierra ni libertad, ni igualdad, ni fraternidad, sino rebeldías insolventes, explotaciones inhumanas y caínicos odios; la humanidad puede salvarse, y Dios la salvará guiándola de nuevo a los brazos de la cruz.
El obispo de Madrid-Alcalá terminó diciendo:
Eminentísimo señor Cardenal Pacelli, dignísimo Legado Pontificio, cuya asistencia honra singularísimamente este Congreso, cuando regreséis a Roma dad al amadísimo Padre Santo el consuelo de decirle que, al abrazarse en esta hora de gloria los viejos y los nuevos pueblos hispanos, han prometido firmemente a Jesús Sacramentado consagrarse a la acción católica, avivar a la luz del ejemplo de sus mayores el criterio netamente cristiano y las tradicionales virtudes, entre las cuales descuellan el fervor eucarístico que unge toda su historia; la entrañable devoción mariana; el celo misionero a lo Francisco Javier, y la sumisión inquebrantable, la entrega filial a la Santa Sede, que caracteriza a Ignacio de Loyola, y que, sin ceder a nadie en fidelidad a la cátedra de Pedro, lucharán denodadamente, derramando su sangre y arriesgando su vida por el triunfo de Cristo Rey en el mundo.