La noche del 11 de octubre de 1934
Comunión de los hombres en la Plaza de Mayo
En la mañana del Jueves 11 habían comulgado en los abiertos jardines de Palermo 107.000 niños. Los 107.000 niños, en esa mañana clarísima de la naciente primavera, vestidos de blanco y tocadas también con velos blancos las niñas, recibiendo el pan eucarístico, daban al vasto espacio el semblante de un templo cuya bóveda fuera el firmamento azul y cuyos coros fueran las voces de la naturaleza. Los murmullos y los cantos infantiles después de la comunión, parecían un aleluya que la naturaleza elevaba por la mediación de los corazones inocentes, buscando llegar a la belleza y la pureza supremas de Dios.
Así se inició aquel día jueves que debía cerrarse con la misa y la comunión nocturnas de los hombres.
Era difícil pronosticar lo que sería ese homenaje esperado a la Santa Eucaristía. Es verdad que el ánimo huraño de los hombres había sido preparado con reuniones parroquiales, oraciones públicas y prédicas de sacerdotes. Pero no se sabe nunca cómo se pronuncia la voluntad de los hombres cuando llega la hora de cumplir su deber religioso.
La comunión de los niños fue un estímulo inesperado. Como si la plegaria implícita de sus almas puras por el bien de sus padres hubiera sido escuchada, en las horas de la tarde pudo verse ya una extraordinaria concurrencia en las proximidades de la Plaza del Congreso, desde donde debían partir los fieles hacia la Plaza de Mayo para orar y comulgar públicamente.
Ya no es el escenario de la mañana. No estamos en el distante Parque de Palermo, sino en el centro de la ciudad, en la Avenida de los febriles trajines diarios, donde se acusa más claramente el alma de la urbe bulliciosa, mercantil, cosmopolita, donde se alinean los comercios y los lugares de diversión, donde se agitan las pasiones mundanas de millares de hombres y que llenan con sus disipadas parlerías.
Y esos mismos hombres deberán desfilar aquella noche por los mismos lugares pero esta vez como arrepentidos y penitentes.
¿Lo harían? He ahí lo que todos queríamos saber. Por las calles que acceden a la Plaza del Congreso han comenzado a reunirse grupos de hombres que vienen de los extramuros, de los barrios distantes de la vastísima Buenos Aires. Pronto, en cada calle, los grupos se han hecho muchedumbre. Algunos traen sus estandartes y sus escarapelas. En cada grupo se distingue uno o dos sacerdotes, de todas las órdenes y de todas las razas. Hay algunos cuyos trajes se ven por primera vez. Los peregrinos venidos de provincias son reconocidos por su desorientación, y se acogen a este o a aquel grupo.
No hay jefes de formación. El orden y la organización se han establecido automáticamente y a la hora establecida, por sus diez calles de acceso, los grupos desembocan a la Plaza del Congreso y comienza la marcha por la Avenida de Mayo, bajo los arcos de luz, entre las aceras colmadas de gentes curiosas y escépticas.
Quieren convencerse con sus propios ojos que los hombres han desafiado el respeto humano y van a confesar públicamente su fe y doblar sus rodillas ante el tribunal de la penitencia.
Jalonan la marcha banderas de todos los países, y se ve hombres que denuncian a las claras las razas más diversas. Pero tantos signos diferenciales están fundidos en la unidad de un mismo anhelo, una misma fe y una sola esperanza.
Por esta Avenida han desfilado centenares y centenares de manifestaciones públicas, animadas por pasiones políticas, que excluyen a enemigos o rivales. Esta vez es otra la pasión que la empuja, la pasión que no reconoce enemigos ni rivales, porque pone en el corazón el amor del Dios de todos los hombres del Hombre-Dios que se inmoló por el género humano.
A poco de haber comenzado el desfile de la muchedumbre resuena en los aires, a lo largo de la inmensa Avenida propalada por los alto-parlantes, una voz llena y poderosa. Es la de Monseñor Gustavo Franceschi que quiere auxiliar con sus advertencias y exhortaciones el pensamiento de los procesionales.
Las palabras del Credo primero, del Padre Nuestro después son coreadas por la multitud. Ahora la muda caravana ha encontrado expresión para sus emociones. Un estremecimiento corre por la apretada muchedumbre que palpita como si fuera un solo ser.
Los escépticos sienten fundirse su frialdad. Todos han sido tocados por la emoción que domina a la caravana y muchos se incorporan a sus filas y realizan también ellos la jornada. Minutos más tarde se prosternarán ante el Cordero que lava los pecados del mundo.
Hubo algo que no era humano, que desconcertaba la inteligencia y no acertamos a darle sentido si prescindimos de la gracia.
La palabra de Monseñor Franceschi sigue resonando en la atmósfera electrizada del ámbito inmenso. Las voces hombrunas, cuando toman la inflexión del ruego y tiemblan en la confesión y el arrepentimiento tienen una elocuencia impresionante. Fueron oídas aquella noche esas voces implorando perdón.
Mons. Franceschi eleva el pensamiento de la muchedumbre con la explicación del sentido de las plegarias cristianas. “Rogamos, –dicen millares y millares de voces, coreando la del Sacerdote,– por nuestras almas, pero rogamos también por la salvación de los ausentes, de los ausentes forzosos, de los enfermos, de los agonizantes, que han deseado estar con nosotros; y también de los ausentes voluntarios, de los hermanos extraviados; rogamos por nuestros muertos, por los que nos han precedido con el signo de la fe, privilegio de los católicos que creemos que los muertos siguen viviendo para su salvación por obra de nuestras oraciones y sacrificios.”
Ha llegado la cabeza de la manifestación a la Plaza de Mayo y todavía hay grupos que no se han puesto en marcha. Son las 12 de la noche y en altares portátiles, cuatro arzobispos sudamericanos, ofician el Santo Sacrificio en la Plaza de Mayo.
Eran los Arzobispos de Asunción del Paraguay, de Santiago de Chile, el Arzobispo de Sucre (Bolivia), y el Arzobispo de Montevideo (Uruguay).
“Rogamos por la paz de América, –dicen los altoparlantes–, por la paz del mundo, pero por la paz verdadera, que es la paz de Cristo, que sólo procede de los corazones que aman a Cristo.”
El locutor guía a la muchedumbre para seguir la Misa. Y se pensaba: ¡cuán pocas veces en la historia un oficiante de la Santa Misa –como los Arzobispos en la Plaza de Mayo aquella noche– al ofrendar el Sacrificio en nombre de todos “los circunstantes”, como reza la liturgia, lo ha podido hacer a nombre de 500.000 almas! El espectáculo evoca escenas de los primeros siglos, cuando los cristianos celebraban sus ágapes en las sombras de las catacumbas, o escenas de las Cruzadas cuando se dirigían los peregrinos hacia las criptas de las Catedrales para hacer bendecir sus armas en vísperas de embarcarse.
Hubo rasgos que perfeccionaban la semblanza. Es, desde luego, el de los decididos a última hora, de los iluminados súbitamente, que han sentido quizá por primera vez el hambre del pan de la vida eterna. Y en la plaza repleta de gentío, se hacen paso hasta acercarse a alguno de los sacerdotes mezclados con la muchedumbre para confesar sus pecados, unos de pie, otros de hinojos sobre el césped o junto a un árbol, con la cabeza humillada pero el corazón rejuvenecido. La fotografía ha conservado el testimonio de estas escenas memorables.
El otro rasgo es el de los sacerdotes que discurren en todas direcciones llevando la Sagrada Hostia y que para no dejar a ningún rezagado sin el manjar, se ven obligados a caminar cuadras y cuadras. Las primeras luces del nuevo día sorprendieron a alguno en la preciosa tarea comenzada por la noche.
Revivía la imaginación del hecho tantas veces repetido en las ciudades de la Edad Media: los heroicos sacerdotes que durante las calamidades públicas, pestes o temblores, distribuyen el viático a los penitentes despavoridos.
Fueron así distribuidas aquella noche y aquella madrugada 210.000 sagradas formas.
Estos peregrinos de la noche del jueves 11 de octubre de 1934 no se preparaban para embarcarse al día siguiente hacia un país distante como los Cruzados que van al rescate del Santo Sepulcro, desafiando piratas y tormentas, y tampoco temen perder sus vidas horas después a efecto de una peste o un terremoto, pero saben que no son menos amenazantes e inminentes la tempestad y el flagelo que en el camino del hombre moderno desencadenan las pasiones del mundo y de la carne.